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Authors: Justin Cronin

El pasaje (109 page)

—Vosotros seis, dejad las mochilas y venid conmigo. Usted también, comandante.

Lo siguieron hasta el interior de una tienda, una sola habitación con suelo de tierra bajo un techo de lona combado. Los únicos muebles eran una estufa panzuda, un par de mesas de caballete cubiertas de papeles, y en la pared del fondo una mesa más pequeña con una radio a cargo de un soldado con auriculares ceñidos a la cabeza. En la pared, encima de él había un gran mapa coloreado, marcado con docenas de alfileres que formaban una V irregular. Cuando Peter se acercó más, vio que la base de la V era el centro de Texas, con un brazo que se alzaba hacia el norte a través de Oklahoma y el sur de Kansas, y el otro que se desviaba hacia el oeste, se internaba en Nuevo México, para luego subir también hacia el norte y acabar en la frontera de Colorado, el lugar donde se encontraban ahora. En lo alto del mapa, escrito en amarillo sobre una franja oscura, se veían las palabras: MAPA POLÍTICO DE LOS ESTADOS UNIDOS. REGIÓN CENTRAL, y debajo, MAPAS ESCOLARES FOX E HIJOS, CINCINATTI (OHIO).

Greer se paró a su lado.

—Bienvenido a la guerra —murmuró.

El general, que había entrado detrás de ellos, dirigió su voz al operador de radio, el cual, al igual que los hombres de fuera, estaba mirando con descaro a las mujeres. Por lo visto, había elegido a Sara, pero después apartó la mirada hacia Alicia, y luego hacia Amy, en una serie de nerviosas sacudidas.

—Cabo, excúsenos, por favor.

Con un evidente esfuerzo, el hombre apartó la vista y se quitó los auriculares de la cabeza. Su expresión estaba nublada por la vergüenza.

—Señor, lo siento, señor.

—Lárgate, hijo.

El cabo se puso en pie y salió a toda prisa.

—Bien. —Los ojos del general se posaron en Greer—. Comandante, ¿hay algo que haya olvidado decirme?

—Tres de los «rezas» son mujeres, señor.

—Sí, en efecto. Gracias por informarme.

—Lo siento, general. —El comandante pareció encogerse—. Tendríamos que haberle informado antes.

—Sí, es verdad. Como usted los encontró, lo hago responsable. ¿Cree que puede ocuparse de ello?

—Por supuesto, señor. No hay ningún problema.

—Forme un destacamento y alójelos. Necesitarán su propia letrina, además.

—Sí, general.

—Proceda.

Greer asintió, lanzó una veloz mirada a Peter («Buena suerte», parecieron decir sus ojos) y salió de la tienda. El general, cuyo nombre, cayó en la cuenta Peter, todavía ignoraba, dedicó otro momento a examinarlo de arriba abajo. Ahora que estaban solos, su porte se había relajado.

—¿Es usted Jaxon?

Peter asintió.

—Soy el general de brigada Curtis Vorhees, de la Segunda Fuerza Expedicionaria del Ejército de la República de Texas. —Esbozó una sonrisa—. Soy el pez gordo de esta zona, por si el comandante Greer hubiera olvidado mencionarlo.

—No, señor. Es decir, sí. Lo mencionó.

—Bien. —Vorhees cabeceó y les contempló a todos un momento más—. Según tengo entendido, y perdone si me muestro incrédulo en este punto, los seis han venido andando desde California.

«La verdad es que recorrimos en coche parte del trayecto —pensó Peter—. Y otra parte la hicimos en tren.»

—Sí, señor —se limitó a contestar.

—¿Y por qué iba a intentar alguien semejante cosa?

Peter abrió la boca para contestar, pero una vez más la respuesta, la verdadera, se le antojó demasiado larga. Había empezado a llover con intensidad, y repiqueteaba sobre el techo de lona de la tienda.

—Es una larga historia —balbuceó.

—Bien, estoy seguro de eso, señor Jaxon, y me gustaría mucho escucharla. De momento, preocupémonos de algunos preliminares. Son ustedes invitados civiles del Segundo de Expedicionarios. Durante el tiempo que dure su estancia estarán bajo mi autoridad. ¿Cree que lo podrán soportar?

Peter asintió.

—Dentro de seis días esta unidad se trasladará al sur para encontrarse con el Tercer Batallón en la ciudad de Roswell, en Nuevo México. Desde allí los enviaremos de vuelta a Kerrville con un convoy de suministros. Le sugiero que acepten esta oferta, pero quienes deciden son ustedes. No me cabe duda de que lo discutirán en privado.

Peter miró a los demás, cuyos rostros parecían reflejar la misma sorpresa que el suyo. No había tenido en cuenta la posibilidad de que el viaje hubiera llegado a su fin.

—En cuanto al otro asunto —continuó Vorhees—, del cual me han oído hablar con el comandante, necesito que ordenen a las mujeres de su grupo que no tengan el menor contacto con mis hombres, más allá de lo estrictamente necesario. Se quedarán en su tienda, salvo para ir a las letrinas. En caso de cualquier otra necesidad, acudirán a usted o al comandante Greer. ¿Queda claro?

Peter no tenía motivos para negarse, aparte del hecho de que la oferta se le antojaba ridícula.

—No estoy seguro de que pueda decirles eso, señor.

—¿No?

—No, señor. —Se encogió de hombros. No le quedaban palabras—. Estamos todos juntos en esto, señor. Las cosas son así.

El general suspiró.

—Quizá no me ha entendido bien. Sólo se lo pido como una cortesía. La misión del Segundo de Expedicionarios es de tal importancia que podría resultar indecoroso, e incluso peligroso, que deambularan a sus anchas entre la unidad.

—¿Por qué sería peligroso?

El general frunció el ceño.

—Ellas no correrían peligro. No estoy pensando en las mujeres. —Vorhees respiró hondo y empezó de nuevo—. Se lo explicaré con la mayor sencillez que me sea posible. Somos una fuerza de voluntarios. Unirse a los expedicionarios significa hacerlo de por vida, mediante un juramento de sangre, y cada uno de estos hombres lo ha jurado por su vida. Han cortado todos los vínculos con el mundo, salvo con estos hombres y la unidad que los engloba. Cada vez que un hombre abandona el recinto, cree a pies juntillas que es para no volver. Más que eso, lo acepta. Un hombre morirá satisfecho por sus amigos, pero una mujer..., una mujer le insufla ansias de vivir. Cuando eso suceda, se lo prometo, atravesará esa puerta y no regresará.

Peter supuso que Vorhees les estaba diciendo que tiraran la toalla, pero, después de todo lo que habían padecido, era imposible recomendarles, sobre todo a Alicia, que se quedaran encerradas en la tienda.

—Estoy seguro de que todas esas mujeres son excelentes luchadoras —continuó Vorhees—. De lo contrario, no habrían llegado hasta aquí. Pero nuestro código es muy estricto, y necesito que lo respeten. Si no pueden, les devolveré las armas y continuarán su camino.

—De acuerdo —dijo—, nos iremos.

—Espera, Peter.

Era Alicia quien había hablado. Peter se volvió hacia ella.

—Tranquila, Lish. Yo te apoyo en esto. Si él dice que nos vayamos, nos iremos.

Pero Alicia no le miraba. Tenía los ojos clavados en el general. Peter se dio cuenta de que había adoptado la posición de firmes, con los brazos caídos con rigidez a los costados.

—General Vorhees, el coronel Niles Coffee, del Primero de Expedicionarios, le manda sus respetos.

—¿Niles Coffee? —Su cara pareció iluminarse—. ¿
Ese
Niles Coffee?

—Lish —dijo Peter, que empezaba a comprender—, ¿te refieres al... Coronel?

Pero Alicia no dijo nada. Ni siquiera lo miró. Peter jamás había visto una expresión semejante en su rostro.

—Jovencita, el coronel Coffee desapareció con sus hombres hace treinta años.

—Eso no es cierto, señor —contestó Alicia—. Sobrevivió.

—¿Coffee está vivo?

—Murió en combate, señor. Hace tres meses.

Vorhees paseó la vista por la tienda, hasta encontrarse de nuevo con los ojos de Alicia.

—¿Puedo preguntarle quién es usted?

Alicia asintió con brusquedad.

—Su hija adoptiva, señor. Soldado raso Alicia Donadio, del Primero de Expedicionarios. Bautizada y juramentada.

Nadie habló. Estaba a punto de suceder algo definitivo, y Peter lo sabía. Algo irrevocable. Notó que una oleada de pánico y desorientación se apoderaba de él, como si lo hubieran despojado sin previa advertencia de algunas verdades básicas de la vida, tan fundamentales como la ley de la gravedad.

—¿Qué estás diciendo, Lish?

Por fin ella miró hacia él. Vio que sus ojos eran charcos de lágrimas temblorosas.

—Oh, Peter —dijo, cuando la primera rodó sobre su mejilla manchada de polvo—, lo siento. Tendría que habértelo dicho.

—¡No puede llevársela!

—Lo siento, Jaxon —dijo el general—. Usted no puede tomar la decisión. Nadie puede tomarla. —Se acercó a toda prisa a la puerta de la tienda—. ¡Greer! ¡Que alguien vaya a buscar al comandante Greer y que se presente en mi tienda!, ¡ya!

—¿Qué está pasando? —preguntó Michael—. Peter, ¿de qué está hablando Alicia?

De pronto, todo el mundo se puso a hablar a la vez. Peter asió a Alicia por los brazos y la obligó a mirarlo.

—¿Qué estás haciendo, Lish? Piensa en lo que estás haciendo.

—Ya está hecho. —Pese a las lágrimas, su rostro parecía resplandecer de alivio, como si se hubiera desprendido por fin de un peso abrumador—. Estaba hecho antes de que tú y yo nos conociéramos. Mucho antes. El día que el Coronel fue al Asilo a reclamarme. Me obligó a jurar que no se lo diría a nadie.

Peter comprendió entonces lo que había intentado decirle aquella mañana.

—Les estabas siguiendo el rastro.

Ella asintió.

—Sí, durante los últimos dos días. Cuando fui a explorar río abajo, descubrí uno de sus campamentos. Las cenizas de las hogueras todavía estaban calientes. En esta zona, no creía que pudieran ser otros. —Meneó la cabeza con ojos resignados—. La verdad, Peter, ni siquiera sabía si deseaba encontrarlos. En parte, siempre pensé que eran cuentos de viejos. Tienes que creerme.

Greer apareció en la puerta de la tienda, empapado a causa de la lluvia.

—Comandante Greer —dijo el general—, esta mujer es miembro del Primero de Expedicionarios.

Greer se quedó boquiabierto.

—¿Que es qué?

—La hija de Niles Coffee.

Greer miró a Alicia con los ojos fuera de sus órbitas, como si estuviera mirando un animal extraño.

—Hostia puta. ¿Coffee tenía una hija?

—Ella dice que prestó juramento.

Greer se rascó la cabeza perplejo.

—Hostia. Es
una mujer
. ¿Qué quiere hacer?

—No hay nada que hacer. Un juramento es un juramento. Los hombres tendrán que aprender a vivir con ella. Llévesela a la barbería y dele un destino.

Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Peter experimentó la sensación de que algo enorme se estaba abriendo en su interior.

—¡Lish, diles que estás mintiendo!

—Lo siento. Así ha de ser. ¿Comandante?

Greer asintió con semblante serio y se colocó a su lado.

—No puedes abandonarme —se oyó decir Peter, aunque la voz que había pronunciado aquellas palabras no parecía la de él.

—Sí, Peter. Soy quien soy.

Sin darse cuenta, había caído en sus brazos. Notó que las lágrimas se apelotonaban en su garganta.

—No puedo hacer esto... sin ti.

—Sí que puedes. Lo sé.

Era inútil. Alicia lo estaba abandonando. Notaba que se alejaba de él.

—No puedo, no puedo.

—Tranquilo —le dijo ella al oído—. Y ahora, a callar.

Lo retuvo así durante un buen rato, los dos envueltos en una burbuja de silencio como si estuvieran solos. Después Alicia le tomó la cara entre las manos y lo atrajo hacia ella. Le dio un beso fugaz en la frente. Un beso que solicitaba perdón y lo concedía: un beso de adiós. El aire se abrió entre ellos. Ella lo había soltado.

—Gracias, general —dijo Alicia—. Comandante Greer, estoy preparada.

60

Días de lluvia. Peter lo contó todo.

Durante cinco días seguidos, llovió a cántaros. Estuvo sentado durante largas horas a la larga mesa de la tienda de Vorhees, a veces solos los dos, pero casi siempre también con Greer. Les habló de Amy, de la Colonia y de la señal que habían ido a localizar. Les habló de Theo y de Mausami, y del Refugio, y de todo lo acontecido allí. Les contó que, a 1.600 kilómetros de distancia, en la cumbre de una montaña de California, noventa almas estaban esperando a que las luces se apagaran.

—No le voy a mentir —dijo Vorhees, cuando Peter le preguntó si podían enviar soldados allí. Estaba anocheciendo. Alicia se había ido por la mañana a patrullar. De un día para otro se había integrado en la vida de los hombres de Vorhees.

—No es que no le crea —explicó Vorhees—. Y ese búnker del que nos ha hablado merece por sí solo el viaje. Pero tendré que comentar esto con mis superiores, y eso quiere decir la División. Antes de primavera no podremos ni pensar en emprender semejante viaje. Se trata de territorio desconocido.

—No estoy seguro de que puedan esperar tanto.

—Pues tendrán que hacerlo. Mi mayor preocupación es salir de este valle antes de que nieve. La lluvia no mengua, podríamos quedarnos atrapados aquí. Sólo queda combustible para mantener las luces encendidas treinta días más.

—Quiero saber más cosas de ese lugar, el Refugio —dijo Greer. Fuera de las paredes de la tienda, y en presencia de cualquiera de los hombres, la relación de Greer y Vorhees era rígida y formal, pero de puertas adentro, como sucedía en ese momento, se relajaban en su amistad.

Greer miró al general con ojos pensativos.

—Se parece un poco a lo de aquella gente de Oklahoma.

—¿Qué gente?

—Un lugar llamado Homer —contestó Vorhees, retomando el hilo—. El Tercer Batallón se topó con ellos hará unos diez años, en el culo del mundo. Toda una ciudad de supervivientes, más de mil cien hombres, mujeres y niños. Yo no estaba, pero oí los relatos. Era como retroceder cien años. Por lo visto, ni siquiera sabían qué eran los dragones. Se dedicaban a sus asuntos, eran amabilísimos, y vivían sin luces ni verjas, de los que te dicen: «Me alegro de verlos pero no den portazos al salir». El oficial que estaba al mando les ofreció transporte, pero ellos lo rechazaron, y en cualquier caso el Tercero no estaba equipado para transportar tantos cuerpos al sur de Kerrville. Eso fue lo peor. Supervivientes que no querían ser rescatados. El Tercer Batallón dejó un pelotón y continuó hacia el norte, hasta Wichita, donde se armó un gran cirio. Perdió la mitad de sus hombres, y el resto volvió sobre sus pasos. Cuando llegaron a la ciudad, estaba desierta.

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