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Authors: Justin Cronin

El pasaje (113 page)

Más esperas. Era insoportable e indignante. Peter nunca se había sentido tan impotente. Tres horas después se oyó un grito en la muralla.

—¡Dos pelotones más!

Peter estaba sentado en el comedor, envuelto en una neblina de preocupación. Salió disparado y llegó a la puerta cuando el primer camión entró en el recinto. Era el que iba cargado con los explosivos. El torno continuaba sujeto a la base, y el gancho vacío oscilaba. Veinticuatro hombres, tres pelotones reagrupados en dos. Peter buscó a Alicia entre los rostros confusos.

—¡Soldado Donadio! ¿Alguien sabe qué ha sido de la soldado Donadio?

Nadie lo sabía. Todo el mundo contaba la misma historia: las bombas que explotaban, el suelo que se abría bajo sus pies, el ataque de los virales, y todo el mundo desperdigado, perdido en la oscuridad. Alguien afirmaba haber visto morir a Vorhees, y otros, que iba con el pelotón azul. Pero nadie había visto a Alicia.

El día avanzó con lentitud. Peter paseaba de un lado a otro de la plaza de armas sin hablar con nadie. Como oficial de mayor rango, Greer estaba ahora al mando. Habló un momento con Peter y le dijo que no abandonara la esperanza. El general sabía lo que estaba haciendo: si alguien podía insuflar vida de nuevo a la unidad, ése era Curtis Vorhees. Pero Peter leyó en la cara de Greer que también él había empezado a creer que no iba a regresar nadie más.

Sus esperanzas murieron con la caída de la oscuridad. Volvió a la tienda, donde Hollis y Michael estaban jugando a las cartas. Ambos alzaron la vista cuando entró.

—Sólo para matar el rato —dijo Hollis.

—No he dicho nada.

Peter se tumbó en su catre y se tapó con una manta, sin ni siquiera tomarse la molestia de quitarse las botas embarradas. Estaba sucio, muerto de cansancio. Tenía la impresión de haber pasado las últimas e irreales horas en estado de trance. Hacía días que no comía apenas, pero le resultaba imposible pensar en comer. Un viento frío, un viento invernal, estaba sacudiendo las paredes de la tienda. Sus últimos pensamientos antes de caer dormido fueron las últimas palabras que Alicia le había dirigido: «Lárgate de aquí, Peter».

Un grito lejano lo despertó y se incorporó al instante. El rostro de Hollis asomó por la abertura de la tienda.

—Hay alguien en la puerta.

Tiró la manta a un lado y salió corriendo a la luz de los focos. Sus dudas se convirtieron en certidumbre, y cuando estaba a mitad de la plaza de armas, sabía quién lo estaba esperando.

Alicia. Alicia había vuelto.

Estaba parada delante de la puerta. La primera impresión de Peter, cuando avanzó hacia ella, fue que estaba sola. Pero cuando se abrió paso a empujones entre los hombres congregados, vio a un segundo soldado, que estaba arrodillado en el polvo. Era Muncey. Tenía las muñecas atadas delante de él. Bajo el resplandor de los focos, Peter vio su cara perlada de sudor. Estaba temblando, pero no de frío. Tenía una mano envuelta en un trapo empapado en sangre.

Ambos estaban rodeados de soldados, pero todo el mundo se mantenía alejado. Reinaba un silencio sepulcral. Greer avanzó hacia Alicia.

—¿El general?

Ella negó con la cabeza.

El soldado mantenía la mano herida alejada del cuerpo y respiraba con rapidez. Greer se acuclilló ante él.

—Cabo Muncey.

Su voz era calma, tranquilizadora.

—Sí, señor. —Muncey se humedeció los labios poco a poco—. Lo siento, señor.

—No pasa nada, hijo. Te has portado bien.

—No sé cómo fallé al que lo hizo. Me mordió como un perro antes de que Donadio acabara con él. —Alzó la cabeza hacia Alicia—. Viendo cómo combate, nadie diría que es una chica. Espero que no le importe, pero le pedí que me atara y me devolviera a casa.

—Estabas en tu derecho, Muncey. Es tu derecho como soldado del Cuerpo de Expedicionarios.

El cuerpo de Muncey se estremeció, con tres espasmos violentos. Sus labios se curvaron y dejaron al descubierto los dientes que faltaban. Peter notó la tensión de los soldados. Dejaron caer las manos sobre los cuchillos, un movimiento veloz e inconsciente. Pero Greer, acuclillado delante del soldado herido, ni siquiera se inmutó.

—Bien, supongo que ha llegado el momento —dijo Muncey. Cuando los espasmos pasaron, Peter no vio miedo en los ojos del soldado, tan sólo una serena aceptación. Todo el color había abandonado su cara, como agua por un desagüe. Alzó las manos atadas para secarse el sudor de la frente con el trapo ensangrentado—. Es tal como dicen. Como viene se va. Si no le importa, me gustaría a cuchillo, comandante. Quiero sentir cómo sale de mi interior.

Greer asintió en señal de aprobación.

—Eres un buen hombre, Muncey.

—Donadio debería hacerlo, si no le importa. Mi mamá siempre decía que debes bailar con la que te sepa llevar, y ella ha sido tan amable de traerme a casa. No tenía por qué hacerlo. —Estaba parpadeando debido al sudor que caía sobre sus ojos—. Sólo quería decir que ha sido un honor, señor. El general también. Quería volver a casa para decir eso. Pero creo que será mejor proceder, comandante.

Greer se puso en pie y retrocedió. Todo el mundo se puso firmes. Alzó la voz.

—¡Este hombre es un soldado del Cuerpo de Expedicionarios! ¡Ha llegado el momento de que emprenda el viaje! Aclamemos al cabo Muncey. Hip hip...

—¡Hurra!

—Hip hip...

—¡Hurra!

—Hip hip...

—¡Hurra!

Greer desenvainó su cuchillo y lo entregó a Alicia. El rostro de la joven no demostraba la menor emoción, como el rostro de un soldado, el rostro del deber. Tomó el cuchillo y se arrodilló delante de Muncey, quien había inclinado la cabeza, a la espera, con las manos encadenadas en el regazo. Alicia inclinó la cabeza hacia la de Muncey, hasta que sus frentes se tocaron. Peter vio que sus labios se movían, le murmuraban palabras en voz baja. No sintió horror, sólo estupor. El momento parecía congelado en el tiempo, no era parte del curso de los acontecimientos, sino algo fijo y singular, una línea que, una vez cruzada, no admitiría la vuelta atrás. Que Muncey iba a morir sólo era una parte de su significado. El cuchillo llevó a cabo su obra casi sin que Peter se diera cuenta. Cuando Alicia dejó caer la mano, estaba sepultado hasta la empuñadura en el pecho de Muncey. Tenía los ojos abiertos de par en par y húmedos, los labios entreabiertos. Alicia le sostenía la cara con ternura, como haría una madre con su hijo.

—Vete tranquilo, Muncey —dijo—. Vete tranquilo.

A sus labios había ascendido un poco de sangre. Respiró una vez más, y retuvo el aire en el pecho, como si no fuera aire sino algo más: el dulce sabor de la libertad, el fin de las preocupaciones, y todo estuviera dicho y hecho. Entonces, su vida lo abandonó y se derrumbó hacia adelante. Alicia lo recibió con los brazos para suavizar la caída del cuerpo sobre el suelo embarrado de la guarnición.

Peter estuvo dos días sin verla. Pensó en enviarle un mensaje por mediación de Greer, pero no sabía qué decir. En el fondo, sabía la verdad: Alicia se había ido. Se había integrado en una vida a la que él no pertenecía.

Habían perdido un total de cuarenta y seis hombres, incluido el general Vorhees. Era lógico pensar que no todos estaban muertos, sino secuestrados. Los hombres hablaban de enviar partidas de búsqueda. Pero Greer se negó. El plazo de la partida se estaba acercando, si querían reunirse con el Tercer Batallón. Setenta y dos horas, anunció, y nada más.

Al final del segundo día, el campamento estaba casi levantado. Comida, armas, pertrechos, y casi todas las tiendas grandes, salvo el comedor. Todo estaba empaquetado y preparado para la marcha. Las luces se quedarían, al igual que los camiones cisterna, ahora casi vacíos, y un solo Humvee. El batallón se desplazaría hacia el sur en dos grupos, una pequeña partida de reconocimiento a caballo, al mando de Alicia, mientras que el resto los seguiría a pie y en camiones. Alicia era ahora oficial. Con tantos hombres perdidos, incluidos los jefes de dos pelotones, los rangos habían disminuido, y Greer la había nombrado oficial. Ahora era la teniente Donadio.

Greer había levantado la orden de mantener segregadas a Sara y Amy. Un cuerpo era un cuerpo, y a esas alturas era absurdo buscarle tres pies al gato. Muchos hombres habían resultado heridos en el ataque, en su mayor parte con heridas de escasa importancia, cortes, rasguños y esguinces, pero un soldado se había roto la clavícula, y dos más, Sancho y Withers, habían recibido quemaduras graves durante la explosión. Los dos médicos militares del batallón habían muerto, de modo que, con la ayuda de Amy, Sara se ocupaba de los heridos y los preparaba lo mejor posible para el viaje al sur. Peter y Hollis habían sido asignados a los equipos de embalaje, cuyo trabajo consistía en distribuir el contenido de dos grandes tiendas de suministros, apartando lo que viajaría con ellos y trasladando el resto a una serie de escondrijos distribuidos por el recinto. Michael había más o menos desaparecido en el parque móvil. Dormía en los barracones, comía codo con codo con los demás engrasadores. Incluso su nombre había desaparecido, sustituido por Lugnut.

Por encima de todo, el asunto de la evacuación pendía como una espada sobre ellos. Peter aún no había dado su respuesta a Greer, porque la verdad era que no la sabía. Los demás (Sara, Hollis, Michael, e incluso Amy, a su manera silenciosa y reservada) estaban esperando, le concedían margen para decidir. El que no hubieran dicho nada sobre el tema subrayaba ese hecho. O tal vez se estaban limitando a evitarlo. En cualquier caso, abandonar la seguridad de la guarnición parecía más peligroso que nunca. Greer le había advertido de que, después del ataque a la mina, los bosques bullirían de virales. Tal vez, sugirió, lo mejor sería esperar a que regresaran el verano siguiente. Hablaría con la División, y los convencería de que organizaran una expedición con cara y ojos. Hubiera lo que hubiera en la montaña, dijo Greer, llevaba en ella mucho tiempo. Podría esperar un año más.

La noche del segundo día posterior al regreso de Alicia, Peter entró en su tienda y encontró a Hollis solo, sentado en su camastro. Una parka de invierno le cubría los hombros. Sostenía una guitarra en el regazo.

—¿Dónde has encontrado eso?

Hollis estaba pulsando las cuerdas, con el rostro concentrado. Levantó la vista y sonrió a través de su espesa barba, que ahora trepaba hasta sus mejillas.

—Era de un engrasador. Un amigo de Michael. —Se sopló las manos y pulsó unas notas más, insinuando una melodía que Peter no pudo identificar—. Ha pasado tanto tiempo que pensaba que me había olvidado de tocar.

—No sabía que tocabas.

—La verdad es que no sé. Siempre lo hacía Arlo.

Peter se sentó en el camastro frente a él.

—Adelante. Toca algo.

—No recuerdo gran cosa. Una o dos canciones.

—Pues tócalas. Toca lo que quieras.

Hollis se encogió de hombros, pero Peter adivinó que estaba contento de que se lo hubiera pedido.

—No digas que no te avisé.

Hollis hizo algo con las cuerdas, las tensó y probó, después respiró hondo y se puso a tocar. Peter tardó un momento en identificar lo que estaba oyendo: una de las divertidas canciones compuestas por Arlo, las que tocaba para los Pequeños en el Asilo, pero diferente. Era la misma, pero diferente. Bajo los dedos de Hollis, era más profunda y rica, henchida de una tristeza dolorosa. Peter se tumbó en el catre y dejó que las notas se derramaran sobre él. Incluso cuando la canción terminó, percibió las notas en su interior, como un dolor prolongado en el pecho.

—De acuerdo —dijo Peter. Llenó el pecho de aire, los ojos clavados en el techo combado de la tienda—. Sara y tú deberíais uniros a ese convoy. Michael también. Dudo que ella se vaya sin él.

Hollis guardó silencio durante un buen rato. Las notas de la canción todavía flotaban en el aire.

—Es lo que dijo Vorhees cuando llegamos aquí. Sobre sus hombres, sobre el juramento que prestan. Tenía razón. Yo ya no sirvo para esto, si es que alguna vez serví. La quiero de verdad, Peter.

—No tienes por qué darme explicaciones. Me alegro por los dos. Me alegro de que hayáis aprovechado esta oportunidad.

—¿Y tú qué harás? —preguntó Hollis.

La respuesta era obvia. Pero había que verbalizarla.

—Lo que vinimos a hacer.

Era extraño. Peter se sentía triste, pero también algo más. Se sentía en paz. Ya había tomado la decisión. Se sentía liberado de ella. Se preguntó si su padre se habría sentido así la noche anterior a su última marcha. Mientras veía el techo de la tienda temblar a causa del viento, Peter recordó las palabras de Theo aquella noche en la central eléctrica, cuando todos estaban sentados alrededor de la mesa de la sala de control, bebiendo brillo. «Nuestro padre no se marchó para rendirse. Quien piense eso es que no sabe nada de él. Se marchó porque no podía soportar la ignorancia, ni un minuto más de su vida.» Lo que Peter sentía era la paz de verdad, y se alegraba de ello hasta lo más íntimo de su ser.

Al otro lado de las paredes de la tienda, Peter oyó el estruendo de los generadores, las llamadas de los hombres de Greer en los piquetes, ojo avizor. Una noche más, y reinaría el silencio.

—No va a haber manera de convencerte, ¿verdad? —preguntó Hollis.

Peter sacudió la cabeza.

—Tan sólo hazme un favor.

—Lo que quieras.

—No me sigáis.

Encontró al comandante en la tienda que antes había sido de Vorhees. Peter y Greer apenas habían hablado desde el regreso de Alicia. Daba la impresión de que el comandante se sentía abrumado desde que se había producido el ataque fallido, y Peter había mantenido las distancias. Peter estaba seguro de que lo que lo agobiaba era algo más que el peso del mando. Durante las largas horas que había pasado con los dos hombres, Peter había notado cuán profundo era su vínculo. Lo que Greer sentía ahora era dolor, dolor por su amigo perdido.

Una lámpara brillaba en la tienda.

—¿Comandante Greer?

—Entre.

Peter obedeció. La tienda brillaba con el resplandor de la estufa. El comandante, con pantalones de camuflaje y camiseta de color verde oliva, estaba sentado a la mesa de Vorhees, examinando papeles a la luz del farol. Un baúl abierto, medio lleno de diversas pertenencias, descansaba en el suelo a sus pies.

—Jaxon. Me estaba preguntando cuándo lo vería de nuevo. —Greer se reclinó en la silla y se frotó los ojos con movimientos cansados—. Venga aquí y eche un vistazo.

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