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Authors: Justin Cronin

El pasaje (77 page)

El error fue agravado por el hecho de que los acontecimientos del día 65 del verano, del cual descendían los demás, se desplegaron en una serie de discretos compartimentos de cronologías solapadas, sin que ni una sola pieza fuera consciente de las demás. Sucedían cosas en todas partes. Por ejemplo: mientras Old Chou se estaba levantando de la cama que compartía con su joven esposa, Constance, impulsado por un ansia misteriosa de ir al almacén, en el otro extremo de la Colonia Walter Fisher estaba pensando lo mismo. Pero el hecho de que estuviera demasiado borracho para levantarse de la cama y atarse los cordones de las botas retrasaría su visita al almacén, y su descubrimiento de lo que había en él, otras veinticuatro horas. Lo que estos dos hombres tenían en común era que ambos habían visto a la chica, la Chica de Ninguna Parte, cuando el Hogar había visitado el hospital con las primeras luces del alba. Pero también era cierto que no todos los que la habían visto de primera mano experimentaron esa reacción. Dana Curtis, por ejemplo, no sufrió el menor efecto, al igual que Michael Fisher. La chica no era una fuente, sino un conducto, una forma de que cierta sensación (una sensación de almas perdidas) entrara en las mentes de las personas más sensibles, y algunas, como Alicia, jamás se verían afectadas. Esto no era cierto en el caso de Sara Fisher y Peter Jaxon, quienes habían experimentado sus respectivas versiones del poder de la chica. Pero en cada caso, sus encuentros habían adoptado una forma más benigna, aunque inquietante: un momento de comunión con aquellos de sus seres queridos que habían muerto.

El comandante Jimmy Molyneau, que acechaba en las sombras delante de su casa, en el borde del claro (aún no había aparecido en la pasarela, una causa de considerable confusión para la Guardia, que condujo a un apresurado nombramiento de Ian, el sobrino de Sanjay, como comandante
pro tem
), estaba intentando decidir si ir o no al Faro, matar a quien encontrara en él y apagar las luces. Aunque el impulso de interpretar un acto final tan grave se había ido cimentando en su interior durante todo el día, no fue hasta que escudriñó la taza de té en la cocina de Tía cuando la idea cristalizó hasta adoptar una forma específica en su mente, y si alguien hubiera aparecido en aquel momento y preguntado qué estaba haciendo, no habría sabido qué decir. Habría sido incapaz de explicar este deseo, que parecía originarse en algún lugar profundo sin ser del todo suyo. Dentro de la casa estaban durmiendo sus hijas, Alice y Avery, y su esposa Karen. En algunos momentos de su matrimonio, durante años enteros, Jimmy no había amado a Karen como era debido (estaba enamorado en secreto de Soo Ramírez), pero nunca había dudado de su amor por él, que parecía infinito e inquebrantable, y su expresión física se encarnaba en las dos niñas, iguales a ella. Alice tenía once años, y Avery nueve. En presencia de sus ojos dulces y tiernos rostros, en forma de corazón, de su carácter melancólico (todo el mundo sabía que se ponían a llorar a la menor provocación), Jimmy siempre había experimentado una fuerza tranquilizadora de continuidad histórica, y cuando llegaban los sentimientos oscuros, como a veces sucedía, una oleada de tinieblas que era como ahogarse por dentro, pensar en sus hijas le rescataba siempre de la melancolía.

Y no obstante, cuanto más prolongaba su guardia, acechando en las sombras, más se le antojaba que el impulso de apagar las luces no guardaba la menor relación con su dormida familia. Se sentía extraño, muy extraño, como si su visión fuera a derrumbarse. Se alejó de su casa, y cuando llegó a la base de la muralla, ya sabía lo que debía hacer. Sintió un alivio abrumador, tranquilizador como un baño de agua, mientras subía la escalera que comunicaba con la plataforma de tiro 9. La plataforma de tiro 9 era conocida como el puesto de los excluidos. Debido a su emplazamiento sobre el reborde, una irregularidad en la forma de la muralla que alojaba el conducto eléctrico, no era visible desde ninguna de las plataformas adyacentes. Era el peor puesto, el más solitario, y allí era donde, Jimmy estaba seguro, Soo Ramírez se encontraría esta noche.

Si bien sus sentimientos todavía debían consolidarse en algo más concreto que un temor anónimo, Soo también se había sentido inquieta toda la noche. Pero esta vaga sensación de que algo no iba bien se difuminaba debido a otras recriminaciones más personales: la serie de decepciones producidas por el hecho de que le pidieran que dimitiera como comandante. Tal como Soo había descubierto durante las horas transcurridas desde la pesquisa, no se trataba de un desenlace tan ingrato como había pensado (las responsabilidades habían empezado a afectarla), y a la larga habría tenido que dimitir. Pero ser despedida no era el método que deseaba. Había ido a casa y se había quedado sentada en la cocina llorando durante dos horas. Con cuarenta y tres años, sólo le esperaban noches en la pasarela y alguna comida obligada con Cort, que tenía buenas intenciones pero se había quedado sin cosas que decirle hacía unos mil años, más o menos. Sólo contaba con la Guardia. Cort estaba en los establos como siempre, y durante uno o dos minutos deseó que estuviera en casa, aunque mejor que no, pues lo más probable sería que se hubiera quedado parado ante ella con aquella expresión de impotencia en el rostro, sin hacer nada por consolarla, pues tales gestos estaban más allá de su capacidad de expresarse. (Había albergado tres hijos muertos en su interior, ¡tres!, y ni siquiera entonces había sabido qué decir. Pero eso había sido años atrás.)

La culpa sólo era de ella. Eso era lo peor. ¡Aquellos estúpidos libros! Soo los había encontrado en Comercio y Manufacturas, rebuscando en los contenedores donde Walter guardaba las cosas que nadie quería. ¡Todo por culpa de aquellos estúpidos libros! Porque en cuanto había abierto las tapas del primero (hasta se sentó en el suelo a leer, con las piernas dobladas como una Pequeña en el círculo), se sintió absorbida por las palabras, como agua por un desagüe.

«Caramba, pero si es el señor Talbot Carver», exclamó Charlene DeFleur, mientras bajaba las escaleras con su largo vestido de gala, con una mirada francamente alarmada al ver al hombre alto y ancho de espaldas parado en el vestíbulo con sus polvorientos pantalones de montar, la tela bien apretada contra su forma viril. «¿Cuáles son sus intenciones al venir aquí, en ausencia de mi padre?»

La Bella del baile
, de Jordana Mixon.

The Passionate Press, Irvington, Nueva York, 2014.

Había una foto de la autora en la contraportada: una mujer sonriente con puñados de pelo oscuro ondulado, reclinada sobre un lecho de almohadones de encaje. Llevaba los brazos y la garganta desnudos. Se tocaba la cabeza con un peculiar sombrero en forma de disco, un sombrero que no era lo bastante grande para protegerla de la lluvia.

Cuando Walter Fisher había aparecido junto al contenedor, Soo ya había llegado al tercer capítulo, y el sonido de su voz fue tan molesto, tan ajeno a su experiencia con las palabras de las páginas, que pegó un bote.

—¿Algo bueno? —preguntó Walter, con las cejas arqueadas inquisitivamente—. Pareces muy interesada. Siendo tú —continuó Walter—, te dejo toda la caja por un octavo.

Soo tendría que haber regateado, era lo que hacías siempre con Walter Fisher, el precio nunca era el precio, pero ya los había comprado en su corazón.

—De acuerdo —dijo, y levantó la caja del suelo—. Trato hecho.

La amante del teniente
,
Hija del Sur
,
La novia rehén
,
Señora por fin
... Soo no había leído jamás algo parecido a esos libros. Siempre que Soo imaginaba el Tiempo de Antes, el pensamiento era sinónimo de máquinas, coches, motores, televisores, cocinas y otros objetos de metal y cables que había visto en Banning, pero cuyo propósito desconocía. Suponía que también había sido un mundo de personas, todo tipo de personas, que se dedicaban a sus cosas en el día a día. Pero como esas personas habían desaparecido, dejando tras de sí tan sólo las máquinas averiadas que habían fabricado, sólo pensaba en máquinas. Y no obstante, el mundo que encontraba entre las cubiertas de estos libros no parecía tan diferente del suyo. La gente montaba a caballo, calentaba sus casas con leña e iluminaba sus habitaciones con velas, y esta semejanza material la había sorprendido, al tiempo que abría su mente a las historias, que eran felices historias de amor. También había sexo, montones de sexo, y no era como el sexo que ella conocía con Cort. Era feroz y apasionado, y a veces se sorprendía deseando saltarse páginas para llegar a una de esas escenas, aunque no lo hacía. Quería prolongar el libro.

Nunca tendría que haberse llevado un libro a la muralla esa noche, la noche en que la chica había aparecido. Ése fue su gran error. Soo no había tenido la intención. Llevaba el libro encima, en la bolsa, todo el día, con la esperanza de encontrar un momento libre, y había olvidado que estaba allí. Bien, puede que no lo hubiera olvidado exactamente, pero no había sido la intención de Soo, cuando las cosas habían ocurrido, de hacer una rápida visita al Arsenal donde sola, en silencio y sin que nadie la viera, lo había sacado y empezado a leer. El libro era
La bella del baile
(los había leído todos y vuelto a empezar), y al encontrar los primeros párrafos por segunda vez (la impetuosa Charlene bajando la escalera al encuentro del arrogante y bigotudo Talbot Carver, el rival de su padre, al que amaba pero también odiaba), se descubrió reviviendo los placeres que había experimentado cuando lo descubrió, una sensación que era más intensa por la certeza de que Charlene y Talbot, después de muchos tiras y aflojas, acabarían juntos al final. Eso era lo mejor de las historias de esos libros: siempre acababan bien.

En eso pensaba Soo cuando, veinticuatro horas después, recién expulsada del cargo de comandante, con
La bella del baile
todavía guardado en la bolsa (¿por qué no habría podido dejarlo en casa?), oyó unos pasos que subían detrás de ella, se volvió y vio a Jimmy Molyneau subiendo la escalera de la plataforma de tiro 9. Claro que era Jimmy. Habría venido para relamerse, disculparse, o una torpe combinación de ambas cosas. Aunque era poco hablador, pensó Soo con amargura, no se había presentado al primer toque.

—¿Jimmy? —dijo—. ¿Dónde coño estabas?

La noche estaba habitada por sueños. En las casas y barracones, en el refugio y el hospital, los sueños se movían a través de las almas adormecidas de la Primera Colonia, se posaban aquí y allí, como espíritus vagabundos.

Algunos, como Sanjay Patal, tenían un sueño secreto, un sueño que habían soñado durante todas sus vidas. A veces eran conscientes de su sueño, y a veces no. El sueño era como un río subterráneo, que fluía sin cesar, y que de vez en cuando asomaba a la superficie, bañaba sus horas diurnas con su presencia durante un breve instante, como si estuvieran caminando en dos mundos al mismo tiempo. Algunos soñaban con una mujer en su cocina, respirando humo. Otros, como el Coronel, habían soñado con una chica, sola en la oscuridad. Algunos de estos sueños se convertían en pesadillas (lo que Sanjay no recordaba, ni nunca había recordado, era la parte del sueño en que aparecía el cuchillo), y a veces el sueño no parecía un sueño. Era más real que la realidad misma, y enviaba al soñador indefenso a la noche.

¿De dónde salían? ¿De qué estaban hechos? ¿Eran sueños, o algo más, insinuaciones de una realidad oculta, un plano de existencia invisible que sólo se revelaba de noche? ¿Por qué parecían recuerdos, y no sólo recuerdos, sino los recuerdos de otra persona? ¿Y por qué, esta noche, toda la población de la Primera Colonia dio la impresión de sumirse en el mundo de este soñador?

En el Asilo, una de las tres jotas, la pequeña Jane Ramírez, hija de Belle y Rey Ramírez (el mismo Rey Ramírez que, tras haberse descubierto repentina y terroríficamente solo en la central eléctrica, y atormentado por impulsos oscuros que era incapaz de reprimir o expresar, estaba en aquel mismo momento friéndose en la verja electrificada), estaba soñando con un oso. Jane acababa de cumplir cuatro años. Los osos que conocía eran los de los libros y cuentos que narraba Profesora (grandes y dóciles animales del bosque, cuyos corpachones peludos y rostros bondadosos eran la sede de una sabiduría animal benévola), y eso era cierto en el caso del oso de su sueño, al menos al principio. Jane no había visto nunca un oso de verdad, pero sí un viral, Arlo Wilson, con sus propios ojos. Se estaba levantando del catre, situado en la última fila, el más alejado de la puerta (tenía sed e iba a pedir a Profesora que le diera un vaso de agua), cuando había irrumpido por una ventana, entre un gran estrépito de cristales, metal y madera rotos, aterrizando prácticamente sobre ella. Al principio, había pensado que era un hombre, porque parecía un hombre, con el porte y la presencia de un hombre. Pero no llevaba ropa, y había algo diferente en él, sobre todo los ojos y la boca, y daba la impresión de brillar. La miraba de una manera triste (su tristeza se parecía a la de los osos), y Jane estaba a punto de preguntarle qué pasaba y por qué brillaba de aquella manera, cuando oyó un grito a su espalda, se volvió y vio a Profesora corriendo hacia ellos. Pasó por encima de Jane como una nube, el cuchillo que ocultaba en una funda debajo de las faldas aferrado en la mano extendida, un brazo levantado sobre la cabeza para descargarlo como un martillo. Jane no vio lo que vino a continuación (se había tirado al suelo y empezado a alejarse), pero sí que oyó un leve grito, el sonido de algo al desgarrarse y el golpe sordo de algo al caer. A ello siguieron más gritos («¡Aquí! —estaba diciendo alguien—, ¡mirad aquí!»), y después más gritos y chillidos, y un alboroto general de adultos, madres y padres que entraban y salían, y lo siguiente que supo Jane fue que la estaban sacando de debajo del catre y que una mujer llorosa la conducía, junto con otros pequeños, escaleras arriba. (Sólo más tarde cayó en la cuenta de que aquella mujer era su madre.)

Nadie había explicado aquellos confusos acontecimientos, ni Jane había contado a nadie lo que había visto. Profesora no estaba. Algunos pequeños (Fanny Chou, Bowow Greenberg y Bart Fisher) decían entre susurros que había muerto. Pero Jane no lo creía. Estar muerto consistía en acostarse y dormir para siempre, y la mujer cuyo salto en el aire había presenciado no parecía nada cansada. Todo lo contrario: en aquel momento, Profesora parecía llena de vida, animada por una agilidad y una fuerza que Jane no había visto nunca, que incluso ahora, toda una noche después, la emocionaba y avergonzaba. La suya era una existencia concisa de movimientos concisos, un lugar de orden, seguridad y tranquila rutina. Se producían las habituales riñas y frases que herían los sentimientos, y algunos días Profesora parecía cruzada de la noche a la mañana, pero en general el mundo que Jane conocía estaba bañado en una placidez esencial. Profesora era el origen de esta sensación. Irradiaba una oleada de ternura maternal, al igual que los rayos del sol calentaban la tierra y el aire. Pero ahora, en el confuso período posterior a los acontecimientos de la noche, Jane intuía que había vislumbrado algún secreto de esa mujer que les había cuidado a todos con tanta generosidad.

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