El pasaje (75 page)

Read El pasaje Online

Authors: Justin Cronin

Peter cerró el puño y lo movió de un lado a otro.

—Como nuevo.

Sara estaba limpiando sus útiles. Se volvió y lo miró, mientras se secaba las manos con un trapo.

—La verdad, Peter, a veces me preocupas.

Él cayó en la cuenta de que todavía tenía el brazo alejado del cuerpo. Lo dejó caer a un lado con un movimiento desmañado.

—Estoy bien.

Sara enarcó las cejas con aire dubitativo, pero no dijo nada. Aquella noche, después de la música, con Arlo y su guitarra, y todo el mundo bebiendo brillo, algo había afectado a Peter, una repentina soledad, casi física, pero después, en cuanto la besó, experimentó una punzada de culpabilidad. No era que ella no le gustara, ni que Sara no hubiera dejado patente su interés. Alicia tenía razón, era cierto lo que le había dicho en el tejado de la central eléctrica. Sara era la mujer ideal para él. Pero no podía obligarse a sentir algo que no le salía de dentro. Una parte de él no se sentía lo bastante viva para merecerla, para aceptar lo que sabía que ella le estaba ofreciendo.

—Aprovechando que estás aquí —dijo Sara—, voy a ver a Zapatillas. Para que se acuerden de darle de comer.

—¿Te has enterado de algo?

—No he salido de aquí en todo el día. Tú sabrás más que yo. —Como Peter no dijo nada, Sara se encogió de hombros—. Supongo que la gente está dividida. Lo de anoche habrá enfurecido a muchos. Lo mejor será dejar pasar un tiempo.

—Será mejor que Sanjay se lo piense dos veces antes de hacerle algo. Lish no lo permitirá.

Dio la impresión de que Sara se ponía tensa. Levantó el kit del suelo y se lo colgó al hombro, sin mirarlo.

—¿He dicho algo que no debía?

Ella negó con la cabeza.

—Olvídalo, Peter. Lish no es mi problema.

Se marchó, y la cortina se agitó después de su partida. «Bien —pensó Peter—, ¿qué es lo que ha pasado?» Era verdad que Alicia y Sara no podían ser más diferentes, y nada las obligaba a llevarse bien. Tal vez se trataba de que Sara culpaba a Alicia de la muerte de Profesora, lo cual había afectado mucho a Sara. Parecía bastante evidente. Ignoraba por qué no se le había ocurrido antes.

La chica le estaba mirando de nuevo. Arqueó las cejas con aire inquisitivo:

«¿Qué pasa?»

—Está disgustada, eso es todo —dijo—. Preocupada.

Pensó de nuevo en ello. Qué extraño resultaba todo. Era como si oyera sus palabras en la cabeza. Si alguien lo viera hablar así, pensaría que había perdido el juicio.

Después, la chica hizo algo inesperado. Impulsada por algún motivo desconocido, se levantó del catre y caminó hacia el lavabo. Movió la bomba tres veces y llenó una palangana de agua. La llevó al catre donde Peter se había sentado. La dejó sobre el suelo polvoriento a sus pies, cogió un paño del carrito y se sentó al lado de él, al tiempo que se inclinaba para mojar el paño en el agua. Después, tomó el brazo de Peter con su mano y empezó a aplicar el paño mojado a los puntos.

Peter notó su aliento sobre la piel húmeda. Había desplegado el paño sobre la palma de la mano para aumentar la superficie. Sus gestos eran más decididos ahora, nada precavidos, sino suaves caricias, con el fin de eliminar la tierra y la piel reseca. El haberle lavado la piel había sido un gesto amable, pero resultó de lo más sorprendente, pletórico de sensaciones, de recuerdos. Tuvo la percepción de que sus sentidos se habían congregado alrededor de la herida, del tacto del paño sobre su brazo, del aliento de la chica sobre su piel, como polillas alrededor de una llama. Como si volviera a ser un niño, un niño que se había caído, arañado el hombro y corrido al hospital, y ella le estaba desinfectando.

«Ella te echa de menos.»

Todos los nervios de su cuerpo parecieron ponerse en tensión. La chica estaba sujetando su brazo con una presa firme, inamovible. Sin palabras, sin palabras verbalizadas. Las palabras aparecían en su mente. Ella le sujetaba el brazo, su rostro a apenas unos centímetros del de él.

—¿Qué has...?

«Ella te echa de menos, te echa de menos, te echa de menos.»

Peter se puso en pie y retrocedió. El corazón saltaba en su pecho como un gran animal enjaulado. Fue a parar con todo su peso contra una vitrina, y el contenido de los estantes saltó al suelo. Alguien había atravesado la cortina, una figura en la periferia de su campo de visión. Por un momento, su mente logró centrarse. Dale Levine.

—¿Qué coño está pasando aquí?

Peter tragó saliva e intentó contestar. Dale estaba parado delante de la cortina, con expresión confusa, incapaz de comprender lo que estaba presenciando. Desvió la mirada hacia la chica, que continuaba sentada en el catre con la palangana a sus pies, y después volvió a mirar a Peter.

—¿Está despierta? Pensaba que se estaba muriendo.

Peter encontró la voz al fin.

—No se lo puedes... contar a nadie.

—Vamos, Peter. ¿Lo sabe Jimmy?

—Hablo en serio. —De repente, supo que si no abandonaba la sala de inmediato se desharía en lágrimas—. No puedes.

Dio media vuelta y salió corriendo. Estuvo a punto de hacer caer a Dale. Atravesó la cortina, salió por la puerta y bajó dando tumbos los escalones que daban al patio iluminado por los focos; su mente atrapada todavía en la corriente de palabras que circulaba por su cabeza («Ella te echa de menos, te echa de menos»), su visión nublada por las lágrimas que brotaban de sus ojos.

34

Para Mausami Patal, la noche empezaba en el Asilo.

Estaba sentada sola en la Sala Grande, intentando aprender a coser. Se habían llevado todos los catres y cunas. Los niños estaban acostados arriba. La ventana rota estaba atrancada, habían quitado el cristal, desinfectado con alcohol la sala y todas sus superficies. El olor perduraría durante días.

Podría haber estado en cualquier otro lugar. Los efluvios del alcohol eran tan fuertes que le brotaban lágrimas de los ojos. Pobre Arlo, pensó Maus. Y Hollis, tener que matar a su hermano así, aunque era una suerte que lo hubiera hecho. No quería pensar en lo que habría podido pasar de haber fallado. Y Arlo ya no era Arlo, por supuesto, del mismo modo que Theo, si aún seguía vivo allí fuera, ya no era Theo. El virus se apoderaba del alma, de la persona a quien amabas.

La silla donde se sentaba era una antigua mecedora que había descubierto en el trastero. Había colocado una mesita al lado, sobre la cual descansaba su farol, que le proporcionaba luz suficiente para trabajar. Leigh le había enseñado las puntadas básicas, que le habían parecido bastante sencillas cuando empezó, pero en algún momento había cometido un error. Las puntadas no le salían regulares, y el pulgar izquierdo, cuando intentaba girar el hilo alrededor de la aguja, tal como Leigh le había enseñado, siempre se interponía. Una mujer capaz de cargar una ballesta en menos de un segundo, lanzar al aire media docena de flechas en menos de cinco, clavar un cuchillo en el punto débil desde seis metros de distancia, mientras corría, eso en un día malo, y sin embargo, el hecho de tejer un par de patucos iba más allá de su capacidad. Se había distraído tanto que el ovillo se le había caído al suelo dos veces, y cuando por fin había conseguido enrollarlo de nuevo se había olvidado de dónde se había quedado y había tenido que empezar de nuevo.

En parte era incapaz de asimilar la idea de que Theo estuviera muerto. Había pensado en decirle lo del niño durante la marcha, la primera noche que pasaran en la central eléctrica. Con su laberinto de habitaciones, gruesas paredes y puertas que se cerraban, era fácil encontrar una ocasión propicia para estar a solas. Un hecho que, si era sincera consigo misma, constituía el motivo de que se encontrara en su actual situación.

Emparejarse con Galen. ¿Por qué lo había hecho? Resultaba cruel en cierto sentido, porque no era una mala persona. Él no tenía la culpa de que Maus no estuviera enamorada de él, y ni siquiera le gustara ya. Un farol. Eso había sido. Para sacar a Theo de su melancolía. Y cuando le dijo aquella noche en la muralla: «Puede que me case con Galen Strauss», y Theo había dicho: «Estupendo; si eso es lo que deseas, yo sólo quiero que seas feliz», el farol se había convertido en otra cosa, algo que debía hacer para demostrarle que estaba equivocado. Equivocado con ella, consigo mismo, con todo. Tenía que intentarlo. Tenía que actuar. Tenía que seguir adelante y apañárselas. Una obra maestra de la tozudez, eso era lo que había sido el casarse con Galen Strauss, y todo por Theo Jaxon.

Durante un tiempo, casi todo el verano y hasta bien entrado el otoño, había intentado que el matrimonio funcionara. Había confiado en crear los sentimientos adecuados, y durante un tiempo casi lo había conseguido, porque daba la impresión de que el simple hecho de que ella existiera procuraba felicidad a Galen. Ambos eran centinelas, de modo que ni se veían mucho ni tenían un horario fijo. De hecho, resultó muy fácil esquivarlo, porque a él le tocaba el turno de día casi siempre, lo que explicaba de una manera sutil pero inconfundible el hecho de que hubiera tardado tanto en obtener su grado, y con su vista no servía para hacer guardias en la oscuridad. A veces, cuando la miraba forzando la vista como lo hacía, ella se preguntaba si era en realidad la chica a la que él amaba. Tal vez veía a otra mujer, la que lo había impulsado a tomar la decisión.

Había descubierto una forma de no permitir que se le acercara casi nunca.

Casi, porque no podías mentir a tu marido.

—¿Es tierno contigo? —le había preguntado su madre—. ¿Es bueno? ¿Se preocupa por ti? Es lo único que quiero saber.

Pero Galen era demasiado feliz para ser tierno. «¡No me lo puedo creer! —decían su cara y su cuerpo». ¡No me puedo creer que seas mía!» Y no lo era. Mientras Galen jadeaba y resollaba encima de ella en la oscuridad, Mausami se encontraba a varios kilómetros de distancia. Cuanto más se esforzaba él en ser un marido, menos esposa se sentía ella, hasta que (y eso era lo peor, lo que no le parecía justo) descubrió que lo detestaba. Cuando llegó la primera nevada, se sorprendió imaginando que podía cerrar los ojos y borrarlo de la faz de la tierra. Lo cual sólo servía para que Galen se esforzara más, y ella lo detestara todavía más.

¿Cómo no se daba cuenta de que el niño no era de él? ¿Acaso no tenía ni idea de matemáticas?

Sí, ella había manipulado las cifras. La mañana en que Galen la sorprendió vomitando el desayuno en la pila de fertilizante orgánico, ella le dijo que tres faltas, cuando en realidad eran dos. Tres, y el niño era de Galen. Dos, y no lo era. Galen sólo se había acostado con ella una vez durante el mes en que se había quedado embarazada. Lo había rechazado con algún pretexto, no recordaba cuál. No, para Mausami todo estaba muy claro, el cuándo y el quién. Estaba en la central eléctrica cuando ocurrió. Con Theo, Alicia y Dale Levine. Los cuatro habían estado levantados hasta tarde jugando a cartas en la sala de mandos, y después Alicia y Dale se habían ido a la cama, y lo siguiente que supo fue que Theo y ella se habían quedado solos, por primera vez desde la boda. Ella se puso a llorar, sorprendida de hasta qué punto lo deseaba y del volumen de las lágrimas, y Theo la había abrazado para consolarla, cosa que ella deseaba también, los dos dijeron cuánto lo sentían, y después no habían tardado más de treinta segundos. No pudieron remediarlo.

Apenas lo había visto después. Habían regresado a la mañana siguiente, y la vida volvió a la normalidad, aunque no era normal, en absoluto. Ella era una persona que guardaba un secreto. Era como una piedra caliente en su interior, una felicidad privada. Hasta Galen pareció detectar el cambio, y comentó algo así como: «Bien, me alegro de verte tan animada. Me gusta verte sonreír». (La reacción de ella, absurda e irreprimible, fue el deseo cordial de contarle la verdad, para que compartiera con ella la buena noticia.) No sabía lo que iba a suceder. Tampoco pensaba en ello. Cuando no le vino la regla, apenas le concedió importancia. Siempre la había tenido irregular, iba y venía a su capricho. Sólo podía pensar en el siguiente viaje a la central, cuándo podría volver a hacer el amor con Theo Jaxon. Le veía en la pasarela, por supuesto, y en la asamblea nocturna, pero no era lo mismo, no eran ni el momento ni el lugar de tocarse, ni siquiera de hablar. Tendría que esperar. Pero incluso la espera, el tortuoso arrastrarse de los días (la fecha de su siguiente partida hacia la central constaba en la lista de turnos, a la vista de todo el mundo), le deparaba felicidad, el contorno borroso del amor.

Después, la regla volvió a faltar a su cita, y Galen la sorprendió vomitando sobre la pila de fertilizante orgánico.

Pues claro que estaba embarazada. ¿Por qué no había tomado medidas? ¿Cómo se le había escapado dicha posibilidad? Porque, si había algo que Theo Jaxon no querría, sería ese niño. Tal vez en las circunstancias adecuadas habría podido venderle la idea. Pero así no.

Entonces, otro pensamiento acudió a su mente con pasmosa claridad: un niño. Iba a tener un hijo. Su hijo, el hijo de Theo, el hijo que habían engendrado juntos. Un hijo no era una idea, aunque el amor sí. Un hijo era una realidad. Era un ser provisto de mente y naturaleza, y podías sentir al respecto lo que te diera la gana, pero al niño le daba igual. Sólo por existir, exigía que creyeras en el futuro. El futuro en el que gatearía, andaría y viviría. Un hijo era un fragmento de tiempo. Era una promesa que hacías y el mundo te devolvía. Un hijo era el trato más antiguo posible, seguir viviendo.

Tal vez lo que Theo Jaxon más necesitaba era un hijo.

Eso era lo que Mausami le habría dicho en la central, en la pequeña habitación llena de estanterías que ahora era suya. Había imaginado el desarrollo de la escena con numerosas variaciones, algunas buenas y otras no tanto, la peor aquella en que se acobardaba y no decía nada (la segunda peor: Theo lo adivinaba, ella también se acobardaba, y le decía que era de Galen). Lo que esperaba era ver encenderse una luz en sus ojos. La luz se había apagado hacía mucho tiempo.

—Un hijo —diría él—. Nuestro hijo. ¿Qué deberíamos hacer?

—Lo que hace siempre la gente —habría dicho ella, y entonces él volvería a abrazarla, y en esa zona de seguridad protegida ella sabría que todo iba a ir bien, y juntos volverían para plantar cara a Galen, a todo el mundo, juntos.

Pero aquello ya no iba a poder ocurrir. El cuento que se había contado era justamente eso, un cuento.

Oyó pasos procedentes del pasillo detrás de ella. Un paso pesado y ágil que conocía bien. ¿Es que no podía gozar de un momento de paz? Una vez más se recordó a sí misma que él no tenía la culpa. Galen no tenía la culpa de nada.

Other books

Snakepit by Moses Isegawa
Nordic Lessons by Christine Edwards
Not Quite Married by Lorhainne Eckhart
No One Writes to the Colonel by Gabriel García Márquez, J. S. Bernstein
El monstruo de Florencia by Mario Spezi Douglas Preston
Book Deal by Les Standiford
Holiday With Mr. Right by Carlotte Ashwood
Silence of the Grave by Indridason, Arnaldur