—Levantaos, tenéis poco tiempo para encontrar lo que habéis venido a buscar —le dijo el capitán, que lo alzó como a un niño.
Joan de Benet miró al gigante. Todavía estaba descompuesto por la tos y el pánico por lo que debía hacer, pero durante unos segundos fue feliz. La presencia de aquellos volúmenes lo devolvió a un mundo del que jamás debería haberse separado. Nunca debió aceptar la invitación de su abad para servir al rey, su ego lo había castigado, aunque en esos segundos de observar la sabiduría almacenada en la celda del santo, se olvidó de su castigo y gozó. Pasó los dedos por los volúmenes de Cicerón, Homero, Platón, las
Confesiones
de San Agustín, decenas de códices alineados por temas, Filosofía, Naturaleza, Cosmología, la biblioteca de un sabio abierta para él.
—No perdáis más tiempo, monje, pronto notarán la losa en la iglesia.
La voz del capitán lo devolvió al mundo real en donde él era un traidor, y comenzó a buscar entre los volúmenes, entre los rollos de la biblioteca, sin éxito. Suspiró por que el santo no los hubiese escondido entre las páginas de algún códice, o peor aún, los hubiese encuadernado con nombre falso, o destruido. En el fondo ansiaba no encontrarlos, podría volver ante el rey y decirle que esos escritos no se hallaban en la abadía, que el capitán era testigo de su intento, que incluso habían conseguido acceder a la celda del santo y que ni allí los había encontrado, pero siguió con la búsqueda, arrastrando la luz burlona por los lomos de los códices. Cuando estuvo seguro de haber repasado la gran mayoría, se dirigió al escritorio. Todavía estaba la péndola del santo sobre la mesa, dispuesta junto al tintero que él mismo había utilizado. Joan de Benet corrió los dedos por el borde de la pluma y se estremeció. Con aquella herramienta había escrito el mismísimo San Bernardo. Le entraron ganas de echarse al suelo y quedarse allí, desaparecer, enterrarse en la habitación del santo, pagar sus miserias entre aquellas paredes benditas, pero un grito del capitán lo obligó a continuar con la búsqueda. De repente vio algo, un rollo atado con una cinta diferente al resto, marcada con una extraña palabra, «
Vitelius
». Lo abrió con sumo cuidado sobre el escritorio y empezó a leerlo. La letra misma lo delataba, no era una letra ulfilana como la que utilizaban los monjes en sus copias, sino mucho más antigua. Comprobó la firma, «Cayo Plinio, prefecto de Misenum», y el texto, escrito en un latín ya olvidado, que comenzaba con la narración de una comunidad de hombres santos. ¡Era ese el escrito que buscaba el rey! ¡Lo había encontrado!
—Este es —dijo a Pere de Besalú, mostrándole el rollo.
—¿Estáis seguro? —preguntó el capitán.
—Sí, pero el rey me habló de dos escritos, y este es solo el primero.
No tardó en dar con el segundo escrito que el rey le había desvelado. Estaba junto al primer rollo de Cayo Plinio y en su escritura se apreciaban los trazos de una persona culta, pero exenta de la dedicación y pulcritud de un monje. Leyó la firma, «André de Montbard», bajo un sello lacrado con la cruz patada del Temple, y escrito en francés. Miró al capitán.
—¿Es todo? —preguntó el
almogàver
.
—Sí, estos son los dos rollos que me encargó el rey.
—Habéis cumplido, monje, ahora debo cumplir yo.
¡Desperta ferro!
Y el capitán presionó el frágil cuello de Joan de Benet hasta que su cuerpo dejó de agitarse. Arrojó junto al cadáver una bolsa de monedas de plata acuñadas por el rey y salió. Si cabalgaba toda la noche, en poco menos de una semana podría partir con el resto de sus hombres a luchar contra las tribus de África.
E
chaba de menos a las latinas, las palmeras, los zumos, el calor, la música de su idioma, la salsa que salía por las puertas, siempre abiertas, de las casas, estaba harto de esa maldita fábrica en que su única distracción era escoger a una de aquellas trabajadoras rubias de mono azul y marcar sus manos en carne blanca. Pero ni eso le satisfacía ya, las rumanas eran igual que las rusas, frías, como tirarse una nevera con calculadora. Todas esperaban de él que les subiera la categoría, o el sueldo, o cualquier favor relacionado con el dinero, y pocas, muy pocas, lo habían hecho por el puro placer de probar un bocado tan exquisito como el Negro. Ahora las miraba desde la cristalera que separaba las oficinas del taller cuando sintió cómo el bolsillo izquierdo de sus pantalones se agitaba furioso.
—Sí, comprendo. No cuelgue, tengo instrucciones de grabar la llamada —el Negro manipuló el teléfono móvil para que la conversación quedase almacenada en la tarjeta de memoria—. Las dos están vivas… No, no puedo garantizarle nada ni puede hablar con ellas, usted conocía muy bien las instrucciones, el códice por sus vidas… No me venga con vainas, yo solo cumplo con lo que me mandan.
Y colgó.
Después, agarró su teléfono y llamó a Lucas Joswiack. Cuando este le informó desde el otro lado que podía hablar, le relató la llamada y le pasó la grabación, y también le comunicó que tan pronto como Romtelecom localizara la llamada, se lo haría saber.
—¿Qué hago? —preguntó el Negro.
—No las toques —colgó y marcó de nuevo—. ¿Santasusanna? Joder, pareces un muerto, ¿has pasado mala noche? Escucha, ya se han puesto en contacto. Sí, el Negro ha grabado la conversación. Nada importante, solo que están tras la pista. No, todavía no tenemos localizada la llamada, en cuanto nos avisen te informo —esperó un momento a que el italiano continuase—. No me parece una buena idea.
Lucas estaba nervioso, Marco Santasusanna le acababa de informar de su intención de ir a Cîteaux para ver qué podía averiguar. Sonó su teléfono, era el Negro.
—Ya han localizado la llamada —le dijo—, desde un área de servicio de la autopista, a pocos kilómetros al sur de París.
—Muy bien, tú sigue ahí, que esas zorras no se escapen.
Debía avisar a Santasusanna de inmediato. Buscó las últimas llamadas y remarcó.
—La llamada ha sido localizada en una autopista, a pocos kilómetros al sur de París.
—Muy bien, escucha Joswiack, he hablado con De la Vega y Montalbán, y los dos están de acuerdo. Ahora mismo voy a tomar mi avión para venir a buscar a la chica, ella me acompañará a la abadía. Yo solo no encontraré nada, y menos si no sé qué buscar.
—Es muy arriesgado —lo advirtió Joswiack.
—Lo sabemos, pero es ahora o nunca, siento que estamos muy cerca —alegó Marco Santasusanna.
—Está bien, le diré al Negro que la tenga lista.
La carrera se aceleraba.
Q
ué te han dicho? —le pregunté.
—Que están vivas.
—¿No te ha dejado hablar con ellas?
—No, además me ha hecho esperar para grabar la llamada, tengo miedo por ellas, Cècil —me contestó.
—Tranquila, creo que ha sido buena idea llamar desde aquí —afirmé para darle ánimos—. Aunque localicen la llamada, no les será fácil ligar los cabos.
—Pero temo por ellas, la voz de ese hombre transmite mal. Debemos darles algo rápido o…
Mars no pudo acabar la frase. Estaba en verdad asustada. No es que yo, mientras la abrazaba, fuese más valiente, al contrario, estaba aterrorizado, pero si una cosa tenía clara era que aquello no era un juego y que Mars me necesitaba para salvar a la condesa y a Azul. Quizá tanto o más de lo que yo comenzaba a buscar su compañía. Aprovechamos la parada para llenar el tanque del Citroën y continuamos en dirección a Barcelona, donde llegamos bien entrada la noche.
Cuando Mars se levantó, yo ya llevaba un par de horas despierto, consultando los correos recibidos en mi ausencia. Casi todos eran de Mozambique, dirigidos a mí y a Oriol Nomis, rogando que tan pronto como fuera posible, alguien diera razones. El viejo auditor ofreció un sustituto que ocuparía mi lugar en menos de cuarenta y ocho horas. Me dolió verme fuera de mi vida. Aquellos correos cruzados, en los que yo solamente aparecía como copia adjunta, eran la prueba definitiva, el acta de defunción de mi carrera de auditor.
—Buenos días —me saludó Mars—, ¿has podido dormir?
—Como un tronco —no le mentí. Por lo menos así me sentía, duro como un trozo de madera muerta—. Tu toalla está sobre la silla.
Mars me miró y me sonrió antes de coger la toalla y encerrarse en el baño. Llevaba la misma ropa de la noche anterior, pero su cabello estaba más despeinado y sus ojos, hinchados. Cuando salió del baño, ya la esperaba para marcharnos a Santes Creus. No quise contestar ninguno de los correos.
Santes Creus quedaba a un par de horas al sudoeste de Barcelona. Llevábamos poco menos de una hora de camino cuando un indicador me devolvió por un segundo a mi niñez. Una señal avisaba de la cercanía a la población costera de Altafulla, donde había pasado la mayor parte de mis veranos junto a mis padres, y no pude evitar un suspiro al pensar en ellos. Mars me miró y respondió con una sonrisa. Así llegamos al desvío de Santes Creus.
Frente a nosotros se abría el Camp de Tarragona y, mientras seguíamos el curso del río Gaià, recordé que apenas teníamos datos de la Abadía de Santes Creus. Pedí a Mars que condujera y me conecté a la red en busca de documentación, más de ciento cincuenta mil enlaces tenían como base Santes Creus. La mayoría de ellos hablaban de la historia de la abadía, pero uno de esos enlaces contenía el plano de la Abadía de Santes Creus, y lo descargué al disco duro. Era un calco del de Clairvaux.
Arribamos al
parking
poco antes del mediodía, justo a punto para iniciar la última visita guiada. Ya comenzaba a vivir en un gran
déjà-vu
: un patio tomado por un grupo de turistas, todos con su correspondiente tiquete en la mano, algún monje perdido en espera de las fotos de turno, y el guía que amablemente nos anunciaba el inicio de la visita. En Santes Creus por lo menos nos ahorraríamos la foto del monje, ya que hacía años que no había ninguno, aunque bien hubiera podido haberlos porque el estado de conservación de la abadía era excelente. La visita comenzó por las murallas exteriores y siguió por los tres recintos medievales que quedaban en pie, en los que, a pesar del tiempo, todavía conservaban restos originales. Del primer recinto quedaban una puerta y una capilla, la de Santa Llúcia; del segundo, una gran fuente dedicada al abad Sant Bernat Calvó, confesor de Jaume I el Conqueridor, y el actual Ayuntamiento; y en el tercer recinto se encontraba la joya de la Corona, la iglesia, de planta de cruz como todas las de la orden.
Visitamos el claustro, con el ya consabido lavamanos, el comedor y la cocina, y después el dormitorio del piso superior, que nos sorprendió con unos extraordinarios arcos ojivales, y que todavía se utilizaba como sala de conciertos. Mars me miraba con angustia. Todo estaba perfectamente remodelado, reconstruido desde el modelo original, pero ni una sola de sus paredes guardaba una losa sin restaurar. ¡No encontraríamos nada! Pregunté al guía si bajo la iglesia se habían hallado habitaciones, catacumbas o algo parecido; nada de eso había existido nunca en Santes Creus.
La visita terminaba en la iglesia, donde entramos todo el grupo tras el guía. Frente al altar mayor, había un retablo barroco que me pareció una patada en los riñones cistercienses, pero que todo el mundo alabó por su asombrosa factura y refinamiento, y justo en el centro de la iglesia, la tumba del rey Pere II.
—Observen la extraordinaria tumba del monarca. Lo que ven es una fabulosa bañera fabricada en pórfido —comenzó a explicar el guía—, como la columna que les mostré anteriormente frente a la habitación para principales. Es una de las tumbas más atípicas conocidas de un monarca.
Era en efecto extraño, una gran bañera rojiza, con dos argollas laterales grabadas en la roca y sellada con una especie de urna de piedra. El curioso conjunto estaba embutido entre columnas que lo circundaban.
—Perdone, ¿qué tiene de especial el pórfido? —preguntó un hombre con pantalones de chándal y zapatos mocasines.
—En Catalunya no existe el pórfido. La bañera que hace las funciones de sarcófago se fabricó en el siglo I en algún lugar de Oriente Medio. Se cree que llegó desde Sicilia traída por su hijo Jaume. No existen pruebas documentales de ello, pero es la explicación más aparente.
A Mars se le abrieron los ojos como dos naranjas.
—Además, esta tumba tiene la peculiaridad de que nunca ha sido profanada. Como bien saben —comenzó el guía con la frase típica precedente a una explicación de la que ninguno de nosotros tenía ni idea—, durante la secularización de 1835 llevada a cabo por Mendizábal todos los monasterios fueron profanados. Por ejemplo, la tumba de Jaume I el Conqueridor, que se encuentra a pocos kilómetros de aquí, en el Monasterio de Poblet, fue saqueada y sus restos esparcidos por el monasterio. Santes Creus también fue devastada, y su gran biblioteca, la que hemos visto antes, fue desvalijada al igual que el resto de las dependencias. Sin embargo, el sepulcro del rey permaneció intacto. Solo tenemos constancia de un golpe en la parte superior durante la Guerra del Francés, que los propios monjes se encargaron de restaurar sin abrir la tumba en su momento. Justamente hace apenas unos meses, miembros del Museu d'Història de Catalunya certificaron todo esto que les estoy explicando mediante una endoscopia a todo el monumento funerario. Les aseguro que mantener el respeto por una tumba durante ochocientos años no es nada habitual, y eso es algo de lo que nos sentimos muy orgullosos en Santes Creus.
—Oye, ¿y qué hay en la tumba? —le preguntó un abuelo de visita con sus nietos.
—En el acta del Museu figura que la tumba estaba sellada y su interior en perfecto estado, pero además puede usted comprobarlo por sí mismo, ya que se grabó un video del interior.
—¿Se puede consultar ese video? —preguntó Mars con un grito, para sorpresa del grupo.
—Supongo que estará en la web del Museu.
—Si hay algo, solo puede estar en el sarcófago —me susurró Mars a la salida con entusiasmo.
Nos sentamos en la cafetería a tomar algo y conecté mi ordenador. Fue sencillo dar con el video de la tumba del rey Pere. Duraba apenas un minuto, y en él pudimos apreciar la imagen tridimensional de un cadáver prácticamente fosilizado, y en bastante mal estado. Un cráneo unido a un tronco cilíndrico sin formas. Pensamos que seguramente en el momento de su entierro debieron cubrir el cuerpo con alguna especie de manto que con el tiempo se había unido al propio cuerpo. Desde luego, en las imágenes no aparecían ni escritos ni códices, y si alguna vez habían estado allí, los ácidos de la descomposición los habrían podrido como habían hecho con el resto de los objetos. Decidimos no caer en el desánimo y aprovechar las últimas horas de sol para pasear por el claustro en busca de alguna pista. No encontramos nada, pero nos dimos la oportunidad de continuar al día siguiente. Quizá lo que buscábamos estuviese protegido en algún estuche bajo el cuerpo del monarca…