El pendulo de Dios (15 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

Busqué la herida de la espada que me había destrozado las entrañas y no encontré ni tan solo una cicatriz. La única prueba de lo que había ocurrido era la amalgama de cuerpos mutilados y descompuestos de los que acababa de liberarme, y el estado de mi túnica, rajada y ensangrentada a la altura del pecho. De manera instintiva, me eché la mano al cuello, ¡todavía llevaba colgado el mechón de pelo de Yeixú!

Comprendí entonces por qué no había envejecido en todos aquellos años.

Me froté los brazos, las piernas, y todo el cuerpo. Me agarré la cabeza y me sobé el pelo. Quería asegurarme de que en verdad estaba viva, pero la alegría de mi resurrección se hundía bajo un olor persistente de podredumbre y carne quemada. Los quitim habían arrasado la tierra de los hijos de Abraham, y las columnas macabras de humo negro que veía en la lejanía eran el único recuerdo que pensaban dejar. Me derrumbé sobre mis rodillas y lloré.

Así me encontró un soldado quitim. Alargó la punta de su
pilum
, me golpeó con ella y, tras asegurarse de que estaba viva, me preguntó de dónde salía. Yo conocía un poco su idioma, por los peregrinos que lo hablaban, y por algunos escritos. Sin contestarle, le señalé el agujero de la fosa común. El soldado, mayor de edad que los que nos habían asaltado y más menudo, se acercó al agujero y comenzó a vomitar sobre los cuerpos enterrados.

Sacó de su atillo un poco de agua y bebió, después me ofreció y me pidió que lo acompañara. Caminé tras él hasta la entrada del acueducto, o lo que quedaba de ella. Los soldados habían prendido fuego al refectorio, a la asamblea, a la cocina, todo Secacah se había consumido por las llamas.

Mi captor me pidió que lo esperara allí y al cabo de poco tiempo volvió con otro que supuse de mayor rango.

—¿Sabes hablar, comprendes mi lengua? —me preguntó, asentí con la cabeza y continuó hablando con el romano viejo—. Si es una prisionera de guerra, debe ser arrestada y conducida a Jerusalén para que decidan allí, conoces el reglamento.

—Plinio, llevamos veinte años juntos, ¿me vas a hacer ir con ella hasta Jerusalén para que me pase tres semanas más en este miserable desierto? Me quedan dos días para mi retiro.

—Sí, tú te vas, pero yo no quiero tener problemas por los caprichos de un veterano.

—¡Vamos, Plinio!, ¿a quién le va a importar que un viejo soldado se quede con una muchacha hermosa?

—¿Cuándo regresas a Roma? —preguntó el jefe.

—Mañana de madrugada.

—¿Te ha visto alguien con ella?

—Solo tú.

—Está bien, tómate un buen vino a mi salud cuando llegues —y Plinio se marchó arrastrando los pies en un suspiro de aprobación.

—Cuando llegue a Roma, cobraré el Aerarium Militaris y me retiraré a vivir con mi esposa y mis hijas. ¿Sabes leer, verdad? Claro que sabes leer, todos los hermanos de blanco son sabios. Tú serás la maestra de mis hijas. Doy gracias a los dioses por este regalo. ¿Cuál es tu nombre? Vamos, dime cómo debo llamarte.

¡A Roma! Sabía de esa ciudad por los escritos, pero jamás imaginé que llegase a conocerla. Después de treinta años de vivir en Secacah en el más absoluto silencio, había resucitado para conocer una de las mayores ciudades de la humanidad.

—Mariam —contesté con una voz que casi no recordaba.

Capítulo
17

A
zul se despertó al cabo de dos días gracias a los cuidados de los monjes, a las bolsas de suero que le metieron por una llave de paso clavada en su muñeca y a los antibióticos. Por fortuna, su vida ya no corría peligro, si bien los monjes me advirtieron de que le quedaría una horrible cicatriz por la evidente imposibilidad de acudir a un cirujano plástico.

Una vez, un chamán me explicó que la mente era como un perro fiel al servicio de su amo, pero que cuando el perro era quien dominaba al amo, se abrían los infiernos. Eso era lo que me ocurría, un sentimiento de culpa por la situación y por la muerte de aquel miserable que no me dejaba descansar ni un segundo. Los monjes creyeron que fue la vela de Azul lo que me mantuvo insomne esos dos días, pero en realidad fueron los miles de escenarios que inventé para no sentirme un asesino, ni el responsable del deplorable estado de Azul. No había dejado de observarla en todo ese tiempo. De su piel había desaparecido el tono oscuro que te situaba en una aventura solo con mirarlo, los labios estaban amoratados, y sus hermosos ojos, engullidos por unas ojeras espantosas. Toda su frente estaba cubierta por una gran mancha de yodo, y un fuerte vendaje la mantenía inmovilizada de la cintura para arriba. A veces, la oía murmurar entre sueños, decía nombres, y en alguna ocasión intentaba gritar, entonces la cogía de la mano y le susurraba que estuviese tranquila, que yo estaba allí y que nadie le volvería a hacer daño. De lo poco que comprendía en sus frases nocturnas, repetía con cierta asiduidad un nombre, Vitelio, que no logré identificar, y el de su tío Luali.

—Hola —me saludó con una voz apenas superior a un susurro.

—Hola, Azul, ¿cómo estás?

—¿Has avisado a mi tío? —contestó con un intento de mueca.

—No, ¿quieres que lo haga?

—No, no quiero que se preocupe.

—¿Cómo estás?

—Me cuesta respirar y me duele mucho el pecho, ¿y tú?

—Yo estoy bien. Los monjes me han dicho que en pocos días tú también lo estarás y nos podremos ir a casa, ahora no te esfuerces, intenta descansar.

—Diles que la avisen —y cerró de nuevo los ojos, víctima de un profundo agotamiento.

Corrí a decirle al monje enfermero que Azul había recuperado el conocimiento y que había hablado un poco con ella. Se alegró y fue a verla, lo que yo aproveché para hablar con el abad. Hacía tres días que vivía en la Abadía de Cîteaux, en un camastro del antiguo dormitorio de los monjes. El abad Constantine de Roux me dejó muy claro que no debía salir de la abadía, ni dejarme ver por los turistas. También me dijo que no debía temer por el secreto de la furgoneta, de la que se habían deshecho con discreción y seguridad. Cuando me vio frente a su despacho, se apresuró en dejarme entrar.

—Señor Abidal, sabe usted que no debe salir del dormitorio —me saludó.

—Azul se ha despertado hace unos minutos. El hermano se ha hecho cargo.

—Esa noticia llena mi alma de alegría, el Señor está con la hermana. ¿Cómo se encuentra, le ha reconocido?

—Está bajo el efecto de los sedantes, pero aun así me ha reconocido y me ha pedido algo, que la avisaran.

—¿Que avisemos a quién, señor Abidal?

—No lo sé, quizá desvariaba.

—Repítame sus palabras exactas, por favor —me pidió el abad.

—«Diles que la avisen», esas han sido sus palabras.

—Comprendo —masticó el abad antes de invitarme a que saliera.

Yo no comprendí nada, pero ya me había resignado a vivir en un mundo paralelo del que no conseguiría salir hasta que Azul estuviera recuperada, así que me fui de nuevo al dormitorio para estar con ella. Lo cierto es que eran muchas las incógnitas a despejar cuando estuviese bien. Lo que más me sorprendía era su pertenencia a la orden. En el tiempo que estuvimos juntos, jamás lo mencionó, y por la reacción y el interés de los monjes en mi persona, creo que tampoco me mencionó a ellos, o a quienes fuese. ¿Pero cómo había vivido todo ese tiempo una doble vida tan diferente? No podía creer que ese cuerpo, que me enloquecía hasta no desear nada más en la vida que entrar en él, pudiese ser el de una monja. Los hábitos explicaban ahora en parte sus largas ausencias, pero cómo explicaría ella los periodos en que vivíamos juntos. Además, estaba lo de su ingreso en prisión, algo que comenzaba a creer que andaba ligado con todo el asunto. Preferí recurrir a los recuerdos agradables, aunque ya no supiera si eran verdaderos o no, y recordar el primer día que la vi. Yo estaba sentado en el bar del Hotel Nagjir, en el centro de la ciudad ocupada de El Aaiún. Justo había finalizado mi informe sobre los fondos repartidos en Esmara, Bucraa y Tifariti, cuando bajé a tomar un café al bar del hotel y la vi, de pie, impresionante, junto a un hombre que, a pesar de doblarle la edad, imaginé que sería su marido. Acababa de llegar del aeropuerto y no tenía dírhams, así que intentaba cambiar francos franceses en la recepción del hotel. Me ofrecí a ayudarlos, pero, aun a riesgo de recibir un buen golpe, no pude resistir y le pedí su teléfono en un descuido de su marido. Me dijo que ella no tenía teléfono, pero que su tío sí, y me dio el número del bueno de Luali con una sonrisa. La llamé a los dos minutos de habernos visto y la invité a cenar. Me quedé en El Aaiún un par de meses, hasta que al final le pedí que viniera conmigo a Barcelona, y accedió. Ahora estaba tumbada en una cama extraña, rodeada de extraños, y en un estado deplorable. Le cogí la mano y la besé. ¡Cómo había amado a esa mujer!

Al día siguiente, me avisaron de que el abad me esperaba en su despacho; busqué a uno de los hermanos para que se hiciera cargo de Azul, y subí a verlo.

—¿Me ha hecho llamar, abad? —pregunté.

—Parece que tiene usted algo que nos pertenece.

No fue el abad quien me dio la bienvenida. Sentadas en un par butacones, vi a dos mujeres. La más joven vestía un traje chaqueta excesivo para el tiempo que hacía, de cuadros ingleses sobre una tela gruesa de color marrón, y botas de tacón alto que se dejaban entrever hasta media pantorrilla. Su pelo era negro y lo llevaba corto, la nariz y la boca eran pequeñas, y su voz marcaba un fuerte acento latino que no identifiqué. Fue ella quien habló.

—Pues lo dudo, ¿señora…? —le dejé espacio para que se identificara, pero no lo hizo.

—Creemos que sí, y que sabe muy bien de qué le hablo.

—Quizá sí sepa de qué me habla, pero no de que le pertenezca. No sé quién es usted, ni qué pretende.

—Señor Abidal, facilite usted las cosas, estamos seguros de que sabe para qué le he pedido que subiera, y qué quieren las señoras —intervino el abad.

—Señor Abidal, ¿Cècil es su nombre, verdad?, Azul nos ha hablado mucho de usted, dice que es una persona en la que se puede confiar, y yo también tengo la misma sensación —intervino la otra mujer, que no había dejado de mirarme a los ojos desde que entré en el despacho.

—Condesa —la reprendió la más joven.

—Déjame, Mars, el señor Abidal no es un enemigo, es un buen amigo de Azul, por lo que debemos considerarlo también amigo nuestro, ¿no es así, señor Abidal, o me permite llamarlo Cècil?

La mujer que hacía el papel de poli bueno era algo mayor que su compañera, quizás unos ocho o diez años más. Sus modos eran suaves y su voz, tranquila, si bien me pareció algo cansada. Vestía más informal que la otra, aunque estaba claro que en la jerarquía entre ambas era la que ocupaba el escalafón más alto. Llevaba sandalias de tiras y un vestido largo de color crema que le llegaba más abajo de las rodillas. Sin ser elegantes, se notaba que a las dos les gustaba frecuentar
boutiques
de ropa cara.

—Puede usted llamarme Cècil; en efecto, ese es mi nombre, pero me parece muy poco, cómo lo diría…

—¿Educado? —me interrumpió.

—Correcto, gracias. Me parece poco educado no saber ni siquiera con quién hablo.

—Abad, nuestro amigo Cècil tiene razón, nadie ha hecho las presentaciones oportunas —se giró hacia mí—, permita que yo misma las haga, Cècil. Ella es Mars, mi asistente y miles de cosas más, no es tan dura como parece, solo lo hace para protegerme, y yo soy Marie, Marie Stewart —dijo.

—Señoras —saludé.

—Bien, una vez hechas las presentaciones, dígame, ¿cómo está Azul? El abad Constantine ya nos ha explicado la situación, de hecho es él quien nos ha avisado para que viniésemos, pero me gustaría saber por usted cómo la siente.

—Parece que se recupera.

—Puede usted ser más explícito, señor Cècil, no debe preocuparse, su secreto está a salvo con nosotras. De todas formas, y a pesar de la desgracia, me alegra que sea usted quien esté con ella.

—Condesa —la avisó de nuevo Mars.

—¡Ah, sí, el dinero! Señor Cècil, no podemos permanecer mucho tiempo en la abadía y nos gustaría que usted nos entregara el dinero que retiró. Ya que ustedes en realidad no vendieron nada, no creo que sea un buen trato haber pagado tanto por ello, ¿no cree?

¿Qué podía decir? ¿A eso se refería Azul con que la avisara? La realidad era que esa mujer podía tener razón, pero cómo iba a entregar un euro a nadie sin saber ni siquiera quién era. No había escuchado nunca el nombre de Marie Stewart, ni sabía nada de ninguna condesa. Miré al abad, se le veía deseoso de que saliésemos de su despacho, supuse que también se alegraría si nos fuésemos todos de su abadía, pero no tomaba partido en la conversación, apenas asentía a alguna frase de Marie Stewart con un movimiento de cabeza, o alzaba las cejas como si le sorprendiera alguna palabra en un momento dado. Era cierto que el dinero no era mío, pero también lo era que si entregaba ese dinero sin una confirmación (no me atrevería a pedir un recibo), podía venir cualquiera, como aquel desgraciado que le disparó a Azul, y reclamarlo. Decidí ir al grano.

—Tiene usted razón, pero no puedo entregarles el dinero. No sin que antes las identifique Azul y de su visto bueno. La verdad es que estoy deseoso de soltar ese dinero que tantos problemas nos ha traído.

—Me parece una buena idea —intervino Mars—. Vamos a ver a Azul y después nos olvidamos todos de este asunto, ¿verdad, señor Abidal? —la pregunta tenía un cierto tono de amenaza que no me gustó, y Marie Stewart lo notó.

—No debemos preocuparnos por el señor Cècil, ya te he dicho que es muy amigo de Azul —remarcó el «muy amigo»—, y jamás haría nada que la pudiese perjudicar, lo sabes bien, Mars —esa mujer parecía saber más de nuestra relación de lo que había mostrado en un inicio.

—¿Cómo sabe usted que Azul y yo somos «tan amigos»? —le pregunté.

—Porque casi renunció a nosotras por usted.

—¿Qué?

—Lo siento, señor Cècil, así es. Por eso Azul pasó un tiempo en prisión, fue la manera de «matar dos pájaros de un tiro», como dicen ustedes. Fue la forma de que se separara definitivamente de usted y además cerró un camino que se tornaba peligroso para nosotras. Azul es una mujer muy valiente.

—¡Ustedes la metieron en eso! —grité. La conversación tomaba un cariz que no habría imaginado.

—Señor Cècil, quizá deberíamos seguir esta conversación en un lugar más cómodo, y disculpe usted abad por el comentario, pero es que aquí estamos demasiado estrechas para tratar temas de tanta importancia. ¿Le apetece un café, señor Cècil? —y Marie Stewart se levantó, me ofreció el brazo como si quisiese bailar conmigo, y salimos del despacho del abad agarrados como una pareja de novios de los años veinte—. ¡Ah, se me olvidaba!, muchas gracias, abad Constantine, por su hospitalidad, volveremos en un par de horas. Si Azul se despierta, dígale que no tardaremos. Le dejamos que se ocupe usted de asuntos más importantes.

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