El comisario Aripas, a más de seis mil kilómetros de distancia, llegaba en ese momento a uno de los mejores restaurantes de la Ciudad Condal, donde un empleado ataviado con sombrero de copa y chaqué de época le abría la puerta. Se quitó la americana, la estrujó bajo el brazo y entró. Al fondo, en una mesa rodeada por dos pequeños biombos, lo aguardaba su amigo. Sin esperar a ser acomodado, agarró la única silla libre en esa mesa, y se sentó. Oriol Nomis era uno de los pocos amigos que tenía, y casi con toda seguridad, el único que no era policía o que no le repetía una y otra vez lo peligroso de serlo. Se habían conocido años atrás, cuando Aripas era apenas un prometedor inspector de la Policía Nacional envuelto en unas falsas acusaciones por blanqueo de dinero proveniente de la venta de cocaína, y Oriol Nomis, el abogado que el cuerpo destinó en su defensa. El caso le valió el ascenso a inspector jefe, y siempre se sintió en deuda con el catedrático.
—Hola, Antonio, qué gusto verte —lo saludó Oriol Nomis.
—Lo mismo digo, Oriol, siento no tener más tiempo para dejar que me invites más veces a lugares tan poco apropiados como este para un policía, pero vamos de culo.
—Nada de trabajo, recuerdas —le interrumpió Oriol Nomis.
—Lo sé, pero me cuesta no pensar en todas las fullerías que habrán hecho la mitad de estos —movió los brazos en círculo señalando el comedor de la marisquería— para tener tanta pasta que les permita comer aquí.
—Vamos, hombre, ¿y nosotros?
—¡Nosotros somos la otra mitad!
Recordaron viejos conocidos y se rieron con los mismos chistes que se contaban desde hacía más de quince años, mientras el comisario daba buena cuenta de una plancha de gambas de Palamós, dos sepias y media docena de langostinos más rojos que sus mejillas. Un camarero se acercó y tomó nota de los postres.
—Oriol, ¿ya sabes algo de tu empleado, o de la chica? —preguntó el comisario.
—La verdad es que no, ni Cècil ni Azul se han puesto en contacto conmigo ni han respondido a mis mensajes.
El comisario se limpió los dedos en una servilleta con aroma a limón, y miró a los ojos a Oriol Nomis.
—Tu muchacho nos la ha hecho buena.
—Antonio, no sé a qué venía tanta prisa, vosotros mismos lo asustasteis sin necesidad. Cècil es un buen muchacho, incapaz de hacer daño a nadie.
—Sí, y su novia tampoco. Vamos, Oriol, tengo la sensación de que sabes más de lo me quieres dar a entender y solo te voy a pedir un favor por la amistad que nos une: no te metas en nada sucio. Hay un cura muerto de por medio y eso no es como vender vasos de cobre del año de la catapún en el Mercado de Sant Antoni, esto es mucho más grave. No se deja pudrir un caso como este sin cortar alguna cabeza, y no va a ser la mía, te lo aseguro.
—Me conoces bien, Antonio. ¿Crees que dejaría que alguien de mi confianza matase gente por ahí y además lo encubriría?, ¿de verdad crees que haría una cosa así? —Oriol Nomis sintió que los ojos que lo escrutaban ya no eran los de su amigo Antonio, sino los de un hombre acostumbrado a ver la verdad allí donde los demás la escondían, y se estremeció.
—No, claro que no.
La charla se suavizó en el postre, y al llegar al café ya habían cambiado por completo de tema, pero antes de subir al coche patrulla que lo vino a recoger, el comisario Aripas le pidió a su amigo que si recibía cualquier noticia de Cècil Abidal o Azul Benjelali, lo avisase de inmediato. Se despidió y entró en el vehículo policial, agarró su teléfono móvil y llamó a la oficina del juez de primera instancia para solicitar una orden de escucha telefónica. Desde ese momento, cada palabra que se transmitiera por los teléfonos de Diners Nets, de la casa, o por el móvil de Oriol Nomis quedaría registrada por la División de Escuchas de la Policía Nacional. Aripas era perro viejo, tenía tanto de uno como de otro, y le daba en su olfato que había algo sucio. Sabía que traicionaba la confianza y la amistad que lo unía al auditor, pero también que su amigo le escondía algo.
Llegó a su despacho de la Via Layetana casi a media tarde, satisfecho del almuerzo, pero cabreado por las horas que le había hecho perder. Recordó además que llevaba todo el día sin revisar sus correos, y el solo pensamiento de la lista que tendría en la bandeja de entrada lo encendió todavía más. Maldita burocracia. Conectó su ordenador y comenzó a comprobar todos los mensajes. Uno de ellos era una petición de la Gendarmerie francesa. Habían hallado el cadáver de un sicario bosnio, conocido como Nicos Nothos, alias el Griego, alias Caín, alias Cárpatos y alguno más, destrozado en el interior de una furgoneta. Al parecer, al tipo le habían encontrado, además de una pistola a la que le faltaban dos balas, una cartera llena de billetes y un trozo de papel con una dirección de Barcelona escrita a mano. Aripas miró fijamente la pantalla y leyó de nuevo la dirección que la Policía francesa le pedía investigar, resopló un par de veces y soltó alguna maldición. La dirección correspondía a la vivienda del cura asesinado. Imprimió el correo y lo leyó con detenimiento.
El informe afirmaba también que no había testigos y que el cadáver presentaba un cuadro clínico
post mortem
de traumatismo cráneo-encefálico múltiple producido por algún tipo de bate o barra metálica forrada de tela. No había pistas, ni huellas de ningún tipo. La nota, con una dirección de Barcelona, y la furgoneta con matrícula española eran el motivo de la petición de información y colaboración por parte de la Gendarmerie. Antonio Aripas terminó de leer el resto del informe y cruzó los brazos sobre su cabeza mientras se reclinaba en su ajado sillón. No había nada relacionado con la venta ni con el tráfico de obras de arte o antigüedades en la ficha de Nothos. Parecía evidente que alguien lo había contratado para que le diera pasaporte al cura. ¡Joder, cada vez se complicaba más la puta historia! Llamó de nuevo a su asistente, el inspector Rojas, un andaluz cachondo que se esforzaba por hablar catalán sin perder su acento, y le pidió que redactara inmediatamente un informe sobre la muerte de Julio Canals López, «el cura del destornillador», le aclaró.
Secacah, Israel, año 68 d. C.
E
l Maestro de Justicia había impartido la orden de prepararnos para la batalla final contra los quitim. Hacía varios días que llegaban hombres de todas partes a la comunidad, hermética hasta entonces para el resto del mundo, con la intención de alistarse en la gran y última batalla. Acudían atraídos por la proclama que había hecho el Maestro de Justicia, «de nuestra comunidad partirá el que encabezará el ejército de sacerdotes, levitas y hermanos, convertidos en soldados que aplastarán al ejército de los enemigos de Dios, al rey de los quitim y a todo su ejército de Belial».
Yo había vuelto a Secacah después del apresamiento y ejecución de Yuhana en la Fortaleza de Maquerunt y la dispersión de nuestra comunidad. El entonces Maestro de Justicia tuvo clemencia y me permitió ocupar una de las cuevas más distantes, con la condición de que me mantuviese alejada del resto de los hermanos y de que ninguno de ellos se acercara a mi persona o a mi cueva. Nadie que hubiese abandonado la comunidad podía ser readmitido. Las condiciones fueron sencillas, recoger el pan en los hornos por la noche y no podía entrar en el refectorio, ni en el escritorio, pero Secacah era lo más parecido a un hogar.
Mi cueva era una de las más altas y apartadas de la comunidad. Estaba cavada en la pared que daba a los acantilados y disponía de una escalera de palos propia para subir desde las grandes cuevas, que quedaban un par de niveles por debajo, y en las que había vivido de niña. En el interior de mi estancia tenía un jergón, una pequeña lámpara de aceite, que rellenaba de madrugada con los restos de otras lámparas, una lente de aumento para leer los rollos y las escrituras sagradas, y mi azadilla para cavar los hoyos en que satisfacía mis necesidades. A veces, pasaban días sin que bajase ni siquiera a buscar mi pan, y me alimentaba del agua que recogía en la madrugada y de alguna raíz cercana a la boca de la cueva.
Una tarde, poco antes de ponerse el sol, de repente el cielo se tornó negro y un crujido infinito cruzó la tierra. Fue el día que Yeixú murió. Yo lo supe de inmediato y recordé sus palabras, «la luz de Yuhana hace más patente la oscuridad de Herodes», eso mismo había sufrido él, su luz hacía más oscuras las almas de sus enemigos.
Pero de todo eso hacía ya más de treinta años. Ahora los mismos quitim que asesinaron a Yeixú marchaban contra Secacah. Un destacamento de la legión romana Décima Fretensis que acababa de arrasar Jericó se abalanzaba contra la comunidad. Los hermanos de blanco, hasta entonces alejados del mundo en la contemplación, la meditación y el estudio de la Ley, se ceñían cintos con espadas y flechas dispuestas para matar en nombre de Dios, tal y como les dictaba el actual Maestro de Justicia, un hermano que carecía de los conocimientos exigidos para el desarrollo de tan alto estado. Desde su designación, la comunidad se había transformado y los hermanos tomaban parte en cuestiones hasta entonces prohibidas, como la política, o la liberación del estado de Israel.
Ahora los veía correr por la explanada gritando órdenes y proclamas contra los romanos, «los hijos de las Tinieblas», como los llamaban. Los que hasta entonces habían sido hermanos de la Luz se disponían a luchar contra los hijos de la oscuridad en la gran batalla final que instauraría la Verdad de Dios para que cada hombre caminara en su conocimiento perfecto. ¡Cómo podían creer en semejante estupidez hombres tan sabios!
La primera noche de sitio pasó con cierta calma. Ayudados por los hombres que habían venido a unirse a las fuerzas del Maestro de Justicia, habíamos construido un pequeño muro en la entrada del acueducto que nos infundió una falsa seguridad, pero con los primeros rayos de la mañana, el muro fue destrozado y las hordas de soldados entraron en la ciudad.
Yo nunca había visto hombres como aquellos. Se asemejaban en verdad a los hijos del Diablo. Vestían corazas de cuero y cascos de metal. Sus ojos estaban vacíos de color y su piel era casi transparente, de un blanco tibio sobre el que caían largas trenzas de pelo de color rojo y amarillo. Nuestros hombres apenas les llegaban a la altura del pecho, y cada uno de ellos tenía la fuerza de diez hermanos. No fue la batalla que anunció el Maestro de Justicia, ni mucho menos tuvo el final soñado por él. El rollo de la guerra, como todos los rollos de la guerra en la historia, estaba equivocado porque, por mucho que los hombres se esfuercen en hacerlo firmar por la mano de Dios, solo los humanos escriben manifiestos para justificar la muerte de sus semejantes. Fue una masacre.
Los quitim entraron por la puerta del acueducto y asesinaron a todos los que les salieron al paso. Segaban sus gargantas como si cosecharan espigas de trigo. Un ejército organizado, bien armado, entrenado para matar, contra hombres de estudio, ascetas que jamás en su vida habían agarrado un arma, ¿cómo iban a defenderse? A mi cueva llegaban sus gritos pidiendo clemencia y veía correr la sangre por el canal que hasta ese día había sido purificador. Las corazas de los quitim resistían los ataques sin daño, ni siquiera los campesinos que se habían unido a la comunidad, algo más fuertes, eran rivales para ellos. La carnicería duró dos horas, lo necesario para exterminar hasta el último de los hermanos.
Cuando se aseguraron de que no quedaba nadie con vida, se reunieron frente a la estancia de los bancos y comenzaron a gritar como poseídos por el mismísimo Diablo.
Fue en ese momento cuando uno de ellos nos vio.
En las cuevas superiores nos habíamos refugiado las mujeres y los niños, yo apartada en la mía, y el resto en las dos cuevas mayores.
El terror había barrido la sabiduría y la paz en Secacah, dejando en su lugar un amasijo de cuerpos mutilados, una balsa de sangre en la que flotaban vísceras y miembros seccionados por la acción brutal de una espada. Eso era lo que habían hecho con los hombres, así que me temblaron las piernas solo de imaginar qué harían con nosotras. Abandoné mi cueva y corrí a refugiarme con el resto de las mujeres, que gritaban enloquecidas ante la amenaza cada vez más cercana de los quitim. Tuve la serenidad de tirar al vacío las escaleras de acceso a la cueva mayor, pero no sirvió de nada. Aquellos seres trepaban como bestias poseídas por una fuerza maligna que los hacía invencibles y terroríficos. Algunas mujeres prefirieron despeñarse por los acantilados antes que caer en sus manos. Los vimos alcanzar la primera cueva y entrar con las espadas en alto. Escuchamos el ruido húmedo de sus armas contra la carne de nuestras hermanas, pero no tuvimos más tiempo para ver el horrible espectáculo. También llegaron a nuestra cueva. Sus cuerpos manchados por la sangre de sus víctimas, los ojos sanguinolentos, y sus piernas descubiertas, fuertes como las de un caballo. Empuñaban lanzas y espadas cortas que mataban en tajos precisos contra el cuello o las piernas. Algunos se entretenían violando cadáveres, mientras el resto continuaba con la matanza. Corrimos al fondo de la cueva, pero esos hijos del Diablo nos siguieron, entraron con nosotras y con los pocos niños que quedaban. Nos encajonaron entre la pared del fondo y sus espadas. Primero mataron a los niños, se los pasaban hasta que uno le clavaba la espada y lo levantaba en el aire para comprobar la resistencia de su cuerpo. El olor a orines se unió al terror, la sangre y los gritos. No quedaríamos más de diez hermanas cuando guardaron sus espadas. Escogieron entonces a una de nosotras y comenzaron a violarla mientras el resto nos miraba haciendo cábalas de cuál sería la siguiente.
Nos abrazamos para protegernos, como si el pánico compartido pudiese mellar su barbarie, pero no sirvió de nada. Solo para que dejaran su macabro juego y nos acuchillaran en grupo como a un solo cuerpo. Sentí cómo una espada me atravesaba la pierna derecha y caí al suelo. Vi mi propia sangre manar a borbotones y unirse con la de mis otras hermanas que ya habían perecido. En el suelo, un quitim me clavó su espada en el pecho y la giró en un movimiento de muñeca. Todo se oscureció y ya no supe cuánto más estuvieron violando, matando, ni cuánto tardaron en marcharse, solo supe que había muerto igual que mis hermanas.
Pero a diferencia de ellas, al cabo de un tiempo desperté.
Lo hice en un lugar oscuro que desprendía un hedor terrible. No veía nada. Mi cuerpo yacía mezclado con otros cuerpos sin vida que se apelotonaban contra el mío. Grité de terror cuando sentí el tacto húmedo de la carne muerta. En un gesto instintivo, empecé a agitarme y revolverme, pero no podía respirar y el hedor se clavaba como antes lo había hecho aquella espada. Todavía me parecía sentirla, podía ver la cara ensangrentada de la bestia que me mató. Seguí agitándome hasta que conseguí ponerme en cuclillas sobre la superficie blanda de la carne y empecé a empujar con todas las fuerzas con que fui capaz hasta que pude salir y respirar todo el aire que me había faltado.