Un día, llegó una familia de más de veinte galileos, y uno de ellos preguntó a Yuhana si lo reconocía. Yuhana lo miró extrañado y le contestó que no, y entonces, el nazareno lo miró y le dijo que su madre, Mariam, y la madre de Yuhana, Elisabeth, eran parientes, así que ellos dos también lo eran; después, lo abrazó y se dejó bautizar.
Pasaron varios días hasta que conocí al pariente de Yuhana. Se había retirado al desierto después de su bautizo, y cuando lo vi por primera vez, sentí un escalofrío. Era alto. Lucía una larga melena castaña, y los días en el desierto habían endurecido sus pómulos, que sobresalían del rostro envueltos en una dura barba. Sin embargo, sus ojos eran dulces, de rasgos suaves, como el resto de su rostro. Caminaba con el apoyo de un bastón.
—Tú debes ser Mariam. Me han hablado mucho de ti. Dicen que eres un ser excepcional. Mi nombre es Yehoixua, aunque todos me llaman Yeixú —abrió sus flacos brazos y me abrazó.
—¿Te ayudo, Yeixú? —le pregunté.
—Me vendría bien un poco de agua.
Y así fue como conocí al nazareno.
A mediados de la primavera, ya se había convertido en una figura importante para la comunidad y, como ya me había anticipado Yuhana, era poseedor de la sabiduría de los iniciados.
Una noche de principios de verano, Yeixú vino a vernos. Entró en nuestra cabaña y nos anunció que al día siguiente se marcharía, nos besó y salió. Yuhana comunicó la decisión del nazareno al resto de la comunidad, y todo pareció continuar con normalidad. Incluso, los miembros de su familia se quedaron con nosotros. Hasta que, al cabo de cuarenta días, los gritos de un hermano nos alertaron de su regreso. Todos corrimos a su encuentro, pero nada de lo que vimos nos recordó al amado Yeixú.
Su aspecto era el de un cadáver. La piel pegada como una túnica mojada a su esqueleto, y el rostro oculto por una barba descuidada y sucia. Ni siquiera tuvo fuerzas para llegar hasta la comunidad y se desplomó de agotamiento justo a la entrada. Yuhana se arrodilló junto a él y lo abrazó. Comprendió entonces que aquel hombre había alcanzado un estado al que él jamás llegaría. Ese que estaba agotado, sucio, hambriento, y quizás enfermo, había vencido la batalla más terrible que alguien pueda enfrentar. Se había vencido a sí mismo para convertirse en el ser más puro que jamás podría conocer.
—¿Eres tú? —escuché que le preguntaba en un susurro.
Tardó más de una semana en recuperarse. Toda la comunidad hicimos turnos para cuidarle, lo bañamos, le cortamos el pelo y la barba, y le dimos agua con miel hasta que poco a poco se fue recuperando. Volvió a ser el de siempre y sus ojos comenzaron a brillar con fuerza.
—Nazareno —lo llamó Yuhana una mañana en que yo era su cuidadora—, ¿cómo estás? —le preguntó antes de abrazarlo.
—Casi como en las manos del Padre —contestó con una gran sonrisa a la que nos sumamos los dos.
—Quería hablar contigo —siguió Yuhana.
—Lo sé, yo también tengo algo que decirte y si me permites, me adelantaré a tus palabras. Quiero agradeceros —me miró— el amor que me habéis brindado, y tus enseñanzas —dijo esta vez mirando a los ojos a Yuhana—. Era imprescindible para mi camino formar parte de tu comunidad y haber sido bautizado por el profeta que anuncia el perdón de Dios, pero ahora debo ir solo y seguir los pasos que el Padre dicta en mi alma.
—No tenías de qué arrepentirte, nada por lo que pedir perdón, ¿por qué viniste a bautizarte?
Yeixú sonrió a la pregunta de Yuhana.
—Lo que tengo por hacer necesitaba de preparación, y ser bautizado por el profeta sucesor de Elías era el camino. Tu bautismo es el final de la vida de hombre y el principio de la entrega a Dios, todo el mundo lo sabe. Tú me has perdonado en su nombre y autorizado ante los ojos de los demás para hablar de Él, ¿lo entiendes ahora, Yuhana?
—¿Qué viste en el desierto?, dímelo, Yeixú, por favor. ¿Te fue revelado el momento del Juicio?
—Tú proclamas un final cercano, pero antes ha de venir el Reino de Dios. Él no está preocupado por destruir y juzgar al mundo, sino por salvarlo a través de mí.
El nazareno se levantó, me besó y se fundió en un abrazo interminable con Yuhana. Al día siguiente, se marchó. Algunos hermanos se fueron con él, casi todos los galileos y su familia. También Nataniel, y Simón, y su hermano Andraos, Filipos el griego, Yuhana el hijo de Zebedeo, y algunos otros. Supimos al cabo del tiempo que se había establecido en Judea, donde había comenzado a hablar del Reino de los Cielos y bautizaba emulando a Yuhana a través de sus discípulos. Su mensaje de frases sencillas caló rápido y empezaron a llamarle «rabino».
Sin embargo, en esos días sobrevino una desgracia que nada tenía que ver con el Reino de los Cielos apuntado por Yeixú.
N
i Azul ni yo habíamos estado nunca en Ginebra, así que cuando llegamos, seguimos las indicaciones de una guía de carreteras que Azul llevaba en la guantera de la furgoneta. El banco en donde yo había abierto la cuenta estaba en la Rue du Rhône, frente al lago Léman, según las indicaciones de la misma guía. Buscamos hotel en el centro. La ciudad era toda muy similar, edificios de tres o cuatro plantas, con ventanas de cristales dobles y rejas bajas de hierro que las asemejaban a pequeños balcones. Avenidas anchas y un suelo brillante, fruto del chaparrón que acababa de amainar. Al final, encontramos habitación en un hotel de la Place de la Fusterie, a poco menos de cien metros de la propia Rue du Rhône. Azul dominaba a la perfección el francés y se encargó de los trámites. Enseguida, un botones nos acompañó hasta nuestras habitaciones, abrió la de Azul, después la mía, y esperó hasta que le dimos una pequeña propina. Quedamos en vernos por la mañana para desayunar.
La habitación era más que correcta, a juego con el lujo que habíamos visto en toda la ciudad. Junto a la cama estaba el teléfono, y mi primera intención fue llamar a Martí para saber cómo estaba y qué había pasado, pero, si era cierto lo que me había contado Azul, una llamada mía solamente agravaría el problema, así que lo descarté. Después de tantos viajes, estaba acostumbrado a dormir en todas las circunstancias y sobre cualquier superficie, pero esa noche me costó una barbaridad conseguirlo, y al final, solo tuve pesadillas.
Cuando Azul me saludó en el restaurante por la mañana, ya había decidido qué hacer con el tema del dinero. Tenía claro que no iba a reintegrar ni un euro, pero necesitaba saber qué pretendía, así que decidí seguir su plan mientras fuera posible, y sobre la marcha ya decidiría qué hacer. Salimos; yo albergaba la idea de que antes de llegar a la oficina del banco ocurriría algo, no sabía muy bien el qué, alguna cosa que parara la transacción, una explicación de Azul quizá, pero nada de eso ocurrió. Llegamos en silencio hasta la puerta de la sucursal del Bordier & Co. Banquiers, situada en la Rue du Rhône, muy cerca de las azules aguas del lago. La entrada ocupaba los bajos de un edificio neoclásico de cuatro plantas. Subimos los tres escalones de la entrada, y la puerta de cristal cedió a las órdenes de la célula fotoeléctrica. La oficina se abría en varios escritorios y despachos dispuestos en forma circular. Al frente, un mostrador rodeado de todo tipo de publicidad y llamadas al crédito fácil invitaba a acercarse. Lo hicimos, pero antes de que Azul desplegase su francés con la empleada, me adelanté y le acerqué una pequeña nota en inglés con las únicas palabras «
Private account
». La señorita aceptó con una sonrisa y marcó una extensión en su teléfono. Al instante, apareció un chico joven que, también en inglés, nos invitó a seguirlo.
Bajamos por unas escaleras hasta la planta inferior de la sucursal; desde allí, partía un pasillo con paredes de color crema y puertas a cada lado, todas iguales y cerradas. El joven nos guió hasta una de ellas, más o menos a mitad del pasillo, y la abrió. Cuando tocó el pomo de la puerta, un preciso chasquido liberó la cerradura. Supuse que alguien nos controlaba desde alguna habitación llena de monitores. El joven me preguntó si necesitaba ayuda, pero le dije que no sería necesaria, y le agradecí la atención.
Entramos en un despacho pequeño, apenas de dos por dos metros. En el centro, había una mesa con dos sillas, sin ventanas ni cuadros en las paredes, y sobre la mesa, un teléfono, una pantalla táctil y una máquina de contar billetes. El procedimiento era sencillo, en la pantalla se iluminaban tres secciones en diferentes colores, cada una de ellas con un texto brillante en su interior: consulta, reintegro e ingreso. Miré a Azul, que me invitó a pulsar sobre la franja verde correspondiente a reintegro. Lo hice. La imagen de la pantalla se descompuso y en su lugar aparecieron un teclado numérico y doce casillas en blanco, a modo de las letras del juego del ahorcado, donde debía introducir los doce dígitos correspondientes al número de la cuenta. Volví a mirar a Azul, que, con un rápido movimiento de sus ojos, me invitó a teclear mi secreto en la pantalla. Parecía tranquila, como si acudir a retirar un millón de euros fuese un hecho más de su cotidianidad.
Tecleé los números de la cuenta y se iluminaron doce celdas más para que escribiera en ellas la clave secreta. Comencé a digitar, la sabía de memoria porque siempre utilizaba la misma secuencia en todas mis claves. Correspondía a una secuencia numérica de una novela de éxito que leí en la adolescencia, y de la que, según la longitud necesaria, utilizaba más o menos números de esa secuencia secreta. En cada dígito miraba a Azul, las emociones se me agolpaban como la escala de notas de la Reina de la Noche en
La flauta mágica
. Quería convencerme de que antes de fijar el último número de la clave ocurriría algo porque no podía acabar así, como un simple atraco o el timo de la estampita en plan profesional, con un muerto y todo. Solo faltaban dos números, y por primera vez desde que me encontré con Azul en Barcelona, la vi nerviosa. Era mi momento. Me giré y la invité a ocupar una de las dos sillas del escritorio, yo me senté en la otra. Azul hizo un gesto de desaprobación, pero aceptó. Entonces, sonó el teléfono y la voz del mismo joven que nos había acompañado hasta el despacho me preguntó si tenía algún problema. Le dije que no, que solo necesitaría un poco de tiempo antes de continuar, y se ofreció a bajarnos algo de beber, pero decliné la invitación. Azul me miraba con una sonrisa ante mi inglés macarrónico, lo que aligeró un poco la tensión del momento.
—Te ruego que empieces por el principio —le dije.
—No puedo hacerlo, además no te va a gustar, ni creo que lo vayas a entender.
—¡Muchas gracias por la confianza! —me quejé—. Para meterme en un lío inmenso, engañarme haciéndome creer que íbamos a recaudar fondos para una buena labor, atropellar a mi amigo, y hacerme cómplice del blanqueo de un millón de euros, para todo eso sí que valgo, pero para conocer la verdad de este asqueroso embrollo, eso no lo sabré entender. ¡No me jodas, Azul!
—No seas niño, no te va. Sabes de sobra que nadie está blanqueando nada, ya te lo dije, se trata de algo muy importante, algo que puede cambiar muchas cosas.
—Sí, la vida de dos niños que ven cómo su padre está lleno de tubos por la ventana de un hospital.
—Cècil, por favor, confía en mí. Solo por esta vez, te lo suplico —su voz había bajado hasta el tono en que comenzaba mi vulnerabilidad.
—Está bien.
Me levanté, toqué el monitor sobre la opción de cancelar, y salí. Azul no se movió. Apenas había cruzado la puerta cuando apareció el asistente y me preguntó si tenía algún problema. Ya iba a contestarle que nos marchábamos cuando Azul me pidió que entrara, así que me excusé en mi inglés deplorable y volví al despacho. Confié en que me hubiese entendido, porque el tema era muy delicado y los bancos no se andan con tonterías. Si volvíamos a dudar, avisarían a la Gendarmerie, o nos echarían del edificio, si no las dos cosas.
—Azul, no voy a digitar la clave para rescatar el dinero si no me explicas de qué va todo esto.
—Sé que entraron en tu casa.
—¿Cómo sabes tú eso? —pregunté.
—Ya te dije que había hablado con Oriol Nomis. ¿Qué te faltó?
—Nada, ya se lo dije a tu amigo el comisario, pero qué tiene que ver eso con este asunto. ¡Azul, no me líes!
—Tiene mucho que ver, ¿tenías tu ordenador en casa?
—Supongo, no acostumbro a salir de paseo con él a cuestas.
—Te puedes ahorrar la bromita. ¿Cuánto hace que no lo enciendes?
—Pues creo que dos o tres días.
—Vamos a hacer una cosa, regresamos al hotel y lo pruebas. Si en realidad la última conexión del ordenador es esa que dices, te vuelves a Barcelona y dispones del dinero como desees, pero si no es así, confiarás en mí y sacarás el dinero como te pido. ¿Aceptas?
—No, no acepto semejante estupidez, Azul. ¿Qué tiene que ver mi ordenador con esto? Basta de tonterías, o me explicas de qué va o me marcho y punto.
—Por favor, Cècil, es la tercera vez que te pido que confíes en mí, cuántas veces más deberé suplicártelo —su tono me desarmó y acabé por aceptar su proposición.
Improvisé una nueva excusa al empleado del banco y fuimos al hotel. Bajé el ordenador al café de la recepción y lo encendí. Tal y como Azul había sugerido, la fecha de última conexión coincidía no con la que yo pensaba, sino con la fecha de la tarde en que habían entrado en mi apartamento. ¡No se habían llevado nada y se lo habían llevado todo! Consulté el registro de sucesos de ese día y comprobé que alguien había hecho una copia de mi disco duro contra un soporte magnético.
—¿Qué buscaban? —pregunté a Azul.
—Información, lo mismo que intentaron sacarle al padre y por el mismo motivo que atropellaron a Martí. Pero no te preocupes, no encontrarán nada de lo que les interesa, ni siquiera en tu ordenador, solo quieren saber quién es Capillus.
—Eras tú, ¿verdad?
—Sí, por eso nos buscan. Creen que les he dado una pista falsa y que les queremos robar su dinero.
—¿Queremos? Yo no tengo nada que ver, y no somos niños, sabías el riesgo que corrías metiéndote en algo así, ¿por qué diablos lo hiciste de nuevo?
Bajó la cabeza y su mirada se ensombreció, pero cuando levantó el rostro, sus ojos eran de nuevo desafiantes.
—Debía montar un cebo para ayudar a la Policía, y a cambio de mi ayuda limpiarían mi expediente y desaparecerían los cargos que ya sabes —se paró y cambió el tono de voz—. Cècil, nunca hice nada de lo que deba arrepentirme, y aquella denuncia y todo lo que vino después fue una mentira, no tuve más remedio que aceptar las cosas como vinieron, no estaba en mi mano cambiar eso —recuperó su tono normal y continuó—. Bien, como te decía, acepté el encargo. Supongo que Oriol Nomis hizo la oferta al comisario y este aceptó. Pero por su parte decidió colocar algún otro cebo, por eso participó también el padre Julio. Yo me dediqué a dar un par de avisos por ahí, nada importante; si bien me atraía la perspectiva de que cada vez que alguien digitara mi DNI en una pantalla no apareciera información «añadida», tampoco tenía muchas ganas de complicarme la vida. Mi función era hacer de Capillus, de cebo para dar importancia a la subasta, y en concreto, a esa pieza. Ellos se tragaron el anzuelo y, cuando vieron la oferta de Capillus, creyeron en la autenticidad del códice y pujaron por él antes de que lo hiciese otro.