El pendulo de Dios (8 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

—Lo sé, pero no les valió de nada —la interrumpí.

—Fui esa noche a su casa para tratar de tranquilizarlo, pero no sirvió de mucho. Desde entonces, escapo de los asesinos y de los hombres del comisario. Me han metido en la lista de la Interpol y supongo que desde hoy tú también estarás en ella.

—¡Pero… si yo no he hecho nada! ¡Y Martí menos!

—Lo sé, mas ellos no. Tú mismo le encargaste que buscase a Conversum, y también fue él quien descubrió desde dónde me conecté a la puja. Además, el único que sabe dónde y cómo acceder al dinero eres tú.

—Pues no creo que ir al banco a retirar el capital me ayude mucho. Debería volver y explicar la verdad. Quizás el comisario no sea la persona más agradable del mundo, pero no es idiota, y Oriol Nomis seguro que avalaría mi coartada —me enfurecí por utilizar esa palabra, ¡yo no había hecho nada!

—No puedes, Cècil. Confía en mí. Esto es algo muy gordo, más de lo que imaginas, y Oriol Nomis bastante tiene con protegerse a sí mismo. No se trata de un conde alemán o un nuevo rico ruso con ganas de enriquecer sus bibliotecas. Es un asunto más importante, definitivo.

—¿Definitivo? ¿Para quién?

—Para todos. Estamos llegando a Montpellier, pararemos a comer alguna cosa. Confía en mí, por favor.

—No puedo confiar en ti.

No me contestó, se limitó a conducir la furgoneta paralela al río hasta que llegamos frente a una especie de Coliseo romano tomado por una docena de restaurantes de comida rápida entre sus columnas jónicas.

—¿Y tú qué pintas en todo esto? —le pregunté.

—Es una manera de redimirme.

—¡Ja! Vamos, valiente manera de redimirse, meterse en el tráfico de antigüedades, visitar a peristas y escapar de la Policía en una furgoneta, que por lo menos espero que no sea robada.

—No la he robado, tranquilo. Me la ha prestado una amiga.

—No quiero volver a pasar de nuevo por lo mismo.

—Ya no es lo mismo, nada lo es ni lo ha vuelto a ser. Entonces no me creíste y ahora no me importa lo que pienses, solo que colabores mientras sea necesario —su voz sonó fría.

Cambiamos de tema y nos pusimos al corriente sobre los viejos amigos comunes y, sobre todo, hablamos de su tío. Me contó que ya no era el único del poblado con teléfono móvil, pero que ahora tenía un miniordenador de bolsillo que siempre llevaba dentro de una bolsa con cierre de cremallera para protegerlo de la arena, y que ni siquiera se atrevía a digitar sobre la pantalla por miedo a que se estropease. Nos reímos un buen rato a costa del pobre Luali.

Capítulo
7

L
a enorme Estación de Haydarpacha hervía como un caldo turco. La humedad era cercana al ochenta por ciento y la temperatura había subido hasta los treinta y cinco grados. Los miles de pasajeros que se agolpaban contra los mostradores y los andenes lucían sus ropas pegadas como una segunda piel. El ruido hacía que el calor fuese todavía más intenso.

La condesa Stewart descansaba sobre una de sus maletas inglesas en el andén mientras esperaba el tren que la llevaría a Ankara, la segunda etapa de su circuito por la Capadocia. En la agencia le habían aconsejado ese
tour
y, tras mostrarle algunas fotos, unas peñas acabadas en forma de pezuña llamaron su atención. El resto le pareció viejo, no antiguo o clásico, sino viejo, desvencijado y abandonado de las manos restauradoras del hombre. Su impresión no solo no había variado en los dos días que llevaba en Estambul, sino que se había reafirmado.

—Marie, este es nuestro tren —la avisó Mars.

Un monstruo metálico piafó en la vía siete mientras esperaba el acostumbrado cambio de invitados en sus entrañas. Subieron las dos al vagón cama de cola. Los últimos vagones correspondían a la primera clase, y la condesa había alquilado el camarote completo. Mars depositó el equipaje sobre la mesa que dividía la estancia, justo entre las dos literas. En un rincón se adivinaba una puerta de plástico, con la parte superior cubierta por un cristal opaco, que daba al minilavabo, y justo enfrente, a modo de espejo del baño, un pequeño armario. Deshizo cuidadosamente el equipaje y repartió con sabida experiencia los vestidos de la condesa y los suyos propios. El grueso lo dejó en las maletas.

Todavía no había acabado de acomodar el equipaje cuando un revisor llamó a la puerta. Mars le entregó los dos billetes y al poco sintieron chirriar las ruedas sobre los raíles. La condesa confió en que dejarían atrás el odioso encanto de Estambul y que, tal como le habían prometido en la agencia, el olor de las especias flotaría en el aire en sustitución al olor del sudor que la había acompañado desde su llegada.

Eran más de las diez de la noche y el tren, por supuesto, había salido con retraso, por lo que todo el ritmo del convoy se ajustaba con esmero turco al nuevo horario. El mismo revisor que había comprobado sus billetes ahora las avisaba de que la cena se serviría en el vagón restaurante. Les advirtió que sus billetes, si bien daban derecho a la cena, no contemplaban las bebidas.

Ocuparon una mesa junto a la ventanilla, y la condesa se situó de cara a la marcha del tren.

—Nos han engañado, Mars.

—Ya contábamos con ello.

—Montaron un buen sistema de seguridad, ¿cómo íbamos a saber que ellos estaban detrás también esta vez? Temo que nos hayamos precipitado, Mars, deberíamos haber esperado un poco. Quizá nos hemos delatado sin necesidad.

—Confiemos en que no.

Mars había conocido a Marie Stewart en la población española de Viloria del Bierzo. La encontró sentada en la iglesia templaria, rezando o descansando del duro camino. Ella también andaba la famosa ruta iniciática hacia Santiago de Compostela. Se acercó y se sentó a su lado. Congeniaron de inmediato y realizaron juntas el resto del camino hasta la Catedral del Apóstol. De eso hacía más de diez años y desde entonces no se habían separado. Mantenían las formas de jefa y asistenta ante la gente, en lo que se había convertido en un jueguecito que les divertía a ambas por igual, pero en verdad eran amigas íntimas. Mars era colombiana y había trabajado como vicepresidenta financiera para Bancolombia, donde se convirtió en una espectacular promesa con menos de veinte años. Un día, comprendió que hacer crecer cuentas bancarias no era importante y lo dejó. Soltera y sin hijos, como la condesa, pensó que no había mejor momento para hacerlo. Caminó durante dos meses por el famoso camino y cambió de vida.

—¿Y qué crees que podemos hacer? —preguntó la condesa—. ¿O qué debemos hacer?

—Lo primero, averiguar si nuestro contacto ha sido víctima de la trampa, o la propia trampa, y ser cuidadosas. También deberíamos averiguar realmente si ellos están detrás o no.

—¿Conoces a alguien más capaz de pagar un millón de euros por un códice sin investigar ni siquiera su autenticidad? —preguntó Marie Stewart, y siguieron con la cena mientras dejaban el Bósforo y su cuerno en la memoria.

Capítulo
8

Betania de Perea, Israel, año 28 d. C.

E
l río Jordán cortaba la extrema aridez del desierto de Judea y espesaba la vegetación en sus riberas. Más allá, a lado y lado, se extendía el terrible desierto. Hacía un par de años que habíamos abandonado las verdes riberas de Jericó para establecernos en Betania, y como cada cambio de la vida, este dejó atrás a quienes prefirieron quedarse en Jericó. De la docena de hermanos que nos unimos a Yuhana aquella lejana mañana, solo tres seguíamos junto a él.

Sin embargo, la fama del Bautista se había extendido más allá incluso de las tierras elegidas por los hijos de Abraham, y había atraído gente suficiente para formar una nueva comunidad. Peregrinos de toda procedencia que acudían a ser bautizados por el profeta, a ser marcados con el sello que les daría el perdón eterno ante el Juicio Supremo.

Su mensaje se había endurecido en Betania, y ya no perdonaba en nombre de Dios, sino que advertía de la llegada inminente de un Juicio Final.

En esos días, Yuhana había ido a visitar a Bannus, un eremita del desierto que, al igual que nosotros, comía únicamente lo que la tierra le proporcionaba, vegetales, langostas y miel, y vestía con ropas que él mismo confeccionaba con restos de plantas, mientras que nosotros lo hacíamos con bastas túnicas de piel de camello atadas al cuerpo con cinturones de lana. Su sabiduría, sin embargo, era mítica y a él acudían gentes de todas partes en busca de consejo. Por eso había ido a visitarlo Yuhana, quería compartir con él la llegada del Juicio Final y la actitud, que no comprendía, de la gente ante un hecho de tanta trascendencia. Quería ver cómo se preparaba el eremita para el acontecimiento.

Pero cuando Yuhana se ausentaba, la gente que esperaba su bautismo se agolpaba en gran número y los poco más de veinte hermanos de la comunidad teníamos dificultades para alimentar y servirlos a todos. Aprovechábamos para explicarles que el bautismo al que serían sometidos significaba el inicio de una vida dedicada al seguimiento estricto de la Ley, indispensable para obtener el perdón que Yuhana prometía en el momento del Juicio. Algunos se reían de nosotros, de nuestras vestiduras, del hecho de que no lleváramos el manto sacerdotal, y dudaban de nuestra capacidad para prometer el perdón para nadie. Otros incluso no tenían ni siquiera la paciencia de esperar para ver a Yuhana y pedían el indulto inmediato, como si se tratase de una orden militar.

—¿Qué perdón podemos esperar de un rebaño de cabras malolientes?

—¡Imaginad cómo será el pastor! —nos gritaban cuando les negábamos una fórmula mágica apartada del reconocimiento de la culpa.

Y se reían y mofaban de nosotros, aunque a ninguno nos importara en realidad. Era parte de nuestra enseñanza, la humildad, la austeridad y la entrega. Muchas veces, las mofas las iniciaba algún hombre enviado de los fariseos para provocar el desánimo de la comunidad; sin embargo, los que comprendían que el perdón era un bien a ganar y no un regalo permanecían con nosotros hasta que el profeta llegaba y los bautizaba.

Yuhana llevaba casi dos meses fuera cuando lo vimos llegar en una pequeña barcaza. Estaba sucio y despeinado, erosionado por su estancia en el desierto. Nos besó y nos abrazó a todos, y yo me alegré en lo más profundo de verlo de nuevo, pero su aspecto propició una sarta de ataques más virulentos de lo habitual.

Esa noche, habían dormido en Betania cerca de doscientas personas que esperaban a Yuhana, y cuando lo vieron aparecer de esa forma, comenzaron a insultarlo y a tirarle piedras. Yuhana corrió hasta nuestra cabaña, pero los infiltrados fariseos aprovecharon el momento para atacarlo con dureza, azuzando a la gente para que también lo hiciera. Él estaba acostumbrado a su trato, mas ese día no quiso, o no pudo, aguantarlo y salió. Nosotros corrimos tras él para protegerlo de la muchedumbre, pero frente a la exaltación irracional de la masa, que tantas veces he vuelto a ver, Yuhana nos detuvo y se adentró con paso firme en ella. Quizá fue su actitud desafiante vestido con las ropas más humildes de todos, quizá la fuerza que destilaba o el humor de varios días de desierto, pero su presencia acalló los gritos y pidió que lo siguieran. Fue hasta el río donde acostumbraba a bautizar, y buscó un lugar en el que sentarse. Entonces, comenzó a hablar.

—¿Para qué habéis venido hasta nuestra casa, a insultarnos, a tirarnos las piedras de vuestra vergüenza? ¿Para eso habéis venido? No lo creo, estáis aquí porque sabéis que el momento final se acerca, que el día del Juicio Supremo os alcanzará sin piedad, y lo teméis. Pero yo os digo: no temáis, aprovechad esa fuerza para cambiar, para retomar las riendas de vuestras vidas, para entregarlas en plenitud a Dios. ¡Arrepentíos y cambiad!

—¿Y quién eres tú? ¿Eres acaso un sacerdote? ¡No veo tus ropajes de oficiar! —gritó un fariseo.

—Para sentir la Verdad de Dios y manifestarla no son necesarias ropas especiales.

—¿Te atreves a negar la necesidad del rito? —preguntó otro fariseo.

—El rito no es más que una escenificación si no se acompaña de la esencia, la entrega absoluta a Dios, y no conozco a ninguno de vosotros que lo haya hecho. Os escudáis tras vuestros petos de piedras y vuestras ropas finas para decir a los demás cómo han de actuar, pero no cómo han de vivir, ni cómo han de sentir a Dios, ¡porque vosotros jamás lo habéis sentido!

—¡Blasfemo! ¡Es la Ley de Moisés la que ordena cómo servir a Dios! ¡Fue Él quien describió los ropajes y ritos sacerdotales! ¿Cómo te atreves a negar la Ley de Moisés?

—Dios explicó cómo escenificar la entrega, y vosotros os quedasteis en eso. Vuestras vidas son como el árbol que no da fruto, prescindibles —las palabras de Yuhana originaron un griterío absoluto y una lluvia de piedras sobre su cabeza—, ¡y serán arrancadas de raíz!

—¡Blasfemo! ¡Herejía! ¡Tú serás quien reciba castigo por tus palabras!

—Callándome a mí no acallaréis vuestros corazones enfermos, pero tenéis razón en una cosa, ¡yo no soy nadie! —la gente calló—, aunque debo advertiros que ya ha llegado el que sí es digno.

—¿Quién ha llegado? —gritó uno de los presentes—. ¿No eres tú el profeta?

—Ha llegado el que será reconocido, aquel a quien yo no seré digno tan siquiera de acercarle sus sandalias. Ese ha llegado. ¡Convertíos, porque así me ha sido revelado!

Yuhana se levantó y se metió en la pequeña balsa que formaba el torrente, y tras él se lanzaron al agua muchos hombres y mujeres, ellos en calzones y ellas con sus túnicas, todos gritando sus pecados y golpeándose el pecho con los puños. Yuhana comenzó el bautismo mayor que yo recordaba. Los que no se atrevieron a meterse en el agua se callaron y se fueron en silencio. Yo me postré golpeada por su verdad, aunque me pregunté quién sería ese al que Yuhana no era siquiera digno de ponerle las sandalias.

La noticia del bautismo en masa corrió de Fenicia a Nabatea y grupos de fieles de todas partes se organizaron para ser absueltos por el Bautista. Incluso el gobernador Antipas se vio obligado a proteger los accesos a Betania y dejar un pequeño destacamento de soldados a las afueras de la comunidad.

Esta crecía a un ritmo que apenas nos permitía adaptar las cabañas para acoger a los nuevos hermanos. En menos de un mes, fueron más de cien los llegados de Judea, Perea, Galilea, Nabatea, e incluso gentes nacidas más allá de las tierras de Abraham, que decidieron quedarse para seguir las enseñanzas espirituales de Yuhana.

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