Quizás aturdido por el vuelo y la súbita reincorporación al mundo real, accedí, consciente en parte de que lo mejor habría sido negarme y marcharme para casa, pero también de que las palabras de Oriol Nomis no estaban faltas de razón.
—La venta se realizará en tres días mediante subasta por Internet, y los pagos se efectuarán en la forma que decidas. Tienes una habitación reservada en el Hotel Arts que te garantizará una cierta discreción. Lo dejamos todo en tus manos.
Me despedí, y de camino a casa pensé cómo podría hacerlo. Lo mejor sería recurrir a los métodos tradicionales, una cuenta numerada en Suiza con acceso seguro desde la red; muchas de las organizaciones que auditábamos recibían sus donativos en cuentas numeradas de esas, y transferencias
on-line
para cada pieza. Hasta no tener la confirmación del pago, la pieza no se daría por vendida. Más difícil de digerir que de hacer.
Llegué a mi casa en la Diagonal demasiado tarde para cenar, así que tiré la mochila sobre la alfombra de la única sala del apartamento, y me fui desnudando hasta el baño, dispuesto para resarcirme del cansancio y la mugre acumulados en las últimas semanas. Limpio y relajado, recogí la ropa desperdigada, deshice la mochila y lo eché todo a la lavadora. Después, me hice un vaso de leche con chocolate y conecté el portátil. Sin duda, la mejor opción era Suiza. Tardé una media hora en abrir la cuenta, crear los
passwords
de acceso, solicitar los permisos de transferencias internacionales y pedir el registro de los movimientos al instante. Ya estaba lista la tarea encomendada por Oriol Nomis, y que, si me hubiese parado a pensar por un segundo en ella, era con mucho la más extraña desde que nos habíamos conocido quince años atrás.
Yo era entonces un pésimo estudiante de Economía que deambulaba por las cafeterías y los pasillos de la universidad, y aunque no era alumno de sus famosas clases de Política Internacional, sentía un respeto real por el Cacoca, «cabeza de coca», como se le conocía en los bajos fondos universitarios por el color blanco de su poblada cabellera. Entonces estaba algo más delgado que ahora, pero su cinturón también recorría un buen trecho antes de encontrarse.
Un día que me encontraba frente a una pintada en la que se reclamaba solidaridad con el pueblo saharaui, me golpeó en el hombro y me preguntó cuál era mi opinión.
—Sin dinero están jodidos —le contesté; entonces me apretó con cariño la nuca y se fue. Pocos días después, recibí una citación para acudir a su despacho.
—¿Y si el dinero que se recauda para el pueblo saharaui no llegara a su destino y se utilizase para otros fines, digamos diferentes, qué cree que se debería hacer?
El despacho me sorprendió por su pequeñez, afectada por la gran cantidad de libros, pero su pregunta-saludo no me dio tiempo a más inventario.
—No sé, supongo que alguien debería denunciarlo y hacer que el dinero llegara al fin para el que se ha recaudado.
—No siempre es fácil. A veces, parece que disponer de dinero ajeno produce una excitación especial a la que es difícil resistirse.
—Depende de para qué personas, supongo —contesté.
—¿Le gustaría ser una de esas personas?
—¿De qué personas?
—Pues de las que acompañan al dinero y se aseguran que llegue a buen fin, que llegue de verdad a su destinatario original. ¿Le gustaría? Vamos, no me mire con esa cara, su profesor de Economía me ha dicho que es usted un vago de campeonato, pero que tiene un don para ver lo que los demás ni imaginan, ¿es cierto o me he equivocado de persona? En todo caso, no es necesario que conteste ahora, piense si le gustaría embarcar con destino a Marruecos el lunes próximo y, si se decide, yo hablaría con el doctor Martínez para aplazar sus exámenes hasta su regreso. Muchas gracias, señor Abidal.
Una sonrisa, un libro abierto en el que se enfrascó sin inmutarle mi presencia, y un gesto desinteresado me invitaron a dejarlo tranquilo. Esa misma semana compré unos pantalones de aventurero moderno y me marché al Sahara como ayudante de auditor.
Apagué el ordenador, contento por haber solucionado ya una parte del trabajo, y me eché en la cama donde pensaba permanecer las próximas catorce o quince horas.
«Oriol Nomis tenía razón», pensé, «nada se consigue sin medios», y no creí que cuatro figuras y cuatro libros antiguos menos en el inventario infinito de la Iglesia la hiciesen quebrar, mientras que, para los niños como los que yo había dejado en Pucuto y Pumaorcco, los fondos recaudados de la venta supondrían alargar sus vidas diez o quince años más. Quizás el padre Carles había sido demasiado generoso entregando tres cofres a quien ya poseía millones de ellos.
Cerré los ojos, satisfecho por la iniciativa y feliz por la perspectiva de una larga noche de sueño; sin embargo, lo primero que acudió a mi mente cuando dejé descansar la cabeza en mi almohada limpia fue el recuerdo del libro que mi padre trajo aquel día,
Aprenda a decir NO
.
E
ra muy temprano, apenas unos minutos para las seis de la mañana. Me hubiese gustado dormir más, pero un terrible sueño en el que estaba a punto de ser atrapado por un Pantocrátor armado con porra y chapa de policía me despertó. Ahuyenté al Pantocrátor con agua fría y rellené el mismo vaso de la víspera con más leche con cacao. Mientras rebuscaba por los cajones de la cocina cualquier cosa dulce no caducada, puse en marcha el ordenador. Un suave pitido me avisó de la entrada de un nuevo correo; lo abrí y vi que era de Oriol Nomis, pero no desde su dirección habitual, sino desde una tipo
web mail
de las que se abren
on-line
con cualquier seudónimo grotesco. Pensé que quizás intentaba no vincular a la fundación con ese asunto y que por ello no utilizaba su dirección oficial.
Me comunicaba los datos de la habitación del hotel, y adjuntaba un fichero con el inventario detallado de las antigüedades y sus precios de salida. Guardé el fichero en mi disco duro, imprimí los datos de la habitación del hotel, y borré el correo.
Ahora tan solo tenía que enlazar esos datos a la cuenta bancaria, pero, a pesar de que mis conocimientos informáticos eran bastante correctos, un trabajo como ese se me escapaba. Había meditado mucho sobre cómo controlar los pagos de la subasta; quizás una opción podía ser a través de mensajes por correo electrónico, pero eran poco fiables y su rastro, muy sencillo de seguir, así que la descarté, igual que hacer un seguimiento telefónico utilizando alias para identificar a los interesados, aunque no me pareció muy apropiado a la naturaleza de la transacción, por lo que al final decidí montar un circuito informático seguro que vinculara los productos subastados a la cuenta corriente de los compradores, de forma que, a medida que se cerraran las subastas y se certificaran los cobros, los artículos se vincularan a un número secreto de operación facilitado por el programa, y que serviría para reclamar el pedido en algún lugar seguro. El único problema es que era incapaz de construir ese circuito en solitario, aunque conocía a la persona perfecta para hacerlo. La única duda que albergaba era si querría ayudarme. Lo llamé.
Quedamos en su casa a las diez de la mañana.
Había conocido a Martí cuatro años atrás, en la presentación de un nuevo proyecto de ayuda para Guatemala. Un tipo callado, sentado en un extremo de la mesa, que a la hora del piscolabis ya había desaparecido. Tardé dos meses en volver a verlo, ya en el barrio de Gerona, en Guatemala. Uno de los epígrafes del proyecto consistía en la instalación de ordenadores en algunos colegios, y él era el encargado de hacerlo. Siempre que me venía a la memoria su cara mientras nos adentrábamos en el barrio, no podía evitar una sonrisa complaciente. Supongo que debió poner la misma cara de gilipollas y de miedo que pusimos todos la primera vez que nos adentramos en un lugar en el que incluso Amnistía Internacional tenía personal secuestrado. Sin embargo, se repuso, conectó uno a uno el centenar de ordenadores y yo certifiqué con mi firma que así se había hecho. Unas cervezas desengrasantes en un tugurio del centro certificaron nuestra amistad.
Abrió la puerta él mismo y dejó que lo siguiera hasta su despacho. Para romper un poco el hielo, me explicó que acababa de ser padre por segunda vez, y que apenas podía dormir más de tres horas seguidas. Reímos un poco, recordamos los viejos tiempos y le expliqué, sin entrar en demasiados detalles, lo que esperaba que montase en menos de doce horas. Me aseguró que antes de medianoche estaría listo. Se lo agradecí con un fuerte abrazo y me dirigí a la fundación.
Si cumplía su promesa, aún tendría tiempo para atar algunos cabos sueltos, por ejemplo, cómo y dónde se iban a enviar las piezas una vez pagadas. Por el capital no había problema, ya había pensado cómo repartirlo. Lo mejor sería hacerlo mediante donativos anónimos por importes inferiores a tres mil euros. Así, los registros contables de las organizaciones beneficiarias no tendrían la obligación de informar a Hacienda sobre la identidad de los donantes. Cuando llegué, la actividad en la calle Rivadeneyra era frenética, como en cualquier otro día de la semana. Decenas de telefonistas encajonadas en mesas de metro cuarenta atendían llamadas a través de sus auriculares inalámbricos, sin más distracción que alguna mirada furtiva a los separadores sobre los que habían pegado postales familiares de las últimas vacaciones, y sin poder moverse más allá de la máquina de café.
Por suerte, en nuestro despacho la actividad era menor. La mayoría trabajábamos a pie de campo, y el trabajo de oficina consistía en cerrar expedientes o preparar nuevas auditorías. Entré y saludé a mis compañeros, que me recibieron con las frases de rigor, «Sí, todo muy bien», «No, es un país muy seguro», «He comido de fábula», «El vuelo un poco pesado», y así hasta que llegué al despacho de Oriol Nomis. En su puerta, figuraba el cartel de «
Auditor en Cap
». Llamé y entré.
El catedrático estaba sentado de espaldas a la puerta, hablando por teléfono mientras giraba sobre el eje de su sillón. Se había negado a que le instalasen uno de esos pinganillos para la oreja y continuaba con el teléfono de cable rizado de toda la vida, que se enrollaba en el dedo índice de la mano izquierda mientras hablaba. Al escuchar la puerta, se giró, y me invitó a pasar. Su despacho era austero, armarios de persiana, un archivador de cajones, un crucifijo en la pared junto a un cuadro de la Última Cena de Leonardo, un marco en la mesa con la foto de su esposa Marta, y una gran ventana por la que le gustaba observar a la gente en su correteo febril por Barcelona. Pero lo que me fascinaba de su despacho era una antigua bola del mundo que hacía rodar en uno de los extremos de su mesa.
—¿Has descansado? —me preguntó.
—Estoy bien, gracias.
—¿Qué piensas de lo que hablamos ayer? —era un hombre directo.
—Creo que no es muy legal, pero sí lícito, ¿no?
—Yo no lo habría definido mejor, no es muy legal, pero sí lícito —repitió mis palabras en voz baja—. Corren tiempos difíciles, Cècil, todo ha cambiado mucho. Las necesidades de hoy centuplican las de hace solo veinte años, y los recursos son apenas los mismos. Los gobiernos se reúnen en cumbres inútiles mientras los pobres miserables, que no entienden de presiones ni políticas internaciones, simplemente se mueren. Casi desde que tengo uso de razón me he preguntado por qué, y aún no he encontrado la respuesta. Por eso decidí dirigir Diners Nets, Cècil, para que por lo menos las pocas ayudas que se hacen sirvieran de algo. ¿Qué podemos hacer, nos encogemos de hombros mientras el mundo revienta sus recursos en estupideces, o intervenimos? ¿Actores o público? La gran pregunta. En una cena con responsables de Càritas, conocí al que te presenté como señor Navarro, y salió esta misma conversación. Él tenía muy claro que es imposible concienciar a la gente. Al principio, yo no estaba muy de acuerdo, pero sus argumentos me convencieron. Ya no sirven las imágenes de niños muriendo de hambre, ¡por Dios, si las utilizan hasta para promocionar camisetas! Las noticias de hambre, desgracias y desigualdades no valen, no duran en un informativo ni tres segundos, ni aparecen en los periódicos más allá de una columna de breves, como si fuese el preámbulo de sus vidas. La gente tiene tanto ruido en sus cabezas que no escucha, no siente el sufrimiento, ni se inmuta si el que perece no tiene su mismo apellido. ¿Comprendes ahora, Cècil, por qué me ofrecí a ayudarles? Sé bien que no es el mejor camino, pero por lo menos es un camino, y si lo hacemos con cuidado, puede funcionar.
—Si me permite la franqueza, no me gusta. Pone en riesgo nuestra credibilidad profesional, pero puedo comprenderlo. En la mayoría de los lugares que visitamos cuando se potabilizaba agua, faltaban escuelas, si se construían escuelas, faltaban hospitales, y carreteras, y electricidad, y profesionales formados, y una lista tan larga de carencias que dudo de que aun vendiendo todos los bienes de la Iglesia se pudiesen solventar. Sin embargo, no me gusta. Lo haré porque confío plenamente en usted y porque el dinero se gastará de forma honrada, pero esta será la única vez que lo haga. Quería que lo supiese antes de continuar.
Oriol Nomis asintió con la cabeza.
—Te comprendo, yo dije lo mismo. No creo que sea necesario insistir más en este tema, pero antes de continuar con los asuntos más prácticos, ¿me dejas que te haga una pregunta muy personal, Cècil?
—Claro.
—¿Tú crees en Dios?
—¿En cuál Dios? —contesté no sin cierta sorna.
—Vamos, Cècil, hablo en serio. ¿Por qué estás con nosotros, por qué no trabajas para multinacionales en las que ganarías veinte veces más de lo que ganas aquí? —su pregunta me cogió de improviso, y solo alcancé a sacudir los hombros—. Sabes, a veces yo también tengo dudas, pienso en qué hubiese sido de mi vida, y de la de Marta, si hubiese aceptado el cargo de consejero delegado en alguna de las entidades que me lo ofrecieron, o ministro cuando pude; ahora viviría en una mansión, tendría propiedades, promociones inmobiliarias en la costa, y mis herederos legales se estarían frotando las manos. Pero escogí este camino, como tú, ¡y no me arrepiento, porque yo sí lo hice porque creía en Dios! Ahora no sé en qué creer.
—Crea en usted —le dije.
—Los hombres, todos, por nuestra extraña y maravillosa naturaleza, somos vulnerables. No es fácil creer en algo vulnerable. Recuérdalo siempre.