Calló un rato, y cuando lo creí de vuelta, le expliqué cómo pensaba llevar a cabo la subasta. Decidimos limitar las pujas por dos horas, de las doce del mediodía a las dos de la tarde. Pasado ese tiempo, el bien se adjudicaría a la oferta más alta de forma automática. Él se encargaría de hacer saber a los interesados la dirección de Internet de la subasta, y una vez efectuadas las ventas, se enviarían las antigüedades a direcciones postales donde se recogerían contra la contraseña facilitada al realizar el pago. Después, realizaríamos transferencias inferiores a tres mil euros hasta dejar la cuenta en cero, y la anularíamos. Fin de la operación.
A las dos de la mañana, recibí el mensaje de Martí confirmando que había llevado a cabo el trabajo y fui a verlo. Con los ojos enrojecidos, me explicó el funcionamiento completo de la rutina, cómo debían realizarse los pagos, cómo se vincularían las piezas contra los depósitos, cuánto tiempo debía esperar para tener la seguridad de que un pago se había realizado, y cómo la mayor parte se desconectaría y se borraría automáticamente una vez finalizada la subasta. Un trabajo excelente. Debo reconocer que me sorprendió que Martí no hiciese ninguna pregunta, pero lo achaqué a su profesionalidad.
Cuando regresé a casa, envié un correo electrónico a la nueva dirección de mi jefe indicándole la página de Internet que habíamos habilitado para la puja.
Al día siguiente, después de celebrarse la subasta tal y como la habíamos planeado, y apenas unos minutos después del mediodía, en la habitación del Hotel Arts solo quedaba la tensión de dos horas y media de subasta acumuladas en un monitor, ahora inerte, y una gran sorpresa, un saldo de un millón trescientos treinta y siete mil euros parpadeando en la pantalla vinculada a la cuenta en Suiza. ¡Un millón de euros! ¡Alguien había pagado un millón de euros por un trozo de piel de vaca escrita! No podía creerlo. En cuanto los dos observadores abandonaron la habitación del hotel, llamé de inmediato a Oriol Nomis para informarle de la locura que acababa de presenciar, pero su teléfono extrañamente daba señal de apagado, así que decidí ir a verlo a la oficina, donde me encontré con que su despacho estaba cerrado y él, ausente. Saludé al
bo d'en Pau
y a los pocos que quedaban por la tarde, y, tras un par de llamadas infructuosas, decidí aprovechar la espera contestando algunos informes acumulados en mi ausencia. Me pareció extraño que no se pusiera en contacto conmigo de inmediato al saber acabada la subasta, aunque quizá ya supiera su desenlace…, pero también había otras dudas, incluso más sorprendentes, que me asaltaban desde el último pantallazo, ¿cómo era posible que alguien pagara esa cifra por una hoja de pergamino?, ¿por qué Conversum había realizado una única puja justo después de que Capillus hiciese la suya? Nadie se había interesado en la hoja hasta que Capillus pujó, ¿y por qué no había ofertado cien mil un euros?, ¿quizá sabía el límite de Capillus y de un plumazo lo había barrido? Los últimos minutos habían quedado minimizados en la barra de tareas de mi cerebro, sin respuesta aparente por el momento. Al cabo de un par de horas, llegó Oriol Nomis y, contra lo que hubiese sido normal, no pareció sorprenderse de encontrarme allí, me saludó como cualquier día y se encerró en su despacho. Por supuesto, lo seguí y entré tras él para comentar la increíble resolución de la subasta.
—Pasa, pasa, Cècil —me animó.
—Le he llamado varias veces al móvil —me quejé.
—Lo tenía apagado, estaba comiendo con un par de amigos tuyos —y me guiñó el ojo.
—Así pues supongo que ya estará informado de lo que ha ocurrido, ¿no?
—Me lo han comentado, sí. Hemos tenido suerte, Cècil, podemos estar contentos de la cifra conseguida. ¡Ni en el mejor de los casos habríamos imaginado algo así!
—Disculpe, ¿pero no le extraña que alguien pague un millón de euros por un trozo de piel de vaca de no sé qué siglo?
—No seas cínico —me reprendió—, los coleccionistas son gente particular, muy especial. Muchos de ellos, multimillonarios para los que gastar un millón es como para ti gastar cincuenta euros en una buena botella de vino. Les apetece y lo gastan. Punto.
—Pero de la manera como ha ocurrido, dos minutos antes del fin de la subasta, para contrarrestar la oferta de otro coleccionista…
—Cècil, Cècil —me interrumpió—, esa cabeza tuya siempre maquinando, siempre tras la palada de basura bajo la alfombra. No te preocupes más, seguro que se trata de algún loco excéntrico de esos que se han hecho millonarios de golpe traficando con petróleo, ¿qué de malo ves en gastar más de un millón de euros en ayudar a los más pobres del mundo? Deberías dejar de ver fantasmas y pensar en cómo vas a traer el dinero de Suiza.
—¿Voy a traer? —pregunté más asustado que sorprendido.
—Claro, la idea de hacer transferencias de tres mil en tres mil euros ha sido destrozada por nuestro mecenas anónimo, así que hemos, perdón, he pensado que sería mucho mejor ir allí y traer el dinero en efectivo. Una vez lo tengamos aquí, será más sencillo desviarlo a los cepillos de las parroquias en pequeñas cantidades —dijo con una mueca de sonrisa en la boca—. Como sabes, los cepillos son algo solamente entre Dios y la Iglesia —la sonrisa se torció del todo.
Me costaba comprender qué me decía mi mentor y jefe. ¿En verdad no veía nada extraño en la forma como se habían producido los hechos? O es que la posibilidad de «gastar» un millón de euros lo hacía tan feliz que le hacía pasar por alto todas esas extrañezas. Oriol Nomis era un hombre inteligente, una de las mentes más privilegiadas que habían enseñado en la universidad, ¿dónde estaba esa capacidad de análisis que lo había convertido en consultor incluso de diferentes gobiernos?
—Perdona, Cècil, con todo este follón de cifras se me ha olvidado lo más importante, felicitarte. El padre Carles y el señor Navarro me han transmitido también sus felicitaciones más sinceras por tu profesionalidad y la excelencia del sistema que has ideado. Ahora, recoge un poco tus cosas y tómate un par de días de fiesta. ¡No te preocupes! Todo ha salido perfecto, las piezas se enviarán mañana de manera confidencial y, antes de finalizar el mes, esos niños que dejaste en Perú tendrán un buen pellizco para saciar un poco sus carencias. Te lo digo con la mano en el corazón, Cècil, gracias y felicidades —y como era costumbre en él, me invitó a dejarlo solo.
Seguí forzado su consejo y me fui a casa, pero la tarea que mi cerebro había minimizado, dijera lo que dijera Oriol Nomis, no se había detenido. Intenté no pensar demasiado en ello, confiar en su palabra, no analizar todas las consecuencias dimanantes, ni menos aún cómo podían afectar a mi carrera, pero me era del todo imposible. ¿Por qué a Oriol Nomis no le había sorprendido ni, por qué no decirlo, asustado el desenlace de la subasta?, y otra pregunta que corría por mi corteza cerebral, ¿qué había comprado Conversum y quién era para haber pagado semejante barbaridad? Algo se me había pasado por alto. Decidí recuperar el texto que me habían dado para la subasta: «Hoja de pergamino teñida en color púrpura datada alrededor del siglo II d. C., de trece por veinte centímetros, perteneciente a un códice romano (del que no había cita) con escritura en latín por ambas caras», lo había leído una docena de veces; sin embargo, caí en la cuenta de que no había prestado demasiada atención a la imagen. La cargué rápidamente con un programa de retoque fotográfico y la aumenté al máximo que me permitió la pantalla. El resultado no pudo ser más inverosímil, la foto del pergamino era en realidad una especie de programa de fiestas vecinal impreso en forma de pergamino, pero con una antigüedad no superior a un par de meses. Cuando pasé las fotos a la base de datos para la subasta, no me di cuenta por su reducido tamaño. Lo cierto era que la miniatura sí parecía un pergamino como esos que aparecen en los libros, o en los documentales de televisión, pero nada tenía que ver con el texto explicativo, ni mucho menos databa del siglo II. Examiné el resto de las imágenes, y la única que sufría una manipulación evidente tan clara era la del pergamino que había comprado Conversum.
¡Quizás el negocio había sido blanquear un millón de euros! No, no era posible porque Conversum se había deshecho de un millón, pero no lo había blanqueado, lo había gastado, y si no me habían engañado más incluso de lo que yo empezaba a creer, nadie le iba a enviar una factura oficial por un programa de fiestas valorado en un millón.
Consulté en Internet acerca de los pergaminos y supe que su nombre se debía a la ciudad italiana de Pérgamo, donde al parecer hubo una industria floreciente de fabricantes de pergamino. Me enteré también de que desbancó al famoso papiro y que se podían confeccionar con la piel casi de cualquier animal, aunque las vacas eran las preferidas. En las páginas que consulté había muchas fotografías, todas más creíbles que la utilizada en la subasta. Aprendí de pergaminos, pero no aclaré qué podía contener el que había comprado Conversum.
De las tres preguntas, dos no tenían respuesta. No sabía por qué Oriol Nomis no se había inmutado tras la subasta, ni qué aparecía en el pergamino, así que solo me quedaba la tercera, saber quién se escondía tras el nombre en clave, y yo mismo me había asegurado de garantizar su anonimato. La tercera pregunta también sin respuesta. Claro que… Una idea me asaltó. Me vestí de prisa y salí. Tenía que hablar con Martí.
—Necesito encontrar a uno de los que pujaron —le dije nada más verlo.
—Imposible. Tú mismo me pediste que nadie, bajo ningún concepto, pudiese localizar a ninguno de ellos. Por eso, les permitimos entrar con nombres en clave y funcionar contra la cuenta corriente numerada que me diste.
—Lo sé, pero en ese nadie no te incluí a ti, ¿verdad? —su rostro cambió a una mueca. Había dado en el clavo.
—¡Claro que me incluía! Fuiste muy claro en eso.
—Martí —lo interrumpí—, estoy convencido de que puedes recuperar algún dato de los ordenadores que se conectaron, ¿es así o no?
—Quizá, con mucha paciencia y después de varias horas podría encontrar la IP remota de conexión, ¡pero eso no significa conocer quiénes son! —él mismo debía proteger su trabajo.
—Comprendo, esa IP no nos dirá quiénes son, pero sí nos puede acercar mucho al lugar desde el que se conectaron, ¿me equivoco?, ¿y me equivoco también si supongo que has guardado algún registro con esas IP?
—No —aceptó resignado—. ¡Pero no las guardé por nada en especial, solo como seguridad de conexión, por si alguno de ellos se desconectaba, para permitirle entrar de nuevo a la subasta sin abrir una nueva sesión! Lo siento.
—No te disculpes, el trabajo ha sido excelente. ¿Aún guardas esas IP —asintió, y yo seguí—, y crees que podremos rastrearlas?
—Podremos seguirlas hasta el servidor que hayan utilizado; después, dependiendo de la seguridad de ese servidor, podremos acercarnos más o quedarnos allí.
—Bien. Necesito encontrar al que entró con el alias de Conversum. Es importante.
Martí me miró y me pidió que lo siguiera hasta su despacho. Era una sala no muy grande en la que el desorden se apreciaba en los detalles. Conté cuatro monitores y seis teclados. La luz natural, que podría haber entrado por la única ventana exterior, estaba barrada por una cortina metálica de tiras, y toda la iluminación provenía de dos fluorescentes que colgaban de un falso techo. No había plantas y sí miles de CD, libros y carpetas colocados con prisa por las estanterías. De todas las cosas que se mantenían sujetas a la pared con cinta adhesiva, destacaba una hoja con trazos de tiza de colores poco precisos, en la que una cabeza deforme, sin nariz ni orejas, observaba lo que parecía un monitor.
Martí tecleaba y hacía correr el ratón a una velocidad parecida a la de un hombre con seis o siete brazos.
—Ese Conversum es muy listo, o está muy bien asesorado —hablaba sin dejar el teclado y con la vista fija en la pantalla—. Sea quien sea, lo ha hecho muy bien. He conseguido rastrear solo tres de los puentes que utilizó antes de conectarse.
—¿Puentes?
—Mira —me dijo mientras giraba el monitor para que lo pudiese ver con claridad—, el servidor desde el que se conectó a nuestro URL era un servidor canadiense, pero a este se había conectado desde un servidor ucraniano, al que había accedido desde un servidor de Liechtenstein. Ahí le pierdo la pista. Liechtenstein no permite rastrear sus IP ni informa de sus servidores.
—¿Me quieres decir que Conversum, antes de conectarse con nosotros, ya había previsto un circuito imposible de rastrear?
—«Imposible» es una palabra muy dura, pero sí había preparado una buena defensa ante miradas indiscretas.
—¿Podemos seguirlo más allá?
—En una hora, no. Necesitaría bastante más tiempo y no estoy seguro de que me puedas compensar —Martí no escatimaba favores, pero su tarifa no era de las más económicas.
—No te preocupes, si necesito acercarme más, te lo diré.
Ya iba a marcharme, cuando de pronto se me ocurrió una nueva estrategia.
—¿Y Capillus, puedes encontrarme a Capillus?
Me devolvió una mirada comprensiva y se puso de nuevo a teclear. Me explicó que, como ya tenía todas las rutas abiertas, esta vez sería más rápido, siempre que Capillus no hubiese diseñado también un sistema de antilocalización.
—¡
Et voilà
, Capillus no ha sido tan previsor! Además, está relativamente cerca.
—¿Cómo de cerca? —pregunté.
—La conexión se realizó desde un cibercafé de la calle Ballesteries, en Girona. Te puedo decir incluso que lo hizo desde el ordenador número siete del café. ¿Alguna pregunta más? —me desafió en tono burlón.
No ubicaba bien las piezas del rompecabezas y supuse que la cara de asombro fue lo que hizo carcajear a Martí. Le di las gracias de nuevo y me marché.
Estaba por irme a casa, pero la curiosidad y la cercanía de Girona me animaron. No había comido, así que podía llegar hasta allí, comer, y luego tomar un café en ese ciber. Quizá descubriría algo o a alguien que me ayudase a seguir con el hilo. Sabía que era una idea sin pies ni cabeza, pero ¿qué lo tenía desde que llegué?
Me costó, como siempre, encontrar aparcamiento en el centro. La calle Ballesteries estaba en la parte más turística y frecuentada de la capital, cerca del Puente de Sant Feliu, un lugar desde el que los visitantes desplegaban sus cámaras para tomar una y otra vez la foto de las casas de colores reflejadas en el río Onyar. Continué el paseo entre las tiendas de libros de viajes, comida dietética y figuras de santos y vírgenes de resina, hasta la misma calle Ballesteries. Mientras buscaba dónde almorzar, había cruzado distraído la Plaza del Correu Vell para llegar justo frente a un local con la fachada pintada de verde fluorescente. En la acera, un cartel en forma de "V" invertida anunciaba las excelencias de la comida cibernética; pizzas ADSL y bebidas reconstituyentes con nombres tan diversos como Root o Directory eran sus ofertas estrella, amén de conexión gratuita a la red siempre que la consumición superara los diez euros. Capillus había realizado su puja desde una de aquellas sillas de aluminio que se adivinaban en el interior del local. Entré.