Jananiah era casi un anciano, solo le quedaba pelo en los costados de su cabeza y la coronilla siempre la llevaba marcada por los arañazos que se hacía al recoger dátiles, pero todavía era el más rápido en subir a las palmeras y el mejor para escoger los dátiles más dulces. Hacía muchos años que Jananiah había sido iniciado, y desde entonces vivía en los límites de la granja, donde recolectaba miel y plantaba la cebada con la que se hacía el pan en la comunidad. Era un hombre dulce, nos regañaba y vigilaba que cumpliésemos con los preceptos de la Ley y de la comunidad, pero siempre que acababa de darnos una reprimenda, metía el párpado entre sus arrugas a modo de guiño y nos dejaba correr por sus campos. Por eso, nos sorprendió la dureza de su expresión.
Nos llevó en volandas hasta la entrada del acueducto.
Frente al depósito de agua, guardaban cola varios hermanos para purificarse antes de entrar en la ciudad. Jananiah les pidió permiso y nos dejaron pasar primero. La escalera de bajada al depósito estaba dividida por una pequeña pared que separaba a los que bajaban para lavarse de los que ya subían purificados, pues una vez realizado el ritual, no estaba permitido tocarte con nadie. Me arremangué la túnica para lavar a fondo mis pies y después la solté por debajo de mis hombros para hacer lo mismo con la cara, los brazos y, por último, las manos.
Seguimos en dirección al refectorio, y al pasar por la gran plaza, los hermanos bajaron la cabeza en señal de respeto. Cuando llegamos a las puertas de la sala, una docena de hermanas invitaron a Yuhana a entrar. Le pregunté a Jananiah qué ocurría, pero ni siquiera pareció escuchar mi pregunta. Me senté a su lado y cerré los ojos. Rogué a Dios que no ocurriera nada malo y me detuve en el fondo de mi plegaria. Al cabo de poco, salió Yuhana.
Lo acompañaba el Maestro de Justicia. Yo solo lo había visto dos veces, la primera cuando le habló a mi hermano y lo hizo levantar, y la segunda cuando una tormenta espantosa comenzó a arrancar el adobe de las paredes y los techos de las salas, que volaban por el desierto como pájaros; entonces salió con su larga túnica blanca, se situó sobre la torre y empezó a cantar hasta que la tormenta desapareció en una suave brisa. Ahora, llevaba su mano derecha sobre el hombro de Yuhana, y este permanecía más serio aun que Jananiah. El Maestro lo miró a los ojos, le besó en la mejilla y volvió a entrar. Yuhana me miró y me pidió que lo acompañase.
Caminó como en un sueño dócil, en silencio hasta la parte trasera de los hornos en los cuales trabajaban sus padres, fijó la vista por un segundo, y siguió. Cuando estuvimos fuera de la ciudad, le pregunté qué había ocurrido.
—Habían aceptado a mis padres, cinco partes de luz los iluminaban.
—¡Es fantástico! —exclamé.
—Ha habido un accidente en el horno y han muerto esta mañana. El Maestro me ha dicho que ese era su destino, y que debo estar feliz de que se haya cumplido —su voz carecía de emoción.
—Lo siento mucho —acerté a decir.
—Gracias. Ahora ya estamos iguales, podremos vivir en la misma cueva —se levantó y comenzó a caminar de nuevo hacia el interior de la ciudad, pero antes de entrar me hizo una pregunta que todavía hoy me sacude en el recuerdo—. ¿Tú también crees de verdad que todo está predestinado y que incluso nuestra voluntad está en manos de Dios?
—Claro, ¿de quién si no? —me he preguntado miles de veces desde entonces si la respuesta fue la correcta.
Me besó en la mejilla, como antes había hecho el Maestro con él, y entró en los hornos para recoger las sandalias de sus padres, que todavía colgaban de un clavo en la pared del taller.
Tardó diez años en hacer de nuevo esa pregunta. Fue una noche, mientras tomábamos la cena en el refectorio. Yuhana llevaba varias semanas muy extraño. Permanecía en estado de silencio, más allá incluso de lo impuesto por la Ley, y sus enseñanzas, a las que nos tenía acostumbrados después de los almuerzos, habían desaparecido por completo meses atrás.
Los dos habíamos sido iniciados, habíamos superado con éxito el recuento de la vida pasada y éramos plenos responsables de ella. Nuestras ropas blancas significaban desde entonces la pureza del alma y del conocimiento de la Ley, así como la firme decisión de entrar y permanecer en el sendero de la Luz en el que todo estaba escrito.
Esa noche, Yuhana esperó paciente a que todos terminásemos de cenar. En todo el día no había pronunciado una sola palabra, así que cuando oí su voz, no pude evitar un sobresalto. Pidió permiso para hablar y el Maestro de Justicia se lo concedió.
—Maestro, hermanos, debo pediros disculpas por interrumpir este sagrado momento de recogimiento, pero he sentido en mi interior la fuerza necesaria para dirigiros unas palabras de despedida —un siseo flotó en el comedor—. Creo que ha llegado el día en que debo seguir otro camino, un camino en el que nuestro esfuerzo y nuestra dedicación al alma obtengan frutos por sí mismos, un camino en el que nada esté predeterminado, en el que cada hombre labre su futuro según sean su actitud y sus pensamientos —el siseo cambió a un murmullo ensordecedor que la voz del Maestro de Justicia silenció.
—Hermano Yuhana, eres uno de los máximos conocedores de la Ley, sabes a qué y con qué te comprometiste al aceptar los hábitos blancos. Eres un espejo para tus hermanos y sabes muy bien que tus palabras están equivocadas.
—No, no lo están, Maestro. Así me ha sido revelado.
—¿Revelado por quién?
—Por Dios —volvieron los murmullos.
—¿Y qué más te ha sido revelado? —preguntó el Maestro.
—Que debo seguir mi camino y salvar a todos aquellos que a mí se acerquen, perdonando en su nombre las faltas cometidas y haciendo que sean instruidos en el camino de la Luz.
—Yuhana, eres un hombre sabio, no dejes que tu orgullo hable en nombre de lo supremo. Sabes bien que todo está escrito, que todo está presente y que nadie, ningún ser vivo, tiene la capacidad de juzgar o perdonar a otros. Cada uno de nosotros es responsable único y absoluto de su vida y de todo lo que en ella acaece. Nadie tiene la capacidad de borrar lo ocurrido, como nadie tiene la capacidad de ignorar lo que ocurrirá. No te engañes, hermano Yuhana, y no engañes a otros.
—Maestro, llevo meses indagando quién habla en mi interior, si es mi orgullo, mi mente o algún remordimiento no sanado, y puedo aseguraros que no se trata de nada de eso. Estoy convencido de que cualquier hombre puede cambiar su destino si existe un arrepentimiento real y una nueva vida de enmienda. ¿Cómo, si un hombre que ha hecho mal a un hermano comprende el daño realizado y cambia su vida, dedicándose a ayudar a los demás, puede estar condenado, cómo puede ignorarse el bien realizado después del cambio?
—Son artimañas de tu mente, Yuhana. Escucha en meditación a tu Ser.
—Eso he hecho, Maestro, eso he hecho, hermanos, y por eso mañana dejaré mi cayado en la cueva y me marcharé.
¡Yuhana se marchaba de la comunidad! ¿A dónde? ¿Tan importante era la cuestión del perdón y la predestinación como para abandonar a sus hermanos, a sus amigos, la vida que había conocido hasta el momento, y a mí? Pasé toda la noche en vela. El sentimiento de duelo por la pérdida de Yuhana me arrancaba una y otra vez del estado de paz que necesitaba para evaluar la discusión ocurrida en el refectorio. Imaginé a muchos de mis hermanos en la misma situación. Las palabras de Yuhana tenían sentido, en mi interior resonaba un sentimiento de comprensión y aceptación de su enseñanza, pero por otra parte, ¿para qué dedicar una vida completa a observar la Ley, si bastaba con arrepentirse en el último momento?
Por la mañana, antes de que saliera el sol, ya había tomado una decisión. Frente a la entrada del acueducto, nos reunimos no más de una decena de hermanos influenciados por las palabras de Yuhana, que no tardó en aparecer, y, en absoluto silencio, nos marchamos tras sus pasos. Cuando Yuhana pasó junto a mí, me sonrió.
Fundamos una pequeña comunidad en el territorio de Perea, a orillas del Jordán, con normas muy parecidas a las de Secacah, pero abiertos a la gente. Yuhana comenzó a predicar sus enseñanzas a orillas del río, y poco a poco, ricos y pobres, justos y pecadores, comenzaron a su vez a acercarse cada vez en mayor número para escuchar sus sermones. Yuhana mezclaba las enseñanzas más herméticas con otras brotadas de su interior. Su nombre empezó a extenderse por el desierto de Judea, tanto así que no tardaron en aparecer soldados y espías del tetrarca Herodes Antipas para vigilar sus palabras.
También algunos fariseos se acercaban de tanto en tanto hasta el río para gritar e increpar a Yuhana, pero este se limitaba a ignorarlos. Decía de ellos que eran unos farsantes y que incluso para sus pecados había solución si aceptaban el arrepentimiento e iniciaban una vida austera, entregada y célibe.
A Yuhana se le comenzó a conocer como «el Bautista», porque a todos los que reconocían sus pecados y decidían una conversión personal a Dios los sumergía en el río y los bañaba con sus propias manos, para escenificar el proceso de arrepentimiento y el inicio de una nueva vida limpia de los errores y excesos del pasado. Mucha gente lo consideró también un profeta porque Dios le comunicaba su Palabra.
En todo ese tiempo, permanecí fiel a las enseñanzas y a mi hermano Yuhana. Dormíamos siempre bajo el mismo techo, pero nunca juntos, porque los dos habíamos tomado el voto de celibato. Sin embargo, para Yuhana no era suficiente. Mucha gente que se arrepentía una y otra vez, al cabo de poco, solicitaba de nuevo el perdón del profeta.
—No consigo que abandonen —me decía.
—Sabes muy bien que no todos estamos en el mismo camino de evolución. Ningún hombre conoce el estado de evolución de otro. No nos ha sido dada la capacidad del cambio ajeno.
Yuhana me miró con un semblante muy serio.
—Nunca te lo he preguntado, Mariam, ¿tú crees en mis enseñanzas, crees que Dios me ha hablado, o piensas, como el Maestro de Justicia, que es mi orgullo el que me inspira?
—Creo en mí, Yuhana. Pero creo también en todos los profetas cuyas enseñanzas leímos, y tú eres uno de ellos. Dios se manifiesta en tus palabras, lo creo y por eso te seguí, aunque debes comprender que solo tienes la capacidad de predicar, de perdonar en su nombre, y no de producir un cambio si no es deseado.
—Lo sé, y he pedido ayuda. Hace dos noches, Dios me habló de nuevo para decirme que me prepare, porque otro vendrá que sí tiene la fuerza para producir ese cambio.
A
l cabo de unos días, recibí una llamada del comisario Aripas, antiguo señor Navarro, citándome para discutir algunos puntos sobre los que creía que mi ayuda podría serles útil. No pude evitar una sonrisa de autocomplacencia. Me vestí despacio, a pesar de que el comisario había insistido en la urgencia de la entrevista —incluso me había ofrecido un coche patrulla para que viniera a recogerme—, y saboreé la venganza de hacerlo esperar un poco. Cuando llegué a la comisaría de la Via Layetana, una larga de fila de ciudadanos ocupaba la mitad de la acera aguardando turno para renovar o solicitar documentos. A mí, sin embargo, nada más verme, el policía de la puerta me hizo entrar de inmediato. Crucé tras él por un pasillo lateral a la gran sala de atención al ciudadano hasta un ascensor, que funcionaba con llave para marcar los pisos, y subimos a la tercera planta. Cuando la puerta del ascensor se abrió, el comisario Aripas ya esperaba al otro lado.
Su despacho era más bien pequeño. No vi ninguna foto personal, ni ningún portanombres con el suyo o con su cargo. No había cuadros, ni calendarios, ni recuerdos, solo una foto con los terroristas más buscados que se pudría lentamente clavada por tres chinchetas oxidadas en la pared. Antes de sentarse en el sillón que había tras la única mesa, el comisario movió el confidente para que yo lo ocupara.
Aripas recogió el teclado y apartó la pantalla del ordenador de la mesa, sacó una libreta y destapó un bolígrafo que dejó sobre ella.
—Soy de la vieja escuela —me dijo a modo de excusa—. En primer lugar, gracias por haber aceptado la invitación. Si no tiene inconveniente, me gustaría hacerle algunas preguntas.
—Usted dirá.
—¿Cuánto hace que conoce al señor Oriol Nomis?
—Esto ya se lo debe haber explicado él.
—Por supuesto, Oriol y yo somos muy amigos —fue su respuesta. Era la segunda vez que oía esta afirmación, aunque todavía no podía hacerme cargo de qué unía a dos hombres en apariencia tan diferentes—; sin embargo, me interesa escuchar su versión.
—Bien, nos conocimos hace unos quince años, más o menos. Yo era universitario y un día por casualidad me vi al servicio de una de sus causas perdidas —quizá me equivoqué, pero creo que un intento de sonrisa apareció en el rostro del comisario.
—Fue su primer trabajo, ¿verdad?
—Sí, me mandó al Sahara. La Generalitat, organizaciones pro saharaui y personas influyentes donaban grandes cantidades para financiar proyectos allí, y Oriol Nomis era el encargado de auditar la puesta en marcha sobre el terreno. Me pidió que lo ayudara.
—Pero tengo entendido que en una de esas misiones ocurrió algo que, digamos, le cambió la vida —dejó la frase inacabada para que yo tomara el envite. Comenzaba a temer los siguientes pasos.
—Sí, es cierto. Allí vi niños morir de sed y hambre porque políticos corruptos lo decidían desde sus despachos con aire acondicionado en Rabat. Pero también vi a algunos padres enriquecerse a condición de no alzar la voz. Son cosas que te cambian, se lo aseguro.
—Ya. Una gran tragedia, sin duda —me molestó la supuesta ironía, y Aripas, lejos de darse por aludido, siguió hablando—. Pero yo no me refería tanto a ese aspecto de su viaje. Vamos, sabe muy bien de qué le hablo.
—No, comisario, no sé de qué me habla, y le ruego que si tiene alguna pregunta concreta, la haga y acabemos con la retórica.
—Bien, si lo prefiere así… ¿Qué relación tiene con la señorita Azul Benjelali? —sentir su nombre en boca de ese hombre me molestó.
—Ninguna.
—Pero la tuvo.
—Sí, hace mucho tiempo.
—Sabe que la señorita Azul está metida también en este asunto. Ella ha sido el contacto con los peristas para la colocación de las piezas subastadas.
—Me enteré después, aunque eso ya lo sabe, y no me interesa. Creo que sería mejor que le preguntara a ella.
—Ya me gustaría, pero ha desaparecido. Pensé que podría haberse dirigido a usted.