—Ellos, ¿qué ellos, los conoces?
—Sí, son los que asesinaron al padre y atropellaron a tu amigo.
—¡Joder, Azul! ¿Pero cómo es que te buscan a ti?
—¡Cècil, es muy sencillo! Si yo pujé por el códice es porque era verdadero y podía conseguirlo. Eso es lo que les prometió el padre Julio y, como no pudo cumplir, lo mataron. Sin embargo, parece que antes de morir le sacaron mi nombre, y por eso me buscan.
—¿Y no pensaste que algo así podía ocurrir cuando te metiste en todo este montaje?
—Ni siquiera sabía que ese códice estaba en la lista. Fue la Policía quien se encargó de los artículos, fotos, precios, y todo lo demás. El códice se añadió al final, justo cuando me pidieron que pujara con él. Mi función hasta entonces solo había consistido en dar cuatro avisos de la subasta, nada más.
—¡Pero ahora todo el mundo sabe que es falso menos ellos! —comenzaba a hablar de «ellos» como si supiese quiénes eran o ya diese por hecho que existían esos «ellos».
—Ellos no lo saben, aunque deben intuirlo, pero el asunto es tan importante que no se pueden permitir el lujo de arriesgarse a que sea verdadero y pierdan su pista.
—Ya, pero… —iba a preguntar qué demonios tenía el códice para ser tan atractivo, pero me interrumpió.
—¡Joder, Cècil, despierta! Esos tipos ya han matado a un hombre y casi lo hacen con tu amigo, ¿qué más quieres saber para devolverles su dinero? Te he contestado a más de lo que debes saber. Por favor, necesito que me devuelvas ese dinero, por lo menos el millón de euros, el resto te lo puedes quedar para tus parroquias. Ellos solo me dejarán en paz si encuentran el códice o si saben que se ha anulado la operación, por favor.
La miré a los ojos. Nunca me cansaría de verme en ellos. Eran hermosos y cálidos, misteriosos como los de un gato, imposible que albergaran toda la retahíla de extrañezas que acababa de escuchar. No podía negarles tanto, no era tan fuerte. Azul se me acercó y me besó en la mejilla, al borde de la comisura de los labios.
Para ganar tiempo, decidimos dejar el hotel antes de ir al banco y metimos las maletas en la furgoneta. Le pedí a Azul que me esperara en la parte principal de la oficina, no quería más sorpresas de última hora, y como no tuvo más remedio, aceptó.
El mismo empleado fue el encargado de abrirme otra sala exactamente igual a la primera. Toqué la pantalla táctil y comencé a digitar la secuencia de doce números. Después, introduje la cantidad que deseaba retirar; marqué un uno y seis ceros, y confirmé. Cuando las operaciones de efectivo, sobre todo los reintegros, superan la cifra de diez mil euros, el banco necesita asegurarse, así que antes de abrir el cajón automático situado justo al lado de la máquina de contar billetes, la pantalla solicitó de nuevo el número de cuenta y la clave de seguridad. Todavía fue necesario que la digitase una tercera vez para escoger el tipo de billetes que deseaba. Por fin, el mecanismo interno de contar billetes se activó y se abrió un cajón con una gran cantidad de billetes de quinientos euros en su interior. Cogí todo el paquete y lo metí en la máquina de contar. La cantidad exacta. El mismo cajón que contenía el dinero hizo un nuevo recorrido y me ofreció un surtido de sobres para que guardase en ellos mi efímera fortuna. Dividí los billetes en dos sobres que introduje en una de las bolsas de la lavandería del hotel, y salí.
Frente a la oficina estaba Azul, me miró y le guiñé un ojo a modo de confirmación. Estaba contenta.
E
l tren no estaba resultando lo más incómodo del viaje. Marie Stewart se había cansado de Turquía nada más llegar a Estambul y lo único que deseaba era volver a su París querido; sin embargo, Mars aprovechaba cualquier momento para retratar paisajes y rostros de niños, sus motivos favoritos, aunque los acontecimientos no fueran los más favorables. Su teléfono móvil no había parado de recibir y enviar instrucciones en todo el viaje. A las tareas habituales de administrar la fortuna de Marie Stewart se había añadido el extraño asunto del códice. Un par de veces habían estado a punto de dejar el
tour
y volver a París, pero su contacto aseguraba tener la situación bajo control y para no levantar sospechas habían decidido continuar. El teléfono de Mars recibió un mensaje.
—Es ella. Dice que ya ha recuperado el dinero —dijo Mars con alivio.
—Gracias a Dios. Ahora solo debo conocer la dirección de entrega del manuscrito y el código. Cuando lo tengan, suspenderán la búsqueda.
—¿Como la otra vez?
—No, creo que esta ocasión ha sido diferente —argumentó la condesa.
—¿Estás segura?, ha habido un asesinato, no lo olvides. Ojalá esté equivocada, pero si creen que han encontrado de nuevo el hilo, no lo soltarán.
—Creo que deberíamos finalizar este maldito viaje y volver a Francia. Temo por ella. No sería justo que pagara dos veces por nuestra culpa.
—¿Por qué crees que Azul pujó por ese manuscrito?
—En Francia lo discutiremos, por eso tengo ganas de volver. Creo que los hechos se desbordan y que el momento de tomar una decisión ha llegado.
Mars hizo un gesto de aprobación y se volvió al guía, que esperaba con dos camellos deseosos de ver sus huesos maltratados una vuelta más por el peso de las dos mujeres. Con la mano girada al frente, le pidió un par de minutos. Debía contestar a su contacto. Cuando finalizó, ayudó a la condesa a encaramarse a su camello y se dispuso a hacer lo propio con el suyo.
—¡Qué maldito calor hace en este país!
Pero Mars solamente contestó con una sonrisa, acababa de subirse al animal y ya se preparaba para desenfundar su Nikon. Sabía que Marie se quejaba solo en apariencia y que en el fondo estaba encantada de agitarse al ritmo cansino del camélido. Aunque fuera por una hora, las dos debían calmarse y confiar en que todo funcionaría a la perfección. Una vez más.
Desde lo alto del camello, llamó al guía y le pidió que sonriera. Su dentadura troceada quedó grabada en la tarjeta de memoria de su cámara.
Enón de Decápolis, Israel, año 28 d. C.
P
or esos días, el verano había llegado a la tierra de Perea, y Yuhana decidió abandonarla para continuar sus bautismos cerca de la población de Enón, al sur de la ciudad de Escitópolis. La decisión nos cogió a todos por sorpresa, pero así era Yuhana, cuando creía que su labor en un lugar había finalizado, recogía y se iba a otro. Y nosotros, tras él.
Mientras, no paraban de llegar noticias de Yeixú. Supimos que había iniciado el peregrinaje que nos había anunciado y que mucha gente se agolpaba para escucharlo y pedir su sanación. Había quien decía que era capaz de sanar a leprosos, hacer que los ciegos recuperaran la vista y que los sordos oyesen. Yuhana y yo sabíamos que el Maestro de Justicia podía llegar a realizar actos similares al final de su vida, pero nunca lo escuchamos de nadie tan joven.
Una tarde, llegó a nuestro nuevo emplazamiento un enviado de los fariseos y preguntó sobre la Ley de Moisés y el gobernante Herodes Antipas. Yuhana interrumpió su prédica y lo miró.
—¿Cómo voy a explicaros el significado de la Ley, si jamás la habéis observado más allá de vuestros ritos vacíos? —esa era la forma habitual con la que Yuhana se deshacía de sus preguntas, pero ese día no se detuvo—. Sin embargo, sabéis bien qué preguntáis, ya que el tetrarca ha ido más allá, ha escupido en la Ley, ha vomitado sobre ella, la ha desobedecido y no es digno de ser llamado un hombre sabio, ni gobernador de hombres.
Un murmullo de aprobación y temor se apoderó de los presentes. Hacía tiempo que la actitud de Herodes Antipas era contraria a la Ley, y así lo había denunciado muchas veces Yuhana, pero nunca de esa forma.
—El Levítico es claro: no tengas relaciones con tu cuñada, es la mujer de tu hermano. Y él no solo las ha tenido, sino que se ha casado con ella —la sensación de vacío comenzó a calar en la tarde—. Pero esa a la que llama su esposa le ha desobedecido doblemente, porque no solo se ha casado con su cuñado, sino que lo ha hecho en vida de su verdadero esposo, el hermano de Antipas. Esa unión nunca será válida a los ojos de Dios y será castigada. Tampoco su actitud ante sus súbditos lo es. Herodes Antipas es un hombre presuntuoso, lujurioso y ávido de poder, y, al igual que Dios arrasó Sodoma, su reinado será barrido por las llamas divinas.
El sol de la tarde apenas calentaba a esa hora, pero sus palabras encendieron a la multitud como el calor del mediodía, que poco a poco comenzó a inflamar con gritos las palabras de Yuhana. Los soldados de Herodes Antipas tuvieron que desenvainar sus armas. Yo miraba a Yuhana y me preguntaba por qué había avivado a la multitud de esa forma, pero su rostro expresaba el mismo sentimiento que vestía desde que se marchó Yeixú.
Las palabras del nazareno aquella noche en nuestra estancia no paraban de dar vueltas en el corazón de Yuhana. «Dios no está preocupado por destruir y juzgar al mundo, sino por salvarlo a través de mí». Yuhana se preguntaba desde entonces si no sería realmente el nazareno el enviado.
La guarnición de soldados deshizo la multitud, pero al día siguiente se volvió a producir la misma situación, con la diferencia de que había corrido la voz y eran el doble los asistentes, y también los soldados. Yuhana repitió el mismo discurso y los soldados intervinieron con fuerza, golpeando y lastimando a la gente que gritaba liberada contra la tiranía del gobernador.
Cuando nos retiramos a nuestra cabaña, le pregunté por qué actuaba así. Se levantó y me abrazó, y, por primera y última vez en mi vida, lo vi llorar. Sollozó contra mi pecho durante largos minutos que a mí me destrozaron el alma. No sabía qué hacer, me senté en el suelo y lo abracé como imaginé que una madre abrazaría a su pequeño. Le mesé el pelo, igual que muchos años atrás mi madre había hecho conmigo, pero Yuhana sollozaba palabras ininteligibles y me pedía perdón. Al final, se apartó y me besó en la mejilla.
—Mañana vé a buscar a Yeixú, vuelve y explícame qué has visto, pero sobre todo, qué ha sentido tu alma al reencontrarse con él.
Por la mañana, antes de que saliese el sol, me marché en busca de Yeixú. Las últimas noticias que teníamos de él eran que había vuelto a Galilea tras una breve estancia en Jerusalén y que se había instalado en Cafarnaún, en casa de los hermanos Simón y Andraos.
Caminé por la ribera del río hasta el puerto de Escitópolis, donde embarqué hacia el norte, en dirección a Tiberíades. El viaje fue rápido e incómodo. A mi llegada, toda la ciudad de Escitópolis estaba en obras. Herodes Antipas había ordenado su reconstrucción para convertirla en la nueva capital de Galilea. Las calles estaban levantadas y en una gran plaza se adivinaba lo que sería un fastuoso palacio para él y su corte. Un lugar que ya antes de construirse hedía a soberbia y lujuria. Me dejé guiar y en pocas horas alcancé los campos de la explanada de Genesaret. Era época de siega y la gran planicie se dejaba mecer por profundas olas de espigas de trigo dorado.
Allí me alcanzó la noche y dormí al auxilio de una cabaña en la que se guardaban hoces y herramientas de siega. Al amanecer, caminé hasta la playa de Cafarnaún, una pequeña población de pescadores a la ribera del lago. No fue necesario buscar a Simón, lo encontré sentado en la playa junto a su hermano y otros hombres que, armados con largas agujas de hueso, reparaban sus redes para la pesca del día siguiente.
—¡Mariam! ¡Es Mariam! —un muchacho se levantó y comenzó a correr descalzo por la arena en mi dirección. Era Nataniel.
A él se unieron los demás y todos corrieron en mi busca. Nos abrazamos como si nunca nos hubiésemos separado.
—¿Qué le ha pasado a Yuhana? —preguntó Simón. Él era el hermano mayor de Andraos. En cierta forma, me recordaba a veces al bueno de Jananiah. El sol había curtido su piel y estaba más gordo que la última vez que lo vi. Su pelo comenzaba a blanquear en las sienes, pero sus ojos, ahora preocupados por la respuesta, brillaban como siempre.
—No ocurre nada, Simón. Solo he venido a ver a mis hermanos, y a ver a Yeixú —le aclaré para su tranquilidad.
—No está, se ha ido al norte, a Corazín —me explicó Nataniel. Él también había engordado desde que dejó Betsaida. Parecía evidente que en Cafarnaún no se practicaba el ayuno.
Después de la emoción inicial, y de ser presentada al resto de los pescadores, me senté con ellos sobre la arena. Simón ordenó a sus hombres que antes de marcharse finalizasen el cosido de las redes. También pidió a su esposa que encendiera un gran fuego para asar pescado. Le recordé que yo no comía pescado, y una brizna de tristeza apagó su mirada.
—¿Qué ocurre, Mariam, por qué has venido hasta aquí sola? —preguntó de nuevo Simón.
—Me ha enviado Yuhana, quiere saber si es Yeixú el enviado —le dije sin más rodeos.
—Yuhana es un hombre sabio, es el profeta Elías, pero Yeixú es el que esperábamos.
—¿Estás seguro, Simón, de tus palabras? —pregunté.
—Hace cosas increíbles —intervino Andraos—. ¡Sana a los leprosos y devuelve la vista a los ciegos con solo pasar sus manos sobre ellos! A los que están poseídos por los espíritus les canta y les habla en una extraña lengua, y al instante despiertan como de un mal sueño, ¡felices y sanados!
—Eso no es tan extraordinario como crees, Andraos —lo corregí.
—Sí lo es, nunca he visto a nadie que lo hiciese —interrumpió Nataniel.
—Es en verdad él, Mariam. Sé que amas a Yuhana como nadie en el mundo, pero debes creernos, Yeixú es especial, sus palabras encierran una gran sabiduría, propugna el amor y la felicidad como camino a la salvación. Allí donde va, las gentes lo esperan, lo invitan a comer y a beber, conversa con ellos y muchos lo siguen para continuar con sus enseñanzas.
—¿Es por eso, Simón, es porque su camino es más fácil que hablas así?
—No, Mariam, su camino no es más fácil, es diferente. Es cierto que no hacemos ayunos ni permanecemos largas horas en oración, pero Yeixú dice que debemos amar incluso a nuestros enemigos, ¿crees que eso es fácil? Aunque no debes preocuparte porque podrás juzgarlo por ti misma. Vayamos a comer, Yeixú llegará antes de la noche, entonces lo sabrás.
Acepté con una sonrisa la propuesta de Simón y nos fuimos a comer. Me costó aceptar que mis hermanos ahora comieran pescado y bebieran vino, y que rieran y hablaran al comer. Yo me limité a un trozo de pan con aceitunas que consumí en absoluto silencio. Después del almuerzo, les expliqué lo ocurrido en los últimos días, y cómo Yuhana había desafiado a Herodes Antipas. Se preocuparon y me pidieron que intentara cuidar de él.