El pendulo de Dios (12 page)

Read El pendulo de Dios Online

Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

—Señores, no creo que un muerto de hambre como ese cura nos deba preocupar —dijo De la Vega—. Si tu hombre hizo bien su trabajo, no debemos tener ningún problema.

—Mi hombre trabajó bien —se excusó Lucas Joswiack—, y deberíamos dejarlo actuar con libertad. Que traiga el códice o el dinero, pero acabamos de una vez con esta tontería que no nos lleva a ningún sitio.

—No estoy de acuerdo, Lucas, creo que debemos seguir la operación sin intervenir hasta que estemos seguros de si realmente el códice está en su poder, o no.

—Yo opino como Marco, no es bueno sembrar el camino de más problemas —De la Vega miró a Lucas, que se agitaba nervioso en el butacón—, ¿qué dices tú, Montalbán?

—Yo pienso como Lucas, que deberíamos acabar ya con esto. Si es el códice que buscamos, bien, y si no, pues ya sabemos que en esa dirección no debemos buscar más, pero tanta estrategia y tanta precaución me parece una tontería si tenemos en cuenta de quién hablamos, un cura miserable y una ladronzuela de vasos etruscos. Además, os recuerdo que el maestro nos dijo que este era el momento de actuar.

—Es cierto, pero también nos aconsejó prudencia, aunque si es así como lo queréis, adelante, no seré yo quien me oponga. Sin embargo, creo que es un error menospreciar sus contactos de esa forma. Si nos acercamos a la chica y la neutralizamos —Marco era muy cuidadoso con el lenguaje—, quizá perdamos la única pista que hemos tenido en mucho tiempo. No creo que nos convenga eso.

—¡Claro que no nos conviene!, pero joder, ya estoy harto de jugar al gato y al ratón —dijo Lucas—. ¿Qué dices tú, De la Vega?

—En parte estoy contigo, Marco, pero ya me he cansado también de este juego. Pienso que deberíamos intervenir.

—Sea —cedió el italiano—. Antes, debemos comunicárselo al maestro. Yo mismo lo haré.

Marco Santasusanna se separó de los otros tres hombres y marcó con su teléfono móvil. Al cabo de unos minutos, regresó y confirmó que la estrategia había sido autorizada por el maestro. Entonces, Lucas Joswiack llamó al jefe de sus guardaespaldas y le susurró unas palabras al oído.

—Alea jataes
—dijo Joswiack.

—Alea jacta est
—lo corrigió Marco Santasusanna, y sus carcajadas inundaron el
lobby
, ya despojado de clientes.

Continuaron la conversación por temas livianos, como el precio del acero y otras materias primas que vender a los chinos.

—Jodíos chinos —sentenció Joswiack.

La orden de Lucas Joswiack corrió por la línea segura del teléfono satélite de su guardaespaldas. Confirmó el gigantesco cubano que la «paloma», como la llamó, se encontraba todavía en territorio imparcial, y le pidió a su contacto en Europa que no actuara hasta salir de Suiza. Los hombres del clan del caballo tenían demasiados intereses en ese país como para cometer cualquier torpeza allí. El Negro era un cubano medalla olímpica en decatlón. ¡Todo un héroe de la Revolución! Lucas Joswiack lo había reclutado para que le ayudara a solucionar algunos pequeños contratiempos en su deseo por hacerse con algunos miles de metros en las costas de la Isla. El Negro, además de una personalidad con numerosos contactos en el partido, sabía muy bien dónde apretar para conseguir lo que le habían encargado. Su labor fue premiada por Joswiack, que lo adoptó como hombre de confianza para todos aquellos asuntos que un buen cheque era incapaz de solucionar.

Desde hacía varios años, se encargaba también de la seguridad personal de su jefe y de algunos asuntos del grupo, paralelos a la explotación empresarial.

A la pregunta de su contacto, un antiguo soldado bosnio, sobre hasta dónde podía llegar, la respuesta del Negro fue contundente, «Hasta el final». Y cortó una comunicación a la que no era necesario añadir más texto.

El bosnio era Nicos Nothos, de madre bosnia y padre griego. Había combatido en la Guerra de los Balcanes, a sueldo un tiempo para Bosnia y otro para Serbia. Ahora se había convertido en un profesional de los que sobran en Europa y había preferido actuar por su cuenta en lugar de desvalijar
chalets
de lujo en España o el sur de Italia. Cuando recibió la llamada del Negro, ya estaba listo. Había seguido a la «paloma» desde que salió de Barcelona, tal y como le habían ordenado que hiciera. Al principio, le costó saber quién era el contacto porque lo habían ocultado bastante bien, pero tal y como había aprendido de su sargento en la milicia bosnia, el problema siempre radica en saber dónde hacer presión para conseguir algo, así que, con la ayuda de un destornillador, supo presionar hasta que el cura soltó el nombre de la chica.

Sacó un palillo del bolsillo de su camisa y se hurgó los dientes, feliz por las excelentes perspectivas que le brindaba la tarde. Solo le preocupaba que había cometido un pequeño fraude ocultándole al Negro que la «paloma» iba acompañada de un tipo, el maromo que se la cepillaba. Ya le había hecho una visita a su apartamento por si acaso, pero por el precio de la operación estaba dispuesto a hacer un trabajo extra con él.

Cuando acabó de hablar con el Negro, hacía apenas unos minutos que los había visto salir del banco contentos, señal inequívoca, junto a la bolsa de él, de que habían retirado el dinero. Ahora, los seguía por la autopista en dirección a Francia. La primera idea de Nothos fue abordarlos en plena autopista, cuando ningún otro coche circulara en ese tramo, y sacarlos de la vía, pero el exceso de celo de las autoridades de tránsito europeas, que habían sembrado de cámaras hasta el último kilómetro de asfalto, le disuadió de hacerlo. Ya llegaría el momento, siempre llegaba.

La furgoneta había salido de Suiza apenas hacía una hora y subía por la autopista A-40 en dirección a París. No quería perder el contacto visual y la seguía a una distancia prudencial. Aprovechó una parada a la altura de Mâcon para comprobar el estado de sus herramientas de trabajo. Escogió una de sus favoritas, una Beretta corta de nueve milímetros, y le introdujo en el vientre un cargador con ocho balas. Suficiente para intimidar a alguien en una distancia de hasta ocho o diez metros. No pensaba estar demasiado más alejado de su objetivo cuando llegara el momento. Había planeado subir a la furgoneta y forzar a la pareja a abandonar el camino. Sería mucho más fácil si conseguía apartarlos hasta algún lugar deshabitado. Después de repostar, entraron en el área de servicio y decidió ir tras ellos como cualquier otro viajero en busca de café. En la sala había quince personas, aparte de él, y en la tienda al lado de la cafetería, veintitrés. Dejó que se le adelantaran frente a la máquina expendedora de brebajes calientes y los examinó con detenimiento. Fue el maromo quien sacó dos cafés con leche mientras la «paloma» lo esperaba en una de las mesas circulares del establecimiento. Nothos metió un par de euros, sacó lo que equivalía al primer botón de la máquina, y se colocó en la mesa contigua. Él no parecía muy fuerte, ni tampoco muy rápido. Estaba convencido de que, cuando viera la pistola, suplicaría como un niño, ya lo había visto muchas veces. Ella le preocupaba más, desconocía el estado de entrenamiento de la chica. Podía saber artes marciales e incluso ir armada. El Negro no le había advertido de nada de eso. Era más bien alta, sobre todo para ser mujer, de piel oscura y el cabello negro recogido en una cola no muy larga. También vio sus ojos, le gustaron. Quizás en otra ocasión, o si trabajara para otro cliente, se habría cobrado una tarifa más elevada, pero con el Negro convenía no jugar demasiado, así que se metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y abortó con un fuerte apretón la erección que comenzaba a ser inminente.

Tiró su vaso de cartón a la papelera y salió, se metió en su Toyota todoterreno y encendió el motor. Sentía que el momento se aproximaba.

Capítulo
14

A
zul se había mostrado esquiva a mis preguntas acerca de lo que contenía el famoso códice para atraer tanta codicia. Me dijo que no formaba parte del pacto y no conseguí sacarle nada más, así que, una vez que me di por vencido en ese asunto, intenté disfrutar de su compañía. Lo único que me adelantó fue que el contacto para la entrega del dinero se haría en París.

Ya en Francia, aprovechamos para echar gasolina, ir al baño y tomar un par de cafés inmundos en un área de servicio de la autopista para matar el gusanillo. También cambiamos de conductor, y yo me senté al volante de la Mercedes.

—Para, entremos en Baune, conozco un restaurante de carnes…, perdona, es broma, solo tenía ganas de ver qué cara ponías. Es un restaurante hindú muy bueno, de verdad —me dijo de repente al ver un cartel que anunciaba la población de Baune a pocos kilómetros.

—¿Y tú cómo sabes que en ese pueblo hay un restaurante hindú? —me sorprendió el conocimiento de la zona que tenía Azul.

—Todos tenemos un pasado, querido Cècil —y se rió. Me encantaba verla reír.

Entramos en Baune y cerca de la plaza de la iglesia, como había dicho Azul, había un restaurante hindú. Aparcamos y nos fuimos a pie. Me preocupaba dejar en la furgoneta el dinero, así que lo metí todo en mi mochila y la cargué. Era una precaución idiota, porque si a alguien se le ocurría atracarnos, se iba a llevar la alegría de su vida. Sin embargo, yo tenía la sensación de que, al igual que Azul, el dinero estaba más seguro conmigo.

La figura de un elefante a lomos de un ratón nos recibió en la entrada, parecía un lugar acogedor.

—Ganesh —dijo Azul.

—¿Qué?

—Ganesh, la figura del elefante a lomos del ratón se llama Ganesh.

Azul saludó y cruzó todo el restaurante hasta la parte de atrás, donde se abría una bonita terraza. Comimos allí. El suelo era de grava y había una pequeña fuente de piedra en una de las esquinas. Sobre ella, brillaban ocho o diez velas de color naranja en las que se quemaba un incienso de olor dulzón. Azul me explicó que lo hacían para honrar a los cinco elementos, y que incluso por ese motivo la terraza era un cuadrado perfecto. Le pregunté cuáles eran esos cinco elementos y me enumeró los cuatro que ya conocía, tierra, aire, agua y fuego, y agregó el éter, que al parecer estaba en todas partes. Si ella lo decía…

Cuando acabamos de comer, dimos un pequeño paseo por las calles cercanas a la iglesia. Yo necesitaba amortiguar el picor que me abrasaba la lengua, así que, después de comprar una botella de agua en una panadería repleta de bollos y pastas de hojaldre, y beberla de un trago, reemprendimos el camino. Recordé que tenía un CD en mi ordenador y lo metí en el reproductor de la furgoneta. Sonó «El meu país és tan petit», de Lluís Llach, y arranqué.

No había finalizado todavía la canción cuando noté una especie de pinchazo frío en el cuello. Fue como si alguien me estuviese presionando con un dedo en la nuca. Rápidamente busqué a Azul con la mirada y, al ver su expresión de pánico, giré la cabeza, ¡un hombre empuñaba una pistola contra mi cuello!

—¡Tú, mira hacia delante y no te detengas!

Azul se cubrió la cara con sus manos. ¡Nos estaban atracando! Intenté mantener la calma y le pedí al desconocido que estuviese tranquilo, pero como única respuesta apartó la pistola de mi nuca y me golpeó en la cabeza con ella. Casi nos salimos de la carretera y un dolor agudo me inundó la razón. Azul gritó, y el hombre repitió lo mismo contra su cara.

—¡Hijo de puta! —grité.

—¡Silencio! Baje la velocidad y cuando le diga, apártese del camino.

—Está bien, tranquilo, no es necesario que utilice la violencia. No gritaremos más, ¿verdad, Azul? —ella me miró y asintió. Sangraba por la brecha que le había causado el golpe.

Sentí rabia, una rabia intensa y dolorosa. Tal y como me dijo, aminoré la velocidad de la furgoneta y me mantuve alerta a sus instrucciones. De pronto, se abrió un camino de tierra a nuestra derecha, seguramente la senda hacia alguna finca de campo, y el hombre me ordenó que la cogiera. Comprendí que si me apartaba de la carretera principal, estaríamos perdidos por completo. El golpe que me había dado retumbaba todavía en mi cabeza cuando recordé algo, una situación parecida en una calle de los suburbios de Lima, cuando un atracador intentó reducir al taxista que me llevaba al hotel. Miré de reojo a Azul, que sangraba por la ceja aunque no parecía muy grave. Analicé la situación, el cañón de la pistola continuaba clavado contra mi nuca y Azul llevaba su cinturón de seguridad atado, yo nunca lo hacía. La senda era estrecha y en su margen izquierdo, apenas a un metro por debajo del camino, corría un pequeño canal de riego. Ahora o nunca. Pisé el acelerador de golpe y, sin apretar el embrague, metí la marcha atrás de la furgoneta. El vehículo hizo un ruido ensordecedor y pegó un salto brusco hacia atrás, entonces giré el volante a la izquierda y me agaché. La furgoneta perdió adherencia y se precipitó contra el canal. El primer disparo destrozó el cristal delantero de la Mercedes. Solté los mandos y me tiré atrás, contra el hombre que había perdido el equilibrio y chocaba contra las paredes de la caja.

—¡Salta Azul, salta!

Vi cómo Azul se soltaba el cinturón y abría su puerta para lanzarse fuera. Entonces sonó un nuevo disparo y, antes de que el atracador tuviese tiempo de levantarse para disparar otra vez, agarré la mochila y lo golpeé con todas mis fuerzas. Escuché un ruido metálico y continué golpeando como un loco sobre la cabeza del hombre. Al quinto o sexto golpe, no lo supe, dejó de moverse.

Las paredes metálicas del interior del vehículo estaban manchadas de sangre, como mi cara y mis manos. La sentía caliente contra mis sienes, me asusté, no sabía si era mía. Me puse de rodillas y miré al hombre; estaba inmóvil, tirado sobre el suelo de la furgoneta, con el cráneo aplastado por los golpes de mi ordenador.

—¡Azul! —abrí la portezuela trasera y salí. El vehículo estaba volcado y tenía el morro metido en el canal.

Corrí a buscar a Azul, ella había saltado antes del impacto contra el suelo, así que recorrí el surco que había dejado la furgoneta en su caída, pero no la vi. Mis rodillas eran incapaces de aguantar la tensión y caí varias veces rodando por el terraplén. No podía verla. Subí al camino y grité su nombre. No la veía. Bajé otra vez a la furgoneta y entonces la divisé entre la maleza del margen del camino. Cuando me acerqué, una enorme mancha violácea se extendía por su espalda.

¡El maldito la había alcanzado con el segundo disparo! Me arrodillé a su lado y la volteé con cuidado. No sabía qué hacer. Me hubiese gustado abrazarla, aplastarla contra mí, sentía también deseos de volver a la furgoneta y destrozar lo que quedaba de ese desgraciado. Azul estaba muerta, ¿cómo era posible? Grité su nombre contra su cara y Azul hizo una mueca en un intento de sonreír. ¡Estaba viva!

Other books

Watch You Die by Katia Lief
The Elves of Cintra by Terry Brooks
Immortal by Glenn Beck
Jailbreak! by Bindi Irwin
Rancher Rescue by Barb Han