Todos hablaban y madre asentía mientras, conmigo al cuello, pasaba paños mojados sobre mi hermano. Ya no estaba junto a padre, lo habían apartado a un lado de la casa.
Cuando se hizo de noche, se lo llevaron y madre me explicó que se había muerto y que se reuniría con Dios, y que nosotras debíamos cuidar de Josué para que no se fuera también. La vi recoger algunas cosas de la casa y echarlas en una manta que ató al borrico. Yo la ayudé. Y asimismo metió algunas monedas en una bolsa que ató a su cintura. Después, nos fuimos a acostar.
La luna era tan grande que entraba por las rendijas del techo y no me dejaba dormir. No entendía muy bien lo que me habían explicado, pero madre me dijo que no volvería a ver a padre y que si no cuidábamos de Josué, también él se iría. Me dieron ganas de llorar.
Antes de que saliera el sol, nos levantamos y me explicó que ese día no recogería los huevos de las gallinas.
Los hombres que se llevaron a padre habían hecho un carro para mi hermano, que solo se movía para toser. Estaba muy caliente, y como no teníamos mucha agua, no lo podíamos mojar, y entonces la piel se le ponía amarilla y tosía más. Yo estaba sentada entre sus pies y dejaba colgar los míos mientras madre tiraba del borrico. Una vez, paramos a comer pan e higos.
El camino estaba lleno de polvo, y el sol nos quemaba la cabeza y los brazos. El polvo de las patas del borrico y de las ruedas se me metía en la nariz y no me dejaba respirar. Yo quería caminar, pero me cansaba y tenía que volver a subir al carro. Madre me explicó que teníamos que llegar hasta el río Arnón. Yo nunca había visto un río, y ella me dijo que una vez.
—Y cuando lleguemos al río, iremos hasta el mar. Y lo cruzaremos. Después de unos días, habremos llegado. Ojalá el Todopoderoso nos lo permita.
Y eso es todo lo que pude averiguar. Me aburría mucho y echaba de menos a mis gallinas.
A la mañana siguiente, llegamos al río. Le dije a madre que el pozo de donde venía esa agua debía ser muy grande, pero se rió y me dijo que no venía de un pozo. Le pregunté de dónde venía y me dijo que de la lluvia. Después, fue a hablar con unos hombres que llevaban túnicas cortas y nos subimos a un barco que corría por dentro del río.
El barco estaba lleno de sacos de trigo, y en las dos orillas del río se levantaban palmeras llenas de dátiles. Los hombres de las túnicas cortas me dijeron que cuando hiciese un poco más de frío, los recogerían para venderlos, y ellos los llevarían hasta Jerusalén, Belén y Jericó. El viento hinchaba una vela amarrada a un palo justo en el centro del barco, que rechinaba cada vez que la fuerza variaba. Yo lo imitaba con la boca. Íbamos muy despacio, como en borrico, pero los hombres me dijeron que a veces el viento era tan fuerte que los hacía volar. Yo no me lo creí.
Cuando llegamos a la orilla, había unos carros para cargar el trigo. Madre los ayudó a descargar los sacos y bajamos. Los hombres bajaron nuestro carro con Josué, y caminamos detrás de ellos hasta un pueblo muy grande. Yo nunca había visto tanta gente ni tantas casas juntas. Los hombres que tiraban de los carros metieron los burros en un establo muy grande y entraron en una casa en la que se oían las risas desde fuera. Nosotros dormimos en el establo, con nuestro borrico. Un señor con el pelo muy blanco nos trajo unas tinas de agua, y madre nos bañó a Josué y a mí antes de acostarnos. Ella llevaba la cabeza tapada con un velo negro desde que salimos de nuestra casa.
Por la mañana, madre habló con un hombre y nos marchamos.
Caminamos todo el día hasta que llegamos a donde curarían a Josué. Madre buscó un lugar para pasar la noche, y por la mañana nos fuimos a buscar a los «hermanos de blanco», como ella me dijo.
E
n la vida es importante saber decir que no, pero siempre he pensado que quien niega muchas veces muere un poco en cada una.
Cuando era niño, mi padre regresó una noche a casa con un libro bajo el brazo, un libro grueso de tapas rojas y negras, con un título enigmático que quedó grabado en mi memoria para siempre,
Aprenda a decir NO
.
Creo que me hubiese ayudado leerlo alguna vez, porque en la mayoría de las ocasiones solo consigo comprender el error cuando ya es demasiado tarde para remediarlo. Justo lo que intuyo, por el título, que enseña a corregir el libro.
Ahora, mientras ocupaba mi asiento en el Airbus 330 que debería llevarme de Lima a Madrid, uno de los pasajeros llevaba el mismo libro bajo el brazo, treinta y tantos años después de haberlo visto por primera vez. No pude evitar una sonrisa y un recuerdo cariñoso hacia mi padre.
Esperé a que el avión se estabilizara y pregunté a la azafata si ya podía utilizar el ordenador portátil. Con un cargado acento portugués, me pidió que aguardara hasta que se apagase la luz indicadora de los cinturones de seguridad. Miré mi reloj, faltaban más de diez horas de vuelo, así que decidí echar una pequeña cabezada aprovechando que el asiento de mi derecha estaba vacío. Cuando abrí los ojos, la luz se había apagado. Enchufé el ordenador al brazo de apoyo y me sumí en la redacción del informe de mi último trabajo por el Altiplano peruano.
Mi función era sencilla, auditar cada euro gastado en lavar las conciencias de las acomodadas y endeudadas familias de Europa en programas de ayuda a lugares que jamás visitarían, y de los que nunca tendrían más noticias que las aparecidas en un periódico o la televisión de turno. Esta vez, el trabajo no había sido muy extenso, tan solo la construcción de unos pozos de agua potable y su canalización hasta los pueblos de Pucuto y Pumaorcco, a unos cuantos kilómetros al sur del Cuzco.
«La contratación de la mano de obra, así como la compra de los materiales, no se habría podido realizar sin la intervención de un traductor local. Sus honorarios figuran en el apartado D, epígrafe 3.7, Gastos en Zona»; me hubiese gustado hablar quechua, pero aquellas gentes de pequeña estatura y piel de dudoso grosor parecían hablar desde las entrañas en una lengua tan antigua como hermosa de escuchar, «la lengua de los hombres» la llamaban.
La misma azafata me preguntó si era yo el pasajero que había solicitado un menú vegetariano, y me sirvió. Antes de que los asistentes de vuelo hubiesen finalizado el reparto de bandejas a los otros pasajeros, yo ya había vuelto a la anotación, esta vez en una hoja de cálculo, de todas las partidas que había apuntado en mi pequeño dietario de mano. Cada gasto, cada movimiento, cada documento, todo quedaba registrado en ese pequeño cuaderno.
Cuando la voz del sobrecargo anunció el inicio del descenso al Aeropuerto de Barajas, la mayor parte del informe ya estaba redactado.
Llegué a Barcelona en el puente aéreo de las cinco de la tarde. Un empleado de la fundación me esperaba en la puerta de arribos nacionales. Pasamos entre los abrazos de los recién llegados con parientes y amigos, y salimos al
parking
.
—Me alegro de verle, señor Abidal.
—Y yo me alegro de estar en casa.
—¿Desea pasar por ella antes de la reunión?
—¿Qué reunión? No recuerdo que nadie me hubiese citado para hoy.
—El señor Nomis me ha pedido que le lleve lo más rápido posible a la sede.
Me sorprendió. No era la primera vez que me esperaban para algo relacionado con mi viaje, pero siempre en misiones más complejas, de más calado, y por supuesto, con mucho más dinero o donantes de cierta importancia de por medio. Solo pedí tomar un buen café por el camino. El vehículo, un Renault blanco sin distintivos, entró en Barcelona por la Ronda del Litoral. Siempre se me hacía extraña la vuelta a la «civilización» después de un viaje, y tenía la sensación de volver a un mundo vacuo, insípido y, en muchos aspectos, despreciable. Aproveché la lentitud del tránsito para observar el interior de los otros vehículos. Personas solas, supuse que de vuelta del trabajo, con rostros tristes, taciturnos y síntomas evidentes de cansancio acumulado bajo sus ojos.
El chofer cogió la salida de Colón, se hizo un hueco en la poblada rotonda, y se desvió Rambla arriba, hacia la sede de Diners Nets, la fundación para la que yo trabajaba. Ocupaba una parte de la última planta del edificio en la calle Rivadeneyra, sede del Arzobispado de Barcelona, en pleno centro de la capital.
Al llegar el ascensor a la planta décima, me recibió un hombre orondo, con los pantalones en curioso equilibrio justo en el centro de su generosa barriga, y unos tirantes kilométricos que los aguantaban así. Alargó los brazos lo más que pudo y me abrazó.
—¡Cómo me alegro de verte, Cècil! Cuéntame, cómo te ha ido, qué tal el vuelo, pero dime algo, hombre —y cuando me soltó sin dejarme articular palabra, me palmeó la espalda, no supe si como saludo o para animarme a caminar en dirección a la sala.
Él era el único sacerdote con acceso a esa planta. Desde que comencé en Diners Nets, el «
bo d'en Pau
», como se le conocía, ya trabajaba, o vivía, allí. Avancé tranquilo entre las mesas, echando un vistazo de reojo a la mía para comprobar la altitud de los papeles en mi bandeja, y, sin detenerme, entré en la sala de juntas delante de él.
La sala en realidad era un estrecho pasillo paralelo a la oficina, como un gran tubo blanco relleno en su interior por una larga mesa de color arena. Al final del tubo se descolgaban una pantalla y, un par de metros más atrás, un proyector que la apuntaba desde el techo. La mesa estaba circundada por una docena de sillas reclinables tapizadas en color azul. El
bo d'en Pau
me despidió con un último empujón de apoyo y cerró la puerta. Sentado al fondo de la mesa estaba mi jefe, Oriol Nomis, el catedrático director de la fundación, acompañado por dos hombres a los que no reconocí.
—Pasa, Cècil, te esperábamos —Oriol Nomis me tendió la mano—. ¿Cómo te ha ido, cansado? No. Bueno, es normal, aún eres joven, espera a que llegues a mi edad, entonces sabrás lo que pesa un viaje de diez horas. Deja que te presente a dos buenos amigos, el padre Carles y el señor Navarro. Ambos pertenecen a la Diócesis de Lleida, y son muy buenos patrocinadores —remarcó la palabra «patrocinadores».
—¿En qué puedo ayudarlos, señores?
—Qué les dije, siempre dispuesto, siempre al grano y de confianza, no queda gente como Cècil, se lo garantizo —les dijo mi jefe al padre Carles y al señor Navarro, mientras con un gesto me invitó a sentarme.
Cuando lo hice, Oriol Nomis accionó un mando a distancia y sobre la pantalla comenzaron a proyectarse imágenes de figuras de santos, vírgenes solas o con el Niño en brazos, cuadros con motivos religiosos, y algunas fotos de pergaminos y libros antiguos. Fue una exposición muy rápida, de apenas un minuto en el que nadie alzó la voz. Rompió el silencio el propio Oriol Nomis.
—¿Sabes qué son? —me preguntó.
—Me han parecido antigüedades y, por nuestros acompañantes, supongo que vinculadas a la Diócesis de Lleida —sentí la incomodidad de los dos extraños, sobre todo del padre Carles.
—En efecto, Cècil, son antigüedades, pero de un extraordinario valor, y sabes lo mejor, no son de nadie porque no están incluidas en ningún registro oficial de la Iglesia —hizo una pausa—. Por eso, te hemos hecho venir con tanta urgencia. Además, supongo que también eres consciente de la discreción necesaria para seguir tratando este asunto.
—Creo que se equivoca de persona si lo que desean es un experto que las tase, yo no tengo ni la más remota idea del valor o de la autenticidad de estas piezas.
Oriol Nomis iba a hablar, pero el señor Navarro se adelantó.
—No queremos que nos diga qué valen, eso ya lo sabemos, queremos venderlas y necesitamos alguien de extrema confianza que nos ayude a hacerlo. Como bien le ha dicho el señor Nomis, la discreción en este asunto es vital.
Me giré hacia mi jefe.
—Mira, Cècil, no es lo que parece. No son piezas robadas, si es lo que te preocupa —cuando Oriol Nomis dijo esto, el padre Carles se agitó en su silla azul—. Hace bien poco, en una de las iglesias de la Franja, descubrimos por unas obras un pasadizo que había permanecido oculto durante muchos años, unos cuatrocientos si tenemos en cuenta la antigüedad de alguna de las piezas. El padre Carles es el párroco de esa iglesia y el responsable de que hoy nos encontremos aquí. Cuando el cura bajó acompañado del capataz de la obra, para sorpresa de todos, encontró cuatro cofres de madera forrados en plomo que contenían un inventario inverosímil y de un valor incalculable. Las fotos que has visto son solo una parte del inventario, pero para que te hagas una idea, una de las piezas es una silla de madera más antigua que la de San Ramón. El padre Carles tuvo la precaución de cerrar bien el acceso y de hacer prometer al capataz que jamás diría nada del hallazgo bajo pena de excomunión —no pude evitar una sonrisa, pero Oriol Nomis continuó impertérrito a mi ironía—, entonces se puso en contacto con el señor Navarro y con alguna autoridad más que no creo que sea de tu interés.
—¿Y esto sí? —pregunté señalando a la pantalla.
—Tú conoces mejor que nadie nuestros problemas de financiación. La gente no mide su buen corazón por el bolsillo, y cada vez las donaciones que nos llegan son menores. Las malditas ONG están acabando con la Iglesia y, lo que es peor, con los que vivimos por ella, ¿cómo vamos a realizar nuestra labor sin medios?, no se construyen pozos en la Conchinchina sin dinero para pagarlos —me sorprendió su tono—. Y la Iglesia, más preocupada a veces en otras cuestiones, no para de recortar las partidas para obras de caridad. Càritas está tocada, Mans Unides navega en la mendicidad, y estos son los buques insignia, ¿qué crees que pasará con nosotros?, si ellos no gastan, nosotros no auditamos, y lo que es mucho peor, las obras no se realizan. Por eso, el padre Carles solamente declaró haber encontrado tres cofres e hizo lo correcto, porque por ellos, como bien sabrás si has leído los periódicos, se pelean desde entonces las diócesis catalana y aragonesa.
—El inventario del cuarto cofre decidimos dedicarlo íntegro para obras de caridad —apostilló el padre.
—Ahí es donde intervienes tú, Cècil; me gustaría —rectificó ante la aceptación de los otros dos—, nos gustaría que te encargases de seguir la venta y «limpiar» el resultante para que pueda ser utilizado en mejores causas. ¿Qué te parece? Por supuesto, si decides no hacerlo, no hay problema y sabemos que contamos con tu silencio, pero nos gustaría que tu respuesta fuese sí.