El pendulo de Dios (18 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

—Casi hermano, de Puerto Rico —había tenido suerte y recibió el saludo del boricua puño contra puño, como se saluda en el Caribe—, ¿te ha llevado el carro la grúa?

—Estoy salao, hermano, me estaba tomando un café y la guagua me lleva el carro, coño, pero lo que me jode es que hace unas semanas tuve un
crash
con una van blanca que me jaló el paragolpes delantero, y solo pude ver que tenía matrícula española.

—¿De dónde eres tú? —le preguntó el funcionario.

—¡De San Andrés, hermano! Colombianos pa'lante —y le chocó de nuevo el puño—. ¡Cabrón de español! Oye
brother
, una pregunta, ¿tú no puedes hacer nada con esta multa?

—¡Qué va! El otro día llegó la grúa con el carro de mi hermana y na, pero ¿cuándo dices que te golpearon el carro? —preguntó el puertorriqueño.

—Hace como tres semanas.

—Mira, hace poco me trajeron un marrón, una van blanca con un tíguere muerto.

—No seas loco. ¿Un tipo con el pelo claro?

—No lo sé, no lo vi, pero la van sí, está aquí, ¿quieres verla por si es la que te golpeó el carro?

—Claro, aunque el tipo esté en el cajón, la van tendrá seguro.

El funcionario cubrió su ventana con una persiana interior y salió por la puerta lateral a su garita. Ante los gritos de los franceses que reclamaban su turno, les dijo, en francés, que un asunto policial requería su atención, y en claro español los mandó a la mierda. El Negro lo siguió hasta un
parking
interior en el que se apiñaban varias decenas de vehículos, y los pasaron hasta otro grupo de apenas una docena de ellos. El funcionario le aclaró que esos eran los que estaban en proceso judicial y que podía enseñarle la furgoneta, «la van», como él la llamaba, solo por fuera, sin tocar nada ni mucho menos entrar. El Negro asintió y se acercó, hizo ver que revisaba el vehículo y tomó nota de la matrícula; después, le pidió disculpas por haberle hecho perder su tiempo y le aseguró que no era esa la furgoneta que buscaba. Tuvo que escuchar, como pago al favor, que el boricua había llegado a Francia hacía cuatro años y que la vida era muy dura para los latinos, pero que se había casado con una francesa, y varias cosas más que el Negro olvidó en el mismo instante en que pagó su multa.

Desde el interior de su vehículo recién recuperado, hizo un par de llamadas. No tardaría en saber de quién era esa furgoneta.

Capítulo
19

Pompeya, Imperio Romano, año 75 d. C.

E
l horror tiene bastantes características que lo definen. Una de ellas es que no es inherente a la condición humana, aunque los humanos son los únicos capaces de crearlo por puro entretenimiento. Y otra es que, a pesar de ocupar un lugar difuso en la memoria, queda grabado con fuego eternamente en el alma.

Después de nuestra marcha de Secacah, Vitelio, como se hacía llamar mi dueño, y yo emprendimos el camino hacia la ciudad de Roma. A pesar de que mi condición fue desde entonces la de una esclava, pude admirar maravillas que había conocido solamente por los escritos. Atravesamos Egipto, donde vi las tres grandes pirámides brillar a un sol todavía más potente que el nuestro, y comprendí que esa fuera tierra de grandes sabios.

El viaje duró cerca de un año, casi lo mismo que tardó el general quitim en llegar a Roma tras nuestros pasos. Me explicó Vitelio que, mientras el general Vespasiano derrotaba a los hijos de Abraham en Judea, en la capital del Imperio se habían levantado conjuras y un golpe de Estado que lo obligó a dejar las tropas que arrasaron Secacah, y toda Judea, en manos de su hijo, un sanguinario joven que ordenó la destrucción del Templo. Pocos meses después de nuestro arribo a la ciudad, llegó para proclamarse emperador de Roma.

Para ese entonces, Vitelio se pudo casar de manera oficial gracias a su condición de veterano, y me declaró tutora de sus dos hijas, Aelia y Publia. Roma era una ciudad inmensa, mucho más de lo que podía haber soñado jamás. Miles de personas se agolpaban cada día frente a los comercios en que se podía comprar cualquier tipo de comida imaginable, o realizar los trueques más inverosímiles. Sin embargo, los tiempos eran difíciles y Vitelio no paraba de repetir que ese no era el sueño que lo había llevado a servir durante veinte años, así que un día, de repente, nos comunicó que nos trasladábamos a un lugar más tranquilo para aprovechar lo que le quedaba de su Aerarium Militaris.

Me alegré porque la vida en Roma casi consiguió desquiciarme. Roma era lo contrario, la parte donde el péndulo oscilaba de vuelta. Si bien mi vida era bastante tranquila, la locura de la urbe nos envolvía como una tormenta de arena en el desierto de Perea. En cada esquina de esa ciudad se elevaba un templo de oración a un dios diferente, aunque en realidad eran más parecidos a comercios que a lugares de culto. Así, las mujeres que deseaban quedar encinta depositaban panes bañados en leche frente a la figura de una mujer desnuda, y existía toda una sarta de ritos vacuos según cada petición. Alguna vez, y a pesar de la gravedad del comportamiento de esos hombres y mujeres, no podía evitar una sonrisa al imaginar qué habría pensado Yuhana si los hubiese visto, aunque esa sonrisa caía en tristeza con la sola evocación de su presencia.

Por las mañanas, daba clases de arameo y latín a las niñas. Les enseñaba también los pensamientos de los grandes maestros, y las instruía de igual manera en Matemáticas, Historia, Astronomía y Filosofía. Tuve la gran fortuna de contar con una excelente biblioteca que compró Vitelio con una parte de su paga de veterano para la formación de sus hijas. La primera en devorar todos esos volúmenes fui yo misma. De algunos de ellos tenía referencias por los viejos rollos de Secacah, pero me fascinó leer a Platón, Aristóteles, Homero, Cicerón y algunos sabios más. Gracias a todos estos escritos, pude combinar sus enseñanzas con mi iniciación anterior e instruir a las hijas de mi dueño.

El lugar escogido por Vitelio para iniciar una nueva vida fue Pompeya. Llegamos allí por la Via Apia, después de cruzar más de media península con todas las pertenencias de la familia en dos carretas tiradas por bueyes. Vitelio compró, con lo que le quedaba de la paga de veterano, una pequeña casa cerca de la ribera del río Sarno y de la Thermopolium, y montó un modesto negocio de vasijas de cerámica al que dio el nombre de Numiana en honor del dinero que pensaba ganar. Desde ese momento, toda la familia de Vitelio pasó a conocerse como «los numianos».

Pompeya era una ciudad magnífica, mucho más cómoda que la capital, y aunque sus gentes eran un poco alocadas y concupiscentes, la belleza de la urbe era impactante. Como un gran árbol, tras la ciudad se levantaba una majestuosa montaña a la que llamaban Vesubio y en cuyas cumbres acostumbraran a reposar las nubes mientras vigilaban el valle fértil en frutales, vides y olivos.

Las calles de la ciudad eran rectas, a diferencia de los peligrosos callejones de Roma, y pavimentadas, y a cada banda de ellas se abrían comercios, restaurantes, baños y casas, la mayoría, de recreo para grandes personalidades del Imperio que solo permanecían en ellas durante los meses de estío. En todas partes se alzaban estatuas que representaban figuras humanas y animales como si fuesen de carne, y cuadros y mosaicos tan perfectos que se podía reconocer a las personas representadas en ellos. Las gentes no vestían túnicas gruesas como en Judea, ni mucho menos como las que vestíamos los hermanos de la comunidad de Yuhana. Spuria, la esposa de Vitelio, me obligaba a vestir finas túnicas de hilo casi transparente que llamaban «togas». También me obligaron a llevar una
fascia pectoralis
que me aplastaba los senos y los marcaba sin pudor contra la toga. Una de las mayores preocupaciones de Spuria era visitar tiendas de telas para comprar vestidos para ella y las niñas, lo que molestaba a Vitelio, que quedaba solo con los clientes que visitaban la Numiana.

Vitelio intentó comprar otra esclava para que realizase las tareas del hogar y ayudara en el comercio, pero Spuria, sobre todo después de ver las candidatas que le presentó su marido, se negó y lo convenció de que yo sola debía bastarme para ejercer de preceptora y sirvienta. La realidad es que nunca me molestó servir a Vitelio y su familia. Desde mi nacimiento, había comprendido que la única sabiduría se consigue con la entrega, pero no entendía cómo esos hombres, que se jactaban de pertenecer a un pueblo superior, no aceptaban la esencia primigenia de la existencia y se creían dueños de otras personas a las que sometían por la fuerza o el miedo al castigo. Nunca comprendí por qué el simple hecho de haber aparecido en aquel terrible instante ante los ojos del soldado me convirtió en un bien de su propiedad. Tampoco tuve jamás la intención de hacerle comprender lo errado de su actitud, pues nadie puede ser dueño de otro ser si este no lo acepta en su interior. Así podían obligarme a bañarlos, a lavar sus ropas, a cocinar y mantener la casa limpia, pero jamás lograrían ser mis dueños, porque nadie pertenece a otro ser, fuera de sí mismo y de Dios. Por exigencias de Spuria me vi obligada a realizar mis interiorizaciones a escondidas de la familia y los amigos, hasta que me fueron dejando lugar a mis propios espacios, satisfechos con la formación que daba a las niñas.

Aelia y Publia se convirtieron poco a poco en mi mayor dedicación. Aelia era un par de años mayor que Publia, que contaba apenas con diez años. Ambas eran dos niñas despiertas que se entusiasmaban ante cualquier indicio de historia nueva que les pudiese relatar. Nunca había tratado con niños, ni menos aún había sentido el peso de la influencia. Cada palabra, cada consejo, cada enseñanza que les daba se escribía en sus rollos apenas vírgenes a esas alturas. De una correcta educación aparecerían dos seres abiertos y entregados a la Ley. Sin embargo, tanto Plinio como Spuria me habían prohibido con absoluta rotundidad cualquier enseñanza de las que ellos llamaban «judías». Alguna vez, intenté hacerles comprender la importancia de la observancia de la Ley, pero en realidad ni yo misma estaba ya convencida de su verdadera esencia. Yuhana cambió la forma de entenderla según lo hacían los hermanos de Secacah, y después Yeixú volvió a variar todas las enseñanzas de Yuhana ignorando no la Ley de Moisés, sino todas las leyes escritas. Además, ahora tenía acceso a las enseñanzas de grandes hombres en las que ninguno hacía siquiera mención a ella.

Sí que les hablé de Yeixú, y de Yuhana, y de su concepción diferente de la vida, pero jamás les hablé de su ofrenda, ni a ellas ni a nadie. Les entusiasmaban sus historias, me hacían repetir una y otra vez cómo había caminado por el lago, o cómo convirtió en un banquete apenas dos mendrugos de pan y un par de pescados. Les encantaban las historias de cómo sanaba enfermos, aunque olvidaban todas sus enseñanzas ante la promesa de una nueva tela por parte de Spuria. Al convivir con personas que no pertenecían a ninguna comunidad, comprendí otras muchas cosas, una de ellas, el significado de la competencia por el cariño y la aceptación de los demás. Spuria competía conmigo constantemente. Quizá se sentía inferior por su nula formación intelectual o espiritual, aunque yo jamás la contemplé así, ni a ella ni a nadie, pero sabedora como era de mis conocimientos, apartaba a las niñas en plena explicación para ungirlas de perfumes y ungüentos, o para llevarlas a los baños y a probarse vestidos que pagaba el pobre Vitelio con horas y horas de trabajo tras la mesa del taller.

Nunca comprendió Spuria que el amor no se almacena en vasijas, sino que la única manera de hacerlo crecer es a base de desprenderte de él en lugar de acapararlo. Mi trato con ella siempre fue correcto, la trataba como le gustaba y, en todas las ocasiones que salíamos a la vía pública, caminaba dos pasos tras ella. Pero sus quejas a su marido, sobre todo al principio, mientras vivimos en Roma, fueron constantes. Vitelio, sin embargo, intentaba llevar la situación como mejor podía. A escondidas de sus tres mujeres, aprendió de mis manos a leer y escribir con un candil de sebo, en el lugar donde guardábamos los bueyes. Creo que esa experiencia fue de las más felices de su vida. Él amaba a sus hijas y respetaba a su mujer, pero el brillo de Vitelio cuando veía a sus dos hijas recitar a Homero no era comparable a ninguna otra faceta de su existencia.

Poco a poco, la Numiana comenzó a tener fama entre los comerciantes de aceite, vino, especias y granos que hacían escala en la ciudad, y la familia de Vitelio empezó a gozar de un mejor estatus social. A la casa inicial pronto se le unieron las dos vecinas. Trasladó el almacén a la más cercana a la desembocadura del río Sarno y entonces transformó las dos viviendas colindantes en una sola. Hizo construir un hermoso patio con una fuente en el interior, y adornó las salas con suntuosas telas y mosaicos en los que se leían frases como «
Salve, lucrum
». También hizo pintar la pared principal del triclinio con un fresco de sus dos hijas. Las representó tocadas con dos diademas de oro en sus cabellos, a Publia con una túnica de color morado, a Aelia con otra de color blanco, y a ambas con un rollo en una mano y una pluma en la otra. Era una pintura hermosa, de una belleza tal que me hacía incomprensible que ese mismo pueblo fuese el que arrasó Judea. También hizo grabar en la puerta principal de la casa una inscripción que avisaba a los esclavos de que serían castigados con cien bastonazos si se atrevían a cruzarla sin el permiso de sus amos.

Yo, que hasta entonces había ocupado un modesto jergón en el almacén de las vasijas para que no las robaran, me vi recompensada con una pequeña separación en el mismo almacén y que sirvió, además de mi propio dormitorio, de biblioteca familiar.

El éxito de la Numiana trajo la llegada de más esclavos, y poco a poco me fui librando de las tareas de limpieza, cocina y servidumbre, para ser mi única función la de cuidar en todo momento a las dos niñas.

A pocas casas de la Numiana se levantaba la Thermopolium, una gran taberna en la que remojaban sus gargantas la mayoría de los hombres de la ciudad y los marineros que fondeaban en el puerto. Era un lugar peligroso, sobre todo de noche, aunque de allí llegaban la mayoría de los clientes de Vitelio, que cada vez con más frecuencia se veía envuelto en asuntos de la ciudad. Habían constituido una asociación de comerciantes y querían que Vitelio fuese el presidente, cargo que alegraba más la vida de Spuria que la de él mismo, pues sabía que a ese nombramiento le sucedería toda una serie de gastos y patrocinios de los nuevos edificios que se comenzaban a construir por toda la ciudad. Pompeya no estaba gobernada por un rey, como Judea, sino que eran los propios ciudadanos quienes escogían entre sus miembros de más renombre a aquellos que deseaban para regir los destinos de la urbe, y como bien le recordaba Spuria a cada momento, estaban a punto de iniciarse las carreras para presentarse a tales cargos, por lo que le convenía aceptar la presidencia de la asociación y comenzar con la construcción de algún edificio, unas termas, o cualquier otra cosa que alegrase la vida de los convecinos.

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