Entonces, comprendí algo que parecía haber olvidado en lo más hondo de mi memoria, que Yuhana tenía razón en sus avisos apocalípticos y que yo también había muerto un día. Dejé a Vitelio y a Spuria que velaran los cuerpos difuntos de sus hijas, que los lavaran una vez hubiesen recobrado un poco de calma y les buscasen un mejor acomodo. Salí de nuevo a la calle. La noche era oscura, y solo la gran montaña se había encendido en su cima con una fuerte luz roja que bañaba la desgracia de tonos ocres y un fuerte olor a salitre. El desorden era absoluto. Busqué un lugar tranquilo y me desaté del cuello la bolsa de piel con los cabellos de Yeixú.
La puse con sumo cuidado sobre mi mano izquierda y, poco a poco, retiré el envoltorio. Entonces, cerré los puños y miré en mi interior. La sonrisa de Yeixú me aclaró el siguiente paso. Volví a la casa y entré en el almacén. Vitelio y Spuria estaban sentados en el suelo. Ni siquiera se habían atrevido a mover a las niñas. Me acerqué a Vitelio y le pedí que me dejaran un instante con ellas. En un principio, ninguno de los dos aceptó, pero alegué el amor que les tenía, más incluso que si hubiesen sido mis propias hijas, y accedieron. Me senté primero junto a Publia y la abracé. Estaba fría y su piel, golpeada por los cascotes que le habían costado la vida, comenzaba a tomar un color violáceo; miré a Aelia y vi que, bajo sus cabellos rubios y sus múltiples golpes y heridas, empezaba a adquirir el mismo color que su hermana. Quizá lo que iba a hacer no era lo más correcto, quizás el camino de esas dos niñas debería haber finalizado allí, pero en lo más profundo de mi corazón sentía una tristeza infinita y la necesidad de mitigarla. Me tomé un último momento para comprender que lo que estaba a punto de acometer no lo hacía por interés propio, ni por mi necesidad de amarlas o de que ellas me amasen, sino porque las amaba de verdad. Entonces, cogí la mano izquierda de Publia y la abrí. Estaba agarrotada, pero con cuidado de no quebrar ninguno de sus jóvenes huesos, conseguí desanudar su palma, coloqué un cabello de Yeixú en ella y la cerré. Una luz blanca brotó del puño y en un instante cubrió todo el cuerpo de la niña, que se incorporó con la pereza de quien despierta de muchas horas de sueño. Realicé el mismo ritual con su hermana, y en pocos instantes, las dos niñas estaban abrazadas a mi cuello.
Cuando quise avisar a Vitelio, lo vi apoyado en el umbral del almacén, con los ojos abiertos como el cuello de una de sus famosas vasijas, y, aunque lo único que hizo fue correr a abrazar a sus hijas mientras llamaba a gritos a su mujer, supe de inmediato que jamás debería haber dejado que nadie conociese el secreto. Sus gritos atrajeron a los vecinos y en menos de un minuto se congregó, en lo que quedaba de la Numiana, una multitud. También Cayo Plinio volvió sobre sus pasos atraído por la algarabía y lo vi conversar con Vitelio, por cuyos gestos supe que le narraba lo que había sucedido. Antes de marchar, Plinio me llamó a gritos por toda la calle, pero yo había buscado un lugar tranquilo donde ocultarme y aceptar lo que había ocurrido.
Con las primeras luces de la mañana, intenté acercarme hasta la Numiana, cubierta para no ser reconocida, mas la encontré desierta. Después, supe que el bueno de Cayo Plinio había enviado a toda la familia a su residencia de Misenum, al otro lado de la bahía. La mañana sirvió para hacer recuento de daños y celebrar las exequias por las muertes nocturnas, pero no había alcanzado el sol el mediodía cuando el Vesubio, que resoplaba nubes desde la noche anterior, comenzó a rugir de nuevo. El estruendo de la montaña creció de golpe hasta contagiar a la tierra, que se sumó a su ira y empezó a temblar. La gente se levantó y corrió despavorida en busca de refugio, aterrorizada por el recuerdo de la última noche, pero no existía lugar de cobijo, no contra esa fuerza que comenzaba a desatarse.
Una terrorífica explosión reventó la montaña y nos destrozó los oídos. La onda de la detonación nos lanzó a varios metros, y una gigantesca columna de humo negro se elevó desde la cima de la montaña, abierta por la mitad, en forma de hongo macabro premonitor de lo que se avecinaba. Empezaron a llover pedazos de tierra, piedras y cascotes, y se levantó un polvo negro tan espeso que cubrió el sol envolviéndonos a todos en una profunda oscuridad que acabó por enloquecernos. El aire se estancó y de la cumbre reventada del Vesubio emergió un mar encendido, el aliento de un Dios vengativo y cansado de que sus hijos ignorasen sus mandatos una y otra vez. Ya no quedaban oportunidades y Yeixú se había equivocado. Era el fin de todo. Recordé los escritos sobre las ciudades de Sodoma y Gomorra, pero en Pompeya no se salvarían ni aquellos puros de corazón que tuviesen el valor de no mirar atrás.
La gente aprovechó un segundo de paz después de la primera explosión y corrió en dirección al puerto: si existía alguna posibilidad de salvación, quizá fuese el mar. Las madres abrazaban a sus hijos en un intento vano por protegerlos, y los esclavos corrían liberados de sus dueños, que procuraban cobijarse en la falsa seguridad de sus casas. No se movía ni una pizca de aire, y las brasas que vomitaba el Vesubio caían a peso sobre la ciudad en forma de cenizas ardientes. Los barcos se incendiaban con los pocos atrevidos que habían conseguido encaramarse a sus cubiertas, y los techos de los edificios cedían al impacto de las piedras para dejar paso franco a las cenizas que se colaban por todas partes. De tanto en tanto, las llamaradas que brotaban de la montaña iluminaban la ciudad por unos segundos, y después desaparecían escupiendo más y más cenizas y piedras ardientes.
Un aire denso y envenenado de azufre hizo el resto. Los que no murieron por el impacto directo de alguna roca, estallaban por dentro al respirar ese aliento ardiente, o caían envenenados a pesar de sus intentos por cubrirse la cara con telas y paños. Los ancianos tuvieron la fortuna de morir primero, al igual que los niños, incapaces de almacenar tanto terror en sus pulmones. Pero solo fue cuestión de tiempo que cayeran todos los demás. En pocas horas, las cenizas alcanzaron más de un metro de altura, y los que habíamos conseguido sobrevivir a las primeras embestidas, incluidos los perros que jadeaban encadenados a las argollas de sus amos, dejamos nuestras vidas enterrados en una capa de fuego divino convertida en polvo maldito.
H
abía llegado el día.
Hacía más de una semana que el abad nos había avisado del traslado de Azul a una clínica privada, supuse que arreglado por la condesa.
Lo cierto es que se había recuperado bastante bien. Ya conseguía incorporarse, no sin cierta dificultad, y también era capaz de llegar al baño con ayuda, aunque se negaba a contestar ninguna de mis preguntas acerca de su vinculación con la orden. Cada vez que le preguntaba, se limitaba a no responder o se sumía en una depresión que me hacía sentir culpable por mi insistencia, así que, después de varios días de comprender que no avanzaría en ese camino, mi moral fue resquebrajándose hasta la nula preocupación. Sería justo reconocer que la alegría por el encuentro y la esperanza de reflotar viejos barcos hundidos se habían evaporado en apenas unas semanas. El tiempo que pasamos separados y, sobre todo, las últimas revelaciones me apartaron de la ensoñación de una época mejor y de la esperanza de la repetición. Por eso, casi esperaba con más alegría el día de la marcha yo que la propia Azul.
Ella misma me había pedido que no llamara a Oriol Nomis, y yo no veía el momento de volver a mi vida, a mis viajes, encerrar de nuevo todos los cadáveres en el viejo armario y echar la llave al fondo del mar, como en la canción.
—¿Quieres que te guarde algo más? —le pregunté.
—No, Cècil, muchas gracias.
Se había vestido con una falda ancha hasta los pies y una blusa de color café que disimulaba sus vendajes. Mientras cerraba la pequeña maleta que habíamos preparado para su marcha, comprendí lo realmente hermosa que era, pero también que no me pertenecería jamás. Desvié la mirada al techo, casi toda la luz que me había tocado en esas semanas procedía de aquellos fluorescentes.
—¿Está lista, hermana? —preguntó el hermano Jacques, el máximo responsable de que Azul todavía estuviese con vida.
Ella asintió y a la orden del hermano trajeron una camilla con ruedas altas, de esas que se pliegan al entrar en una ambulancia. Ayudamos entre los dos a Azul a cambiar por la camilla la cama en donde había pasado algunos de los peores momentos de su vida, y la condujimos afuera.
—Cècil, prefiero ir sola. Muchas gracias por haber estado conmigo, sé que nunca podré devolvértelo, pero te prometo que te llamaré en cuanto pueda y hablaremos en otras condiciones.
—Claro, te comprendo. No te preocupes, solo recupérate bien y cuando estés fuerte me llamas —¿qué más podía decir?, allí se acabaron todos los sueños por meterme en su cama o en su vida de nuevo.
—Por cierto, ¿sabes por qué Ganesh monta un ratón? —me preguntó.
—¿El elefante? —pregunté yo, y ella asintió.
—Dice la leyenda que Ganesh es hijo de Shiva y dios de la sabiduría. Parece que, un día, Shiva encargó a sus dos hijos que montasen en sus cabalgaduras y diesen una vuelta completa al universo. El hermano de Ganesh, no recuerdo ahora su nombre, que montaba un pavo real alado, partió volando sobre él para dar la vuelta al universo. Cuando regresó al punto de partida, Ganesh ya estaba allí. Simplemente había dado la vuelta sobre sus padres y él mismo. Ese era todo su universo. Desde entonces se le conoce como «el dios de los que andan tras de sí mismos». Que él también te dé su bendición —me besó en la mejilla y se fue.
La pena se mezclaba con la alegría de que todo hubiese acabado de una vez. Estaba tan triste como amargado, amén de sorprendido y deseoso de largarme de allí, así que me senté en la cama, recogí lo poco que tenía, sin contar con el dinero, que por supuesto ya había entregado, y esperé unos minutos. No tenía ningunas ganas de salir y encontrarme con la ambulancia, o lo que fuera, ni con todos los curas hablando en francés y llamando «hermana» a Azul. Basta, si ella quería ser monja, pues muy bien, pero yo no tenía vocación de San José, ni de mártir, ni de nada por el estilo. Sabía que era bueno en mi trabajo y solo deseaba regresar a él, aunque jamás volviera a ser como antes. Una persona no puede caminar hasta la esquina de una calle para ver un accidente de tránsito y regresar atrás como si no hubiese visto nada. Lo que se vive queda grabado y no se puede ignorar, pero a pesar de ese conocimiento interno de que los cambios no se habían detenido, necesitaba creer que podría regresar a mi apartamento de Barcelona y a mis viajes por el mundo cargados de buenas intenciones.
Quise despedirme del abad antes de salir, pero el hermano Benet fue la única cara conocida que encontré. Supuse que mi visita a la abadía había roto la regla del «
Ora et labora
» y que todos los hermanos estaban, si cabe, todavía más deseosos que yo de que me largara. El propio hermano Benet me acompañó hasta el aparcamiento trasero a recoger mi vehículo, un utilitario rojo cereza alquilado que me recordó a la boca del Infierno, más por el calor que se había acumulado en su interior que por otra cosa. No sabía muy bien cómo despedirme del hermano, así que me acerqué y le di un abrazo, él me besó en las mejillas y me fui.
Llegué a Barcelona cerca de la medianoche, reventado, con los ojos inflados y la cabeza tan confusa que casi añoraba las noches frente a la cama de Azul. Es curioso cómo la mente acostumbra a refugiarse en los recuerdos cuando la situación es nueva, aunque estos fuesen horribles en su momento, es como si llevásemos grabado en serie aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero lo cierto era que así me sentía cuando entré en mi apartamento, solo, cansado y hambriento. Comencé a deshacer el equipaje y encontré mi ordenador. No sabía si funcionaba, pero en él había quedado grabada para siempre la imagen de la cabeza de aquel tipo estampada contra la chapa de la furgoneta. ¿Era en realidad posible que yo hubiese matado a un hombre? Otro cadáver más que añadir a mi repleto armario.
Tiré el poco equipaje al cesto de la ropa sucia, junto a la ropa que llevaba, y me quedé desnudo y descalzo. Los pies sudados dejaban las huellas del cansancio en el
parquet
y se evaporaban al cabo de unos segundos. Tenía ganas de ducharme, y también la pereza de hacerlo, así que primero decidí recuperar alguno de mis hábitos normales y mientras encendía el ordenador, metí un vaso con leche en el microondas. Abrí el bote del chocolate en polvo y metí la punta de la lengua, después diluí tres cucharadas soperas en la leche y volví a la sala. El ordenador no había arrancado y una rabia incontrolable me invadió. Solo atiné a pegarle un puñetazo a la pantalla inerte.
No fue esa una noche fácil, ni las siguientes. Tardé una semana en acudir de nuevo a la fundación Diners Nets, aunque ya había llamado la misma mañana de mi llegada a Oriol Nomis para decirle que había vuelto a Barcelona. Le dije que ya hablaríamos, pero que yo sí estaba bien, y así quedó la cosa hasta que fui a la oficina.
Me esperaba, y no solo él, sino todos mis compañeros y el
bo d'en Pau
, que me dio un abrazo que me obligó a doblarme para seguir la curva de su panzota. Desconozco qué sabían o qué imaginaban, pero parecía muy bien que volviese de la guerra o que hubiese salido de un coma por la alegría de todos al verme. Saludos, abrazos, palabras de ánimo, mi mesa limpia, y en el fondo, con las manos en los bolsillos y apoyado en el marco de su despacho, Oriol Nomis mirándolo todo con una media sonrisa que acentuaba su edad y su inteligencia. Cuando por fin conseguí llegar hasta él y entrar en su despacho, me dio un abrazo fuertísimo y me besó. En ese momento, me derrumbé y comencé a hablar como si me hubiesen dado cuerda. No recuerdo muy bien qué expliqué y qué obvié, pero a grandes trazos le hablé del dinero, de Suiza, del tipo que nos atracó, de cómo lo maté a golpes, de la herida que sufrió Azul y de cómo nos habían ayudado en la Abadía de Cîteaux. También le hablé de la condesa. Debía sacármelo de dentro, y era él o cualquier otro con quien me hubiese cruzado en ese momento. Lo que más pareció dolerle fue la herida de Azul, pero aguantó la compostura y me escuchó hasta el final.
—¿Cómo estás ahora, Cècil? —preguntó por fin.
—Confundido, pero después de haber vaciado toda la basura, algo más tranquilo.
—Te prometo que si hubiese sabido qué iba a pasar, jamás habría organizado esa subasta.