Sin embargo, no bajó nadie. Las paredes, diseñadas para que los ecos de las plegarías alcanzaran cualquier resquicio de la iglesia, no dejaron escapar ni un solo sonido al exterior. La luz de la luna que entraba por el ventanal principal iluminaba con clemencia el desastre que había causado en la tumba, pero no vino nadie. Cuando recuperé un poco de aliento, me levanté, y comprendí que si nadie había acudido ante aquel estruendo, podría emprenderla sin miedo con la puerta y salir de allí. Me sentí mal por haber atacado aquel sepulcro y me acerqué para pedir perdón a un sueño infinito que jamás debí perturbar. Entonces lo vi.
Los golpes habían dejado al descubierto un hueco en la mampostería adornada. Impulsado por el Diablo, metí la mano y saqué una bolsa de cuero atada con una cinta. Me la metí en el interior de la camisa y me fui hasta la puerta principal. Con la daga, comencé a hurgar entre el hierro de la cerradura y la madera hasta que conseguí desprenderla y abrir. ¡Lo había conseguido!
Nadie me vio salir de la abadía. Caminé escondiéndome, armado con la espada y la daga, que todavía conservo, el resto de la noche. Al salir el sol, esperé acurrucado en el margen de un camino con mis hierros prestos para defenderme, pero la fortuna me sonrió con un destacamento de soldados que iban de patrulla, y me uní a ellos. Al llegar a Reus, expliqué el ataque que habíamos sufrido y una parte de mi aventura. El capitán ordenó los ajusticiamientos arbitrarios de rutina y yo me reincorporé a mi amada División Lechi. Jamás hasta hoy expliqué a nadie lo que ocurrió aquella noche en la iglesia, ni mucho menos, lo que encontré en la tumba de quien, después supe, fue un gran rey incluso en las tierras de mis antepasados.
Todavía en el momento de escribir estas líneas, no comprendo por qué me sentí atraído al agujero que hice en los adornos de la tumba del rey, pero la realidad fue que en mis manos cayeron unos escritos que me cambiaron la vida desde el mismo instante en que los leí. Tardé varios días en encontrar un momento de paz para hacerlo. Fue en la Iglesia Prioral de San Pere, a la que acudí con un permiso como muchos de mis compañeros, que lo hacían para poner en paz su alma con Dios antes de salir de patrulla, o antes de enfrentarse al ejército que con la ayuda inglesa se formaba en las tierras catalanas. Me senté en uno de los bancos traseros y abrí por primera vez la bolsa de cuero que había robado de la tumba.
Mis nociones de latín, aprendidas del tutor con quien me dejó mi padre antes de morir en la guillotina, fueron insuficientes para entender el primer escrito, datado por un romano en el siglo I. Sin embargo, la carta enviada por un caballero templario al abad de Claraval, escrita en francés antiguo, me iluminó para llegar al final de mis días con la obsesión de encontrar a aquellos hermanos de blanco poseedores de secretos y milagros vetados al resto de los hombres.
Muchas fueron las veces que temí por los escritos, pues ni una sola de las tantas misiones en que participé me desprendí de ellos, y siempre tuve el miedo de caer herido, o muerto, con los rollos atados a mi torso. Nunca ocurrió y a finales del año 1814, cuando las últimas unidades del ejército francés cruzábamos la frontera de los Pirineos, rendidos, diezmados, hambrientos, asustados y odiados por toda una nación en la que habíamos violado y asesinado a más seres humanos de los que mi humilde memoria pueda recordar, fuimos requeridos para formar parte de la última gran misión del emperador, la que debatía su futuro en las lejanas tierras de la vasta Rusia.
El lugar de alistamiento para los supervivientes de la guerra ibérica fue Carcassone, a donde llegamos tras duras jornadas de caminatas interminables y allí, sin ni siquiera cambiar de uniforme ni armamento, se nos aguardaba para luchar en el frente ruso, que se deshacía como un bloque de hielo al sol. Mientras esperaba bajo el puente medieval mi nueva asignación, llegó hasta mis oídos la noticia de que se armaba una nueva legión para defender las últimas posiciones francesas en Egipto. No dudé ni un momento y me ofrecí como voluntario.
Llegué a la ciudad de El Cairo en el verano del año 1815, coincidiendo con la retirada de nuestras tropas, vencidas por los infieles y los malditos ingleses. Rendidos antes de comenzar, y el sueño del Imperio acabado. No tuve más opción y deserté. Sentí que si perdía aquella oportunidad, no tendría ocasión en mi pobre vida de llegar hasta esas tierras de nuevo, y desde allí hasta las que relataba el caballero templario en su escrito, que me sabía de memoria, apenas distaban unos meses de camino, así que me deshice de mis ropajes de soldado y me convertí en un peregrino más en busca de la salvación del alma en la ciudad santa de Jerusalén.
Aquellos escritos, y la túnica roída con que sustituí mi antiguo uniforme, me hicieron libre de la capacidad de matar. Cambié el fusil por un cayado y las polainas por unas sandalias que me destrozaron los pies y me abrieron el alma.
Me crucé con familias enteras, algunas que habían comenzado el camino huyendo de las tropas francesas, y que explicaban para mi vergüenza las barbaridades cometidas en sus pueblos. Vi de cerca algo olvidado, o quizá desconocido en mi vida, el amor por los demás, vi gentes que no poseían más que una bota de piel rellenada por cientos de veces de agua prestarla a los sedientos, y utilizar sus ropas como vendajes para aquellos a quienes el camino les había causado heridas. Con poco menos de treinta años, los vi amar a lo que llamaban Dios y que veían en cada resquicio de vida con el que se topaban. Recordé muchas veces el olor a menta de los vendajes con que me curaron aquellos monjes de blanco, aun a pesar de ser un invasor y enemigo de su tierra, y no pude dejar de imaginar ni un solo día cómo serían aquellos hermanos de los escritos que cada noche releía en secreto a la luz de cualquier antorcha.
La llegada a Jerusalén fue uno de esos momentos que la vida reserva para grabar con fuego en las páginas de nuestra historia. La cúpula dorada de la Mezquita de la Roca nos guió en los últimos pasos como un faro para los corazones que buscaban en esa ciudad la medicina de sus almas. Entramos por la puerta llamada ‘de Damasco'. Una abertura en el muro que circundaba una gran parte de la ciudad, más propia de un castillo medieval que de una urbe, con pequeñas almenas que hacían las veces de garitas de vigía y que me recordaron a las de Carcassone. Ya en el interior de Jerusalén, vi esa estructura repetirse en diversos lugares, mezclada con pequeñas casas mudéjares y covachas frente a las que permanecían sentados hombres vestidos con largas túnicas hasta los pies. El ruido era ensordecedor, tanto que me recordó a la única vez en mi vida que atravesé París. Cientos de personas ocupaban sus estrechas callejuelas, tomadas por rebaños de ovejas, cabras y camellos, que arrodillaban en cualquier rincón para exponer las mercancías cargadas en sus jorobados lomos. La ropa extendida en los ventanucos coloreaba los aromas que se mezclaban con las decenas de lenguas que inundaban las callejas, como si en aquel lugar hubiese un habitante de cada parte del mundo.
Nos alojamos en una antigua hospedería que había sido cuartel de los Caballeros del Temple, y de los que no quedaban más que unas cruces mal grabadas en el atrio de la puerta. Visitamos el monte Moria y los restos del sagrado Templo de Salomón, destruido por dos veces y nunca reconstruido de nuevo. La cúpula dorada de la gran mezquita dominaba como una estrella toda la ciudad, y su brillo se colaba por las ventanas de la hospedería sin más protección que unas cortinas raídas, cuyo color habían perdido muchos años atrás.
Nunca tuve una formación religiosa más allá de mis propios sentimientos y de las enseñanzas de mi matrona, pues el tutor que me instruyó hasta los doce años nunca me habló de ello. Sin embargo, en esos días de camino, y sobre todo desde la llegada a la Ciudad Santa, fui imbuido de mágicas historias sobre aquel a quien llamaban ‘el Mesías' y por el que comenzaba a sentir un extraño sentimiento de respeto y admiración.
Esos conocimientos de esperanza y renacimiento recién adquiridos, sin tener una conexión evidente con el fin de mi viaje, me hicieron valorar con más profundidad los escritos rescatados de la tumba del rey, y me animaron a emprender el último tramo de mi expedición. La epístola del caballero de Montbard hablaba de una ciudad llamada 'En Gedí, que, para mi alborozo interior, todavía existía. Cuando por fin abandoné Jerusalén, no me costó llegar hasta ella. La ciudad resultó ser un maravilloso oasis a pocas jornadas de la Ciudad Santa. Viví un tiempo bajo las palmeras del lugar, degustando platos de cordero asado con tortas de harina y aceitunas, y sintiendo la emoción del que se sabe a escasa distancia de su hogar y decide ralentizar el paso para no perder detalle del placer de los últimos momentos de soledad.
Debido a mi poco conocimiento del latín, me dejé guiar por los escritos del caballero André de Montbard, que tan solo apuntaba su partida desde 'En Gedí en dirección a Jericó. Entre ambos lugares debía estar la morada de los esenios. A veces me parecía oírlos en sus cánticos que imaginaba como los que había escuchado en Santes Creus. Hombres de corazón puro como aquellos, armados con un hábito blanco y la fuerza de la comunidad, pero la realidad fue muy diferente. Vagué varios días sin rumbo por las tierras áridas de Israel sin encontrar ni rastro de esa comunidad. Poco a poco, perdí el miedo a ser descubierto y pregunté a los lugareños por ellos, pero no comprendían mi lengua ni yo la suya, así que me fue imposible hallar razón alguna. El ánimo, hasta entonces halagüeño por la concatenación de sucesos que me acercaban a mi meta, se desvaneció como el calor de aquellas piedras al caer la noche. Permanecí por espacio de veintiocho días sin tomar más alimento que agua y tortas que mendigaba en las cabañas que encontraba. Me sentaba al caer la noche en las afueras de cualquier pequeña aldea y miraba el cielo, cada vez más convencido de mi fracaso. ¿Qué había pretendido con aquel viaje sin razón? ¿Qué buscaba en realidad, vivir entre hombres y mujeres que jamás me habrían aceptado? Si ni un valeroso caballero templario, monje y guerrero, educado para servir a Dios había sido aceptado, ¿qué me había impulsado a creerme más digno que él? ¿Ser un hombre moderno, hijo de la revolución? Cuán estúpido había sido y cuán prepotente. Veía en mi interior el mismo afán que había llevado al emperador a arrancar la corona de las manos del Papa para colocársela él mismo. Otras noches permanecía simplemente en silencio, mezclándome con el crepitar silencioso de las estrellas, y entraba en lugares de mi alma de cuya existencia jamás había sabido. La túnica holgaba cada vez más en mi cuerpo, y mi rostro se arrugaba por las largas horas expuesto al sol en un caminar tras la utopía de mi vida.
Pensé muchas otras veces en lastimarme y permanecer al amparo de la Providencia que había salvado al caballero, pero en unas ocasiones por falta de valor, y en otras por el convencimiento de que no habría servido de nada, no lo hice.
Un día, llegué hasta una nueva aldea desconocida e hice lo que ya se había convertido en una rutina, comí de la generosidad de sus habitantes y esperé el caer de la noche sobre mi cuerpo desnutrido. Pero esa noche sentí un peso en el corazón tan enorme que me postró sin respiración y me tuvo preso de un llanto que duró horas. Al amanecer, un grupo de chiquillos me pinchaba con palos para saber si todavía estaba vivo y comprendí que no. Esa noche había muerto el hombre que había sido hasta entonces y me sentí poseedor de una liviandad desconocida. Me levanté entre las risas de los niños, que se burlaban de mi deplorable aspecto, y comencé a caminar. Uno de ellos, en lugar de continuar los juegos con sus amigos, me siguió. Intenté varias veces espantarlo, obligarlo a volver a su aldea, con sus padres, pero el niño, desgreñado y con una nariz más grande que sus ojos de color miel, se limitaba a sonreír y seguirme unos pasos atrás, hasta que se atrevió y me cogió de la mano. Lo dejé, creí quizá que ese pequeño hombre andaba tan perdido como yo mismo. El niño, que no había hablado hasta el momento, sonrió y dijo algo que no comprendí, y entonces comenzó a guiarme por un sendero que se dirigía a una loma no muy lejana. Los dos caminamos en silencio, de la mano, hasta el final de la loma, y continuamos descendiendo un barranco de piedras puntiagudas y desprendidas que a punto estuvieron de hacernos dar con nuestros huesos al fondo del barranco. Nos sorprendió la noche y dormimos dándonos un calor que la vida parecía habernos negado a ambos, o por lo menos así lo sentí yo.
Al despertar, me encontré solo. Me levanté y comencé a buscar a mi pequeño amigo, pero había desaparecido y en su lugar hallé unas cuevas en la pared del otro lado del barranco. Sentí una emoción inmensa que me colmó de esperanza. Desaté los escritos de mi cuello y releí una vez más la descripción del lugar que había hecho el caballero, y entonces supe que estaba frente a las cuevas de los hermanos. Comencé a caminar hacia ellas y entré en tantas como pude, pero no encontré a nadie. Estuve en el lugar por espacio de varios días en los que no hallé rastro alguno de ser vivo, aunque sentía la certeza de que aquellos agujeros habían estado habitados alguna vez. Cuando comprendí que allí no encontraría a nadie y el hambre se hizo insoportable, decidí marchar. Quise permanecer una noche más al amparo de aquellas cuevas y fue en la última de ellas donde hallé, grabados con algún utensilio metálico, quizás un cuchillo, unos signos en la pared de la entrada.
Sentí que aquellos signos eran la clave para continuar con la búsqueda de los hermanos de blanco y regresé a París, a una ciudad devastada por la escasez y la miseria de la posguerra, y con más hambre, piojos y ratas que habitantes. Busqué en la Sorbona y recorrí en aquellos lejanos años, que me colmaron de alegrías, muchas ciudades tras la ayuda de sabios y estudiosos que no consiguieron jamás descifrar aquellos maravillosos signos. No fue hasta al cabo de los años que comprendí el gran regalo que aquellos hermanos me habían hecho sin ni siquiera prestarse a aparecer. Me habían regalado la vida. El hombre que murió en la aridez del desierto judío vio nacer al hombre que he sido hasta hoy, un hombre finito, ignorante sabedor de todo lo que desconoce, que ha viajado por las urbes europeas con el único afán de saber y comprender no solo qué decían aquellos misteriosos rasguños en la roca de la cueva, sino quién era yo y por qué caminaba sin cesar. Comprendí entonces que la búsqueda siempre fue mejor que el hallazgo y que hoy, con mis huesos cansados por tanto andar, mis ojos siguen buscando la mirada experimentada del anciano y la sabiduría de la inocencia de un infante. Renuncié a un amor para vivir cientos, aprendí lenguas extrañas, entre ellas latín, y comprendí las dos maneras de vivir, con angustia o esperanza, de la que siempre me acompañé. Comprendí que el mundo se rehacía de sí mismo como el Fénix de las leyendas y que todos, absolutamente todos, siempre son poseedores de razón. Aprendí a desconfiar de los dueños de la verdad y me acerqué con emoción a los que me explicaban que todo era posible. Leí sin tregua y me aparté de aquellos libros con la verdad impresa ya en su primera página. Nunca abandoné la lectura de los escritos, que llegué a comprender y recordar mucho mejor que si yo mismo los hubiese redactado, y me esforcé, desde el día que abandoné las cuevas, en parecerme lo más posible a aquellos seres quiméricos que mi imaginación representó en mil rostros diferentes.