—Ninguno de los dos estuvo en Qumrán. Ambos relatan, con diferente estilo, un lugar árido, sin árboles, sin palmeras, sin mar, y —remarqué bien mis palabras— ¡sin ruinas, si hubiesen estado en Qumrán hablarían de ella!
—¡Es cierto! ¿Cómo se nos pudo pasar por alto? —gritó Mars.
—No lo sé. Es evidente que no lo supimos ver, pero también alguien se encargó de hacernos creer que ese lugar era Qumrán…
—¡Marie!
—Sí, tu condesa. Todavía hay algo extraño en todo esto, algo que no alcanzo a comprender y que me tiene con la mosca detrás de la oreja —dije, y Mars rió de la expresión.
—Quizás ella tampoco sepa más, tal como nos advirtió.
—O quizá sí, lo que tengo claro es que solo contamos con nuestra intuición y nuestra inventiva para dar con el paradero final de Mariam.
—¿Qué propones que hagamos?
—Ir a comer.
Habíamos resuelto un paso que abría otro mucho mayor. ¿Dónde estaban esas tierras que detallaban los dos soldados con ochocientos años de diferencia? No acerté a tomar bocado, nervioso por la evidencia que acabábamos de descubrir y que de forma incomprensible se nos había pasado por alto. El lugar no podía estar muy apartado de Qumrán, porque ambas descripciones geográficas coincidían más o menos en la ubicación, de eso podíamos estar seguros. Además, tenía que ser un lugar con más cuevas, o por lo menos de más difícil acceso, ya que el caballero templario no las vio aun a pesar de estar muy cerca de ellas, y el soldado francés necesitó varios días para recorrerlas. Después de almorzar, cogí el libro de las cuevas y el mapa, y comencé a repasarlos. Además de la omnipresente Qumrán, el libro hacía referencia a otros yacimientos cercanos, pero ni en el mapa ni en el libro aparecían reflejados con claridad.
Encendí el ordenador y me arriesgué. La mitad de la información que podía encontrar en la red era falsa, y de la otra mitad, por lo menos un cincuenta por ciento era inexacto, pero necesitaba una pista, algo que sintiera en mi interior que era la pista buena. Aparecieron cientos de miles de enlaces que fui cribando poco a poco hasta que me quedé con tres que me parecieron bastante fiables. La información de las tres páginas era muy parecida, aunque tampoco eso era una garantía en un mundo de información cuya fuente principal era copiar y pegar. Leí despacio. En dos, advertía de nuevos hallazgos en otras cuevas por un tal De Vaux, el arqueólogo encargado de la mayoría de las excavaciones. Afirmaban que en una de esas cuevas se había encontrado el más antiguo manuscrito hebreo conocido, pero no daban información precisa del lugar. Algo me decía que andaba por el buen camino. Los ojos me dolían de seguir la pantalla oscilante del ordenador y de repasar la minúscula letra con que los creadores de las páginas las habían colmado de información. Mars me miraba sentada sobre la enorme cama de la habitación. Sus brazos, colgados por encima de mi cuello, me infundían la tenacidad necesaria. Entonces lo vi. En la tercera página, una decorada con una horrible música de claustro, encontré la anotación que necesitaba. «A dieciocho kilómetros al sur de Qumrán, en las cercanías de Wadi Murabba'at, los beduinos hallaron unas cuevas con diversos manuscritos». Una punzada en el estómago me lo decía con tanta claridad como se pueda tener al seguir una corazonada. Me giré y miré a Mars.
—Aquí está Mariam —le dije.
Me miró y me besó. Aprovechamos lo que nos quedaba de la tarde y toda la noche, y ni de eso, ni de nuestras pesquisas, dimos parte ese día a la condesa.
E
l Negro se impacientaba. Hacía varias horas que la oscuridad habría cubierto París de no ser por la cantidad inmoral de luz artificial que había en sus calles.
El hombre no había dado señales de vida y al Negro comenzaban a pesarle los párpados tanto como los días de espera. Cansado de no poder ni siquiera erguirse dentro de la furgoneta, echó el asiento del copiloto hacia atrás todo cuanto le permitió su mecanismo, y se sentó en él. Se estiró y todos los huesos de su columna rechistaron en un crujido. Le dolían las cervicales de mirar por los retrovisores de la furgoneta. Cada persona que había pasado cerca la sentía como el posible hombre misterioso que lo mantenía allí metido a cambio de la promesa de un buen fajo de billetes.
Se conocía de memoria los horarios repetitivos de los semáforos, que controlaba por el retrovisor derecho, y de las farolas, que a partir de la una de la madrugada se apagaban de forma intermitente. Había aparcado bajo una de las que se apagaban a esa hora. Ni rastro. Como tardara mucho, no tendría más remedio que echar una cabezada. Se reclinó un poco, y cerró los ojos.
Un golpe en el cristal lo despertó de golpe. Se lanzó hacia delante como un tigre después de varios días de encierro, y echó una mirada furiosa al transeúnte que se había atrevido a molestarlo. Un hombre, de estatura media, más bien grueso, abrigado con una gabardina que le cubría todo el cuerpo, miraba agachado por el vidrio de la puerta. El Negro abrió la ventanilla.
—¡Qué quieres! —lo increpó.
—Te habías vuelto a dormir, no sé si mereces la confianza que he depositado en ti —le dijo el hombre.
¡Esa voz, era él! Miró de reojo el teléfono móvil, las tres de la mañana. Abrió la puerta de la furgoneta y lo dejó entrar.
—¿Dónde están? —preguntó el hombre sin más preámbulos.
—Ahí dentro —señaló el Negro.
—Vamos.
La calle estaba desierta y la luz intermitente de las farolas era el único signo de vida en toda la zona. El hombre, que agachado no le había dado esa impresión, era casi tan alto como él, y sus facciones y andares no disimulaban la vida plácida de la que había disfrutado. «Un potentado», pensó el Negro, que lo seguía pegado a sus talones. El hombre le preguntó si era capaz de abrir la verja. No se había parado a pensar que necesitase hacerlo, pero movió la cabeza afirmativamente. En la furgoneta había herramientas. Fue hasta ella y volvió armado con una palanca. La apretó contra la cerradura y en un golpe seco la hizo saltar. Se echó un paso atrás y con un movimiento de mano invitó al hombre a entrar. Cruzaron el jardín. El hombre miraba a todos los lados mientras caminaba. Se pararon delante de la puerta de la entrada. Era una puerta antigua con una cerradura vieja, sin goznes ni bisagras reforzadas, un regalo. El Negro dio un par de pasos hacia atrás y cogió carrerilla. La puerta se abrió en un gran estruendo que la arboleda y la noche se encargaron de tragar. Pasaron, y el hombre volvió a cerrar la puerta, que ya no encajaba.
—Sube, deben estar arriba —le dijo después de echar un rápido vistazo.
El Negro se lanzó a la carrera por unas escaleras que subían al primer piso. Las luces se acababan de encender y el hombre, tranquilo en el recibidor, escuchó ruidos, gritos y golpes. Los ignoró. Siguió adelante hacia el interior de la casa y encendió un interruptor. La luz mostró una biblioteca que lo hizo estremecer. Era impresionante. Mientras el Negro peleaba en el piso de arriba, él se dedicó a mirar la extensión de volúmenes. Al cabo de unos minutos, escuchó un cuerpo rodar por las escaleras. Tras él, bajaba el Negro con una abuela, que no reconoció, y con Marie Stewart agarrada por la cintura. El cuerpo que yacía sin sentido en el suelo de la biblioteca era el de Azul Benjelali. Lo reconoció al instante.
—Aquí están —le dijo el Negro, que las llevó a empujones hasta su presencia.
El hombre las miró. El horror estaba dibujado en el rostro de aquellas dos mujeres que parecían haber caído al Averno de golpe. Marie Stewart forcejeaba con los brazos poderosos del Negro y lo insultaba entre gritos. Quería deshacerse de él para ir con Azul, pero no le fue posible y un último empujón la lanzó a los pies del hombre.
—Cuánto tiempo sin vernos, querida —le dijo—. Me alegré profundamente de que fueses tú quien estaba al frente. Eso lo hacía todo mucho más sencillo.
—¡Tú! Miserable asqueroso, ¿tú eres el causante de todo esto? —Marie Stewart no daba crédito a lo que veía.
—Vamos, no seas tan vulgar, no va con tu personalidad.
La otra mujer se había levantado del empujón y había corrido a ver a Azul. Colocó su dedo índice en su cuello. No había pulso.
—¡La has matado, hijo de puta! ¡Azul está muerta! —gritó la señora Bouvier. El Negro la miró con fastidio. No sabía si eso le rebajaría la prima prometida. Al final, la putita se iba a librar de él. Le entraron unas ganas inmensas de patearla, pero la mirada del hombre lo detuvo.
Agarró a la abuela y de un empujón la lanzó contra el cuerpo arrodillado de la condesa. Las dos mujeres se abrazaron, llorando, gritando e insultando a ese hombre que las miraba con absoluta parsimonia desde el centro de su amada biblioteca.
—Todos debemos morir un día u otro —se limitó a decir.
—Y tú lo harás para ir al Infierno —lo maldijo Marie Stewart. Él se encogió de hombros. Incluso el Negro se estremeció ante la frialdad de aquel hombre, más cercano por sus formas a un funcionario que al tipo que se había revelado que era.
—Vamos, todos acabaremos allí algún día. Ahora dime —miró a la condesa—, ¿dónde está Mariam?
—¡No te lo diría ni aunque me mataras!
—Bueno, eso tiene fácil solución. La verdad es que en estos momentos solo te queda decidir la forma.
—¿Por qué? ¿Por qué lo haces? —le gritó Marie Stewart—. ¡Tienes todo lo que un hombre pueda desear!
—Casi todo, querida Marie, casi todo. Son muchos años tras esta búsqueda para detenerme ahora por un sentimiento infantil de culpa. ¡Soy el escogido! —gritó en un arranque que contrastó con la pasmosa tranquilidad con que había procedido hasta entonces.
—¡Un asesino es lo que eres! —dijo
madame
Bouvier. El Negro se acercó para hacerla callar, pero un gesto del hombre lo detuvo.
—Vamos, abuela, no la conozco, ni usted a mí, así que no me juzgue. No tiene ni idea de quién soy.
—Sí la tengo, eres el ser más despreciable de la Tierra. El último que escogería el Maestro para hacerle el regalo.
—¡Ja, ja, ja! Los tiene bien puestos la abuelita —le dijo mirando a Marie Stewart—. Vamos, contesta a mi pregunta, ¿dónde está Mariam?
—No lo sé, pero jamás te lo diría aunque lo supiese —el rostro de la condesa estaba rojo de ira y su corazón se había partido en el mismo instante que la nuca de Azul—. Pero ahora entiendo muchas cosas. Tu interés por las obras del Císter, por saber en qué gastábamos hasta el último céntimo. Nomis, Simón al revés, el antiguo nombre de Pedro. Es ridículo. Siempre has estado detrás de todo esto, ¿verdad? Has mentido y traicionado todo lo que representa la búsqueda de Mariam. El regalo de Jesús fue para el bien de la humanidad, no para que un miserable como tú se apropiara de él. ¡Me das asco!
—No me juzgues, Marie, tú no. ¿O es que no has deseado nunca poseer ese bien igual que todos? Saber que tu piel no se plegaría al avance del tiempo, que la consecución de cualquier meta sería solo cuestión de paciencia. Poder gozar del placer de la carne nueva sabiendo que la vida es infinita y que tu poder también.
—¡Jamás! —gritó Marie Stewart.
—Bueno, permite que no te crea. ¿Acaso prefieres verte como ella? —señaló a
madame
Bouvier—. ¿Convertirte en un andrajo después de toda una vida dedicada a apagar el deseo de la inmortalidad? Lo siento, pero no me lo creo. Quizás el problema es que te falta valor incluso para soñar algo diferente a lo que te ordenaron que soñases. Que no se muevan —le dijo al Negro.
Oriol Nomis subió a las habitaciones, rebuscó por ellas y al cabo de un rato bajó. No había encontrado nada que atrajese su atención. Al pasar por la biblioteca, las miró de reojo. Las dos mujeres estaban sentadas en el suelo, abrazadas, envueltas en un llanto que casi le produjo risa. Abrió una puerta, era un baño, la cerró y abrió otra, la cocina. Una cocina que se dibujaba a los golpes del fluorescente en su arrancada. Cuando la luz se estabilizó, el hombre entró y vio una mesita con tres sillas a su alrededor. Sobre ella, un bloc de notas, varios papeles y un ordenador. Lo encendió. La musiquita del sistema operativo al cargarse rebotó estremecedora contra el silencio de la biblioteca. No pedía clave, bien. Los iconos del escritorio resaltaban sobre un fondo de pantalla con una fotografía de una biblioteca inmensa. Los examinó. El navegador, el correo, los programas de texto y hojas de cálculo, documentos creados con el procesador de textos, un reproductor de música, la papelera…, lo normal, lo que cualquiera tenía en su ordenador.
Se sentó en una de las sillas. El Negro mantenía a raya a las dos mujeres, que lo insultaban sin piedad desde la biblioteca.
—Hazlas callar —dijo Nomis sin girarse. Y el estruendo de un golpe siguió a sus palabras.
Comenzó por los documentos de texto, los abrió uno por uno hasta que encontró algo interesante, la transcripción al español de los escritos hallados en Santes Creus, y a los que él no había tenido acceso por la incompetencia de sus cuatro hombres. Ya les estaba bien pudrirse en la cárcel. Leyó por encima, interesante, aunque el momento actual ya lo había sobrepasado. Sabía que Cècil y Mars habían partido a Israel en busca de alguna pista, pero a pesar de sus intentos por averiguar algo más, no lo había conseguido. Ahora tenía la oportunidad de saber cuál era esa pista. Siguió buscando, abrió imágenes. La mayoría eran portadas de libros antiguos.
—No la encontrarás nunca —le gritó Marie Stewart. Él escuchó cómo un puñetazo se estrellaba contra la carne, y ya no la escuchó más.
Movía el ratón por la pantalla, pulsando en cada documento que le parecía interesante. Si no encontraba nada allí, comenzaría a examinar carpeta por carpeta. Cuando ya había mirado todo lo que le resultaba conocido, vio un icono que no sabía a qué pertenecía. Una especie de antena parabólica y un título en francés,
Satellite
; lo pulsó y el programa se puso en marcha. Una gran bola del mundo se dibujó contra un fondo negro y comenzó a girar, mientras en la parte superior de la pantalla se desplegaba un menú de opciones, todas en francés. Iba a cerrar aquel programa que parecía una especie de atlas digital cuando la bola se detuvo. Lo hizo en Israel. El hombre apartó el ratón de la "X" que cancelaba el programa y esperó. El mapa se fue ampliando en la pantalla hasta que una gran mancha alargada se identificó con el nombre de
Mer Morte
. Quizás habían consultado ese atlas antes de enviar allí a Cècil y Mars. Poco a poco, se fueron dibujando poblaciones y puntos marcados que se unían mediante una línea de color rojo. La línea recorría el espacio entre Tel Aviv y un lugar a pocos kilómetros del mar. ¡Aquello era Qumrán! No podía creerlo, habían estado investigando en Qumrán, era allí donde creían que se escondía Mariam. Podía ser, tenía sentido. Pero por qué aquellas líneas. No representaban carreteras, ni caminos, nada que tuviese una cierta lógica. Con el ratón, seleccionó una lupa en miniatura y pulsó sobre la zona. Esta se amplió.