—Su Santidad le envía saludos en Dios.
—Que Él lo ilumine en su camino —contestó Roberto.
El nuncio Celletti se sentó de nuevo en el sillón, frente al fuego, y se acomodó como mejor pudo entre los cojines. El abad de Saint Michel permaneció en pie.
—Abad Roger, las palabras de Su Santidad solo deben ser oídas por nuestro hermano Roberto.
El abad se persignó y aceptó, no sin cierto aire de disgusto, abandonar la sala tras los hombres del miembro de la curia. No le gustaban aquellas intromisiones en su abadía, y menos que fueran secretas incluso para él. Hacía varios meses que había recibido la orden de dejar al abad de Molesmes libertad absoluta en su biblioteca, algo que estaba negado para cualquier hermano, fuera de él mismo y del bibliotecario, pero la orden había venido directamente con el sello del Papa, y no tuvo más remedio que abrir las puertas de todos sus secretos al abad Roberto, a quien no tenía nada que objetar salvo el hecho de que fuera un extraño. Decidió no hacerse mala sangre y los dejó.
—Su Santidad está impaciente por conocer vuestras opiniones, hermano Roberto —estiró la palabra «opiniones».
El abad de Molesmes miró de nuevo al enviado. No le gustaba. Sus modales prepotentes no eran los propios de un seguidor del Mesías, que, como Él mismo había predicado con sus actos, había escogido nacer en un pesebre. No podía imaginar ni por un momento a aquel hombre, cargado con un collar de piedras preciosas y un manto escarlata de la más pura lana virgen, sentado en un establo. De nuevo, un intento por reír de su ocurrencia casi le transfiguró el rostro. Pero ese era el hombre que el Papa había enviado, e incluso su posible sucesor si jugaba bien sus opciones en Roma, así que se armó de prudencia y contestó.
—No, no he encontrado ninguna otra referencia, eminencia —sintió la incomodidad del nuncio y no quiso ni pensar que pudiera ser por no caber bien en el sillón.
—¿Y sigue creyendo el abad de Molesmes en la autenticidad del escrito? —preguntó el cardenal Celletti.
—Sí —contestó breve Roberto.
—Como bien debéis saber, desconozco a qué escrito os referís, pero Su Santidad me pidió que os preguntara de esta forma y de igual manera me ordenó que si vuestras palabras eran las que acabáis de proferir, me acompañaseis a Roma inmediatamente.
—Como su eminencia ordene —aceptó Roberto, y se retiró.
El viaje a Roma sería largo, lo que le concedería un poco más de tiempo para preparar su alegato ante el Papa. Recordó entonces el inicio de su obsesión, y del mayor descubrimiento de su vida.
Hacía cinco años que un pescador dijo haber encontrado un rollo antiguo, «de mucho valor» según las palabras que escuchó en confesión. Todavía podía verlo, un hombre pequeño y duro como las raíces de un roble, con la piel quemada por largos años de cruzar el Mediterráneo, y el habla confundida de tantos acentos como lugares había vivido. «Se lo traje a usted para que me perdone por mis pecados», eso le había dicho antes de abandonar el rollo frente al confesionario de su pequeño Monasterio de Tonnerre. Supuso que sería algún hijo de la zona que creía purgar pecados lejanos con aquel gesto extraño, así que el entonces abad, Roberto de Tonnerre, aceptó el regalo con escepticismo y otorgó la dispensa al marinero.
Cuando salió del confesionario y agarró el rollo, sintió su longeva edad y se emocionó. Subió corriendo a la pequeña sala que ejercía de biblioteca y lo examinó a la luz de los candelabros. La firma le hizo comprender la importancia del hallazgo, Cayo Plinio, prefecto de Misenum. El escrito lo cautivó de inmediato. Pasó muchas horas a partir de entonces en el estudio del rollo. Medía cuatro palmos de largo con referencias escritas en los márgenes, y su texto estaba caligrafiado con letra minúscula de excelente factura. Una de las anotaciones marginales, «
Naturalis Historia, V, XV
», lo convenció de su autenticidad. La anotación correspondía con exactitud al lugar que debería haber ocupado en uno de los códices que conformaban la famosa enciclopedia del sabio romano.
Pero lo que de verdad lo mantuvo en alerta de vigilia todas aquellas noches fue la lectura del texto: «Al oeste, los esenios se mantienen apartados de la orilla para evitar sus efectos perniciosos. Son una raza solitaria, la más sorprendente del mundo, sin comercio sexual, sin dinero y sin más compañía que las palmeras. Su grupo conserva un número constante de miembros, aunque el tiempo pase, porque reciben a muchos hombres cansados de la existencia a cuyo modo de vida empuja el oleaje de la fortuna. Así, en el transcurso de siglos, el número de dichas gentes permanece constante a pesar de que nadie sea concebido, tan prolífico es para ellos el arrepentimiento de los demás hombres. Al sur estaba la ciudad de 'En Gedí, a la que solo supera Jericó en fertilidad y palmerales, convertida en la actualidad en otro monumento de muertos. Desde allí a Masada, fortaleza erigida en la roca, que tampoco dista mucho de Asfalto», y así continuaba con la narración de la existencia de un grupo de sacerdotes y «hombres sabios y santos conocidos como 'los hermanos de blanco'», que vivían en comunidad y estricta observancia de la Ley de Moisés. El hallazgo lo tuvo sin comer ni dormir hasta que cayó enfermo, e incluso postrado leía una y otra vez el texto, maravillado de la existencia de esa raza y sobre todo de su modo de vida. ¿Pero quiénes eran esos hombres santos que vivían en comunidad, de los que la Biblia no hacía la menor mención y con los que, sin haber tenido constancia hasta el momento, se sentía como si él fuese uno de ellos?
A la salida del sol, se arrepintió por enésima vez de haber comunicado al Papa, más pendiente de las luchas con el Emperador que de su labor pastoral, el extraordinario hallazgo. Pero qué más podría haber hecho si, sin el consentimiento del sucesor de Pedro, nadie tenía acceso ni siquiera a una sola página de un códice. La necesidad de ese permiso papal fue definitiva para tomar la decisión, y no tuvo más remedio que enviar un mensajero a Roma con sus deducciones. El propio Papa lo hizo llamar a la capital de inmediato al leer su misiva y le obsequió con un salvoconducto que le permitió visitar cualquier biblioteca del mundo cristiano. La única condición fue volver para ratificar o desmentir la existencia de tal grupo de hombres santos. Ese momento había llegado, y Roberto de Molesmes sabía bien que si aseveraba en la existencia real de los esenios sin un aval de peso, su vida valdría lo que tardaran en encender una pira.
Por suerte, el abad guardaba un último secreto, un descubrimiento asombroso que el Papa desconocía por completo, y del que no había encontrado ninguna referencia en los años de búsqueda tras la pista del códice. Un secreto que lo mantendría con vida o le costaría el destierro.
Pero este descubrimiento que esperaba no tener que compartir, en realidad, se había producido por casualidad. Una de las noches que se encontraba enfrascado en el estudio del rollo, lo acercó en demasía al velón para examinar uno de los márgenes y, ante sus asombrados ojos, se dibujó en el dorso del pergamino un texto oculto por la propia mano de Plinio el Viejo, y que el calor del velón había devuelto a la vida.
Consiguió descifrar el nuevo escrito preso de una excitación tal que le hizo desatender incluso sus labores y deberes de abad. Las recién encontradas palabras se mezclaban con las letras escritas a tinta bajo ellas, y su tenue sombra lo obligó a desenredar letra a letra el texto secreto, hasta que al fin consiguió transcribirlo todo a un nuevo pergamino para obtener un resultado que lo dejó al borde del éxtasis.
El texto narraba un episodio en Pompeya, donde el sabio romano había conocido personalmente a uno de los esenios de sus escritos, en concreto, a «
un ser de luz blanca y sabiduría propia del más avezado filósofo, aunque vistiera ropas de esclava
», y que servía a un viejo soldado, un tal Vitelio. Relataba en el texto algunas de las conversaciones con la esclava, interpretaciones de los escritos de Zenón de Elea y Homero, entre otras, pero también le fueron reveladas al romano las visiones que Yeixú y Yuhana tenían de Dios. ¡Esa esclava había conocido a San Juan Bautista y a Jesús de Nazaret! La emoción le dobló las rodillas y cayó preso de un terror y una excitación como no había sentido en toda su vida. La esenia también explicó que Yeixú era poseedor de los más grandes secretos solo permitidos a los grandes Maestros de Justicia.
Pero no fue hasta el final del relato que el abad Roberto comprendió por qué Cayo Plinio había decidido ocultar la historia mientras meditaba si hacerla pública o no. La mujer, a quien por fin llamaba por su nombre, Mariam, hizo algo tan sorprendente que jamás lo habría creído si no lo hubiese visto con sus propios ojos, «
dejándose vencer por un sentimiento de caridad, desenredó algo en sus manos y devolvió la vida a los cuerpos inertes de sus alumnas, ante el alborozo y sorpresa de su padre, que presenciaba absorto la escena en los restos de la Numiana
», un objeto que él no llegó a ver, pero que imaginó sería un regalo de ese maestro al que ella llamaba Yeixú.
—¿Estáis listo, abad Roberto? —la voz del nuncio lo devolvió a la realidad. El gordo cardenal lo esperaba a los pies del carruaje que los llevaría hasta Roma.
El camino se tornó pesado por las continuas quejas del cardenal, que era incapaz de encontrar una postura en la que permanecer más de una hora sin solicitar una parada, comida, bebida o desahogo. La llegada a Roma no mejoró el ánimo de Roberto de Molesmes. Esa ciudad hedía. Apestaban sus esquinas a estiércol, animales, orines y gentes, que se hacinaban en calles infestas de ratas.
A medida que subían el monte de San Pedro, el olor iba quedando en el llano, víctima de su propio peso y que le impedía elevarse más allá de aquellas inmundas calles.
A su llegada, fue conducido de inmediato ante el Papa, que lo esperaba sentado al fondo de una estancia con la única decoración de una cruz de madera sobre un hogar que ardía en crepitantes crujidos. A pesar de ser mediodía, unos gruesos cortinajes morados cubrían los ventanales y dejaban la estancia iluminada solo por el fuego y unos cuantos candelabros que se sustentaban con dorados en las paredes. Su Santidad estiró la mano y dio a besar el anillo al abad, que se arrodilló frente a él y lo besó, después se levantó y permaneció de pie. Solamente había un sillón en la estancia.
—Decidme, abad Roberto, ¿qué habéis averiguado en vuestras investigaciones?
—Nada —respondió el abad.
—¿Nada? ¿Afirmáis pues que vuestras anteriores palabras fueron una falsedad?
—Solo digo, Santidad, que no haber encontrado otras referencias al texto es justamente lo que lo hace digno de veracidad.
El Papa se reclinó en su sillón.
—Hermano Roberto, mi vida no será tan longeva como para andar con ardides de bibliotecario, contestad llanamente al heredero de Pedro, ¿os ratificáis en la existencia de un grupo de hombres santos, coetáneos del Mesías, y de los que las Sagradas Escrituras no mienten?
—Sí, Santidad —esa era la pregunta que lo podía llevar directo a una pira, pero el abad de Molesmes contestó con suma paz de su alma.
—¿Sois consciente de las consecuencias de vuestra afirmación? —Roberto de Molesmes inclinó la cabeza en señal de sumisión—. ¿Sabéis que en Vienne y Toulouse han sido ejecutados unos herejes que se denominan a sí mismos «puros y perfectos», y que visten de blanco en comunidades gobernadas por Satanás, muy parecidos a esos esenios vuestros? —dijo el Papa tras santiguarse.
El abad asintió, conocía la historia de esos cristianos que se asentaban en las tierras del Languedoc con el nombre de Bons Hommes.
—Solo nuestro Señor Jesucristo es puro y perfecto —contestó Roberto de Molesmes.
—Es cierto, muy cierto, ¿así que cómo pretendéis que crea esa historia?
—Santidad, no soy yo quien la escribe, sino quien ha tenido la dicha de hallarla.
—¿Y cómo os explicáis que esos hombres a los que llamáis «santos» no reconocieran ni adoraran la llegada del Hijo de Dios?
—Ningún judío lo hizo, Santidad.
Cada pregunta del Papa estaba dirigida a enterrar su descubrimiento bajo el miedo y la ignorancia. No podía permitirlo, se sentía responsable de la memoria de aquellos hombres que mil años atrás habían sentido la misma llamada de Dios que él.
—Hay algo más que debo confesaros, Santidad —debía intentarlo todo para salvarlos, para salvarse.
—¿Confesarme?, ¿acaso habéis cometido pecado, hermano Roberto? —sonrió satisfecho Urbano II.
—No, Padre, pero deseo que esta audiencia tome el rango de confesión a partir de este momento. Si no lo creéis conveniente, me retiraré y aceptaré la penitencia que deseéis imponerme.
¡Cómo se atrevía a poner condiciones al Papa un simple abad de campo! Urbano II se agitó de rabia en su butacón, pero no era un idiota que hubiese llegado hasta allí por precipitarse en sus decisiones. Quedaba claro que el abad no pensaba continuar si no era en esa condición, y nada arriesgaba por escuchar al anciano abad, así que asintió y recitó la fórmula sagrada.
—Dominus sit in corde tuo, ut animo contrito confitearis peccata tua —dijo el Santo Padre.
Roberto de Molesmes se arrodilló a su lado y le besó de nuevo la mano.
—Tu omnia nosti, Tu scis quia amo te
. Santidad, sí conocieron la llegada del Mesías —y comenzó a narrarle lo que había descubierto en el escrito oculto de Plinio el Viejo.
El Papa mantuvo un silencio sepulcral hasta que Roberto de Molesmes desahogó su última palabra, y lo absolvió.
—Domine Iesu, Fili Dei, miserere mei, peccatoris.
Ahora comprendía por qué el astuto abad había utilizado el secreto de confesión. Intentaba agotar las pocas posibilidades que le quedaban para salvarse de la acusación de herejía que planeaba sobre todo el asunto, desde la primera palabra del misterioso rollo hasta la última que acababa de escuchar tan sorprendido como asustado. Pero ¿y si existiese realmente un objeto relacionado con el propio de Jesús de Nazaret y capaz de devolver a la vida a quien lo poseyera? Sintió sus manos mojadas, víctimas del sudor frío que recorría su corta espina dorsal. Miró a Roberto de Molesmes, no era ningún estúpido, más bien al contrario, era uno de los grandes eruditos de la orden benedictina, y su expresión denotaba con absoluta claridad que no se trataba de ninguna broma, ¿entonces qué hacer?, si organizaba una búsqueda hasta Jerusalén y resultaba ser falso, perdería toda su credibilidad, pero si era verdadero, si realmente existía lo que acababa de oír de boca del abad, si realmente podía vencer a la muerte, ¡cómo no intentarlo!