—Lo que me habéis relatado es —buscó la palabra correcta— increíble, hermano Roberto. ¿Cómo podéis estar seguro de vuestras palabras?
—Lo que os he narrado es la reproducción exacta del texto descubierto, pero nadie puede afirmar que el romano no mintiera, aunque no veo motivo para contar una mentira y luego esconderla —las palabras del abad estaban cargadas de razón.
—¿Habéis traído el escrito a Roma? Desearía verlo con mis propios ojos.
—No, Santo Padre, el escrito se encuentra a salvo —los ojos del Papa se encendieron de ira—, temí que pudiésemos ser víctimas de algún robo o ataque en el viaje y preferí dejarlo seguro.
—Debo estudiar con detenimiento todo el asunto. Dejadme, abad Roberto, volved a Molesmes y esperad nuevas instrucciones —a pesar de las palabras del Papa, el abad no se movió de su sitio—. ¿Hay algo más?
—Solo el beneplácito de Su Santidad para crear una orden a la imagen de esos hombres y retirarme a la vida entregada a Dios y a nuestro Señor Jesucristo. Sabéis que mis palabras son valedoras de vuestra bondad.
Cuando el abad cerró la puerta tras él, Urbano II ya había tomado una decisión. Rastrearía hasta el último rincón de Tierra Santa si era necesario hasta encontrar esa reliquia, aunque para ello tuviese que derrotar a los musulmanes uno a uno con sus propias manos. Rió de su ocurrencia y poco a poco le fueron apareciendo en la memoria nombres más apropiados para esa labor que él mismo. ¡Iba a necesitar incluso un ejército!
E
l sonido intermitente de los árboles inundaba el coche como en una especie de mantra que nos tenía a ambos meditabundos y más preocupados en ordenar nuestros pensamientos que en mantener una animada conversación.
La lección de historia de la anciana me había dejado la cabeza hecha un lío, y después de consultar con mi ordenador portátil todas las enciclopedias virtuales que pude, no me aclaré mucho más. Lo que más me sorprendió de toda la información que conseguí recopilar, sentado en el asiento del copiloto del coche de Mars, fue que en menos de veinte años ocurrieron más cosas que en los setecientos anteriores. Entre la última decena del siglo XI y la primera del XII, nacieron órdenes religiosas, se crearon los Caballeros Templarios, se fundó el Císter, quemaron a los cátaros y se organizó la Primera Cruzada cristiana para recuperar Tierra Santa, más Hermanos Hospitalarios y no sé cuántas cosas más. Aunque era bien cierto que todavía me continuaba sonando a chifladura sectaria, o a
thriller
histórico barato, cada vez me sentía más atraído por ese momento tan particular de la historia.
—¿Has averiguado algo más? —me preguntó de improviso Mars.
—No mucho, la verdad. Tengo la cabeza llena de nombres, de fechas y de sorpresas históricas. Solo que en menos de veinte años ocurrieron más cosas que en setecientos. Pensaba que si las comunicaciones entonces eran complicadas, todo el mundo tuvo que correr mucho para hacer tanto en tan poco tiempo.
—Podrías consultar alguna web que hablara de Cîteaux, quizá nos pueda ayudar.
—También podemos pedir esa ayuda a tu amigo el abad.
—No creo que esté mucho por la labor, ya hizo un exceso ayudándonos con la primera visita de Azul y su posterior convalecencia.
—Está bien, buscaré a ver qué encuentro.
Mars se había soltado el pelo, pero lo había cubierto con una gorra que le sombreaba la cara. También lucía unas enormes gafas de sol que me recordaron un poco a las cantantes de música española, aunque no le dije nada. Aun con la cara medio oculta entre penumbras, tenía algo que me hacía espiarla cuando no prestaba atención.
Conducía ella y se notaba que estaba acostumbrada a hacerlo. Ya me había aguantado un par de veces la pregunta y ahora sentí que era un buen momento para hacerla, así que sin pensarlo me atreví.
—Mars, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Claro, todo lo que se te ocurra que pueda ayudar creo que debemos hablarlo.
—En realidad, quería preguntarte por qué estás metida en todo esto. Tú pareces una chica normal.
—¿Cómo?
—Perdona, no me malinterpretes, me refiero a que eres —titubeé— una mujer hermosa, inteligente, financiera según tú misma me has dicho, no sé cómo explicarme, yo también soy financiero, y antes de creer en nada debo verlo, sentirlo, olerlo y, si puedo, contarlo. Y tengo la sensación de que tú también eres así, por eso me cuesta comprender qué haces metida en una cosa como esta.
—Muchas gracias por el halago. Insinúas que la gente que cree en algo más que un libro de balances no está centrada. ¿Crees que Azul no está centrada?
La referencia a Azul me dolió. Marcaba de repente una distancia que yo me esforzaba, sin darme cuenta, en limar.
—Claro que Azul está centrada, o eso creía yo, porque después de lo visto, ya no sé qué pensar.
—Pues piensa que es un ser extraordinario del que tuviste la suerte de gozar.
No seguí por ese camino. No comprendí muy bien por qué me dolió su insinuación, ya que además era del todo cierta, pero la realidad fue que escuchar esa frase de su boca me bajó un poco el ánimo. Sin contestar, abrí la tapa de mi ordenador portátil y me conecté de nuevo a la red a través de la tarjeta inalámbrica. Como bien había dicho Mars, sería de utilidad todo lo que pudiese encontrar de Cîteaux, aunque pronto comprendí que no avanzaríamos mucho, ya que en ninguna de las páginas que abrí ni siquiera se hacía mención al complejo que los monjes tenían bajo tierra. Aparecieron más de medio millón de páginas con información de Cîteaux por las que bucear en busca de la historia de la abadía. Al parecer, había sido fundada en el año 1098 por Roberto de Molesmes, junto a dos monjes más, Alberico y Esteban Harding, que habían dejado el monasterio cluniacense de Molesmes, de donde el tal Roberto era abad, porque deseaban seguir al pie de la letra la máxima benedictina de «
Ora et labora
». Caminaron hasta que encontraron un lugar donde alzar un nuevo monasterio y decidieron hacerlo en la antigua Cistercium romana, la actual Cîteaux, de ahí el nombre de la nueva orden. Pero al parecer no fue hasta el año 1115 que un recién llegado, Bernardo de Fontaine, comenzó su expansión por toda Francia, Catalunya, Italia y España. Uno de los primeros monasterios y abadías que fundaron fue Clairvaux, Claraval en español, de donde tomó Bernardo su nombre posterior, Bernardo de Claraval.
La expansión de la orden fue muy rápida y en menos de cuarenta años ya contaban con más de trescientos cuarenta monasterios, disputándose la supremacía con el poderoso Cluny. Lo que más me sorprendió fue la vinculación entre los nuevos monjes de blanco, que vivían en una estricta observancia de pobreza, contemplación y vida de trabajo, y la recién creada, también por aquellas fechas, Orden de los Caballeros Templarios; pero todavía fue más sorprendente averiguar que el tal Bernardo de Claraval fue quien redactó los estatutos de los famosos Caballeros del Temple, y que también fue él quien los presentó al Papa de entonces para que aprobara la orden. Incluso Bernardo de Claraval, supuse que entre inauguración e inauguración de monasterio, proclamó y predicó por la Segunda Cruzada.
Casi sin darme cuenta, nos había cogido la tarde sin ni siquiera parar a comer. Se lo comenté a Mars y me dijo que no tenía hambre, igual que yo, pero la convencí para hacer una parada y tomar aunque fuera un par de sándwiches. Mientras masticábamos un pan blanco con lechuga y queso, le expuse lo poco que había averiguado de la abadía. No dijo nada, por lo que supuse que toda esa información ya la conocía. Se me hacía difícil moverme en ese terreno, en el que nadie parecía saber nada, y en el que en realidad el único que no tenía ni idea era yo.
—¿Cómo crees que pudo marcar una pista Roberto de Molesmes? —le pregunté.
—No lo sé, tendremos que llegar a la abadía para verlo. Aunque, como bien dijo la señora Bouvier, no será fácil. Azul ya estuvo allí y no consiguió encontrar nada. Después de tanto tiempo será difícil diferenciar qué corresponde a lo original y qué ha sido restaurado. La abadía es ahora un centro turístico de primer orden, miles de personas entran y salen cada mes de ese lugar sagrado, y por eso los monjes viven bajo tierra.
—Pues se han montado un buen chiringuito —contesté—. En Internet no he encontrado ninguna característica especial en la abadía. Hay bastantes referencias sobre los monjes, que si vestían de blanco, que si trabajaban un montón de horas, rezaban otro tanto y apenas descansaban, pero no dice casi nada de la propia abadía. Creo que si Roberto realmente escondió una pista, como dice Azul, debió hacerlo en la propia abadía. ¡Espero que no se le ocurriera enganchar un Post-it a una columna!
—¡No seas tonto!
—No, de verdad. Si Roberto dejó una pista para el tal Bernardo, quizá se lo dijo de palabra, o le entregó un papel, un pergamino, o vaya a saberse qué. Tú debes saber más cosas que yo, vamos, piensa. ¿Dónde os dejáis los mensajes entre vosotras? ¿Cómo lo hacíais antes de tener teléfonos móviles y correo electrónico? ¿Marcas en las piedras, cuadros, pinturas, estatuas, grandes equis pintadas en el suelo?
—La arquitectura de la Orden del Císter es muy simple. No creo que haya nada en las piedras, y pinturas no había. De hecho, no había nada. Solo iglesias con planta de cruz y un gran crucifijo en el altar mayor. En algunas de ellas, las figuras están representadas solo por tres ventanales que representan el misterio de la Santísima Trinidad o la Sagrada Familia, pero no había ni una sola representación, ni estatuas, nada. No es ahí donde debemos buscar.
—Los templarios tenían su propio código en la construcción de sus iglesias. Quizás haya algo de esto aquí también —argumenté.
—Podría ser, aunque no lo creo, porque por lo que he aprendido en estos años, todas las iglesias cistercienses están encaradas al nacimiento del sol, de modo que con los primeros rayos ya se pudiese utilizar la capilla para orar. No hay iglesias de ocho caras, ni pentágonos, ni construcciones de ese estilo. Aquí todo es mucho más simple, no hay significados ocultos que puedan perjudicar la claridad de la palabra de San Benito.
—No va a ser fácil, la verdad es que no.
Después de casi cuatro horas de camino, el Citroën dejó la autopista y se metió a la izquierda, por esa carretera en la que casi nos matan a Azul y a mí. Un sentimiento de angustia me tuvo paralizado hasta que vimos, todavía a una cierta distancia, la torre de la iglesia de la Abadía de Cîteaux. Mars propuso aprovechar las últimas horas de sol de la tarde y yo estuve de acuerdo. Después, encontrásemos la pista o no, iríamos a Dijon en busca de un hotel en el que pasar la noche. Esa idea me pareció mucho más acertada que dormir de nuevo entre aquellas paredes.
Cuando dejamos el coche en el
parking
de turistas y entramos, lo hicimos en silencio con el último grupo que visitaba la abadía esa tarde, como un par de novios caídos de la nada en busca de un poco de cultura medieval. Mars no se desprendió de su gorra ni de las gafas, a pesar de que el sol ya no era ninguna molestia. Cuando me dio otra gorra para mí, comprendí que su intención era pasar inadvertidos tanto como fuese posible. Tampoco debía resultar muy difícil, pues los monjes, de no haber problemas, jamás se mezclaban con los turistas, solo alguno de ellos que bajaba de manera furtiva para dejarse fotografiar con los muros medievales de fondo. El guía era un chaval que haría muy poco que tendría permiso legal para conducir o votar. «Algún estudiante de Arte», me dijo en un susurro Mars, «no creo que le podamos preguntar nada», a lo que yo asentí.
Entramos por la puerta principal y el joven, que se presentó como Tintín asegurando que ese era su verdadero nombre, comenzó el recorrido de la antigua abadía. El comedor, la iglesia, la biblioteca, la cocina…, Mars y yo mirábamos todo con precisión de orfebre y de tanto en tanto nos echábamos una ojeada entre nosotros por si alguno había descubierto algo, pero nada de nada. Además, todo aquello estaba más reconstruido que un parque temático. ¡Aunque Roberto de Molesmes hubiese dejado una pista, sería imposible encontrarla! Continuamos en silencio el resto de la visita, cada vez más abatidos, hasta que después de visitar los antiguos dormitorios, o mejor dicho, el lugar donde estuvieron los antiguos dormitorios, bajamos al atrio. La última lección de Tintín consistió en explicar la situación de la abadía sobre el territorio. Cogió una rama del suelo y dibujó una cruz ancha y un sol en una esquina. Como bien había dicho Mars, el sol salía justo por la parte trasera de la iglesia, para que sus primeros rayos la iluminaran a primera hora de la mañana, y se ponía justo por el umbral de la puerta principal, para aprovechar todo el recorrido del astro. Al parecer esto era habitual en las iglesias de la orden. También explicó que la hermosa fuente del atrio en realidad era un lavamanos. Yo sabía que cuando llegaba a esa fase de la explicación, la visita se daba por finalizada.
Mars me agarró del brazo y, como el resto de los turistas, comenzamos a deambular por el atrio.
—Allí nos sentamos cuando nos conocimos, ¿recuerdas? —me dijo—. Parecemos abuelitos recordando nuestros tiempos de novios. Ven, aprovechemos para repetir los viejos tiempos —esbozó una sonrisa.
Y nos fuimos los dos caminando despacio, pero con la urgencia y la frustración de quien debe entregar un trabajo y no solo no lo ha comenzado, sino que ni sabe sobre qué va a versar. Yo me senté bajo el mismo arco que la primera vez, y ella lo hizo a mi lado. Me hubiese gustado fumar en un momento así. El tabaco es una buena coartada cuando no tienes de qué hablar ni qué hacer, pero yo no fumaba, así que empecé a mover la cabeza a un lado y a otro, como en un pequeño ataque de autismo. Entonces lo recordé.
—Mars, me dijiste que los monjes cistercienses no decoraban sus iglesias, ¿verdad?
—Así es —respondió.
—¿Y sus atrios?
—Tampoco, bueno, no lo sé muy cierto. Supongo que si no decoraban los interiores, tampoco lo harían con el exterior, pero ¿a qué viene esa pregunta?
—Mira —y señalé el capitel que recordaba, el único que tenía un motivo en lugar de las terminaciones insulsas del resto.
—¿Crees que pueda tener relación con el códice? —me preguntó.
—Pues no lo sé, claro, pero es la única cosa que se sale de guión en toda la abadía, por lo menos en la parte que yo conozco.
Nos acercamos a mirarlo más de cerca y, mientras Mars vigilaba que no me viera nadie, me encaramé al muro y me puse de pie para observar el capitel. A diferencia de todos los demás, este estaba grabado con un grupo de tres monjes que caminaban encorvados, cargados con algo parecido a balas de paja, mientras que otro, totalmente erguido, señalaba en dirección contraria. El sol comenzaba a ocultarse por la parte norte de la abadía y el capitel quedaba a la sombra, un poco en penumbra, así que encendí la luz de mi teléfono móvil para examinarlo mejor. Al chorro de luz blanca del ingenio electrónico, vi algo que me sorprendió. No comprendí la señal en ese momento, pero supe que era buena y bajé.