—Esta es la clave —le dije a Mars.
—¿Cómo lo sabes? Quizás ese grabado sea posterior a la época de Roberto de Molesmes. Deberíamos consultarlo con alguno de los monjes conservadores.
—No creo que sea necesario, te digo que es la pista que buscábamos. Ven, caminemos —y Mars me siguió bastante confusa ante mi rotundidad.
—¿Te has convertido de golpe en un experto arqueólogo o historiador? —me preguntó.
—No, claro que no. ¿Qué os contó Azul sobre sus investigaciones en la abadía?
—Ya te lo dije, no pudo finalizarlas porque el jueguecito de la subasta las interrumpió.
—Pues creo que os mintió.
—¿Cómo dices?
—Lo que oyes, Mars. Creo que Azul os mintió. Ven, vamos hasta el patio —y la guié hasta el mismo lugar donde el guía había dibujado apenas unos minutos antes el plano base de la iglesia. Entonces cogí un palo y dibujé yo—. ¿Conoces este signo?
—No. Parece una especie de "L".
—Sí, algo así. Es la "L" de Luali, ¿sabes qué es?
—No.
—Es la firma de Azul.
—¿Y qué tiene que ver esa firma con esto? —preguntó Mars.
—El dedo del monje del capitel tiene esta letra escrita a lápiz. Azul firmó en él.
—¡Vaya! ¡Eso sí que es una sorpresa!, no tenía ni idea de que hubiese descubierto algo.
—Quizá no estaba segura —me encogí de hombros— y quería hacer alguna comprobación más antes de comunicaros la noticia. Pero no tenemos nada más, y tengo la corazonada de que vamos bien. Ahora solo debemos descifrarlo. ¿Tienes idea de por qué Azul pudo marcar ese capitel o qué significa?
—No, no tengo ninguna idea. La verdad es que estoy bastante desconcertada. ¿Qué pueden significar tres monjes trabajando y uno que no lo hace?
—Lo normal sería que los cuatro trabajaran, ¿no? —pensé en voz alta.
—Sí, esa es la máxima de la orden, «
Ora et labora
», si no trabajas debes estar en oración, no con el dedo señalando hacia cualquier sitio.
—¡Repite eso! —grité.
—Pues que si no trabajas debes orar, «
Ora et labora
» —repitió Mars.
—No, no, eso no, lo otro, lo de señalar.
—¿Qué, que no es normal que un monje señale a cualquier sitio?
—¡En efecto! Dame las llaves del coche y espérame aquí.
Y me fui corriendo hacia el coche. Al cabo de un par de minutos, regresé. Si no estaba equivocado, era posible que hubiésemos descifrado la primera pista.
—¿Qué es eso? —me preguntó Mars.
—¡La guía de carreteras! El monje no señala a cualquier sitio, señala al sitio. Señala a la siguiente pista, por eso Azul marcó el índice. Si eso no fuera lo más importante del capitel, habría marcado otro lugar, o ninguno, o habría hecho una marca en la columna, pero no, firmó con su logo secreto de adolescencia en el dedo índice del monje. Ayúdame —le dije, abriendo la guía de carreteras por la página en que se encontraba Dijon—, déjame un bolígrafo.
Y con la ayuda de Mars, partimos la página en cuatro partes, trazando dos líneas de derecha a izquierda y de arriba abajo para dividirla en una cuadrícula. Después, conseguimos dibujar la abadía en el mapa orientándola como realmente estaba construida. Seguimos con un poco de cálculo mental e intuición y dibujamos en qué lugar de la abadía se encontraba el capitel, para lanzar una línea imaginaria que saliera del dedo índice del monje. La línea se levantaba en el mapa en un ángulo de unos quince grados hacia la izquierda de la perpendicular que habíamos dibujado al inicio.
—¡Aquí está! —gritó Mars.
—¿El qué? —pregunté.
—No es exacto, pero nuestro dibujo tampoco, así que seguro que esto es lo que señala el monje —y trazó un círculo con el bolígrafo sobre un pueblo al que casi traspasaba nuestra línea imaginaria—, ¡Bar-sur-Aube! ¡Aquí es donde Bernardo de Claraval fundó su abadía! ¡Esto es Claraval!
—¿Dónde? —todavía no veía nada de eso en el mapa.
—¡Clairvaux! Esta es la forma francesa de Claraval.
—Llegaremos de noche —le dije.
—¿Y eso es acaso importante? —contestó—. ¡Corre, no podemos perder tiempo!
La cada vez más escasa luz del sol nos obligó a encender las luces del vehículo a los pocos kilómetros, pero todavía era suficiente para observar el majestuoso paisaje por el que nos adentrábamos en nuestra búsqueda a contrarreloj. Bar-sur-Aube era la población más cercana a Claraval, y Mars decidió hacer noche allí. Era una pequeña ciudad en la región de Champagne, lo que era recordado casi en cada cruce con avisos y señales plagados de iconos de tapones de corcho y copas entrechocándose en brindis imaginarios y perpetuos. Durante todo el camino, había puestos de venta ambulante, recogidos ya a esas horas bajo lonas de color azul, y restaurantes en los que degustar el vino acompañado de los platos típicos de la zona era poco más que una obligación.
Cuando por fin llegamos a Bar-sur-Aube, comprendí el significado de su nombre. La población estaba afincada sobre el río Aube, que la cruzaba como un navajazo. El centro del pueblo era muy parecido al de todos los pueblos franceses. Precioso. De una pulcritud y una conservación perfectas. A cada lado de la calle principal se levantaban antiguos palacetes y casas del siglo pasado, pintadas de blanco con hermosos carteles que anunciaban los productos o servicios que allí se ofrecían, pero con el agravante de que el río las reflejaba para mayor goce del viajero. En cada esquina colgaban de las farolas grandes jardineras con flores multicolores, y las rotondas estaban decoradas con figuras de césped y flores. Me hubiese encantado llegar de día para verlo mejor, pero la realidad es que ya era casi noche cerrada y si no conseguíamos pronto un lugar en el que cenar, nos quedaríamos sin hacerlo. Por más hermoso que fuera ese pueblo, a las ocho de la noche se cerraba hasta el último comercio.
Encontramos un hotel a escasos minutos del centro que nos aseguró que su cocina era de las mejores de la zona, así que, contentos como estábamos por nuestro osado descubrimiento, aceptamos las condiciones y nos quedamos allí. Como nos había asegurado el orondo recepcionista, la cena fue excelente y el
champagne
, que solo bebí yo, también. Aprovechamos la cena para poner un poco de orden a la locura de ese día, que había comenzado en Ámsterdam y que estaba a punto de concluir en el corazón de Francia. Después de relatar todo lo acontecido, me atreví a preguntar a Mars.
—¿Por qué crees que Azul no os dijo que había encontrado la pista?
—No lo sé, Cècil, le doy vueltas a eso desde que me lo dijiste, y no encuentro la respuesta. Se me ocurre que quizá se lo dijo a la condesa, pero me extrañaría porque algo así lo habría compartido conmigo. A lo mejor no con el detalle exacto del descubrimiento, pero sí que había hallado algo. Quizás Azul no había comprendido el significado del capitel.
—No lo creo, Mars. Si así fuese, no habría firmado el dedo índice.
—Quizá descubrió que señalaba algo, pero no supo qué —argumentó Mars.
—A nosotros nos ha costado un segundo averiguarlo, y no disponíamos más que de una guía de carreteras y un bolígrafo. No creo que Azul sea más idiota que nosotros.
—No, tienes razón. No sé por qué guardó silencio.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —cambié de tema—. Cuando te conocí, pensé que eras venezolana o algo así, pero no estoy seguro.
—Soy colombiana, aunque en realidad ya no soy de ningún lugar. Junto a la condesa y las hermanas, comprendí que nunca se es de ningún lugar concreto, sino de todos, porque todos los lugares son el mismo. Las separaciones las hemos hecho los hombres y las mujeres para aislarnos de los demás. El Dalai Lama dice que por más que se esfuerza en buscarlas, jamás ve desde los aviones las líneas de las fronteras entre países.
—El Dalai Lama lucha por recuperar el país del Tíbet —le dije.
—Bueno, solo uno fue perfecto, el resto debemos conformarnos con ser humanos.
—Creo que esta conversación es demasiado densa para mi estado de cansancio. ¿Qué te parece si hacemos un plan de trabajo para mañana y nos vamos a dormir? —además, las sillas del restaurante, que eran muy bonitas y apropiadas a la decoración rústica del hotel, me estaban destrozando la espalda ya maltrecha por tanto trote.
—Está bien. He cogido este folleto en la recepción. Yo conozco bien Cîteaux y algunas otras, pero Clairvaux no la he visitado nunca.
Y me enseñó un tríptico de la Abadía de Clairvaux, o de lo que quedaba de ella, porque nuestro ánimo se desinfló a medida que leíamos las cuatro referencias que allí se publicaban. Al parecer, la abadía había sido fundada en el año 1115 por Bernardo de Fontaine que, como ya sabíamos, cambió su nombre después de ser abad de Clairvaux, o Claraval. Todo un héroe local. Pero lo que nos dejó abatidos fue saber que de la iglesia originaria apenas quedaban restos de uno de sus muros. Si allí había existido alguna vez una pista, esta habría desaparecido hacía varios siglos.
Por la mañana, nos levantamos temprano y, después de tomar un par de
croissants
recién sacados del horno, nos fuimos a la Abadía de Claraval. Pocas esperanzas teníamos de encontrar algo, y la desesperación se leía en la cara de Mars, que lucía unas ojeras terribles.
—¿Has vuelto a llamar al número de la condesa? —le pregunté mientras subíamos al coche.
—No, lo he pensado durante toda la noche, pero no me he atrevido.
—Está bien, creo que así es mejor. Si les llamamos, pensarán que estamos asustados o perdidos.
—¿Y no lo estamos?
—Claro que sí, pero creo que es mejor que ellos no lo sepan. Me parece mucho mejor avanzar en lo que podamos y, hasta que no estemos del todo perdidos, no acudir. He estado pensando y no creo que les vayan a hacer ningún daño. Si lo que quieren es el códice y atacan de esta forma es porque no tienen ni idea de dónde buscar, así que solo nos meten miedo para que nosotros hagamos el trabajo sucio. Por eso creo que no se atreverán a hacerles daño a Azul ni a la condesa hasta que tengan lo que quieren. Estate tranquila —le dije, dándome a mí mismo una confianza que pocos minutos antes yo tampoco tenía.
—Cècil, ¿crees que Azul averiguó algo más?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que sí avanzó más allá de Cîteaux. Si encontró esa pista y no dijo nada, quizá también encontró alguna más, ¿no?
—Puede que sí. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—Unos seis meses, creo.
—¡Seis meses! —exclamé—. Nosotros, que no sabíamos ni qué buscábamos, encontramos la primera pista en un santiamén, imagina qué puede haber encontrado ella que es experta.
—Es todo un poco extraño —me dijo justo antes de bostezar.
El Citroën sorteaba los campos de vides como en una película de Louis de Funès. La Abadía de Clairvaux no era tan extensa como la de Cîteaux, pero en absoluto era un monasterio abandonado en lo alto de una loma. Era una construcción enorme, rodeada de campos de cultivo que, según decía el folleto del hotel, habían pertenecido a la abadía. El mismo río Baune la cruzaba de norte a sur, y sus grandes edificios se habían reconvertido en una prisión desde el año 1808. Decía también el folleto que estaba permitida la visita a algunos lugares, incluido un pabellón de la prisión. La iglesia primigenia, de origen romano, había sido demolida a principios del siglo XIX, pero todavía se podían visitar algunos muros del primer Clairvaux, ya que al parecer la abadía había sufrido después de su fundación dos grandes ampliaciones: una primera en el año 1135, de la que quedaba solo el edificio de los conversos, y otra más tardía de estilo renacentista, de la que se conservaba el gran claustro. No eran datos muy halagüeños, la verdad.
Cuando llegamos, apenas eran las nueve de la mañana, pero tuvimos suerte de hacerlo justo para la primera de las tres únicas visitas que estaban permitidas al día. En el gran patio frente a la abadía se había congregado un grupo de turistas, casi todos jubilados franceses y un par de familias con niños en edad de molestar. Compramos dos boletos en la taquilla y nos unimos al grupo de curiosos como un par más. La parte de la prisión estaba bien separada por una valla metálica vigilada por la Policía, que indicaba con claridad que esa zona no formaba parte de la visita turística. La guía, una mujer embutida en unos
jeans
dos tallas más pequeños, preguntó si todo el mundo entendía bien el francés. Yo le dije que si tenía la posibilidad de hacer la visita también en español le estaríamos muy agradecidos y, ante la perspectiva de una buena propina, ella nos saludó con un «Buenos días y bienvenidos a la Abadía de Claraval» en perfecto castellano.
La visita no fue muy extensa, apenas nos mostraron un claustro que nada tenía que ver con el de Cîteaux, mucho más moderno y de clara construcción posterior a la Edad Media, y el dormitorio de los conversos, lo único que quedaba del siglo XII. Nos explicó la guía también que en su pleno apogeo la abadía contaba con una cuarentena de establecimientos agrícolas, vitícolas, forestales e industriales. El dormitorio que visitamos era el ocupado por los conversos, seglares a la orden de los monjes. Mientras estos se dedicaban a las tareas cotidianas, los monjes se especializaban en la copia de manuscritos. Cuando comentó este aspecto, Mars y yo nos miramos, pero enseguida nos aclaró que nada de eso quedaba ya allí. La visita también contaba con un par de graneros reconstruidos de la época que nosotros preferimos ignorar.
—Aquí no queda nada —le dije a Mars un poco desolado.
—Han pasado muchos años, era normal que en un momento u otro la cadena se rompiera. Por eso es tan difícil encontrar el códice.
—¿Les ha gustado la visita? No acudieron a ver los graneros, son muy interesantes —nos abordó la voz con fuerte acento francés de la guía, que sin duda vendría a recoger la prometida propina.
—Sí, es muy interesante, pero nosotros buscábamos algo en concreto y creo que hemos equivocado el lugar, o mejor dicho, el tiempo para buscarlo.
—Vaya, ¿y se puede saber qué es eso que buscan? —nos preguntó ella.
—Algo originario de la época de la fundación, del propio Bernardo, o de su época.
—¿Manuscritos? —preguntó de nuevo.
—Bueno, quizá sí —respondió esta vez Mars.
—La biblioteca de Claraval fue llevada a Troyes y aquí no quedó nada.
—Parece que la vida de la abadía no ha sido fácil a lo largo de los años —argumenté.
—No, no lo ha sido. Después de la Revolución, fue vendida por partes y albergó una papelera, una fábrica de cerveza y una vidriera. Negocios muy apropiados para este lugar.