—Seguro estarán cansados, ¿les apetece un café?
Nos habló en español, con un cierto acento francés, pero de perfecta pronunciación. Ambos aceptamos el ofrecimiento. Supuse que alguien vendría a ayudar a la señora en la limpieza de semejante casa. Nos sirvió el café, al que ella se apuntó, en tres vasos de té árabes.
—Dígame, Mars, ¿qué ha ocurrido? Vamos, no se sorprenda de que la conozca, también usted me conoce.
—¿De veras?
—Claro, soy la señora Bouvier, hemos hablado cientos de veces por teléfono. Usted siempre me contesta antes de ponerme con Marie Stewart.
—¡Señora Bouvier! —y Mars se levantó para besar y abrazar a la señora, que parecía más abrumada que feliz por semejante demostración de cariño tardío. A mí también me sorprendió ver a Mars en esa actitud, pero me mantuve en silencio hasta que me presentaron.
—¿Y su amigo es?
—Señora Bouvier, perdone la descortesía. Él es Cècil, un buen amigo de la hermana María. Puede confiar en él.
—Azul, ¿cómo está ella?
Mars explicó que ambas habían desaparecido dejando como única pista una servilleta con su dirección escrita de manera precipitada por la propia Azul, y se la pasó para que la viera. No hizo comentario de la conversación con sus captores, y yo tampoco saqué el tema. La señora ocultó su estado tras un arrugado pañuelo.
—Señora Bouvier, ¿tiene idea de por qué Azul nos envió a usted? —pregunté. La anciana miró a Mars buscando su aprobación.
—Por favor, hable sin tapujos, es un buen amigo de la hermana María y está aquí para ayudarnos. También la condesa confió en él, por eso lo he hecho yo —aclaró Mars en una nueva confidencia.
—No, niños, no sé muy bien por qué la hermana María, Azul, escribió esa nota con mi dirección, pero supongo que tendrá relación con sus últimas investigaciones.
—Necesitamos que nos explique cualquier cosa que nos pueda ayudar en su búsqueda —le pedí.
—¿Conoce usted a Plinio el Viejo, jovencito? —otra bofetada de incultura a la que tuve que responder con una negativa—, ¿y a Roberto de Molesmes?
—Tampoco —contesté con poca voz.
—Roberto de Molesmes fue el fundador de la Orden del Císter —me aclaró Mars.
—¡Exacto! —aplaudió la señora Bouvier—. Roberto de Molesmes aparece en un momento de la historia en el que el hombre había perdido su rumbo, su camino espiritual, e intenta crear un sendero para que lo recupere. Para ello funda una nueva orden, similar a la de los benedictinos, pero mucho más severa y seria, lejos de lo que consideraba una vida de lujo tras las paredes de Cluny. Él lo sabía bien porque era uno de los monjes cluniacenses que vivían en la abadía y que, junto a veinte hermanos más, decidió marchar para retornar a la observancia estricta de la primitiva Regla de San Benito de Nursia. Esos veintiún monjes erigieron una nueva abadía y tomaron, como prueba de su pureza espiritual, los hábitos blancos.
—A diferencia de los benedictinos de Cluny, que visten de negro —aclaró Mars.
—Estos monjes fundaron su abadía en Cîteaux, de donde tomaron el nombre de la orden, Císter, en 1098, apenas siete años después del nacimiento de Bernardo de Fontaine, que, con quince años, decidió ingresar en la abadía de la que a la postre fue abad. Para que se haga una idea de lo que le digo, estos monjes fundaron la abadía solo tres años después de que el papa Urbano II proclamara la Primera Cruzada y seis antes de que Hugo de Champagne entrara por primera vez en Jerusalén.
—¿Qué nos quiere decir con todo esto? —yo estaba perdido.
—No sea impaciente y escuche. ¿Cómo voy a explicarle tras lo que andaba Azul si no sabe nada de los preámbulos? —Mars sonrió y la señora siguió—. ¿Me ha dicho que tampoco conoce a Plinio el Viejo?
—Ya le he dicho que no, me suena a historiador o filósofo romano, pero nada más.
—Bueno, parece que alguna cosa sí sabe —sonrió doña Bouvier y guiñó un ojo a Mars antes de tomar un sorbo de café para preparar una nueva clase de historia rápida—. En efecto, fue un historiador romano, pero también fue muchas más cosas. Cayo Plinio Segundo, conocido como Plinio el Viejo, nació en la Antigua Roma en el año 23 d. C. y murió el día 24 de agosto del año 79, ¿tampoco le suena esta fecha, cierto?
—No, tampoco —¡qué lío me estaban metiendo en la cabeza!
—Fue el día que el Vesubio arrasó la ciudad de Pompeya. Como le decía, Cayo Plinio fue militar, comandante de caballería para ser más exactos, antes de dedicarse al estudio y al cultivo de las letras. Escribió cientos de crónicas y varios tratados, entre ellos una enciclopedia, de las primeras de la historia, en la que recogió todos sus conocimientos de Botánica, Medicina, Mineralogía, Zoología, y los avances técnicos de la época. Muchas de sus crónicas no han llegado hasta nuestros días, pero sí tenemos constancia de la última que realizó. Lo hizo en forma de carta a su sobrino, Plinio el Joven, en la que describió con detalle la erupción del Vesubio, que a la postre fue la causa de su muerte. Entre los escritos de Plinio y el nacimiento de la Orden del Císter hay mil años de diferencia, y usted se preguntará por qué le he explicado todo esto, ¿me equivoco?
—Pues no se equivoca, la verdad —no podía mentirle. La anciana miró de nuevo a Mars, cómo preguntándole de dónde había salido yo, pero una sonrisa complaciente de ella la animó a seguir.
—En la Edad Media, los trabajos de Plinio fueron tenidos en gran estima. Como sabrá, en esa época de oscurantismo y prohibiciones, los únicos conocimientos médicos y, por decirlo de alguna forma, científicos provenían de la Antigüedad, y estos estaban en manos absolutas de la Iglesia, y más en concreto, de los monasterios y abadías que copiaban incunables en exclusividad. Por ejemplo, uno de estos manuscritos de Plinio, el Códice Vesontinus, sabemos que estuvo en el siglo XI en la Abadía de Besançon, pero después fue separado en tres partes que aparecieron una en Roma, otra en París y la última en Leiden.
—¡El Códice de Vitelio está escrito por Cayo el Viejo! —por fin veía algo claro.
—¡Bravo! Pero es Plinio el Viejo, no Cayo.
—¿Y se puede saber qué hay en él para que haya gente dispuesta a matar por conseguirlo, y qué tiene que ver con los monjes de Cîteaux? —pregunté.
—No lo sabemos. Azul tenía la teoría, que yo comparto, de que en algún momento de la historia el códice estuvo en manos de Bernardo de Claraval, quien hace referencia a él en una carta. Desde entonces, un grupo de personas iniciadas tuvieron la obligación de cuidarlo —hizo una pausa para tomar aire—; sin embargo, en un momento de la historia, su pista se perdió, y las mismas personas que debíamos velar por su cuidado lo buscamos desde entonces. Azul, tras muchos estudios en los archivos del Vaticano, en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles y, por fin, en el Monasterio de San Marcos de Jerusalén, creía haber dado, si no con él, sí con una pista buena.
—La prueba de la existencia física de Dios —dijo Mars.
—Quizá sí o quizá no, quién sabe, Mars —replicó la señora Bouvier—, pero en todo caso algo de una importancia vital en la evolución del hombre, algo lo bastante importante para que el propio Bernardo (que ingresó, como le dije, en la orden con quince años), después de conocer su contenido, utilizara sus influencias con los soldados del Temple para comprobar su certeza. Azul creía que quizá fue Roberto de Molesmes quien presentó el códice al Papa, varios años antes de que llegara a manos de Bernardo de Claraval, y que incluso fue el contenido del códice lo que impulsó al papa Urbano II a ordenar la Primera Cruzada, pero eso es solo otra hipótesis más. En lo que sí estuvimos de acuerdo Azul y yo, después de que me explicara sus hallazgos, fue en que el códice estuvo en la Abadía de Cîteaux en vida de Bernardo de Claraval, antes de —hizo una pausa— desaparecer.
—Entonces, ¿qué contiene el códice? —pregunté.
—No lo sabemos con exactitud, parece ser que Cayo Plinio habla en boca de un personaje, un tal Vitelio, que tuvo acceso a una reliquia en propiedad de una esclava judía. Esa esclava afirmó ante Vitelio, o lo que es lo mismo, ante Cayo Plinio, que su origen era divino. Quizás el mismo Plinio el Viejo consiguió la reliquia y la escondió, dejando las pistas para hallarla en el códice que buscamos. Esa es una de las hipótesis.
—¿Y las otras?
—Hay varias, pero la más cercana a lo que creemos real es que Vitelio solamente hace referencia en el códice a un encuentro con esa reliquia, aunque jamás consiguió hacerse con ella.
—Sea lo que sea, debemos encontrar el códice si queremos ver de nuevo a Azul y a la condesa —intervino Mars.
La anciana se levantó y enjuagó los tres vasos de café. El sonido del agua en el fregadero devolvió un poco de realidad a la conversación.
—No es sencillo, la otra hipótesis es que el códice no existe, y que solo fue una historia inventada por Plinio el Viejo para hacer ver a sus coetáneos la estupidez de tales creencias —dijo la señora Bouvier mientras se secaba con un paño estampado de flores.
Estuve a punto de gritar un bravo por el inteligente Plinio, aunque mantuve mi silencio inquebrantable.
—Pero si lo fuera, si fuera real, ¿por dónde deberíamos buscar?, por favor, señora Bouvier, usted sabe como yo que llevamos muchos años tras él, es imposible que se trate de una invención —continuó Mars.
—Jovencita, cuando llegues a mi edad, comprenderás que nada es posible ni imposible de antemano, y también verás cómo, y espero que no sea tu caso, todo lo que has aceptado como una verdad absoluta se diluye como un azucarillo en un café cuando le ves las orejas al lobo, como dicen ustedes.
—Señora, si existe, debemos encontrarlo, y si no existe, probar que es una invención, pero debemos comenzar ya, necesitamos un inicio, un lugar por el que arrancar. La gente que tiene a Azul ya intentó matarnos una vez, sin éxito, y no creo que ahora tenga la intención de fallar de nuevo —dije.
—Por favor, sabe que la condesa… —comenzó a argumentar Mars.
—¡Marie nunca permitiría que se antepusieran intereses personales en esto! —la cortó—. ¡Ya he dicho mucho más de lo que debería por mi juramento! ¡No me digas qué pensaría o no la condesa!
—¡Así pues es cierto! ¡Usted cree en la leyenda del códice! —casi grité—. Le ruego nos ayude, por favor.
—Señora Bouvier, se lo ruego —intercedió Mars.
—Está bien, dudo de que donde Azul no tuvo éxito lo tengáis vosotros, que no sabéis ni qué buscar, pero como os dije al principio, Azul había llegado a la conclusión de que Roberto de Molesmes dejó las pistas del códice en la Abadía de Cîteaux, y que su sucesor, Bernardo de Claraval, las continuó fuera de ella.
—¡Como en un juego de pistas! —exclamó Mars.
—Algo así, sí. Un juego de pistas en el que cada persona encargada de velar por él añadió una complicación más, hasta el punto de que, en un momento de la historia, el ovillo se enredó tanto que se perdieron los cabos.
—La mejor manera de desenredar un ovillo es comenzar a tirar del principio, y si ese principio está en la abadía, creo que deberíamos ir allí —me dijo Mars.
Ella y la anciana se besaron antes de marchar.
—Mars, ten cuidado hija mía, ten mucho cuidado. Toma mi tarjeta, en ella está mi dirección de correo electrónico, a veces es el camino más seguro —y antes de que pudiésemos contestar, cerró la verja y se metió en el interior de su pequeño monasterio.
Yo sabía que la mejor manera de desenredar un ovillo era cortarlo con unas tijeras, pero no dije nada. Un taxi nos llevó hasta el centro de París, a un garaje del que Mars sacó un pequeño Citroën negro que nos llevaría de vuelta a Cîteaux. No creía que el abad se alegrara mucho de vernos…
Mont Saint Michel, Francia, año 1090 d. C.
H
acía frío, demasiado para continuar por más tiempo encorvado sobre el
scriptorium
. Ya hacía más de dos horas que le habían avisado de la llegada del nuncio del Papa, justo antes de que el monte se convirtiera en isla. Había ordenado a los hermanos que lo acompañaran a sus aposentos para aprovechar hasta el último segundo que le regalara la Divina Providencia.
A pesar de contar con poco más de sesenta años, Roberto de Molesmes todavía se sentía joven y Dios no le había concedido el don de la ceguera. Siempre se había admirado de los hermanos bibliotecarios que, mucho después de haber perdido por completo la visión, repasaban sus volúmenes y los archivaban como si vieran con la misma claridad de siempre. Tenía noticias de que también los grandes calígrafos e ilustradores del Sultán infiel eran aquejados del mismo don al llegar al final de sus días. La grandeza de Dios era infinita y a ellos los bendecía con la paz de los recuerdos.
Uno de los monjes subió hasta la torre para comunicarle que el nuncio había abandonado sus aposentos y comenzaba a impacientarse por su ausencia. Roberto de Molesmes suspiró con un largo siseo y cerró el volumen que todavía se repetía en su memoria para no cometer ningún error. En la extraordinaria biblioteca del monasterio se guardaba la mejor conservada de todas las copias de los escritos de Plinio el Viejo, pero allí tampoco había encontrado ninguna referencia. ¿Sería un engaño lo que había caído en sus manos apenas cinco años atrás? No podía serlo, lo había estudiado con absoluta dedicación y método para haberse equivocado, pero ¿y si era solo su orgullo lo que lo impulsaba a creerse con la razón?
Esas y otras dudas lo asaltaban desde que tenía conciencia de memoria. Siempre las dudas y el orgullo, un orgullo tan impropio en un hombre de Dios que le impedía doblar la cerviz cuando sabía que tenía razón, y ahora era uno de esos momentos, solo que si erraba lo pagaría con su vida o con el destierro. No importaba, sabía que estaba en lo cierto. Y el papa Urbano II también, ¿por qué si no lo había enviado a todos los lugares en donde se conocían copias de los escritos del romano?
Hacía quince años que había fundado la Abadía de Molesmes en las tierras cedidas por su familia, y por el bueno de Tescelino el Rojo, que como único pago había exigido que su futuro hijo fuera admitido en la orden. «Tescelino, todo un personaje», rió el abad de Molesmes al recuerdo de su amigo, y comenzó a bajar las escaleras que le llevarían ante el nuncio del Sumo Pontífice. ¡Cómo echaba de menos sus años de ermitaño, entonces todo era mucho más sencillo!
El nuncio lo esperaba en la sala capitular, atusándose el manto frente al fuego que calentaba la estancia. El baile de las llamas convertía su rostro en un espectro que a Roberto le erizó la piel. Era un hombre gordo y de carnes blancas, el extremo opuesto a sus hermanos ermitaños del bosque de Colán, con los que había vivido en total observancia del Evangelio. Vestía finas y caras ropas, de tonos rojizos que evadían todavía más cualquier evocación a la sacralidad del cargo que ocupaba. Junto a él lo esperaban el abad Roger de Saint Michel, un excelente abad según tenía entendido, y varios miembros de la escolta del nuncio. Roberto pidió permiso y se acercó hasta el cardenal Celletti, que como único saludo le extendió un rubí del tamaño de una nuez para que lo besara.