El pendulo de Dios (44 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

Capítulo
39

E
l llit de fusta negra i foradada, i els teus llençols tan nets, i l'arribar suau d'una matinada que et desperta més vell
«
[1]
. Los rayos de sol, colados a traición por la ventana huérfana de persianas, me trajeron al recuerdo una vieja canción de Joan Manuel Serrat. Qué hábil es el selector de la memoria humana, porque en verdad así me encontraba yo, errante y cada vez más viejo, pero envuelto en una aventura tan grande que me hacía estremecer. «
Omplir el pit i cantar una tonada si el fred de fora et fa tremolar
»
[2]
. Por mi mente pasó la canción completa, como si una vieja Jukebox la hubiese hecho sonar en el salón de mis pensamientos, y al llegar a la última estrofa no pude evitar una sonrisa que me levantó de la cama de un salto. «
Me'n vaig a peu, el camí fa pujada, i a les vores hi ha flors
»
[3]
, a ver si a mí también se me aparecían margaritas y violetas en los márgenes del camino, que seguro iba a ser de subida.

Habían sido demasiadas horas sin dormir desde que salimos de Barcelona, y demasiadas emociones para haber resistido tanto tiempo en vigilia, por lo que la señora Bouvier nos preparó un par de habitaciones en la planta superior y allí descansamos nuestros agotados cuerpos Mars y yo. La lectura de las confesiones del soldado francés había acabado por consumir hasta nuestro último julio de energía. Una vida extraña la de aquel hombre del que apenas me separaban dos siglos y a quien el hallazgo de los rollos le había cambiado la vida, como a mí en pleno siglo XXI. Me había convertido en el depositario de su secreto y de los secretos desvelados por su espada, en aquel a quien deseaba que la Providencia guiara como había hecho con él doscientos años atrás. Y como ocurrió entonces, el peso del descubrimiento me llevaba hasta un lugar desconocido. Ese hombre, que se consideraba moderno e ilustrado, lo había dejado todo para seguir una quimera tras la que caminaba yo ahora, una quimera que, según reconocía, le había revelado el secreto de la vida. No sabríamos nunca qué ocurrió aquella noche, ni cómo consiguió meter los escritos bajo la columna que Mars y yo reventamos, ni siquiera si lo hizo solo o alguien le ayudó, pero la verdad es que de una forma u otra tuvo la iniciativa y la inteligencia para hacerlo. Recordaba con poca precisión un sueño que la ducha había borrado, un sueño en el que un soldado francés, ataviado con un uniforme de pantalones azules, casaca roja y sombrero napoleónico forrado de plumas, tapiaba con paleta y yeso el pedestal de una columna tras la que escondía su gran secreto, mientras cuatro sombras lo esperaban en la puerta de la abadía para clavarlo en sus bayonetas. Sin embargo, y a pesar del descubrimiento, el escrito no proporcionaba mayor información de la que ya teníamos, solo que alguien estuvo allí y no encontró nada, aparte de un grafiti arcaico en una de las paredes de las cuevas, y que no teníamos ni idea de qué significaba.

Salí del baño después de una ducha larga, tanto como agua caliente tenía el viejo calentador, hasta que un último chorro de agua helada me devolvió a la realidad. Me vestí y bajé a la cocina donde ya me esperaban las dos mujeres. Mars tenía mejor aspecto, de hecho estaba radiante. Las horas de sueño habían borrado de su rostro el miedo y la preocupación de los últimos días. Supuse que en la soledad de la noche llegó a algún tipo de pacto con ella misma para liberarse de tanta carga, quizá la esperanza de conseguir algo con que negociar. Yo también tuve que hacer un pacto conmigo mismo para no saltar de habitación y colarme de nuevo junto al cuerpo que cada vez necesitaba con más urgencia.

La blancura de su camiseta recién planchada contrastaba con la bata de flores arrugada de la señora, que parecía haber recogido el testigo de nuestro cansancio.

—Aquí está nuestra bella durmiente —me saludó
madame
Bouvier al tiempo que guiñaba un ojo pícaro a Mars—. Póngale al corriente mientras me cambio y nos vamos.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—A la Biblioteca Nacional. La señora Bouvier ha estado haciendo llamadas y nos esperan.

—¿A la Biblioteca Nacional, para qué?

—¿Recuerdas el escrito del soldado francés, o estás demasiado dormido?

—Mujer, no me vendría mal un café, pero claro que me acuerdo del soldado «matacatalanes» —no supe por qué lo denominé así.

—Pues la señora Bouvier tiene una teoría sobre los signos que encontró en la cueva de Qumrán y vamos a ir hasta la biblioteca para comprobarlo. Cree que puede ser alguna especie de pista —me contestó Mars mientras me alcanzaba una taza de café que me supo a gloria.

—¿Están listos? —la señora Bouvier había cambiado su bata de flores por un vestido de la misma época, aunque algo más apropiado para salir a la calle.

—Señoras —las invité, y ambas se acogieron a mis brazos en jarra. De momento, el camino no hacía subida, a ver cuánto duraba la suerte.

Decidimos coger un taxi. Durante el camino, la señora Bouvier nos dio una pequeña clase de historia sobre la Biblioteca Nacional, de la que ambos percibimos que se sentía muy orgullosa. Había sido fundada en París en el siglo XIII por el rey Carlos V de Francia, el acérrimo enemigo de nuestro rey Pere II el Gran, si bien el grueso de su emplazamiento actual databa del año 1996, después de que el entonces presidente, François Mitterrand, anunciase la construcción de una de las más grandes y modernas bibliotecas del mundo. La señora Bouvier exhalaba orgullo en cada una de sus palabras. También nos explicó que el proyecto arquitectónico que albergaba la flamante biblioteca simbolizaba cuatro libros abiertos formados por torres de vidrio y acero de ochenta metros de altura cada una, situadas en la ribera izquierda del río Sena, en el nuevo barrio de Tolbiac, para conmemorar que la antigua biblioteca había estado en el viejo barrio del mismo nombre.

Después del traslado masivo a los nuevos edificios, la antigua biblioteca de la Rue de Richelieu quedó como sede exclusiva para la consulta y archivo de los viejos códices y manuscritos, y allí era a donde nos dirigíamos. Miré por la ventanilla del taxi el transcurrir de los edificios de la capital francesa y leí distraído en una de sus perfectas esquinas el nombre de la avenida, la Rue des Petits Champs; después me volví hacia Mars, y ella me sonrió. La Sede Richelieu de la BnF, como se conocía popularmente a la Biblioteca Nacional de Francia, era un edificio que ocupaba toda una manzana. El taxi giró por la Rue Vivienne y se detuvo en la esquina.

La señora Bouvier fue la primera en atravesar los enormes portales de vidrio.

—Este es el Salón Luis XV, y allí queda el Museo de Monedas. Por aquí —nos indicó.

Mars y yo nos miramos, sin duda no era la primera vez que
madame
entraba en aquel edificio. La seguimos por unos prolongados pasillos a los que se abrían salas, escaleras que subían y bajaban, y enormes puertas que ella pasaba de largo, caminando poseída por una energía mágica que seguro recogía de los millares de libros allí almacenados.

—Tras esta puerta se encuentra la Sala Oval, uno de los lugares más importantes del mundo —sus palabras temblaron de emoción—. Vamos —y empujó con fuerza una puerta de doble batiente de madera y cristal.

Entramos en una sala de dimensiones espectaculares y, como nos acababa de anticipar, de diseño oval. Una gran cúpula a unos ocho o nueve metros de altura, rodeada de pequeños rosetones por los que se colaba una luz violácea, coronaba el techo de la sala, sustentada en juegos de columnas dobles unidas por arcos de medio punto. En el centro de la estancia se abrían docenas de mesas alargadas con lámparas de lectura y monitores Macintosh. Sin embargo, lo más impresionante de la Sala Oval no eran las mesas de lectura, ni la gran cúpula que recordaba el sepulcro del emperador Bonaparte, ni siquiera la belleza de sus rosetones: la riqueza de aquella sala estaba en sus paredes. Organizadas en cuatro plantas de altura, se alzaban estanterías que forraban las paredes hasta casi el techo de la sala. Cientos de miles de libros mostraban orgullosos sus lomos en aquel despliegue brutal de conocimiento. Por un momento, olvidé qué había ido a hacer allí y me planté en el centro de la sala, ante la mirada curiosa de las poco más de treinta personas que allí se encontraban, y comencé a girar en redondo, paseando mi vista sobre aquellas paredes que me sobrecogieron. Nunca antes había visto algo parecido, jamás creí que una sala así existiese más allá de la imaginación de un guionista de películas infantiles. La señora Bouvier me sonrió, segura de que aquella visión no podía dejar inmune a nadie. Mars había sido más prudente que yo y miraba absorta las paredes forradas de la historia humana, de la inteligencia del hombre, con la boca abierta desde la misma entrada por la que habíamos accedido. Fue una mujer algo más joven que
madame
Bouvier la que rompió el embrujo.

—Madame, bienvenue à la maison —saludó a la señora.

—Bonjour, Cathaline.

Y las dos mujeres se dieron un abrazo y un par de besos sin llegar a rozar sus labios en la mejilla ajena. Después,
madame
Bouvier nos pidió que la esperáramos en una de las mesas y permaneció un rato con la señora Cathaline.

—Es una antigua compañera. Yo trabajé aquí muchos años —nos confesó cuando volvió—, y cada vez que vuelvo siento que la vieja que ha absorbido a mi persona desaparece, pero bueno, eso es algo que a ustedes no les interesa. Nuestra visita aquí no es para resucitar viejos fantasmas, o por lo menos no los de una anciana amante de los libros. ¿Recuerdan el escrito del soldado de Bonaparte?

—Sí, el que fue a Qumrán y no encontró nada —confirmé. Mars también asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien, desde que usted me pasó las imágenes de los rollos, he estado pensando dónde había visto símbolos parecidos. Busqué en mi pequeña biblioteca textos arameos, sánscritos, griegos, hebreos, incluso árabes, pero esos signos no se corresponden a ningún alfabeto conocido, son, por decirlo de alguna forma, ocultos. Después de dar muchas vueltas, me vino a la cabeza el final del escrito del caballero de Montbard, y eso me llevó de nuevo a los templarios.

—Siga, por favor —la animó Mars.

—Como ya saben, los Caballeros del Temple fueron grandes maestros de la iconografía oculta, simbología vital para ellos y que debía permanecer en secreto para el resto de la humanidad. Todas sus iglesias, sus escritos, sus propiedades, su legado completo está lleno de misterio y de significados escondidos que solo pueden ser descubiertos si se poseen los conocimientos necesarios. Le he pedido a
madame
Cathaline que me busque un antiguo documento que creo recordar de mi estancia entre estas paredes. Los templarios, además de sus iglesias y de otros secretos, tenían documentos que no debían ser legibles para nadie aparte de los elegidos. Siguiendo con esa teoría, parece que idearon un alfabeto secreto solo conocido por algunos altos cargos, y que permaneció oculto incluso para el resto de los hermanos de la orden. Ese alfabeto no fue conocido hasta mediados del siglo XIX y se descubrió en manos de los masones, lo que siempre ha hecho dudar de su autenticidad, pero si el caballero de Montbard lo transmitió a Mariam, un ser en el que reconoció la divinidad aunque no hubiese hecho votos, estaríamos hablando de que todas las teorías sobre el alfabeto secreto templario serían ciertas.

—¿Un alfabeto templario? —pregunté.

—Eso creo, sí, pero pronto saldremos de dudas, ahí está
madame
Cathaline.

La bibliotecaria se acercó hasta la mesa y extendió un viejo volumen con tapas de cuero grueso y ajado. También entregó a la señora Bouvier otro libro más moderno, unos guantes de látex y unas pinzas de palas forradas en tela.
Madame
le dio las gracias y se enfundó los guantes, agarró las pinzas y comenzó a pasar hojas de color amarillento. Yo nunca había visto un códice antiguo tan de cerca, sin contar con los rollos de Santes Creus que no tuve tiempo de examinar, y me sorprendió. Las letras, que la señora parecía leer sin dificultad, no eran «normales», de hecho ni siquiera me parecieron letras. Eran trazos cortísimos, hormigueantes, tan apretados que no se distinguían los espacios entre las palabras, ni mucho menos entre los párrafos. Era como si alguien hubiese agarrado una pluma conectada a un barril de tinta y no la hubiese levantado hasta haberlo agotado por completo.

—¡Aquí está, miren!

Me pareció entrever entre aquella amalgama de garabatos una especie de triángulos y signos geométricos encuadrados en una parrilla.

—Vean, este es el alfabeto templario —sin darnos tregua, abrió el otro libro que la bibliotecaria le había dejado y buscó algo que leyó en voz alta—. El alfabeto templario fue creado a partir de la cruz patada que los distinguía, la Cruz de Ocho Beatitudes, o «de ocho puntas» como se conoció vulgarmente. Todo su alfabeto secreto estaba representado según ángulos y puntos determinados por esta cruz y que solo podían ser leídos mediante la superposición de un medallón que portaban los Grandes Maestres de la orden.

—¿Con ese alfabeto podremos traducir los signos?

—Si es cierto, sí.

—¿Y el medallón? —pregunté.

—Según este libro, las letras que muestran ya están filtradas por el medallón.

La señora Bouvier se sacó del bolsillo una copia impresa con los signos que el soldado francés había transcrito en su relato, y la colocó junto al libro. Cogió un lápiz y comenzó a buscar entre aquellos garabatos cada uno de los símbolos. Mars y yo nos miramos ensimismados ante la facilidad de la señora para moverse en ese terreno.

—Ya lo tenemos, y creo que el alfabeto es correcto —exclamó por fin.

—¿Qué dice? —preguntó Mars.

—Algo con sentido, «
Terra Intimus
», que en latín significa «tierra adentro». Esa es la señal que dejó a las puertas de Qumrán.

—¿Y qué lectura tiene esa inscripción? —preguntó de nuevo Mars.

—Querida, eso lo deberán averiguar ustedes. Hasta aquí llegan mis conocimientos. Es probable que no sea más que una nueva pista para llegar a otra.

—Pues no fueron muy concretos —dijo Mars.

—Eso pienso yo también, «tierra adentro» puede significar muchas cosas, que se fueron al interior del país o…

—O literalmente que entraron en la tierra —me interrumpió la señora con una sonrisa.

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