Mars tardó poco menos de media hora en salir a buscarme. Me agradeció con un beso, en la mejilla, mi paciencia y el detalle de haberlas dejado solas. Me pidió que la acompañara porque Marie Stewart deseaba verme, y me dijo, de forma muy breve, que ya la había puesto al corriente.
—¿Cómo está? —le pregunté antes de entrar.
—Muy bien, algo dolorida y un poco atolondrada por los calmantes, aunque mucho mejor de lo que imaginábamos —me dijo Mars.
—¿Y tú? —volví a preguntar.
—Feliz, pero nosotros ya tendremos tiempo de hablar, no te preocupes. Ahora vamos, nos espera.
Mars había manipulado la cama de la condesa y la había incorporado hasta permitirle estar sentada. Se había maquillado, supuse que también con la ayuda de Mars, y su aspecto era el de una mujer muy cansada, con los ojos amoratados y la cara inflamada. Como toda vestimenta llevaba la bata del hospital, de color azul con un logotipo grabado a la altura del pecho, y las sábanas que la cubrían hasta la cintura.
—Estimado Cècil, cuánto tiempo sin verle.
—Lo mismo digo, aunque lamento que sea en estas circunstancias —le aclaré.
—No importa, acérquese, por favor. Mars me ha explicado lo mucho y bien que la ha tratado, y yo le doy las gracias en mi nombre y en el de ella misma.
—Ha sido un placer. ¿Cómo se encuentra?
—Como si me hubiese pasado un mercancías por encima, la verdad. Pero acérquese; Mars, por favor, alcánzale esa silla y ven tú también. Tenemos que hablar.
Fue una conversación larga. La señora parecía haber recuperado, si es que alguna vez las perdió, su compostura y su elegancia a pesar de la situación. Le explicamos a dos voces nuestros descubrimientos. Se sorprendió cuando supo que los escritos estaban en el pedestal de la columna y no en otro lugar, lo que me hizo comprender que aquella mujer sabía más que sus hermanas, como ella las llamaba. Le relatamos los descubrimientos en Cîteaux, cómo habíamos encontrado la marca que Azul había dejado en el monje del capitel, y cómo esa pista nos llevó hasta Clairvaux. Nuestra incursión nocturna en los restos de la abadía y la ayuda indispensable de
madame
Bouvier, que nos llevó hasta la tumba del rey Pere en Santes Creus. Le explicamos también lo que decía en los escritos que hallamos allí, y un destello en sus ojos me alertó sobre el diario del soldado francés. Le explicamos cómo fuimos sorprendidos por el italiano —que la condesa nos reveló era uno de sus captores—, y cómo nos arrebató el códice antes de ordenar nuestro asesinato. Si no hubiese sido por el comisario y su intuición, ni ella ni nosotros mantendríamos esa conversación en ese momento. Se interesó por el escrito del soldado, y sobre todo por el significado de las marcas halladas en la pared de una de las cuevas. Sonrió cuando le explicamos nuestra visita a la Biblioteca Nacional de París y cómo
madame
había dado con los escritos necesarios para revelarnos el sentido de aquellos signos.
—Bien, señor Abidal —sonrió—, ahora ya sabe el gran secreto. ¿Qué piensa hacer?
—Cècil —le devolví la sonrisa—; no lo sé. La verdad es que antes de que felizmente la liberaran teníamos intención de ir a Qumrán, la ciudad de los esenios, para encontrar a Mariam, si es que todavía existe, o lo que sea que quede de ella, pero ya no lo sé —miré a Mars.
—El secreto de la existencia de un ser inmortal ha sido desvelado, y creo que es nuestra obligación que vuelva al anonimato por el resto de los tiempos —contestó Marie Stewart.
—¿Usted cree realmente que Mariam todavía sigue viva? —inquirí.
—¿Y tú? —me preguntó Mars.
Las miré a ambas.
—No lo sé, pero lo que sí tengo claro es que si nuestro descubrimiento cae en manos no adecuadas, esa persona, en caso de existir, no estaría a salvo, y eso es lo que han hecho ustedes todo este tiempo, ¿no?, mantenerlo en secreto, a salvo.
—En efecto, Cècil —afirmó la condesa.
—Incluso me atrevería a asegurar que usted ha mantenido el secreto a salvo de su propia gente —proseguí, y Marie Stewart bajó un poco la cabeza ante la mirada de Mars—, pero la comprendo. Si alguien llegase a descubrir el porqué, o cómo es que Mariam sigue viva después de más de dos mil años, estaría dispuesto a cualquier cosa por hacerse con esa fórmula de la eterna juventud.
—Veo que ha comprendido una parte fundamental de mi labor, y ahora estoy segura de que comprende también el porqué de nuestras reticencias al principio de conocernos.
—Tengo una pregunta, ¿el secreto de Mariam es el regalo que le hizo Jesús, verdad?
—Así es. Ni yo ni mis antecesoras hemos sabido nunca de qué se trata con exactitud, pero sí que Jesús hizo un regalo milagroso a una esenia, y que esta ha permanecido con vida por más de dos mil años gracias a él.
—Y así debe seguir por otros dos mil años más —dijo Mars.
—Pero hay algo más. No solo se trata de que una persona haya vencido a la esclavitud de la materia, ya hay otras confesiones y religiones que afirman cosas parecidas de hombres santos. En algunas zonas de Nepal y de la India, se dice que hay sitios en los que viven algunos yoguis en eterna meditación desde hace cientos de años, si bien nadie los ha visto jamás desde que se retiraron a sus lugares —añadió con un toque de malicia la condesa.
—Como a Mariam —le dije con el mismo tono.
—Sí, como a Mariam, pero a diferencia de ellos, y siempre que creamos en estas historias, Mariam ha estado en contacto con el mayor Maestro que jamás ha encarnado en la Tierra. Y no solo esto, sino que además fue la elegida para recibir un presente sagrado. Y no hablamos de objetos manufacturados por el hombre, como el Pectoral del Juicio, o el Arca de la Alianza, pues si bien los preceptos fueron dictados por Dios, los realizaron los hombres. Jesús entregó algo a Mariam con sus propias manos, un presente que la convierte en la escogida por Él, quizás en la puerta definitiva que abre el camino al Reino de los Cielos, ¿comprende ahora la importancia de este asunto?
—Dejaría a la Iglesia en un papel secundario —razoné.
—¿Quién ha hablado de la Iglesia? —protestó—. Esta, como cualquier organización creada por el hombre, no es más que un grupo de personas con ideas parecidas en las que se encuentra de todo, algunas con un sentimiento claro de la presencia de Dios y otras que utilizan ese estatus para su propio beneficio, como en cualquier partido político, club de ajedrez o escalera de vecinos. Encontrar y proteger a Mariam es encontrar y proteger lo que queda en nosotros de seres divinos. No podemos perderlo ni utilizarlo en nuestro propio provecho.
—Pero nosotros no estamos preparados para algo así —dijo Mars.
—Querida, nuestra misión es algo que nos trasciende, que no estamos en condiciones de analizar, solo de sentir, y si vosotros —nos señaló— habéis sido capaces de llegar tan lejos, únicamente lo puedo interpretar como una señal de que quizá sí lo estéis, aunque es importante recordar que no estamos solos en esta búsqueda.
—¿Se refiere a los hombres que la tuvieron secuestrada? —pregunté.
—Los han detenido —dijo Mars.
—No es suficiente. Debéis conocer algo sobre ellos. Desde que Roberto de Molesmes hizo saber al papa Urbano la existencia de un grupo de hombres y mujeres santos que no aparecían en la
Biblia
, entre los que el propio Jesús había elegido a una de ellos para distinguirla con el único regalo que se le conoce, hay gente que persigue ese obsequio con diferentes fines. Durante muchos años, estos hombres se creyeron con el derecho de poseer algo tan preciado porque era el propio Papa de la Iglesia católica quien lo deseaba, ¿quién más digno de tal honor que el sucesor de Pedro? El secreto se transmitía de Papa en Papa mediante un documento ultrasecreto al que el resto de la curia no tenía acceso, y por el que cada uno de ellos designaba a cuatro hombres para llevar a cabo la búsqueda desde donde la habían dejado sus antecesores. En un momento de la historia, esto no fue transmitido por el Papa a su sucesor y el secreto dejó de pertenecer a la Iglesia. Desde entonces, no hemos sabido jamás quién estaba detrás de los
designati
y, hasta esta noche, tampoco conocíamos sus identidades, pero siempre hemos sabido que eran hombres ambiciosos, poderosos y temerosos a la muerte, y a la pérdida que esta les infligía. Nobles, guerreros, monjes, y ahora hombres de negocios; en el mismo instante en que uno de ellos desaparece, es reemplazado por otro que acata el mandato de la búsqueda con mayor furia, y esta vez creedme que han estado muy cerca. Desde que Santa Elisabeth cumplió con la promesa dada a su padre y escondió los escritos en su tumba, pocas veces han estado tan cerca. De hecho, creo que jamás tuvieron acceso a los documentos. Sin embargo, esta vez han conseguido el códice y desvelado su secreto, no penséis que van a abandonar justamente ahora. ¡Por eso debemos actuar rápido!
El sonido de la puerta de la habitación detuvo la conversación. El comisario Aripas, acompañado de otro hombre, acababa de entrar.
—Vaya, veo que ha recibido visita. ¿Se encuentra mejor?
—Sí, algo mejor, muchas gracias —respondió la condesa.
—¿Y ustedes, pasaron a ver al inspector Rojas? —preguntó el comisario, y le mostré mi pasaporte—. Bien, parece que las piezas van encajando. Tenían ustedes razón y me alegro de haberles hecho caso.
—¿Qué sabe de los cuatro hombres? —inquirió Mars.
—Están detenidos, como saben.
—Necesitaremos de toda su colaboración, tienen buenos abogados… —dijo el otro hombre, y luego se dirigió a Mars y a mí—. Supongo que habiendo llegado tan pronto hasta aquí no habrán tenido tiempo de comer, les aconsejo una pequeña tasca a pocos minutos del hospital. Tenemos que hacer unas preguntas a la señora y después podrán continuar con la visita.
El hombre, que se identificó como inspector Arkonada de la Ertzaintza, nos dio instrucciones para llegar hasta la tasca y nos despidió. San Sebastián bullía a esa hora temprana de la tarde y el menú fue excelente, como nuestro estado de humor, ¡devoramos una dorada a la sal como si fuese la última vez en nuestras vidas que íbamos a comer! Después de dar un pequeño paseo para bajar la comida, y comprar algo de ropa para la condesa, volvimos al hospital. Todavía estaban allí los dos policías, que nos comunicaron que Marie Stewart pasaría una noche más en observación antes de darle el alta. Poco después, se marcharon y nos quedamos toda la tarde con ella.
Hablamos de Azul, y la condesa nos confirmó que, en cuanto tuviera el alta, viajaría hasta Barcelona para recogerla y marcharse con ella a su casa de París. Mars no pudo evitar un ligero suspiro al escuchar esas palabras, pero se mantuvo firme en su compromiso de viajar hasta Israel. Entre los tres trazamos un plan de viaje, decidimos que lo más sencillo sería alquilar un vehículo para no despertar sospechas. Le explicamos a la condesa que habíamos dejado en casa de la señora Bouvier las coordenadas de nuestro emisor satélite para que pudiera conocer en todo momento nuestros movimientos, así como los escritos que encontramos en Santes Creus.
También nos comunicó que la había llamado Oriol Nomis y que había prometido venir a verla, además de restaurar mi posición en la fundación. Pero sus palabras no tuvieron el eco de alegría que debería haber supuesto. Todo eso me parecía nimio y muy lejano en comparación a la búsqueda que estábamos a punto de emprender y, sobre todo, ante la perspectiva de compartir con Mars diez días de viaje sin la presión de saber que su mejor amiga y protectora estaba en peligro. Todo eso había pasado y, por mucho que los abogados de aquellos cuatro hombres los consiguieran sacar de la situación en que se encontraban, dudaba de que se atrevieran de nuevo a realizar actos similares, por más que insistiera Marie Stewart. La partida estaba ganada y ahora solo faltaba rematarla.
Prometimos al comisario que acudiríamos para identificar a uno de aquellos hombres como el italiano que había entrado con Azul en mi piso de Barcelona, y quedamos de acuerdo con la condesa en que no haríamos nada sin antes informarla de cada uno de nuestros pasos. Después, nos fuimos. A mí me dio un par de sonoros besos y un largo abrazo, y a Mars la cubrió de caricias y lágrimas en una despedida que, además de enternecerme, me hizo sentir, por primera vez en muchos años, celos.
E
l calor en la mañana donostiarra era intenso, sobre todo, metido en el interior del coche con el que daba vueltas el Negro por el extrarradio de la ciudad. No sabía qué hacer, su jefe estaba detenido e incomunicado. Había pensado huir a Francia, pero su jefe podía necesitarlo y por eso andaba ocultándose sin dejar de echar vistazos a su teléfono móvil. Quizá recibiría alguna llamada con instrucciones. No podía comprender qué había ocurrido, cómo los habían cogido a los cuatro de aquella manera infantil. ¡No sería porque él no lo había advertido! Era muy arriesgado traer a la mujer, no entendía por qué no habían ido a Rumanía, allí les habría sido más fácil deshacerse de todas las pruebas, pero la obstinación de ese hombre era imposible de contradecir. ¡Si le hubiesen hecho caso, ahora todos estarían disfrutando de una mañana plácida!
De repente, una llamada lo sobresaltó. Por fin, su teléfono daba señales de vida. Miró la pantalla, «número desconocido», sin duda era él. Aparcó el coche frente a un bar y descolgó.
—Jefe —lo saludó.
—No soy tu jefe —respondió una voz desconocida—, pero atiende. No sabes quién soy, aunque yo sí te conozco y sé cuál es tu trabajo. Puedes dirigirte a mí como «maestro» o «jefe», como prefieras. No hables, solo escucha. El señor Joswiack estaba bajo mis órdenes, yo lo dirigía, y ahora te dirijo a ti. ¿Me comprendes? —preguntó.
—Sí —contestó el Negro. La rotundidad de aquella voz lo desconcertó, y más aún porque nadie, aparte de su verdadero jefe, conocía su número de teléfono. Era la voz de un hombre maduro, con un ligero acento que no atinó a ubicar, quizá francés.
—Te busca todo el mundo y no pueden encontrarte. Debes confiar en mí, yo sacaré a Joswiack y a los otros de la cárcel, pero ahora debemos ser prudentes y actuar rápido. Si sigues mis órdenes, todo saldrá bien. Toma nota de una dirección, quiero que vayas allí y esperes nuevas instrucciones. Yo me pondré en contacto contigo y no al revés. ¿Has comprendido?
—Sí, jefe —repitió el Negro.
—Es una dirección de París, irás por carretera. Viaja de noche y escóndete durante el día, nadie debe verte, ni mucho menos la Policía. Cuando llegues, anota cada persona que entre o salga de esa casa, y si viene en coche, la matrícula, ¿comprendes?