Una de las cosas que más me sorprendió fue el cementerio. Una gran explanada desértica, salpicada de piedras puntiagudas, que acogía más de mil tumbas de las que se habían excavado apenas cincuenta, la mayoría con esqueletos de varones. Por fin, el guía nos dirigió hacia donde se encontraban algunas de las cuevas que los esenios utilizaron como viviendas grupales. Visitamos la llamada «número cuatro», una de las más prolíficas en el hallazgo de fragmentos. Era una cueva con dos ventanales que daban directamente al palmeral y cuyo techo tenía forma de bóveda. La cueva estaba impoluta, y ni Mars ni yo vimos ningún grabado en su entrada.
El guía aprovechó el fresco de la cueva y nos explicó que la mayoría de ellas se encontraban en peor estado en la actualidad que cuando fueron descubiertas en el año 1947. Nos explicó también la historia de los hallazgos. Al parecer, unos pastores nómadas que las conocieron en su trashumancia las recorrieron en busca de un tesoro oculto y dieron con las vasijas que contenían los antiguos rollos de cuero y papiro. Inmediatamente, corrieron a vender todo en los mercados locales. Después de varios intentos por deshacerse ventajosamente de su hallazgo, los rollos cayeron en manos del arzobispo sirio del Monasterio de San Marcos de Jerusalén, quien se hizo con los tres primeros rollos descubiertos por los beduinos. Mars y yo nos miramos, ¡allí había encontrado Azul la prueba que la llevó hasta Cîteaux!
El guía, ajeno a nuestra alegría, continuó con su explicación. Esos primeros rollos fueron tres. En una segunda incursión, los pastores encontraron otros tres escritos y dos jarras que, conscientes del valor de sus descubrimientos, vendieron por un buen precio al rector de la Universidad Hebrea de Jerusalén, quien los obligó a desvelar el origen de sus hallazgos. Fue la propia Universidad Hebrea la que desde ese momento capitaneó el inicio de las excavaciones con la colaboración de diferentes organismos internacionales interesados. A la postre, eso no fue una buena idea, pues los rollos se dispersaron en múltiples fragmentos que fueron muy difíciles de reagrupar y reunir por el Gobierno de Israel.
El grueso del descubrimiento quedó entonces separado, una parte en poder del Monasterio de San Marcos, otra de la Universidad Hebrea, y la más pequeña en manos de diferentes anticuarios y traficantes de obras de arte repartidos por medio mundo, pero después de la primera guerra árabe-israelí, el arzobispo sirio del monasterio se vio necesitado de fondos y decidió vender los rollos. Ahí fue —el guía exhaló un orgullo patrio hasta entonces oculto— donde el Gobierno israelí, a través de diferentes testaferros para ocultar su identidad, consiguió hacerse con el total de los rollos en 1954, siete años después del primer descubrimiento.
El muchacho siguió con la explicación aprovechando la temperatura más agradable de la cueva. Todos los manuscritos formaban parte de la biblioteca de la comunidad esenia y habían sido realizados entre los años 200 a. C. y 68 d. C., cuando la ciudad fue arrasada por el ejército romano del general Vespasiano, que la destruyó e incendió sin dejar un solo superviviente. Desde ese día, además de los restos arqueológicos como los bancos del
scriptorium
, las vajillas y algunos objetos más, lo único que permaneció a salvo durante estos mil ochocientos ochenta y seis años fueron las vasijas de cerámica y los rollos conocidos mundialmente desde entonces como «rollos del Mar Muerto» o «rollos Q».
Nos explicó que uno de los descubrimientos más importantes en esos rollos fueron las normas de la comunidad esenia, la Regla de la Comunidad, porque las similitudes entre las creencias y prácticas descritas por el filósofo Filón de Alejandría y el historiador Flavio Josefo certificaron por fin la existencia de los esenios. Otras pruebas, como los escritos del historiador romano Plinio el Viejo, encajaron a la perfección con el descubrimiento de los rollos. Aunque nos aclaró, antes de nuestras preguntas, que en ninguno de esos escritos se nombraba la figura de Jesús de Nazaret.
Después de sus explicaciones, el guía abrió una rueda de preguntas. La mayoría fueron encaminadas a satisfacer curiosidades sobre la vida esenia y sobre los poderes que la reciente New Age les atribuía. A pesar de las aclaraciones previas, también le hicieron numerosas preguntas acerca de la pertenencia, o no, de Jesús de Nazaret y San Juan Bautista a la secta. Cuando por fin el guía desmitificó la mayoría de las leyendas sobre estos personajes, Mars preguntó si sabía de alguna cueva en cuyas paredes se hubiesen encontrado grabados. El muchacho, vecino de Jerusalén y estudiante de Arqueología e Historia, nos dijo que no, aunque nos recordó que la erosión sufrida en estos últimos años había causado graves daños sobre la roca blanda de Qumrán. Era probable que alguna vez hubiesen existido marcas, pero en la actualidad ninguna de las cuevas las tenía. Una pesada losa se añadió al calor infernal del lugar. Regresamos a la tienda museo de la entrada, donde nos esperaba la serie de rigor de baratijas. La visita había durado tres horas.
Compramos un mapa cartográfico de la ciudad, otro con el emplazamiento de todas las cuevas y un libro con la historia resumida de la ciudad esenia. Nos hicimos también con una pequeña provisión de agua y nos marchamos, pero antes de regresar al hotel nos ocultamos a la sombra de un palmeral, a poco menos de doscientos metros de la caseta de entrada.
La ciudad arqueológica cerró sus puertas al público a las cinco de la tarde, y una hora después salieron todos los trabajadores, la vendedora de la tienda y los guías turísticos, justo en el momento en que un guardia, arribado a lomos de una motocicleta del siglo pasado, los relevaba. Esperamos un rato mientras observamos los movimientos del vigilante, pero este, apenas se sintió solo, abrió la caseta de la entrada y se metió dentro. No alcanzamos a ver al guardia, aunque por sus andares no nos pareció un tipo muy atlético.
De regreso al hotel, lo hicimos comentando cómo entraríamos en la ciudad sin ser vistos, y cuando llegamos, ya habíamos trazado un pequeño plan para contrastarlo con la condesa. Dejaríamos pasar antes un par de días para que nuestros rostros se difuminaran en la memoria del guía y de la vendedora de la tienda. No habíamos observado cámaras de vigilancia, ni en los restos de la ciudad ni en la tienda de suvenires; tampoco, vallas cerrando el recinto. De hecho, era imposible robar una cueva o restos (que no fueran rocas) de la ciudad.
Ya en la habitación, me tumbé en la cama mientras Mars se arreglaba para bajar a cenar y le leí algunos fragmentos del libro de la vida de los esenios. En resumen, era lo que nos había explicado el guía. Un grupo de hombres y mujeres que renunciaban a todo para vivir en comunidad de bienes y propiedades, de los que debían desprenderse al entrar en la secta. Solo podían vestir prendas blancas, y tenían prohibido jurar, emitir votos y sacrificar animales, lo que me acercó mucho a sus pensamientos. Mars rió. Tampoco podían ingerir alimentos impuros ni participar del comercio o hacer negocios. En ese punto, Mars me hizo ver, no sin cierta ironía, que me habrían expulsado de la orden a las primeras de cambio. La secta reclutaba niños que adoptaba como hijos de la comunidad, y adultos que hubiesen renunciado a todas sus posesiones materiales. Se denominaban a sí mismos «hijos de la Luz», y en los rollos también se hablaba de la llegada de los quitim, o «hijos de las Tinieblas», contra los que mantendrían una dura batalla final que les abriría las puertas del Reino de Dios. Decía además el libro que era muy posible que en la época de la dominación romana se hubiese identificado a los invasores con esos quitim, o demonios, y que por ese motivo la comunidad se hubiese avenido a luchar y a aceptar que otros judíos lo hicieran con ellos. Se habían encontrado en la ciudad restos de armas judías y romanas, la mayoría calcinadas.
—Una historia apasionante, ¿no te parece? —le pregunté a Mars.
—Sí, es increíble además que Mariam viviera en esa comunidad y que sobreviviera al ataque romano. Recuerda lo que ha dicho el guía, que no dejaron supervivientes.
—Debemos estar locos para buscar a una mujer de la que solo quedan referencias en los libros de historia —le dije.
—Y lo más importante, que conoció a Jesús de Nazaret.
—El guía ha desmitificado la relación de los esenios con Jesús.
—Bueno, ellos no saben lo que nosotros —afirmó Mars.
Preferí no entrar en eso y sugerí que bajásemos a cenar. Después de la cena, que dedicamos a fabular sobre la vida de Mariam, nos dedicamos a comprobar el mapa que habíamos comprado en la tienda de Qumrán, o como la llamaban en varios libros, Qirbet Qumrán, que significaba «ruinas de piedra», o Secacah, su antiguo nombre. El recinto arqueológico apenas distaba ochenta metros por cada lado, y las cuevas que estaban a su alrededor se repartían en poco menos de setecientos metros. La más lejana, la número tres, estaba a dos kilómetros en dirección norte. Aunque no era demasiado, en una sola noche, a no ser que la fortuna nos iluminase, sería imposible dar con la cueva en donde el soldado francés encontró las inscripciones.
Decidimos que comenzaríamos por las cuevas más alejadas y que la primera incursión la haríamos dentro de dos noches. En total, eran once cuevas en las que se habían encontrado más de cuarenta mil fragmentos de más de quinientos libros diferentes, la mayoría incompletos. Las cuevas estaban numeradas como 1Q, 2Q, 3Q…, hasta 11Q, y los textos y fragmentos encontrados también se numeraban según esta codificación; así, el Comentario de Hababuc, por ejemplo, se conocía por 1QpHAB. Lo que más nos preocupaba era la rápida erosión que habían sufrido las cuevas. Si en apenas cincuenta años la roca se había desgastado de forma evidente, qué no se habría perdido desde que el soldado francés hallara los signos doscientos años atrás.
Al día siguiente, regresamos a Qumrán de madrugada. La llegada del personal y la salida del vigilante se produjeron a las ocho de la mañana en punto, cuando el sol hacía más de una hora que había salido. Después de pasar por el hotel para informar a Marie Stewart, decidimos tomarnos un día libre y nos fuimos de visita turística por Jerusalén.
E
l Negro tomaba café de su mismo color sentado al volante de su vehículo. Llevaba varios días de vigilancia en la dirección que le habían ordenado, un palacio de la Rue de Sèvres en pleno centro de París, y a pocas manzanas de donde aquella pelirroja alquilaba barcos en los Jardines de Luxemburgo. Estuvo tentado un par de veces de ir a verla, sobre todo por las noches, pero la voz de aquel hombre había sido clara, bajo ningún concepto debía distraerse de la vigilancia. La casa estaba rodeada por un muro de protección de unos dos metros de altura, en el que no vio cámaras de vigilancia, y tras el que sobresalían las copas de una ordenada hilera de árboles que cubrían el fondo de la finca. En la parte trasera, apenas se entreveían los techos de una construcción que imaginó antigua y lujosa.
Había decidido cambiar de lugar el vehículo con una cadencia de tres o cuatro horas, sin llegar a estacionarlo nunca frente a la reja principal, y sin bajarse de él. Todavía no sabía qué buscaba allí, pero era evidente que el propietario era alguien importante.
Nada más llegar a París, había recibido una llamada de su nuevo jefe; le preguntó si ya había localizado la dirección y le mandó cambiar de vehículo. Una vieja furgoneta con el logotipo de una empresa de mantenimiento de calefacciones que recogió en un taller a las afueras de la ciudad, donde dejó el coche que había utilizado para huir de España. La furgoneta había sido adaptada con prisas para su tarea: un colchón, un baño químico, un bidón de agua y un fogoncillo, además de provisiones, galletas, sobres de sopa, zumos y agua. Desde entonces, no se había movido de aquella calle plagada de palacios iguales al que debía vigilar. Su único entretenimiento había sido masturbarse dentro de una botella de agua, que guardaba tras su asiento, y beber zumos. Le dolían todos los músculos y huesos de su cuerpo, pero por lo menos había sorteado los controles de la Policía y estaba libre.
Los recuerdos de la pelirroja le provocaron una nueva erección que se disponía a aprovechar, cuando vio que la verja se movía. Era el primer movimiento desde que había iniciado la vigilancia. Se cerró la bragueta y se acurrucó entre los asientos para no ser visto. Un coche grande de color granate sorteaba la verja y se colaba por el camino principal sin detenerse. Alcanzó a ver la matrícula trasera, francesa, y la anotó. El vehículo lo conducía una sola persona.
Al poco de entrar el coche, vio el resplandor de las luces de las plantas superiores, las únicas a las que tenía acceso desde su escondite. Todavía era de día, pero supuso que la luz tardía parisina llegaba hasta la vivienda amortiguada por la arboleda. Estuvo tentado de saltar la valla y entrar, pero prefirió esperar. Se vio recompensado antes de anochecer; el mismo vehículo, que ahora pudo ver con mayor claridad, un monovolumen de color granate, salió y lo siguió. Desde la distancia, vio dos cabezas en los asientos delanteros, ambas de mujer, y una sensación conocida lo estranguló. Si no le fallaban la vista y el instinto, aquellas dos mujeres eran las mismas que había custodiado en Rumanía.
El vehículo callejeó por París hasta la parte alta de la ciudad y, después de aparcar en una calle cercana al Cementerio de Montmartre, las vio bajar. ¡Eran ellas! Sacó su libreta y anotó la dirección de la casa frente a la que las dos esperaron hasta que una vieja salió a su encuentro. Las vio abrazarse y entrar en la casa.
Pasó la noche allí. Tenía la necesidad de comunicárselo a aquel hombre, pero no tenía cómo hacerlo. Al amanecer, lo despertó una llamada. ¡Maldita sea, se había dormido! Sintió un ardor profundo en el estómago y miró hacia donde habían aparcado el vehículo la noche anterior; respiró tranquilo al verlo. ¡Todavía estaban allí! Buscó el teléfono, que emitía pitidos cada vez más agudos perforándole el cerebro. Colgaba del retrovisor de la furgoneta, unido por la parte trasera al cargador de batería enchufado al encendedor del coche. De un manotazo lo agarró y contestó.
—¿Dónde estabas?
—En la furgoneta, jefe, tengo el celular cargando y…
—Calla —lo interrumpió—, intenta no dormirte de nuevo. ¿Dónde estás?
—Jefe, anoche quise llamarlo. Un coche entró a la casa y apunté la matrícula —dijo el Negro con orgullo—, esperé un buen rato, no sabía si entrar, pero después se abrió otra vez la puerta y las vi salir. ¡Son ellas, jefe!, la mujer que traje de Rumanía y la putita que se llevó el italiano amigo del jefe.