Un ruido atroz retumbó en la cueva. Los estampidos golpearon mis oídos en un eco macabro que se tragó el espesor de la oscuridad. Mi dedo se quedó enganchado al gatillo hasta que la pistola agotó las balas y solo se escuchó el golpeteo mecánico del percutor contra un cargador vacío. Lo solté. Silencio.
Me arrastré hasta el cuerpo sin vida de Mars y agarré su linterna. Me dolía todo el cuerpo, solo tenía visión a través de un ojo, y una vibración de dolor y terror corría por mis venas hasta la última de mis células. Levanté el foco de luz y busqué. El negro estaba tumbado, sin rostro; uno o varios de los disparos le habían alcanzado la cabeza, de la que no quedaba más que una masa sanguinolenta de carne. Oriol Nomis estaba a un par de metros, tumbado sin sentido también. Como pude, llegué hasta él y le iluminé la cara.
—¡Dame eso! —me agarró desde el suelo e intentó arrebatarme el arma. Sus piernas estaban bañadas por un charco de sangre, pero el maldito estaba vivo.
Levanté la pistola y comencé a golpearlo con toda mi furia. Por Mars, por mí, por Azul, por la condesa, por
madame
Bouvier, por el terror acumulado que me hacía golpearlo sin control, una y otra vez, en la cabeza, en su pecho, en la cara. Perdí el arma en uno de los golpes y continué golpeándolo con mis manos, hasta que el agotamiento me venció, y un llanto interno y profundo desgarró mis sentidos y caí sobre él. ¡Aquel maldito había mandado ejecutar a Mars!
Volví con ella. La iluminé con la linterna. La abracé, la besé, y la agité para volverla a la vida. Pero no se movía. Su cuerpo sangraba a la altura del estómago. Comencé a gritar, y mis gritos se perdieron en aquel puto agujero al que no debimos acudir jamás.
Me senté a su lado. Sentía un dolor muy fuerte en el tórax, quizás aquel hijo de perra me había partido una costilla, pero qué importaba ya. Maldije no haber dejado una bala para mí, y me tumbé junto a Mars.
Estuve varios minutos acunándola, besándola, abrazándola como no podría volver a hacer nunca más. Miré al exterior de la cueva, ni siquiera recordaba que había caído la noche, y una negrura infernal me inundó. Apagué la linterna y descargué lo que me quedaba de llanto sobre el cuerpo de Mars.
Estuve un largo tiempo abrazado a lo que quedaba de ella. ¿Qué podía hacer? Si me hubiese quedado una sola bala, me la habría disparado sin pensarlo ni un segundo, pero en aquellas circunstancias no podía quedarme allí tumbado, sin más. Por lo menos, debía dar sepultura al cuerpo de Mars. Pensé sacarla al exterior y cavar una tumba. Un agujero en aquel desierto infame. Pero comprendí que no tendría fuerzas de salir con su cuerpo por la estrecha entrada de la cueva. Entonces, la cargué sobre mi espalda como pude y me adentré en el túnel.
Si aquellos cuerpos eran los restos de los hermanos de la comunidad que Mars había buscado durante toda su vida, merecía descansar por fin junto a ellos. Comencé a arrastrarme con su cuerpo exánime por el túnel. Apenas tenía espacio para levantarme un par de centímetros que me permitieran avanzar. Estiraba los brazos hacia delante y los encogía en una flexión difícil y dolorosa, que hacía eterno cada palmo de avance. Temí caer allí mismo y morir bajo el cuerpo de Mars. No me preocupaba eso, pero sentía que lo único y último que podría hacer era acercarla hasta ellos.
Por fin, conseguí llegar hasta la pequeña sala. Los cuellos de las dos vasijas volcadas mostraban orgullosos los restos de tela y huesos humanos que habían atesorado por cientos de años. Iluminé el suelo. El cráneo parecía mirarnos en una mueca de comprensión, la sabiduría de la eternidad. Arrastré a Mars hasta la pared y la senté contra ella. Su cabeza caía sin fuerza sobre su pecho, y la amargura me taladraba como un martillo percutor. Con la poca visión que me ofrecía el ojo dolorido, recorrí la sala hasta encontrar un sitio donde pudiese descansar. En la esquina me pareció ver una especie de tabla, quizá de alguna antigua mesa, y me acerqué. Aquel era un buen lugar. Llevé a Mars hasta allí y la tumbé sobre ella.
Cerré sus ojos y le crucé los brazos sobre el pecho. Me hubiese gustado ponerle algo en ellos. Mi corazón. Aparté la vista por un momento. No podía aguantar verla así. La besé y comencé a salir.
Cuando llegué a la boca del túnel, eché una última mirada a la sala.
Entonces, algo llamó mi atención. En el otro extremo de la sala, vi una especie de roca puntiaguda y me acerqué. Era algo parecido a un enorme cuarzo de más de un palmo de altura. Estaba sucio por el polvo. Pensé que sería un buen compañero de eternidad para Mars y lo cogí. Lo limpié contra mis ropas, y el brillo del cristal partió la luz de la linterna en docenas de rayos que iluminaron toda la sala, como si un pequeño sol hubiese aparecido de repente. La claridad momentánea dejó al descubierto algo junto al lugar donde estaba el cuarzo.
Dejé la roca en el suelo y lo cogí. Era un pequeño saco de cuero atado por una cinta. Lo abrí y volqué su contenido sobre mi mano. No cayó nada. Lo agité y enfoqué la linterna en su interior. Me pareció ver una especie de hilo dorado que brillaba al contacto con el haz de luz. Metí los dedos y lo saqué. ¡Era un cabello! El resto macabro de alguno de aquellos cadáveres.
Agité asqueado mi mano, pero el sudor lo enredó entre los dedos. Cogí de nuevo el cuarzo y me arrastré hasta el cuerpo sin vida de Mars. La miré una vez más. El dolor me palpitaba en las sienes como si me golpearan desde dentro con un martillo. La besé. Todavía estaba caliente. Cogí el cuarzo y lo coloqué en su pecho. La agarré de las manos y, de repente, una luz me cegó al instante. Una bola de luz blanca creció desde mis manos y se expandió por toda la sala. Caí de espaldas, aterrorizado. Me postré de rodillas y metí mi cabeza entre los brazos. ¡Aquello iba a estallar!
A la luz la siguió un zumbido que casi destrozó mis castigados oídos. Se coló en mi cabeza y sacudió todo mi cuerpo en una explosión que me lanzó contra la pared de la sala. La linterna se golpeó en mi caída. Al cabo de unos segundos, la luz se apagó y una inmensa oscuridad se adueñó de toda la cueva.
Me levanté asustado. No conseguía ver nada, pero sentí que podía abrir los dos ojos, y había recuperado la fuerza, como si me hubiesen inyectado una jeringa de adrenalina en pleno corazón. Comencé a palparme el cuerpo, ¡estaba perfecto, sin cansancio ni dolor!
Empecé a girar, a mirar a mi alrededor, a buscar algún resquicio, alguna explicación a lo que acababa de ocurrir, bañado en una penumbra tan intensa que no me permitía ni siquiera ver mis manos a un centímetro de la cara. El zumbido también había desaparecido. ¿Pero qué había sucedido? ¡Mars! La explosión se había originado en el centro de su pecho.
Intenté correr hacia ella, pero estaba desorientado, no sabía dónde estaba la salida, ni dónde estaba su cuerpo. Grité. Tropecé con las vasijas y las oí caer. Escuché el tintineo de sus restos rodar por la sala. ¡Tenía que encontrarla, la fuerza de aquella explosión habría destrozado lo que quedaba de ella!
—¡Mars! ¡Mars! —no sentía dolor, pero la angustia y el recuerdo de lo vivido comenzaban a sumirme en el pánico. ¡Debía encontrar los restos de Mars!
Corría desesperado, de un lado a otro de la sala, golpeándome con las paredes y el techo, y con los restos de tinajas y huesos esparcidos por el suelo. Caí un par de veces. Palpaba atormentado cada rincón de aquel maldito lugar, sin conseguir una sola pista que me orientase en la oscuridad. Entonces, me pareció escuchar un movimiento, una especie de leve crujido que no había originado yo, justo a mi espalda, al otro lado de la sala. Me asusté. Mi mente se inundó de imágenes de esqueletos armados con pistolas y puñales que venían a rematarnos, a vengar la profanación de su descanso eterno. Me quedé quieto, a la espera de escuchar las risas macabras de esos esqueletos. Pensé que podría ser Oriol Nomis, recuperado, que tapaba el túnel para encerrarnos de nuevo por el resto de los tiempos. Me quedé inmóvil, atento, con todos mis sentidos alerta para localizar el origen de aquel suave sonido. Sin embargo, lo que llegó a mis oídos fue una música más allá de la comprensión humana. Una música convertida en voz que me llenó el alma hasta desbordarla por completo en el mayor misterio que jamás imaginé.
—Cècil, amor mío, ¿dónde estás?
E
stimado lector, una vez llegado a este punto de la novela, mi primer agradecimiento es para usted. Muchas gracias por haber adquirido esta obra y espero con toda humildad que la haya disfrutado tanto como yo escribiéndola. Aprovecho también para excursarme por los momentos que no hayan estado a la altura de sus expectativas, y que espero hayan sido muy pocos, o ninguno.
Siempre que en un libro me encuentro con una nota de este estilo al finalizar siento que está fuera de lugar, que es algo que no aporta demasiado al lector (único protagonista real de la historia), y que tan solo se trata de un descargo de la personalidad del autor sin mayor trascendencia para la novela; pero por otra parte reconozco que la creación de un libro es algo tan complejo en todos los niveles que un autor no se puede atribuir el mérito de manera única, y la conciencia nos obliga a ser agradecidos.
Así pues, estimado lector, espero que sea condescendiente con los agradecimientos que en buena justicia quiero hacer.
No puedo cerrar este libro sin dejar de agradecer muy directamente a Xesca Abellán, amiga y maestra, a Miguel Ángel Guerrero, y a José Martínez su infinita paciencia por haber sufrido el envío de capítulos mal corregidos, consultas tediosas y partes inconclusas, e incluso así haberme animado a seguir en todo momento. Sus palabras han sido un gran apoyo.
Muchas gracias también a Joan Bruna, de la agencia Sandra Bruna, quien me ayudó a reordenar algún capítulo para darle más ritmo a la novela, a Inés Fernández por sus aportaciones y a mi querido amigo Albert Salvadó por su sabiduría, sus consejos y ayuda.
La mayor de todas las ovaciones para mi esposa Luz, quien sufre de verdad mis ausencias, físicas y espirituales, y sin cuya compañía y apoyo la vida tendría menos sentido.
Ya solo me queda añadir de nuevo el último y más reconocido agradecimiento para ti, lector, a quien ahora, en esta última línea, ya me atrevo a tutear.
Jordi Díez
En Bávaro, República Dominicana, a 1 de julio de 2011
R
eniego de la vida humana.
Los primeros días de junio no habían llegado con el sol que todos ansiábamos con desesperación. El invierno había sido largo, frío, seco, duro, demasiado para los corazones de un pueblo acostumbrado a la bonanza del clima y a una tierra que, desde mucho antes de mí misma, ya los consentía con cosechas ricas en todo cuanto se plantara.
Ahora era diferente, quizá como en otros momentos ya vividos, pero peor. Cada día, por repetitivo que sea, se graba en las vidas con una intensidad que no mitiga el consuelo del recuerdo. La escasez de alimentos, sin embargo, no se debía únicamente al terrible invierno, también un momento duro parecía haberse hermanado al clima de ese año.
Llovía. Una ligera bruma envolvía las gotas que flotaban en el ambiente y convertían en sombras danzarinas todo el entorno. Los edificios, en otros momentos vivos y rodeados de flores, ahora no pasaban de manchas grisáceas que se alzaban al cielo en una clara súplica por la recuperación de una esperanza olvidada. Las copas de los árboles habían perdido el verde característico de la primavera, y también parecían haber olvidado la época de nacimiento que tanto ansiaban. Los chaquetones largos, oscuros, deshilachados en sus bajos, no se habían sustituido por los vestidos coloridos que a todos alegraban. La gente, de rostros confusos, andaba encogida dentro de sus ropajes, con el ánimo y el corazón ateridos de frío y miedo, de incertidumbre por el terror que se palpaba hasta en el último resquicio de la ciudad.
En algunas calles se escuchaban ecos de megáfonos llamando a la unidad, y de muchas casas saltaban pomposas frases en inglés que la gente captaba a través de radios sintonizadas a la única emisora que todavía se aferraba a la esperanza.
Estaba cansada, no sabía cuánto tiempo llevaba caminando por la avenida de los Campos Elíseos, arriba y abajo, desde el Arco del Triunfo hasta la Plaza de la Bastilla, atravesando los Jardines de las Tullerías y la Rue de Rivoli, un trayecto que había hecho en los últimos años miles de veces. Sentía mi pelo mojado, pegado al cogote por el que se deslizaban gotas que aprovechaban sin pudor el resquicio de mi blusa, siguiendo la espalda a través del camino de mi columna vertebral, y que me hacían estremecer de frío. Frente a mí, vi una pastelería con los estantes vacíos, y a los abrigos roídos pararse frente al cristal en busca de lo que fueron tiempos mejores, las cabezas gachas y los escaparates huérfanos. Yo sabía que los tiempos nunca son mejores, solo diferentes versiones de la misma realidad. Pero aquellas gentes, que buscaban un poco de consuelo en el azúcar decorado de otras épocas, no podían saberlo, sus vidas eran demasiado cortas para almacenar esa lección.
Escuché un rumor que venía del cielo y levanté la cabeza. Un grupo de aviones sobrevolaba la ciudad a ras de los edificios. Todo el mundo alzó la cabeza para verlos, pero la lluvia devolvió a las gentes al estado del que parecía imposible abstraerse. De repente, de las panzas de los aviones comenzaron a caer cientos de papeletas que inundaron el cielo gris de París, mezclándose con las gotas de lluvia. Las vi bajar mecidas por un viento suave que no se atrevía ni siquiera a desafiar el manto plomizo reinante. Eran pequeñas hojas de papel, cortadas a la mitad de su tamaño para doblar su mensaje. Descendían con una lentitud desesperante para todos los que se habían detenido a observarlas. Al cabo de unos instantes, regaron toda la calle, las azoteas de los edificios, los parques, los techos de los vehículos, las ramas yermas de los árboles, las cabezas de los ciudadanos, los adoquines y los charcos.
Frente a mí, cayó una y me agaché a recogerla. Mientras estiraba mi brazo empapado, me vi reflejada en el agua, deformada por las ondas de las gotas que seguían cayendo y salpicaban mi retrato. Ese rostro, observado hasta la saciedad, perfecto, terso, joven, incapaz de reflejar jamás el ánimo de mi espíritu. Los bucles de pelo oscuro aplastados en ridículas ristras contra mi frente, y mi gran nariz, que tantas veces en la historia había escuchado ridiculizar y ensalzar como patrimonio del gen del pueblo de Dios. No pude evitar una mueca de aprobación. Tras de mí observaban la nota otros ojos, cientos de miradas clavadas siempre en mi espalda, en mi alma, mis fantasmas, los recuerdos de tantas vidas como había perdido.