Agarré la nota que se arrugó al simple contacto con mi mano. Estaba escrita en francés, pero se notaba que no había sido redactada por un nativo. La leí. Anunciaba la llegada inminente de las tropas alemanas después de haber derrotado el bastión de la última esperanza francesa. Faltaban pocas horas para que todos los miedos de aquellas gentes de vida finita se concretaran en una realidad tan espantosa como cierta. Más ojos que añadir a mi atormentada memoria. Me levanté y continué caminando por la que había sido durante muchos años la arteria más ruidosa y viva de la ciudad. Amaba París.
Deshice el camino en dirección a la Plaza de la Bastilla y a la altura del Pont Royal atravesé el río Sena para entrar por la Rue du Bac que me llevaría directo a la que había sido mi morada los últimos dos siglos. Vivía en una vieja casa de la Rue de Babylone. Siempre me gustó ese nombre. Abrí la reja y pisé la grava mojada del jardín hasta el grueso portón de madera. Era una antigua casona de dos plantas en la esquina entre ambas calles, rodeada de un pequeño jardín y protegida por una docena de paulonias tomentosas que todavía no se habían atrevido, como en el resto de la ciudad, a cubrir sus ramas de flores. Ese jardín me había mantenido oculta al mundo, permaneciendo en él largas temporadas que combinaba con viajes en los que esperaba que, a mi vuelta, los nuevos vecinos me confundiesen con la hija que jamás tuve.
No había cuadros, ni alfombras, ni fotografías, tan de moda entonces, solo una cama en la planta superior, un escritorio en el que transcribir algunas ideas, una butaca de lectura, y una sencilla mesa de madera sin pulir en la que comía cuando echaba de menos el placer de masticar. Sin embargo, allí me sentía segura. Me deshice de mis ropas mojadas y entré al baño, me sequé con una toalla blanca igual a todas las demás y me fui a la cocina para prepararme un vaso de té. Necesitaba algo de calor.
Por el camino de regreso, había podido comprobar el desastre que aquellas octavillas malditas habían causado en los ciudadanos de París, quienes no tardarían en comprender la desgracia humana en toda su magnitud. La presión me ahogaba.
Abrí la ventana y me apoyé en el alféizar. La lluvia golpeaba las flores y los árboles del jardín, que ya comenzaba a inundarse en grandes charcos sobre los que las gotas dibujaban círculos concéntricos.
Hacía cerca de doscientos años que vivía en esa casa, y los recuerdos de mi marcha de las cuevas todavía se mantenían frescos en la memoria como si hubiesen transcurrido apenas unas semanas atrás.
Miré la octavilla, que había mojado una parte de la mesa. Se anunciaba la pronta entrada en la ciudad de las tropas alemanas y pedían a todos los ciudadanos que se mantuvieran tranquilos y pacientes en sus casas.
De todas las guerras que había vivido, esa sin duda era la más cruel. Durante toda mi vida, he visto a los hombres construir para la destrucción, pero jamás la humanidad había alcanzado tal punto de sofisticación en preparar su propia aniquilación. Hacía unos meses que en Alemania, un ejemplo de convivencia hasta entonces, había anidado el odio en el corazón de sus habitantes. Un odio que extendían como una mancha de aceite por toda Europa y que amenazaba con alcanzar al resto del mundo.
Una vez más, las dos visiones de la vida que preconizaron Yeixú y Yuhana convivían la una con la otra. La esperanza, a la que todavía querían agarrarse los ciudadanos de París, y el aviso de la destrucción inminente. Solo que, esta vez, mi ánimo estaba más cercano a las tesis de Yuhana. Había llegado sin duda el momento en que todos aquellos que no hubiesen puesto su alma en paz con Dios, o consigo mismos, tendrían que someterse a las consecuencias.
Sentía en mi corazón el sufrimiento de todas las víctimas de ese nuevo conflicto. Un sufrimiento que me atenazaba los sentidos. Sabía que una parte inmensa de la humanidad perecería en esa nueva demostración de odio y miedo que parecía haber tomado las conciencias de la mayoría de las gentes. Odio y miedo a todos aquellos que eran diferentes, como yo. Los ecos de la barbarie llegaban desde muchos lugares al mismo tiempo, un fuego que se extendía por Europa, desde Rusia hasta Asia, que quemaba la pobreza de una África sometida, y que todos los mandatarios del mundo parecían tener interés en avivar.
La cadencia de las gotas me infundió una calma similar a la de una oración y deseé, por enésima vez en toda mi vida, tener la fuerza de Yeixú, pero no la tenía. ¿Por qué me había elegido a mí? Nunca lo supe, llevaba cerca de dos mil años preguntándome por qué el Maestro me había concedido una inmortalidad que cada día que pasaba me costaba más soportar. Instintivamente, llevé mi mano derecha al cuello, al colgante que alojaba los últimos cabellos de Aquel a quien la tergiversación y la exageración de sus actos habían convertido en una gran mentira. Su propio nombre se había utilizado infinitas veces para matar. Quedarían en el interior de la bolsa apenas una decena de aquellos cabellos que había utilizado en mi propio interés, así como en salvar la vida a tantas gentes como creí que lo merecían a lo largo de mi existencia.
Recordé la última vez que lo hice, todavía en las cuevas del desierto, y un sentimiento de tristeza me agarró con más fuerza todavía. Sorbí un poco del té que me acababa de preparar. ¿Qué habría sido de mí si me hubiese quedado allí?, imposible contestar a esa pregunta.
En las calles de París se explicaban historias espantosas sobre lo que los alemanes hacían con los pueblos que conquistaban, y en particular con sus habitantes. Contaban que habían creado unos lugares para la destrucción en serie de los judíos y que habían aprovechado toda su tecnología también en contra de los negros, los gitanos, y todos los que no cumplieran con un patrón de aspecto determinado.
En todos esos años, yo había aprendido que los siete principios se cumplían con exquisita pulcritud, pero ahora se me hacía difícil ver qué fuerza anidada en la bondad podía hacer frente a aquella barbarie de destrucción y terror. Había comprendido que la vida caduca del hombre le incita a realizar todo tipo de actos que supongan una continuidad a su existencia, la necesidad vital de dejar una impronta en el devenir del tiempo, sin importar en qué parte de la dualidad humana se hubiese creado. Una falta de comprensión absoluta sobre el secreto más fácil de asimilar de toda la existencia, y que al parecer solo habían aceptado los grandes maestros, que todo, absolutamente todo, forma parte de lo mismo. Por eso, no podía comprender cómo los hombres se habían esforzado de igual manera en crear y destruir.
Pero ahora sentía en lo más recóndito de mi alma que esa balanza se desequilibraba, y que lo que había predicho Yuhana como inminente por fin estaba a punto de acontecer.
¿Y yo qué podía hacer, qué debía hacer?
Recordé las cuevas, y con ellas a mis hermanos de comunidad, con los que había convivido por un espacio de más de quinientos años. A imitación de Yeixú, me había rodeado de doce hermanos, escogidos durante todo ese tiempo para iniciarlos en los valores reales de la Ley, para mostrarles el conocimiento infinito que la observación proporcionaba, pero entonces tampoco funcionó. ¿Qué podía esperar ahora, si en unos seres a salvo del miedo a la muerte e iniciados en la sabiduría se habían dado la envidia y el odio, cómo no iba a ocurrir lo mismo entre hombres mortales y asustados de sí mismos?
Hacía frío y cerré la ventana. El gris plomizo del exterior opacó el vidrio y, por segunda vez en el día, observé mi imagen en un improvisado espejo. La misma que tan bien conocía.
El peso de la tarde caía acompañado de la lluvia y, en poco tiempo, la noche se haría con las pocas esperanzas de los parisinos.
¿Por qué el gran miedo de los hombres a la muerte? Durante toda mi vida, he visto a millares de ellos perecer bajo el paso implacable del tiempo, y cometer las mayores atrocidades para vencerlo. Guerras, grandes construcciones, sometimiento de sus semejantes, rituales ridículos. Sin éxito. Solo mis hermanos se sintieron libres de ese pavor, y ni siquiera eso fue suficiente para calmar el miedo humano. Otros ocuparon sus corazones una vez se vieron libres de la muerte: la envidia, el principal de todos. La envidia por querer ser más que los demás, la envidia que derivaba en odio hacia aquellos que asimilaban con mayor prontitud las enseñanzas. Una situación que no tuve más remedio que aceptar y marcharme.
Recuerdo la última vez que los vi, siete hombres y cinco mujeres, mi única familia entonces, en la boca de la gran cueva, suplicándome que no los abandonara, que les dejara por lo menos el regalo del Maestro para que no perecieran tras mi marcha. El intento de uno de ellos, Josué, por arrebatarme la bolsa de cuero que siempre me ha acompañado. No había más camino que la partida. Les dejé un solo cabello para que decidieran quién era el único digno de seguir con vida tras mi marcha, y me he preguntado miles de veces quién de ellos lo aprovechó. Quizá vivieron una batalla interna por comprender que su fin había llegado, o quizás alguno de ellos lo robó y abandonó al resto como hice yo, no lo supe, nunca regresé para averiguarlo ni jamás volví a tener noticias de ellos. Ni siquiera en mi interior sentí su fuerza, su sufrimiento o sus súplicas, un gran vacío después de aquel día. Quizá comprendieron y se respetaron después de todo.
El té hacía horas que se había enfriado y lo tiré por el desagüe de la cocina; después, lavé la tetera y el vaso, y me acosté.
La mañana se levantó soleada, sin más restos de la lluvia del día anterior que la humedad en la tierra y algún charco junto a las raíces de los árboles del jardín. Antes del mediodía, los megáfonos anunciaron la entrada en la ciudad de las tropas alemanas.
Como muchos otros ciudadanos de la capital, salí para ver en persona a aquellos hombres que encarnaban el mal. Una columna de soldados vestidos de gris, armados con fusiles, subidos en camiones y carros de combate, bajaban por los Campos Elíseos tras haber pasado bajo el Arco del Triunfo.
A su llegada, siguieron varios días de terror, carreras nocturnas, focos que iluminaban las calles oscuras como un faro otea los primeros metros del océano, y un sentimiento de muerte apenas acallado por alguna escaramuza de aquellos que no se habían hecho a la idea de que París había caído. En esos días, casi no salí de casa.
Una mañana, dos semanas después del desfile de los tanques por la avenida principal de la ciudad, abandoné mi refugio para asomarme a las aguas siempre tranquilizadoras del río Sena. Al volver, alguien había dibujado con una tiza, en la pared de mi jardín, una estrella de David. Ni siquiera pensé en borrarla.
Entré en casa, con mi alma en paz después de casi dos mil años de aprendizaje, observación, esperanzas y sufrimiento, y decidí que había llegado el momento de marchar de nuevo. Abrí el único armario en donde guardaba algo de ropa y comencé a preparar una maleta con lo más indispensable. No tenía ánimos para ver lo que mi corazón se esforzaba en predecir, ni mucho menos fuerzas para enfrentarlo, así que, mientras observaba las aguas imperturbables del río, ajenas al sufrimiento que en sus orillas se vivía, recordé que mi camino era el de esa agua, fluir. Fluir sin intervenir en nada más allá de su propio cauce, de su ruta siempre decidida. Incapaz incluso de comprender qué ocurre a su paso.
Cuando ya me disponía a cerrar la maleta y comenzar una nueva peregrinación, unos golpes en la puerta de la casa me alertaron. Apenas tuve tiempo de bajar para ver qué ocurría. La puerta se vino abajo en un gran estruendo, y una patrulla de soldados entró en la sala. Los miré a los ojos, gritaban, lanzaban escupitajos por la boca en cada orden nerviosa que salía de sus gargantas. Cinco muchachos jóvenes, altos, de espaldas anchas, con los ojos enrojecidos por el odio. La misma imagen que viví en Secacah hacía mil novecientos años.
Uno de ellos se me acercó y, sin decirme nada, me golpeó en la cabeza con la culata de su fusil; después, otros dos me levantaron y me arrastraron fuera de la casa, donde un camión cargado con más personas esperaba que me metieran a mí también en él. El golpe me había paralizado las piernas y me llevaron arrastrando por la grava del jardín hasta la calle. Sentí los guijarros apartarse a la presión de mis pies, húmedos y curiosos. Más soldados custodiaban el camión. Todas las ventanas de las casas cercanas estaban cerradas y sus luces, apagadas. Abrieron el toldo del camión y me tiraron dentro; después, arrancamos.
El camión se detuvo muchas veces más durante aquella madrugada.
Cuando por fin levantaron el toldo y nos hicieron bajar, comprobé que estábamos en la Estación de Austerlitz que tan bien conocía, al margen derecho del río Sena. Allí, parado en una de las vías, vi un tren infinito, con decenas de vagones de madera enlazados a una máquina que se perdía al final de la estación. Nos obligaron a subir en uno de esos vagones.
Estaba abarrotado. Niños, mujeres, hombres, ancianos, incluso mujeres embarazadas con varios meses de gestación, todos de pie, esperando, apretados unos contra otros como granos de arena metidos en una botella. Nos obligaron a entrar a golpes de culata.
Fuera, en las vías, docenas de soldados las recorrían golpeando a todos los que se bajaban de camiones como el que nos había secuestrado en la noche, y gritaban frases violentas que ninguno de nosotros comprendió. El hedor del vagón era intenso. Muchos llevaban varias horas, días quizás, allí metidos, y se habían orinado y defecado encima ante la imposibilidad de acceder a un baño. Estaban avergonzados. El sudor se mezclaba al resto de los humores produciendo un único hedor de pánico que nos asemejaba a los animales, olvidando nuestro origen único y divino.
Tras nosotros, obligaron a entrar a más personas en un espacio ya inexistente. Los niños lloraban y los hombres maldecían. Muchos de ellos maldecían a Dios por haberlos abandonado de aquella manera. Yo estaba encajonada entre un anciano y un hombre cuya espalda me presionaba la cara y me impedía respirar. Tenía ganas de vomitar. Intenté mover mi mano para palpar la seguridad de mi bolsa de cuero, pero me resultó imposible. Ni siquiera tenía espacio para mover mis brazos.
Permanecimos hacinados en ese vagón por un espacio que me pareció tan eterno como mi propia vida. Cuando cerraron la puerta por fin, muchos suspiraron de alivio, comprendieron que no entraría nadie más a robar el espacio inexistente que quedaba, pero el silencio y el calor, apenas mitigado por unas aberturas enrejadas en los techos, infundieron más miedo entre todos nosotros. Así estuvimos hasta que la luz que entraba por esos ventanucos se apagó, y fue entonces, al cerrarse por fin la noche, cuando el tren partió en dirección al lado más perverso del péndulo humano.