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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El pendulo de Dios (55 page)

Cuando llegamos abajo, Mars y yo nos miramos. Sudábamos del esfuerzo del descenso y el peso de las mochilas. Nos las quitamos y las dejamos caer en el suelo polvoriento. Estábamos completamente solos allí abajo. A ambos lados se levantaban majestuosas paredes de roca amarillenta y desértica. Ni siquiera habíamos visto un mal helecho en sus paredes, ni una brizna de hierba. Únicamente el aire que corría por el interior del cañón parecía estar a gusto allí. Giramos en redondo, primero con los brazos extendidos, y luego abrazados, mecidos por la corriente de viento que ululaba sin descanso en aquella hendidura de la tierra.

Al cabo de unos minutos, le hice notar a Mars que no habíamos visto cuevas durante nuestro descenso, así que convinimos caminar hacia el oeste siguiendo el curso de la cordillera. Hice un pequeño hoyo con la pala a modo de señal para saber a qué altura debíamos retomar el camino de regreso, y marqué el punto en el emisor satélite, 31°34'53.84" N - 35°23'17.79" E, elevación doce metros sobre el nivel del mar. Aquel era el punto desde el cual ascender para recuperar el todoterreno y no perdernos ese desierto.

Apenas habíamos caminado doscientos metros cuando Mars me gritó. A unos seis o siete metros de altura, en la misma pared por la que habíamos descendido, acababa de ver un agujero. Nos paramos y contamos, ocultos entre los propios relieves del cañón, seis o siete bocas que nos parecieron cuevas. Saqué la cámara y fotografié toda la pared antes de subir para acceder a la que nos pareció más cercana. Pensé que gracias a las fotografías no sería necesario bajar cada vez al fondo para localizar las otras cuevas.

Llegamos en unos minutos hasta la primera, y el chorro de luz de la Maglite iluminó el profundo hueco de la cueva. Me vinieron a la cabeza los versos de Góngora de mis tiempos de estudiante, «formidable bostezo de la tierra, melancólico vacío», y en efecto eso mismo era lo que la luz blanquecina de la linterna destapaba en cada pasada, un formidable bostezo que amenazaba con tragarnos a los dos.

La luz del sol apenas alcanzaba a mantener iluminados el primer par de metros de profundidad, y calculamos que la cueva se abriría unos diez o doce metros hacia su interior. Entramos y la recorrimos con nuestras linternas, como habíamos hecho durante tres noches en Qumrán, pero no fuimos capaces de encontrar nada. Tampoco, ninguna pista que nos asegurara la vida humana en aquel lugar. Volvimos a la repisa de la entrada y miramos la pantalla de la cámara. La segunda cueva estaba a unos diez o doce metros de la primera.

Brincamos hasta ella agarrados a los salientes, y con todo el cuidado del que fuimos capaces para no caer barranco abajo. Una ráfaga de luz despertó la cueva y nos ofreció un nuevo espectáculo de roca, roca, y más roca. Una familia de escorpiones corrió angustiada en todas direcciones ante el grito de sorpresa de Mars y, más allá de molestar a la unida familia, no encontramos nada de interés. En la pantalla de la cámara, localizamos la entrada de la siguiente cueva más cercana y nos encaramamos hasta ella. El agujero era bastante más angosto que los anteriores y no permitía el paso de una persona. Apenas treinta centímetros de diámetro que me encargué de ensanchar a golpe de pala. Antes de entrar, iluminamos bien todo el hueco. El hallazgo de los escorpiones nos había agudizado la prudencia. La cueva era más bien un agujero por el que tuvimos que entrar tumbados, reptando con los codos. Por suerte, al cabo de un par de metros, se abrió como una botella a la que hubiésemos entrado por su cuello y nos pusimos en pie.

La cueva era la mayor que habíamos visitado, mayor incluso que la 11Q o 4Q de Qumrán, y un sentimiento de esperanza se nos agarró al pecho. La luz entraba imprecisa por la boca de la cueva, y un halo de polvo, levantado por los golpes de pala, la cerraba en una cortina anaranjada y viva. Enfoqué a Mars, de su frente caían chorretones de sudor que se transformaban en barro. Nuestros pasos también levantaban pequeñas nubes de polvo que pronto convirtieron la cueva en una gran caverna cubierta por miles de partículas en suspensión contra las que rebotaba la luz de las linternas, impidiéndonos enfocar con precisión las paredes. Caminamos hasta la abertura del boquete y nos sentamos. Una brisa suave peinaba nuestras cabezas, y esperamos hasta que todo el polvo se asentó de nuevo. Durante esos minutos, ni Mars ni yo hablamos, solo mirábamos ensimismados el hueco inmenso que se perdía en la oscuridad. Ni siquiera la luz de las linternas alcanzaba a iluminar el fondo. Cuando la tranquilidad, perturbada por nuestros primeros pasos, volvió a apoderarse del lugar, comenzamos a inspeccionarlo de nuevo. Cada paso lo efectuábamos con medida precisión de bailarina para no volver a levantar la nube de polvo.

Decidimos ir juntos en vez de examinar cada una de las paredes por separado para encontrarnos en el fondo, como habíamos hecho hasta el momento. Temíamos sufrir cualquier imprevisto y que el otro no estuviera cerca. En verdad, si la cueva guardaba algún peligro en su interior, la huida se nos presentaba poco menos que imposible, así que volví a por la pala y la cargué como si de un hacha se tratara. Ayudados por las dos linternas de mano y las dos frontales, comenzamos a caminar enganchados a la pared que se abría a nuestra derecha.

Alcanzamos el fondo sin haber encontrado nada más que una gran roca plana junto a una de las esquinas. Había contado los pasos, cincuenta y siete, lo que calculé que equivalía a unos cincuenta y pocos metros de profundidad. A medida que avanzábamos, el fresco se apoderaba de nuestros cuerpos. Mars temblaba a mi espalda, y la dificultad de respirar se acentuaba cada vez con mayor énfasis, lo que le provocó una tos intermitente. Saqué un pañuelo del bolsillo de mis pantalones y se lo até a la cara, al modo de un bandido de película del oeste. Cuando llegamos a la pared del fondo, dimos media vuelta y comenzamos a examinar la pared de regreso.

Ya empezaba el camino de vuelta cuando Mars me llamó. En una esquina de la pared del fondo se abría un pequeño hueco en el suelo, de unos quince centímetros de diámetro, que me había pasado inadvertido. Metimos la linterna y me asomé, pero la luz se perdía en la grieta. Golpeé con la pala y un crujido metálico nos indicó que el suelo era de roca maciza. Peinamos la pared de regreso y llegamos a la entrada. Nada parecía indicar que allí hubiese habido vida ninguna vez.

Cuando salimos, nuestras ropas estaban manchadas de barro, y por nuestros rostros resbalaban divertidos chorretones de polvo adheridos al sudor. Aspiramos una fuerte bocanada de aire y nos sentamos con los pies colgados al barranco, a respirar un poco de aire puro.

—Esta cueva sí que era grande. Aquí bien podía haber vivido una comunidad —le dije a Mars.

—Sí, pero no hemos encontrado nada.

—Recuerda que esta zona también ha sido excavada, por lo que si encontraron algo, ya debe descansar en las vitrinas polvorientas de cualquier museo.

Mars no contestó. El sol comenzaba a perderse tras la pared del cañón. Calculamos que nos quedarían como máximo dos horas de luz antes de caer la noche, y bajamos.

Montamos la tienda de campaña y acomodamos los sacos en el lugar más plano que encontramos. La noche nos sorprendió justo cuando roíamos la cena en forma de galletas. Mars propuso acostarnos para aprovechar al máximo las horas de luz del día siguiente, y yo estuve de acuerdo. Me sentía agotado.

Al amanecer, no había conseguido dormir ni media hora seguida. Cada piedra, cada desnivel, cada grieta del suelo se había clavado en mis riñones sin dejarme acomodar ni por un momento en toda la noche. Cuando amaneció, aunque no había descansado apenas, lo sentí como el final del sufrimiento y salí. Mars había tenido más suerte que yo, y ni el frío ni la dureza del terreno parecían haber minado su capacidad de sueño. Salió de rodillas de la tienda y me sonrió.

—Vaya nochecita me has dado —dijo.

—¿Yo? Querrás decir el maldito suelo ese. No sé cómo has podido dormir.

—Haber traído el colchón —me contestó con malicia.

—Si traigo el colchón, no hubieses descansado.

Se desperezó y corrió hacia mí. Me besó y nuestros alientos, pesados y polvorientos, se inundaron de alegría.

Recogimos el campamento y miramos hacia la pared. Allí estaba el último agujero que habíamos examinado, y justo a su lado se abría otro que nos pareció mayor. Subimos. El ángulo del sol al amanecer entraba varios metros en el interior, pero ni así conseguimos hallar señal alguna de Mariam ni de ningún ser vivo.

Pasamos el día brincando de roca en roca y metiendo nuestras cabezas en todos los agujeros que encontramos sin hallar nada. La búsqueda agotaba cada vez más nuestra ilusión y nuestras fuerzas. Me dolían las piernas, y nuestros brazos y manos estaban arañados por los salientes y las piedras entre las que nos arrastrábamos como culebras hambrientas.

Hacia el mediodía, hicimos un alto que aprovechamos para pasar balance de la mañana. Habíamos visto tres rendijas por las que concluimos que era imposible que hubiese entrado un hombre, y dos cuevas mayores, aunque bastante más pequeñas que las anteriores. De todos los agujeros que habíamos visto desde el fondo del cañón, solo nos quedaba uno por visitar, justo el que se abría unos metros por encima del acceso a la cueva mayor, que habíamos bautizado como «cueva capitular» por su gran sala interior.

Nos costó bastante llegar hasta él. Subir hasta la cueva capitular no era muy complicado, pero desde allí no había dónde colocar los pies ni dónde asirnos para llegar al siguiente nivel. Propuse a Mars que se quedara allí y yo di un pequeño rodeo hasta la entrada varios metros más arriba. El agujero estaba situado justo sobre una repisa que daba la sensación de terraza en un apartamento. Me aseguré bien contra una roca y tiré la escala. Cuando Mars subió, su rostro acusaba el cansancio tanto como el mío, pero sobre todo la angustia de la realidad, que, por mucho que no quisiéramos verla, nos golpeaba con la rotundidad de la evidencia. Allí no quedaba nada y, al igual que en Qumrán, si alguna vez hubo marcas o signos en las paredes, la erosión los había arrancado y transformado en polvo.

Una vez repuestos del esfuerzo de la ascensión, reanudamos el ritual. El hueco, de unos setenta centímetros de alto por unos cuarenta de ancho, era de forma triangular, como la puerta de un armario de diseño. No hizo falta que nos arrastrásemos, pues el suelo de la cueva quedaba a la misma altura que la repisa, y entramos caminando armados con nuestras linternas.

La cueva era enorme, muy parecida en dimensiones a la capitular, que estaba justo bajo nuestros pies. Estuve a punto de hacerle a Mars una broma sobre los dos niveles de un dúplex esenio, pero sus ojos irritados por el polvo y su rostro agotado me contuvieron. A mí continuaba pareciéndome hermosa, y una excitación imposible de detener me asaltaba cada vez que imaginaba lo que escondían aquellas ropas de explorador, aunque su aspecto se había deteriorado ante la evidencia, o la inutilidad, de la búsqueda. Había momentos en que perdíamos incluso de vista qué o a quién buscábamos. Solo dábamos palos de ciego en un desierto infinito torturado por unas condiciones climáticas extremas, y roturado por cientos de hoyos, grietas y cuevas. Tantos como los millones de años que la antigüedad de la Tierra habían sabido crear.

Di la mano a Mars y comenzamos a repasar cada palmo de pared. Aprendida la lección el día anterior, cada paso que dábamos era preciso, lento, suave como el de una mariposa. Ridículo incluso. Mars se había atado de nuevo el pañuelo tapándose la boca y la nariz. Avanzamos despacio, con la laboriosidad del par de expertos en que creíamos nos estábamos convirtiendo. Llegamos al final de la cueva tras cincuenta y siete pasos de decepción continuada. No podía más. Mi paciencia estaba a punto de explotar. No íbamos a encontrar nada allí tampoco, otro día perdido, otra horrible cueva en la que solo encontrábamos telarañas, suciedad y desesperación. Levanté el haz de luz hacia el techo y tropecé con una piedra que me hizo caer.

—¡Maldita sea! —grité.

—Tranquilo, Cècil. Dame la mano.

—¡No vamos a encontrar nada, joder! ¿No lo ves? ¡Esto es una maldita pérdida de tiempo! ¡Una puta mentira y una tarea imposible! —ya había llegado al límite.

—No desesperes, seguro que estamos cerca. Lo siento.

—¿Qué sientes? ¡Mírate, Mars, por Dios! Estamos agotados, sucios, hambrientos y metidos en una puta cueva en la que, si alguna vez hubo alguien, el tiempo se lo ha tragado. ¡Vámonos! —grité.

—No. Acabemos lo que hemos venido a hacer. Si tú quieres, vete. Yo continuaré.

La rabia me invadió como si me hubiese tragado un cóctel Molotov y lancé la pala contra el suelo. Si quería quedarse, que se quedara, yo la esperaría fuera. Giré y me fui, necesitaba respirar, ver algo más allá de un metro de distancia, oler algo que no fuera polvo y lavarme. Ansiaba una ducha con tanta fuerza como la quería a ella.

—¡Cècil, ven! —gritó Mars.

—¡No! ¡Quédate tú, estoy harto, te espero fuera! —no pensaba pasar ni un segundo más allí metido.

—¡No seas cabezón, ven aquí, creo que hemos encontrado algo! —gritó de nuevo.

¿Qué habíamos encontrado?, ¿más polvo? A regañadientes, di la vuelta y volví hacia ella. Su luz se movía inquieta por el suelo. Supuse que estaría agachada, pero un sentimiento de culpa me mordió y pensé que podía haber caído al suelo como me había pasado a mí. ¡No me perdonaría que Mars estuviese herida!

Cuando llegué y mi foco la iluminó, me tranquilicé. Estaba bien, de rodillas, hurgando con la pala en el suelo.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Tu golpe ha hecho un agujero.

—¿Dónde?

—Aquí, mira.

En efecto, la rabia que había descargado contra el suelo lo había agrietado, destapando un agujero de un palmo de diámetro. Me agaché con ella.

—¡No es roca! —gritó Mars.

Golpeé de nuevo el agujero y un puñado de esquirlas saltaron al golpe. El suelo, como acababa de decir Mars, no era de roca, ¡sino de mampostería!, de pequeñas losas de arcilla que el polvo acumulado durante años había cubierto.

—¡Cècil, lo hemos encontrado!

No sabía qué decir. Era evidente que aquel suelo había sido colocado por alguien y que no era obra de la naturaleza. Con rapidez, vino a mi mente la composición del lugar. Justo debajo de nosotros se encontraba la otra cueva, y quizá su techo era el suelo que pisábamos. Si hacíamos el agujero muy profundo, corríamos el riesgo de que se produjese una avalancha y cayésemos los dos abajo. En lugar de golpear con furia, como en los primeros ataques, comencé a rasgar el pequeño agujero hasta desprender un par de losas.

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