El pendulo de Dios (56 page)

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Authors: Jordi Diez

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Religión

El hueco se hizo mayor, y el suelo no pareció resentirse. Pedí a Mars que me ayudara y saqué la cabeza por él. Como había pensado, estábamos justo en el techo de la cueva inferior. ¡Estábamos en el segundo piso de una estancia esenia!

Capítulo
52

D
ejamos de golpear el suelo por miedo a un hundimiento y salimos de la cueva.

—Si este es el segundo nivel de la cueva, lo más probable es que lo que buscamos esté abajo, ¿no crees? —le dije a Mars.

—También pudiera estar aquí.

—No lo creo, recuerda el mensaje que dejó escrito Mariam, «tierra adentro».

—¡El agujero del fondo de la cueva! —gritó Mars.

—Es muy posible. Volvamos allí.

Descendimos hasta el nivel inferior. El sol comenzaba a ocultarse. Habíamos estado más de cuatro horas metidos en la cueva sin que apenas nos hubiésemos dado cuenta de ello. Mars me preguntó si quería hacerlo, o si prefería volver al día siguiente. La sola idea de recostar mi cuerpo en aquel maldito terreno una noche más facilitó la decisión.

Reptamos por el tubo y una vez dentro corrimos, sin importarnos la nube de polvo, hasta la pared del final. En su esquina inferior derecha se abría la grieta que habíamos descubierto el día anterior. Si alguien había sido capaz de construir un techo sobre la cueva y dividirla en dos niveles, muy bien había podido crear una pared o un segundo suelo allí. Golpeé con fuerza el agujero, y la vibración del golpe me tiró para atrás.

—Es de roca.

—Prueba con la pared —propuso Mars.

Eché el cuerpo hacia atrás y descargué un fuerte golpe contra la pared del fondo de la cueva. Un crujido sordo se hizo dueño de la profundidad.

—¡Aquí detrás hay algo! —grité.

Y volví a golpear con fuerza, dos, tres, cuatro, diez veces, hasta que una grieta de un metro de altura rajó la pared del fondo de la cueva. Metí la punta de la pala en ella e hicimos palanca hasta que una piedra, quizás una losa, saltó por los aires.

La angustia del descubrimiento nos paralizó por unos segundos. Fue Mars quien reaccionó y metió la linterna por el hueco. La luz se perdía en un túnel profundo que se internaba tierra adentro. Pateé la pared con las botas de montaña y poco a poco fue perdiendo consistencia hasta que se desprendieron unas cuantas losas más. ¡Ya entraba medio cuerpo! La luz se perdía por un túnel, una especie de pasadizo que se adentraba en diagonal hacia el interior de la tierra.

—¿Vamos? —me preguntó.

—¡Vamos! —la besé y nos abrazamos antes de dar los últimos pasos de una búsqueda que había durado cientos de años.

Yo me colé primero, y después ayudé a Mars. El túnel tenía poco más de sesenta centímetros de altura, y lo mismo de ancho. Debíamos ir uno tras otro, de rodillas, hasta que se ensanchase quizás unos metros más adelante. Comencé a gatear. Mars se asió de mis tobillos y me siguió. El polvo se levantaba al arrastrarnos y se metía en nuestra nariz y en nuestros ojos, cegándonos y dificultándonos la respiración. Al contrario de lo que podíamos imaginar, allí no había humedad, sino una sequedad que se agarraba a nuestras gargantas agrietándolas como aquel terrible desierto milenario. El túnel descendía en una pendiente suave, cada vez más profunda hacia el interior de la montaña, como un puñal clavado en el costillar de aquella formación rocosa. Seguimos a gatas durante unos cuantos minutos que se hicieron interminables. La linterna bailaba al son de nuestros gateos, y mi sombra se proyectaba hacia delante por el efecto de la luz de Mars. Como habíamos imaginado, el túnel se abrió unos metros más allá.

Llegamos a una especie de habitación cavada en la roca. Todavía podían verse a la luz de nuestras linternas las heridas de las herramientas en las paredes de la sala. Sus dimensiones eran de unos tres metros de ancho por cuatro o cinco metros de fondo, y una altura de poco más de un metro y medio. Insuficiente para permanecer en pie, pero bastante para apenas erguirnos después del avance a gatas. Me puse en cuclillas y disparé la luz contra todas las paredes.

Al fondo vi algo, como unas grandes rocas. Comencé a caminar hacia allí cuando un fuerte golpe nos sorprendió a nuestras espaldas.

—¿Hay alguien ahí? —gritó una voz.

Mars y yo nos miramos. ¿Quién podía haber entrado? El terror nos paralizó. ¡Había alguien en la entrada del túnel!

—¿Hay alguien? —volvieron a gritar.

—Sí —contesté preso de un miedo y una sorpresa infinitos—. ¿Quién es? —pregunté.

—Salid inmediatamente.

¡Esa voz! Yo la conocía. Miré a Mars. Estaba aterrorizada.

—¡Vamos, Cècil, salid ahora mismo y no pasará nada!

Mars me miró inquieta, espantada, interrogándome con la mirada. Quien fuera que estaba allí sabía quiénes éramos. Quizá Marie Stewart había enviado a alguien al ver que no estábamos en Qumrán. ¡Seguro que era eso!, ¿pero cómo nos habían hallado? De repente, me vino a la mente el emisor satélite. ¡Solo podía ser alguien enviado por ellas!

—¡Espere un segundo, hemos encontrado algo! —grité.

Desoyendo la voz, avancé hasta los objetos que habíamos visto en el fondo de la sala. Por lo menos, no me quedaría sin encontrar lo que habíamos venido a buscar. Si Mariam estaba viva y estaba allí, oculta en algún agujero que no alcanzábamos a ver, debíamos encontrarla, advertirla antes de marcharnos de que su secreto había sido descubierto.

—¡Salid, no me obliguéis a cerrar la entrada! —nos amenazó la voz. ¿Cómo iba a encerrarnos, qué barbaridad era esa?

Mars estaba a mi lado, rastreando con su luz los objetos que habíamos encontrado. No eran rocas, sino tinajas, grandes tinas de cerámica apiladas contra la pared. Contamos una docena. Volcamos una de ellas y un ruido de guijarros se expandió por el agujero. Nos miramos y enfocamos el contenido. ¡Eran huesos! Las tinajas estaban llenas de huesos humanos. ¡Habíamos encontrado un cementerio!

—¡Está bien, vosotros lo habéis querido! —gritó la voz desde la cueva.

Y un ruido de algo enorme arrastrándose por el suelo nos llegó hasta nuestra ubicación. ¡Aquel hombre iba a cerrar la cueva!

—¡Alto! ¿Qué hace?, ¡estamos aquí dentro! —grité aterrorizado al recordar la enorme roca de la cueva. ¡La estaban utilizando para encerrarnos!

Mars tenía los ojos enrojecidos, a punto de explotar. Abiertos en una mueca de sorpresa y miedo. Nada de aquello estaba previsto que ocurriera así. Volcamos otra tinaja y un cráneo rodó por la sala. Mars gritó.

—¡Vamos, nos van a encerrar!

Y la agarré por el brazo para volver a gatear por el túnel de vuelta. La pequeña pendiente se tornó durísima en su ascenso. Las rodillas me dolían, lastimadas por la carrera contra la amenaza de encerrarnos que se cernía sobre nosotros. Mars avanzaba detrás de mí, y el corazón me latía con la misma fuerza que los pensamientos golpeaban en mi cabeza. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién nos quería sepultar allí dentro?

Por fin, llegamos al final del túnel, tapado a medias por la roca que hasta entonces había descansado contra las paredes milenarias de la cueva.

—¡Abra! —grité desesperado. No vi ninguna luz. Si aquel individuo tenía alguna, la había apagado.

La luz de mi linterna se colaba por el hueco que quedaba, pero tampoco vi a nadie, y empecé a golpear la roca con mis botas hasta que poco a poco alguien comenzó a apartarla. Metí la cabeza por el hueco y unas manos poderosas me agarraron y tiraron de mí hasta sacarme de golpe. Rodé por el suelo y, cuando recobré el equilibrio, vi que Mars corría mi misma suerte.

Me levanté y enfoqué. De pie, al lado de la roca, había dos hombres. Uno de ellos, un negro enorme que casi tocaba con su cabeza el techo de la cueva, y sobre quien la luz de la linterna no parecía tener ningún efecto, y junto a él otro hombre, de formas conocidas, que me miraba con una media sonrisa dibujada en su cara manchada de polvo.

¡Era Oriol Nomis!

—Pero… —comencé a balbucear. ¿Qué hacía él allí?

—Hola, Cècil.

No conseguía articular palabra. Mars me abrazó. ¿Qué diablos hacía mi ex jefe allí?

—Nos ibas a encerrar —atiné a decir.

—¿Dónde está Mariam? —me preguntó.

¿Cómo podía saber que la buscábamos?

El catedrático hizo un gesto al negro y este sacó una pistola que puso frente a mi cabeza.

—Maldito, tú eres… —gritó Mars.

—En efecto, niña. Yo soy el elegido, y he venido a recuperar mi regalo. ¿Dónde está Mariam? —volvió a preguntar.

—No lo sabemos —contesté. Todavía no comprendía nada. ¿Por qué la condesa nos enviaba a Oriol Nomis, y por qué nos amenazaba de aquella forma?

El hombre negro levantó la pistola y me golpeó en la cabeza. El crujido de mi cráneo me hizo tambalear y caí de espaldas al suelo. ¿Qué le pasaba a aquel hombre?

—Oriol, soy yo, Cècil —balbuceé desde el suelo. Sentía un líquido caliente recorrer mi mejilla.

—Sí, lo sé, y no me equivoqué al poner todo esto en tus manos. Te estoy agradecido…, lástima que tu nombre te impedía ser uno de mis
designati
, hubieses sido el mejor.

De repente, a pesar del dolor del golpe, vislumbré todo el asunto con claridad. Oriol Nomis me había utilizado desde el principio. Él fue quien me metió tras la búsqueda de un códice que él mismo se había encargado de incluir en la maldita subasta, engañando a todo el mundo. Él había estado al corriente en cada momento de nuestros pasos y nos había guiado hábilmente hasta allí. ¡Él era el responsable del secuestro de Marie Stewart y de Azul! Por eso sabía tanto, por eso se había ocupado de nosotros, por eso había insistido en ayudarme. ¿Cómo había sido yo tan estúpido? ¿Pero cómo iba a saberlo? ¿Y qué quería de nosotros?

—Me utilizaste.

—No te pongas melodramático. A todos nos utilizan en la vida de una forma u otra. Ahora dime, ¿dónde está Mariam, allí abajo? —señaló el túnel.

—No, allí solo hay esqueletos. Es una especie de cementerio.

—¡Mentira! —gritó—. ¡Dime dónde está o le vuelo los sesos!

El negro apuntó a Mars, que se había arrodillado y me sostenía.

—Te digo la verdad, ahí abajo no hay nada. Por lo menos, no hemos podido encontrar nada, justo acabábamos de descubrirlo cuando habéis llegado.

—Calla, Cècil, no le digas nada —me pidió Mars.

—¡Cállate tú! —gritó un Oriol Nomis desconocido para mí hasta aquel instante—. Mira, Cècil, eres un tipo inteligente, siempre lo has sido, siempre has sabido escoger el camino adecuado en cada momento. Ahora, si todavía te queda algo de esa inteligencia, me dirás dónde está Mariam y os dejaré marchar, ¿has comprendido?

—¿Para qué quieres encontrarla? —le pregunté.

Oriol Nomis me miró, quizá calibrando la respuesta que podía darme, o quizá tan solo si me iba a contestar. El negro no dejaba de apuntarnos con su pistola, y la sangre que corría por mi rostro comenzó a marearme. Las luces de nuestras linternas iluminaban las caras de aquellos dos hombres que nos habían encontrado en el lugar más recóndito del mundo. De repente, me vino a la cabeza una cuestión. Sí habían tenido acceso a la señal de nuestro emisor y no habían sido enviados por Marie Stewart y la señora Bouvier… ¡Dios mío!

—¿Qué les habéis hecho a la condesa y a Azul? —grité. Mars se cubrió la cara con sus manos y ahogó un grito de terror contra ellas.

—Bueno, te contestaré primero a tu pregunta. Durante mil años, una larga lista de hombres hemos buscado el regalo que hizo Jesús a la esenia, y con él lo que eso significa, ¡la vida eterna! —su rostro era el de un loco a la luz de las linternas. Un rostro desconocido para mí—. Una vida sin enfermedades, sin dolor, sin muerte, y yo he llegado más lejos que todos mis antecesores, yo seré el elegido para ese regalo, para el conocimiento absoluto de la verdad. ¡La victoria final sobre la materia, la inmortalidad!

—¡Estás loco! —grité.

—Quizá sí —bajó la voz—, pero también soy el único que saldrá con vida de aquí. Y con respecto a vuestras amigas, debo deciros que pronto os encontraréis con ellas.

Y una risa que me produjo escalofríos corrió por la oscuridad de la cueva.

—Mariam no está, puedes comprobarlo tú mismo. Ahí abajo solo hay esqueletos.

—¡Calla! Si aprecias en algo a tu amiga, bajarás, encontrarás a la esenia y la subirás aquí.

—¡Jamás haré eso! ¡Ahí no hay nada, maldita sea, loco miserable! —grité.

—Bien. Supongo que conoces la historia de la resurrección de las dos muchachas, cuando Mariam les salvó la vida.

Y a un gesto de Oriol Nomis, el negro descargó un disparo sobre el cuerpo de Mars.

—¡Qué haces, hijo de puta!

Mars cayó inerte junto a mí. ¡Le habían disparado!

—Ahora, baja ahí y sube a la esenia. Es la única opción, a no ser que prefieras que haga lo mismo contigo —y el negro movió el arma en mi dirección.

—¡No hay nada, cabrón, nada! ¡La has matado por nada! —grité. El alma se me había rasgado en un dolor y una rabia infinitos.

Sin pensarlo, arranqué la linterna de mi cabeza y se la tiré al negro. Escuché un disparo, pero la linterna, que rodaba sin luz a unos metros de mí, había alcanzado la cara de aquel mastodonte y le había hecho errar el tiro. Entonces me lancé con todas mis fuerzas hacia él y le agarré la mano. Un golpe retumbó en mi cabeza, pero no lo solté. Oriol Nomis gritaba que me matara desde la más absoluta de las oscuridades. Con el brazo libre, el negro continuó golpeándome en la cabeza. El dolor se expandía por mi cuerpo, en pocos segundos caería junto a Mars, aunque ya no me importaba. Me agarré con más fuerza al brazo que asía el arma y lo mordí. Clavé mis dientes en aquella carne dura, apreté con toda el alma y la escasa energía que me quedaba, hasta que sentí que mi boca se llenaba de líquido, pero ni así lo solté. El negro gritaba y me golpeaba con más fuerza, mientras Oriol Nomis lo insultaba y le decía que acabara conmigo de una vez. La oscuridad no me permitía ver dónde estaba el auditor y hacía que el negro se tambalease sin rumbo intentando zafarse. Sentía la dentadura cada vez más clavada en el brazo de aquel hombre. Entonces, un grito profundo precedió a un sonido metálico. Por fin, había soltado la pistola. La escuché caer y rodar por la penumbra de la cueva.

El arma dio un par de saltos por el suelo hasta detenerse en el único metro cuadrado de la cueva que todavía permanecía iluminado, a pocos centímetros del rostro de Mars, gracias a la linterna que colgaba de su cabeza sin vida. Escuché a Oriol Nomis correr hacia ella mientras el negro aullaba de dolor. Lo solté y me tiré encima del cuerpo de mi antiguo jefe. De una patada, lo aparté y me hice con el arma, y sin pararme a pensar, metí un dedo en el gatillo y vacié todo el cargador contra las sombras donde imaginé que estaban.

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