Yo servía entonces a las órdenes del general Duhesme, en la División Lechi de la Grande Armée, el salvador de aquellos ignorantes que nos odiaban más que al mismísimo Diablo. Años más tarde, mucho después de aquella madrugada, comprendí. Pero en ese momento, mientras escupía fuego por mi fusil a las puertas de la ciudad de Reus, aquello era mi vida.
Junto a mí, clavados en una zanja maloliente, varios soldados supervivientes de la batalla del Bruc escupíamos maldiciones contra los catalanes. Decían que un ejército de catalanes, suizos y desertores había causado más de trescientas bajas en Manresa y no teníamos ganas de sufrir otra masacre como aquella. Los estampidos de los cañones tronaban en el cielo y nos mantenían en un estado de alerta y terror que mitigábamos disparando contra las casas del pueblo, que a su vez nos cruzaban tiros envenenados. En los silencios entre las cargas de los cañones y los estruendos de sus proyectiles, escuchábamos los gritos de los heridos por las armas de los campesinos. Entonces tenía solo veintidós años y el sol comenzaba a derretir la escarcha de la noche, que se había pegado a nuestros uniformes como la mugre y el olor de la muerte.
—Allez! —gritó nuestro cabo.
Y un grupo de jóvenes, sucios, cansados y hambrientos, corrimos a clavarnos en aquella ciudad como una daga en el cadáver de un perro. Había agotado la munición de mi fusil, por otra parte imposible de cargar en plena carrera, así que fui de los primeros en llegar a la Plaça del Mercadal con vida, y con mi bayoneta, de la que todavía colgaban trozos de carne, de las más ensangrentadas en la toma de Reus.
Al caer la noche, se ajustició a los rebeldes y se hizo el recuento de bajas. En nuestra línea perecieron algo más de un centenar de valientes, que fueron enterrados con honores a las puertas de la ciudad, mientras que, por parte de los campesinos, el capitán Gabriele Pepe, un italiano de mostachos excesivos, nos ordenó cavar una gran fosa en el Tomb de Ravals y echar a todos aquellos desgraciados dentro bajo unas cuantas paladas de cal.
Aquella noche, dormí junto a la Fuente de Neptuno, acompañado por los gritos de las mujeres que pedían clemencia después de haber matado con más fiereza incluso que sus maridos, pero el mariscal había prometido recompensa y en justicia que nuestros hombres se la estaban cobrando.
En las semanas posteriores a la toma, fue habitual que la mayoría de las patrullas de reconocimiento fuesen víctimas de ataques o emboscadas que causaban más bajas incluso que el enfrentamiento contra un ejército valiente. Pero aquellos catalanes no eran un ejército, eran serpientes venenosas que al más pequeño descuido abandonaban la madriguera para morder sin piedad.
Una mañana, mi compañero Philippe, un ciudadano libre de la Champagne, y yo, junto con otros ocho hombres más, fuimos requeridos para llenar las despensas de capitanía de un vino que se producía en unas viñas cercanas a la ciudad. Armados como si fuésemos a tomar la Bastilla, y bajo las órdenes de un capitán, nos encaminamos al pueblo de Montblanc, en el que se encontraba la bodega. Todos los que conocían el pueblo hablaban maravillas de él, así que me alegró romper la rutina con una misión tan poco común. Quizás aquellos hombres y mujeres, sucios, incultos, zafios y medio salvajes, tuviesen algo de lo que sentirse orgullosos después de todo.
Desde que dejamos Barcelona, los paisajes no habían dejado de recordarme a mi Languedoc natal, por lo que la caminata a Montblanc fue un regalo inesperado. Incluso bromeamos durante el camino. La tensión de las armas y el olor de la sangre habían cedido al romero de aquellas lomas envejecidas por el tiempo. Llegamos al pueblo y nos dirigimos a una antigua bodega en la que nos esperaban dos carros de mulas cargados con cuatro botas de vino dulzón, y que tuvimos la oportunidad de probar. Alegres por la cata y el éxito de la peculiar misión, comenzamos a desandar el camino de regreso a Reus.
Mientras cruzábamos un riachuelo, una de las mulas patinó y desequilibró el carro. El capitán desensilló y nos ordenó empujar para salvar la carga. Nuestros músculos hacían el trabajo que no habían sido capaces de llevar a cabo los animales, cuando de repente una piedra se estrelló en la frente de uno de los nuestros, que cayó inconsciente al río con una brecha en la cabeza.
—¡Nos atacan! ¡A los fusiles! —gritó el capitán, que fue el único en reaccionar.
Pero sus órdenes quedaron ahogadas por una salva de disparos. Yo sentí un horrible pellizco bajo mi rodilla y caí al riachuelo, tintado ya de la sangre de mis conciudadanos. Philippe fue el único que no cayó herido y me agarró de las trinchas hasta llevarme a la otra orilla. Caminé tras él en dirección a la loma que se levantaba al otro lado del río, y que parecía el único camino esperanzador. Philippe corría y tiraba de mí mientras nuestros atacantes se felicitaban en su lengua, semejante a la nuestra, por su éxito y lanzaban tiros al aire. No parecían haberse percatado de nuestra huida, pero de repente los tiros acallaron y un grito denunció nuestra marcha. Philippe se dio cuenta y comenzó a tirar de mí con más fuerza; sin embargo, el dolor de mi pierna no me permitía correr a su ritmo. Si seguíamos así, nos matarían a los dos.
—Corre, Philippe, corre. Llega hasta el cuartel y regresa a por nuestros cuerpos —le grité—. ¡Vénganos!
Pero mi buen compañero se negó y continuó arrastrándome hasta que un disparo le reventó la cabeza. Con toda la cara salpicada de sus sesos, comprendí que era cuestión de segundos que yo siguiera su misma suerte. Sin embargo, la Providencia no me había reservado ese día para el final y conseguí llegar hasta un saliente desde el que vi correr el río en un recodo a unos quince o veinte metros más abajo y, sin pensarlo, salté. Prefería morir despeñado que capturado por aquellos salvajes asesinos.
En lugar de estrellarme contra las rocas del fondo, caí en una poza de agua helada que me devolvió a un nuevo estado de lucidez. ¡Estaba vivo! Permanecí bajo las aguas todo lo que mis pulmones me permitieron, buceando hasta que no pude más y saqué la cabeza. Un soplo de aire me llenó de vida y volví a sumergirme. Asustado por una cacería que preveía inminente, no volví a emerger aun a riesgo de morir ahogado, pero los campesinos se limitaron a disparar desde el saliente y a gritar cosas que no entendí. Seguí el cauce hasta una pequeña ensenada de aguas menos profundas y me arrastré hasta la orilla. La herida de la pierna no paraba de sangrar y, con la ayuda de una rama y un trozo de mi camisola, conseguí hacerme un torniquete que me até al salir del agua. No sabía dónde, pero sí que estaba vivo.
El miedo a ser apresado por aquellos hombres de costumbres primitivas era más fuerte que el dolor de la herida, lo que me permitió avanzar a buen paso durante un par de horas. La misma loma a la que me intentó llevar Philippe se levantaba frente a mí, y me pareció que era también la misma que ascendimos de camino a Montblanc, así que ataqué su pendiente hasta que el torniquete se abrió y comencé a perder mucha sangre. Conseguí rehacerlo y caminar unos minutos más, pero caí sin fuerzas a pocos metros de la cima. Tenía la boca seca, y la sangre de la herida, que se había mezclado con la tierra y el polvo, era una gran gelatina repleta de moscas; sin embargo, sabía que debía cruzar esa loma si quería seguir con vida, así que me armé de valor y me arrastré hasta la parte más alta donde constaté mi grave error. Desde aquella maldita loma no se veía Reus por ninguna parte.
Volví a sacar la cabeza para comprender realmente que allí moriría, cuando vi algo que me había pasado inadvertido en mi primera ojeada. Por un momento, olvidé incluso dónde estaba y recordé mi amada Narbonne, en parte tan parecida a las tierras en donde me pudriría por el resto de la eternidad, y como en ella, como si la mismísima Abadía de Fontfroide se hubiese levantado para darme la extremaunción, una abadía de igual belleza se adivinaba en la planicie. Comprendí que la única posibilidad de sobrevivir, si todavía existía alguna, era llegar hasta ella.
No podía dejarme sorprender por ningún campesino con mis vestimentas de soldado, así que me despojé del uniforme y me quedé en calzones, sin decoro, herido, asustado, desangrado y muerto de frío, pero aproveché la pendiente para dejarme caer, y aunque me golpeé y arañé con las piedras y los arbustos, conseguí llegar al valle. Tuve la fortuna de caer en una pequeña viña en la que trabajaban unos monjes, y me desmayé.
Cuando desperté, sin saber cuánto tiempo hacía que estaba en una humilde celda, vi que mi pierna había sido vendada y que aquellos hombres habían cuidado de mí. Al verme despierto, un monje vestido con un hábito blanco corrió en busca de sus hermanos, que al cabo aparecieron en mi celda. Me hablaban en esa lengua extraña y dulce tan parecida a la mía, y que, a pesar de comprender la esencia de la conversación, no me atreví a contestar por miedo a ser reconocido. No supe si ya sabían de mi pertenencia a la Grande Armée, pero en cualquier caso me dejaron permanecer con ellos hasta recuperarme.
Poco a poco, mi pierna comenzó a coger la fuerza necesaria para acometer huidizos pasos hasta el atrio de la abadía. La herida no había sido profunda, y las cataplasmas de menta, grasa de cerdo, cera de abeja, cola de caballo, calabaza, y otros remedios que no pude identificar, la habían hecho cicatrizar con rapidez. Durante esa breve estancia, llegué a olvidarme incluso de quién era, y me dediqué a observar cómo los monjes preparaban las infusiones y las pomadas con que me trataban, sus estrictos horarios de oración, trabajo y almuerzo, y a contemplar la vida desde una paz olvidada en las trincheras. Pero una tarde, toda esa tranquilidad irreal fue violada. Hasta el dormitorio llegaron los ecos de una discusión en el atrio. Escuché a los monjes blancos defenderse de hombres de voz gruesa, que la alzaban en su contra sin respetar sus hábitos. Comprendí por sus gritos que era a mí a quien buscaban y salí de la celda con rapidez. Llegué hasta unas escaleras oscuras, en las que me agazapé justo cuando unos diez hombres, armados con útiles camperos y arcabuces, entraron en la celda. Al encontrarla vacía, comenzaron a gritar a los monjes y a correr en mi busca. Ninguno de ellos pareció fijarse en la puerta entornada tras la cual mi corazón palpitaba con tanta fuerza que cualquiera que hubiese estado atento lo habría podido escuchar.
Seguí por aquellas escaleras y llegué hasta la iglesia. Era magnífica; incluso en mis penosas circunstancias, la luz que entraba por los ventanales del fondo me sobrecogió. Busqué con rapidez algún lugar en el que esconderme de aquellos hombres y esperar la caída de la noche para huir. En el centro de la nave principal, frente al altar mayor, se levantaba una especie de sepulcro cubierto por una gran roca grabada con escenas bíblicas que, sin ni siquiera intentarlo, comprendí que no podría mover. Frente al sepulcro principal se erigía otro que también me pareció invulnerable sin más herramientas que mis manos. Mi vista recorrió todos los rincones del altar, los bancos, las paredes, hasta que di con una losa de piedra en el suelo, justo entre los dos sepulcros principales, de la que sobresalía una gran argolla de hierro. ¡Esa era la única posibilidad! Con todas las fuerzas de que fui capaz, aparté la losa para dejar un hueco por el que colarme y me metí. Al entrar, sentí cómo los huesos que reposaban tranquilos crujían, y un fuerte olor me removió el estómago y me hizo vomitar. El frío del muerto se metió en mi alma con la misma intensidad que el agrio calor de mis vómitos. Busqué con urgencia algo con que cerrar la losa y al tacto encontré un objeto metálico. Lo agarré tumbado boca arriba y tiré de él. Resultó ser un puñal, o una daga, que atravesé en la abertura de la roca como tope y, haciendo fuerza con la espalda sobre los restos del cadáver, conseguí girar la losa hasta enterrarme junto a alguien que, a juzgar por el olor y el crujir constante de sus huesos podridos, llevaba muchos años allí metido.
En ese mismo instante, escuché chirriar las puertas de la iglesia y unos pasos nerviosos rompieron el recién instaurado silencio. Mis perseguidores gritaban y golpeaban con palos, o quizá fusiles, el suelo de piedra. Las arcadas de asco y miedo se sobrevenían una y otra vez, pero ni siquiera quedaba espacio en la tumba para cubrirme la cara con mis manos, así que el líquido viscoso de mis entrañas entraba y salía de mi garganta en un fluir despreciable de terror. Los pensamientos se me agolparon en tropel, avasallándome, seguro de que alguien vería la punta del puñal asomar por la rendija. Estaba convencido de que sellarían la losa y moriría asfixiado en la peor muerte imaginable. Escuché sus pasos a poca distancia, y las voces iracundas rebotar contra las paredes sacrosantas, hasta que al cabo de un corto tiempo desistieron de la tarea y se marcharon de la iglesia. Cuando escuché que la puerta se cerraba en un crujir metálico de su cerradura, me entraron ganas de gritar. Debía salir de ese agujero espantoso o moriría allí dentro, pero recordé entonces que los monjes bajaban a rezar al caer la noche, y no me quedó más remedio que quedarme y esperar.
Al cabo de un largo tiempo, en el que deseé haber muerto en varios pensamientos, una puerta cercana se abrió. Sentí cómo por la rendija de mi ataúd entraba una claridad apenas visible que achaqué a las linternas de los hermanos, y después los oí recitar sus oraciones. Por fin, se marcharon y dejaron la iglesia a merced de un silencio que resucitó todos mis terrores. Esperé un poco más y empujé la losa hasta que una bocanada de aire fresco y limpio me inundó.
Salí con mucho esfuerzo y el cuerpo dolorido, pero vivo. Agarré la daga y una espada del cuerpo de la tumba, y me acurruqué contra las columnas que circundaban el sepulcro principal. Quizás aquellas dos herrumbres me sirvieran de arma en mi camino de regreso, como seguro habían servido en otro tiempo al cuerpo profanado. Poco a poco, mi vista se acostumbró a la escasa claridad blanquecina que entraba por los ventanales, y las formas de la iglesia se convirtieron en fantasmales sombras carentes de movimiento.
Me acerqué hasta la puerta principal e intenté abrirla. No pude. Un gran cerrojo en la parte exterior mantenía segura la iglesia. No quise utilizar la espada para golpear los batientes por miedo a despertar a alguien, y decidí intentarlo con la otra puerta. También estaba cerrada. Los monjes cerraban la iglesia por fuera para que los espíritus nocturnos no pudiesen escapar. ¡Estaba atrapado de nuevo! Por la mañana me encontrarían y me entregarían sin oposición, pagaría con mi cuerpo el engaño que les había infligido. Tanto sufrimiento no habría servido de nada. Loco de ira, levanté la espada y golpeé el gran sepulcro que coronaba la nave. Lancé mis últimas fuerzas contra la roca ornamentada que lo cubría. Ya no me importaba que el estruendo despertara a los monjes, los primeros que tuviesen la desgracia de bajar acabarían como la urna, rajados por la espada del muerto al que en breve volvería a visitar, pero en el Infierno. Golpeé varias veces, con todas mis fuerzas, y sentí cómo la piedra se deshacía en pequeñas esquirlas que saltaban con cada envite. Seguí atacando como un demente, quizás incluso con la intención de que todo aquello acabara de una maldita vez, hasta que caí al suelo víctima del cansancio, la desesperación y el pánico.