—¿Apropiados? —pregunté.
—Sí, porque la abadía está asentada sobre canales de agua provenientes del Baune, y en esos tres negocios el agua es necesaria.
—¿Canales naturales? —preguntó Mars.
—Algunos sí, otros fueron tallados por los monjes al inicio de la construcción para llevar agua a los molinos, las habitaciones, el comedor, y a algunas dependencias más de la abadía hoy desaparecidas. Los monjes del Císter necesitaban constantemente del agua.
—¿Y estos canales se pueden visitar? ¿Queda alguno todavía en condiciones? —preguntó de nuevo Mars.
—Se conocen unos cuantos. El principal, y que se encuentra en mejores condiciones, es el que se cree que llegaba incluso hasta las habitaciones que ocupó el propio Bernardo, pero está cerrado por el peligro de desprendimientos.
—Comprendo, sería terrible que un grupo de turistas quedara atrapado allí. Sin embargo, ustedes, los maestros de arte, los historiadores y amantes del lugar —se encendieron las retinas de la guía—, sí que deben haberlo visitado —continuó Mars por un camino cuyo final yo comenzaba a ver.
—Claro. En nuestra graduación, hicimos un viaje completo por ellos. No son muy interesantes, solo un par de cruces y algún escudo grabados en la pared del final de ese corredor que les decía y nada más. El resto, humedad, polvo y oscuridad.
—¡Pues a mí me parecen fascinantes esos canales secretos! —intervine—. ¿Y desde dónde se accede a esos canales? ¿Desde muy lejos?
—No, en absoluto, desde el claustro renacentista. Saben, es curiosa esta conversación, hace pocos meses una chica que parecía ser estudiante de Arte Medieval también se interesó por esos subterráneos. Supongo que tanta novela trufada de mentiras sobre los mitos de la Edad Media está causando sensación —la miramos los dos sorprendidos.
—Bueno, ya sabe usted, la juventud, la ignorancia —dijo Mars como si nosotros no hubiésemos hecho exactamente lo mismo—. Le agradecemos mucho su atención, es un lugar hermoso y fascinante —y le deslizó un billete de cincuenta euros que la guía guardó de manera increíble en el bolsillo de sus pantalones.
Seguí a Mars hacia fuera.
—¿Cómo sabías lo de los subterráneos? —le pregunté mientras bajábamos a toda velocidad hacia Dijon.
—Me llegó una factura de equipos de espeleología hace apenas unos meses, justo cuando Azul estaba aquí —me miró y, por segunda vez, me sonrió.
M
ateo Montalbán odiaba los países del este de Europa, en especial su espantoso clima de extremos. Ahora hacía calor, un calor que lo golpeó sin piedad al bajar del avión de Marco Santasusanna en el Aeropuerto Internacional de Sibiu, donde ya los esperaba una limusina del grupo. A través de Rumanía distribuían toda la ropa, el acero y los bienes de servicio que cruzaban de la Europa del Este a la Europa occidental. Era un país sencillo de manejar a nivel político, y esa situación favorable había hecho de la antigua colonia romana un núcleo de distribución importante para sus empresas. A través de su aeropuerto y sus carreteras, pasaba más de un billón de dólares del grupo en productos terminados y materias primas. Por allí llegaba el acero de Turquía y de Rusia, y tenían una de las mayores plantas de ropa
prêt-à-porter
de toda Europa. También Juan de la Vega distribuía desde allí su tabaco a todos los nuevos fumadores, ávidos de parecerse a los anuncios de televisión.
El reactor se escondió entre rugidos en el hangar privado, mientras la limusina con los cuatro hombres corría por la carretera parcheada en busca de las afueras de la reconstruida ciudad. Tras su vehículo blindado, corría otro enviado por el Negro con hombres de su confianza y que debían velar por la seguridad de sus jefes.
El almacén de Lunna Co. estaba a pocos kilómetros del aeropuerto antes de llegar a la ciudad, por lo que en solo unos minutos se encontraron con la figura imponente del Negro, que a pesar del calor reinante, vestía como un esquimal. Su exceso de ropa magnificaba todavía más su impresionante presencia.
—Por aquí —les indicó, y los cuatro hombres lo siguieron en silencio.
El Negro atravesó la planta repleta de mujeres vestidas con batas azules que cortaban, planchaban y cosían a destajo las prendas que poco después se venderían en las mejores tiendas de las capitales mundiales. Tras él, iban Lucas Joswiack, Juan de la Vega, Marco Santasusanna y Mateo Montalbán, protegidos por dos hombres armados que cerraban la comitiva. Bajaron por unas escaleras laterales a la fábrica y entraron en una nueva nave que ejercía las funciones de almacén distribuidor. Lo cruzaron para acceder a un nuevo edificio situado unos metros debajo del suelo, el cuarto de ordenadores y luces, donde un fuerte zumbido les obligó a acelerar su paso hasta una habitación custodiada al fondo del pasillo.
Sentado en una silla de plástico blanca, los esperaba un hombre que de inmediato se levantó y les abrió. Los dos hombres armados se quedaron fuera. La sala, que se utilizaba de estudio fotográfico para catalogar las novedades de la fábrica, era de interior sencillo, apenas una mesa y seis sillas de plástico como las del vigilante, dos fluorescentes en el techo y un ventilador que crujía en cada vuelta de sus aspas. Al fondo se apilaban un par de focos y varios rollos de telas de colores apoyados contra un gran espejo, tras el que se podía seguir lo que acontecía en el estudio. Marco Santasusanna miró a su alrededor asqueado por tanta fealdad, pero no dijo nada. No había ventanas, ni más salidas que la puerta por la que acababan de entrar. El Negro apartó una silla para cada uno y se quedó de pie con las manos cruzadas tras su poderosa espalda.
—¿Han dicho algo? —preguntó Mateo Montalbán.
—No, señor.
—¿Están bien? —fue ahora Santasusanna el que se interesó.
—Han sido tratadas como me dijeron.
—Muy bien. Por favor, explícales tú mismo cómo diste con ellas —le pidió Lucas Joswiack, y el Negro les relató cómo había hallado la furgoneta, seguido la matrícula hasta una casa de alquiler y, desde allí, el rastro de la tarjeta de crédito que lo había llevado hasta la clínica en donde encontró a Azul y a la condesa.
—¿Han vuelto a llamar? —preguntó de nuevo Montalbán.
—No, repetí sus instrucciones tal como me ordenaron, y el teléfono —señaló a una esquina en la que se encontraba un pequeño móvil enchufado a la corriente— no ha vuelto a sonar.
—Bien. ¿Ordenaste que localizaran las llamadas que se recibieran? —preguntó Joswiack.
—La compañía Romtelecom ha sido advertida de nuestro interés. La próxima llamada se grabará y localizará al instante.
—Bueno, creo que todo está como queríamos, ¿no? —dijo De la Vega en su primera intervención—. Quizá deberíamos salir y esperar a que nuestras invitadas nos sean presentadas.
—Vamos allá —pidió Joswiack.
Los cuatro hombres pasaron al otro lado del espejo armados con una silla cada uno. Estaban impacientes por conocerlas, por verlas, por escuchar lo que tenían que decir, y nerviosos por si la colaboración debían forzarla, algo que, especialmente a Marco Santasusanna, les repugnaba.
No tardaron mucho en ver satisfecha su curiosidad. A los pocos minutos, entraron en el estudio dos mujeres de un empujón y, tras sentarlas en sus sillas, el Negro cerró la puerta. Ambas llevaban una especie de saco sobre la cabeza. A Juan de la Vega le recordaron a dos rapaces cubiertas antes de la cacería, solo que esta vez las presas eran ellas. Empezó el Negro por destapar la cabeza de la más joven, treinta y pocos años, que andaba con un brazo en cabestrillo. Los cuatro hombres se miraron, no tenían ni idea de quién era. Después le tocó el turno a la otra mujer, y Juan de la Vega no pudo evitar un grito al reconocer aquella cara.
—¿La conoces? —casi preguntaron los otros tres al unísono.
—¡Es Marie!
Todos conocían a Marie por boca de su compañero, aunque no la habían visto nunca. Ella fue el precio que tuvo que pagar el californiano por pertenecer al clan. Juan de la Vega había entrado cuando apenas era un chaval de veintitantos años y una adolescente Marie era entonces, por decirlo de alguna forma, su novia. Él nunca lo reconoció, pero los primeros meses de pertenecer al grupo siguieron viéndose a escondidas de sus socios, hasta que al final tuvo que decidir por uno u otro camino en la vida y escogió el que ahora se encontraba al otro lado del espejo. Un torbellino de recuerdos y emociones lo agitaron en aquel cuarto claustrofóbico en el que jamás hubiese pensado hallarla.
El Negro, ajeno a los sentimientos del otro lado del espejo, apartó con tranquilidad su silla y se sentó frente a las dos mujeres. Seguramente sería un día largo, así que lo mejor era tomárselo con calma.
—¿Dónde estamos? —preguntó la condesa.
—Soy yo quien hace las preguntas, señora.
—Ningún matón me habla así —le recriminó Marie Stewart.
El Negro se giró hacia el espejo. Si alguno de aquellos hombres tenía algo que decir, golpearía desde el otro lado, pero no fue así en ese momento, así que el Negro se levantó con ademanes cansados de su silla y se plantó frente a la condesa.
—No se equivoque, mamita, aquí usted está de más y si es un poco
smart
colaborará —Marie Stewart escupió a la cara del hombre e intentó abofetearlo, pero el Negro la agarró por el pelo y estrelló su rostro contra la mesa de plástico.
—¡Qué haces, salvaje! —gritó entonces la otra.
—No te preocupes, que también habrá para ti —le contestó el Negro sin inmutarse y volvió a su silla—. Está bien, ¿quién de las dos mandó matar a Nothos?
Las dos mujeres se miraron. Marie Stewart sangraba por la nariz del golpe y sentía el gusto caliente y dulzón entrando en su paladar por las comisuras de la boca. Ninguna de las dos sabía que aquel bastardo se llamara Nothos, pero sabían muy bien de quién hablaba aquel animal que apenas cabía en la silla.
—Señoras, de ustedes depende que esto sea rápido y sencillo, o lento y doloroso.
—Mis amigos saben que estoy aquí y no pararán hasta dar con tus huesos en el mismo hoyo que ese bastardo —lo amenazó la condesa.
Cuando el Negro se levantó de nuevo, Juan de la Vega sudaba, sudaba el dolor que le iban a infligir a ella; la agarró por el pelo y echó con fuerza su cabeza hacia atrás. La condesa intentó zafarse agarrándose a los brazos del gigante e incluso consiguió alcanzarle con un par de patadas que él apenas pareció sentir. Casi no tocaba el suelo de la fuerza con la que el Negro la tenía agarrada. Intentó golpearlo de nuevo, pero entonces sintió un golpe en su oído que la lanzó contra el suelo presa de un dolor agudo como jamás había sentido. Hasta ese momento no había tenido miedo, mas entonces lo sintió como un roedor mordiendo cada célula de su cuerpo. Azul corrió hacia ella y el Negro, antes de que se acercara, la golpeó con una patada que la mandó a un par de metros del cuerpo de la condesa.
—¡Hijo de puta, está convaleciente! —gritó Marie Stewart, que consiguió llegar hasta Azul de rodillas.
Las dos mujeres se abrazaron en un ovillo de pánico mientras el Negro se sentaba de nuevo en su silla a esperar que ellas hicieran lo mismo.
—¿No te parece un poco bestia? —dijo un tanto asqueado Santasusanna. De la Vega estaba blanco y tenso como la piel de un tambor.
—Bueno, solo está acostumbrado a tratar a las mujeres de dos formas, y creo que esta es la que más le gusta.
—Dile que no las golpee más —dijo Juan de la Vega con un hilo de voz.
—Estoy de acuerdo, es capaz de matarlas y no sacaremos nada —lo secundó Montalbán.
—Está bien —y Lucas Joswiack golpeó un par de veces el cristal para que el Negro se acercara—. Suavito —le ordenó.
Se acercó de nuevo a las dos mujeres que, en previsión de un nuevo golpe, recularon hacia la pared arrastrándose por el suelo, pero el Negro las cogió y las sentó de nuevo en sus sillas.
—Volvamos al principio, ¿quién de las dos mató a Nothos? —preguntó otra vez el Negro.
Un par de golpes en el espejo lo llamaron de nuevo.
—Déjate de pendejadas y pregúntales por el códice, ¿qué coño nos importa a nosotros esa vaina? —le ordenó Joswiack.
—Está bien, volveremos al tema de Nothos más tarde. ¿Dónde está el códice?
—¿Por qué no les dice a sus amigos que salgan y nos lo pregunten ellos? —lo desafió Marie Stewart.
—Mamita… —el Negro resopló.
—No soy su madre, no creo ni que usted sepa quién es.
—Mamita, colabore, piense que nuestros invitados pronto se marcharán y ustedes se quedarán aquí conmigo, así que díganme lo que deseo saber de una puta vez.
—No lo sabemos —contestó Azul.
—¡Claro que lo saben, ustedes quisieron comprar esa mierda!
—Ja, ja, ja —rió la condesa—, veo que sus fuentes son todavía peores que sus modales. Todo fue un montaje de la Policía, que seguro estaría encantada de saber de su interés.
—La Policía, mamita, no está ni siquiera en el país.
—Es cierto —dijo Azul con una voz que apenas alcanzaba a salir de su boca—. No existe ese códice, pueden comprobarlo —sintió cómo la mirada del Negro la desnudaba una vez más. Desde que se las llevó, lo sentía cada vez que sus ojos se cruzaban con aquellas dos manchas aguadas de color marrón.
—Monjita, vamos a empezar por el principio. ¿Cuál es su nombre, y qué averiguó en Israel?
—¿Sabe que soy monja y no sabe mi nombre? —preguntó Azul.
—¡Ya les he dicho que las preguntas las hago yo! —gritó de nuevo el Negro que, a pesar de las indicaciones de su jefe, estaba a punto de perder la paciencia por completo.
—Mi nombre es María de la Luz del Císter, y toda mi comunidad se preguntará en estos momentos por qué no he acudido al monasterio.
—Que se lo pregunten a Dios —rió el Negro—, ¿y tú?
—Yo no tengo nombre.
El Negro se levantó harto de las insolencias de la mujer, que al verlo venir sintió el dolor del oído más intenso todavía, pero el mastodonte se detuvo y volvió a su silla.
—Dígame cómo se llama —ordenó.
—Lucía, Lucía de la Piedra.
Los cuatro hombres se miraron. Sabían que Marie mentía, pero por lo menos había contestado al Negro.
—Lucía, sabe muy bien de qué hablamos, no me haga perder más el tiempo.
Unos nuevos golpes en el cristal llamaron al Negro.
—Sepáralas —ordenó Santasusanna.
Y el Negro mandó que se llevaran a la condesa al cuartucho en el que habían dormido desde que las llevaron a Rumanía. Azul se estremeció de terror. La condesa era la viga sobre la que ella se apoyaba para mostrar un valor del que en esos momentos carecía. Su vida había sido difícil, estaba acostumbrada a pelear con chicos mayores y más fuertes que ella, pero ahora estaba herida, en un lugar que no conocía y con un enemigo de dimensiones goliáticas. No sentía que pudiese armar ninguna honda con la que derribarlo. La invadió un sentimiento de abandono infinito. Cuando el Negro volvió a la sala, le pasó una mano por el pelo que acabó en una caricia en sus mejillas; entonces Azul no resistió el terror y se orinó encima.