—¿Estáis presto? —le preguntó, a lo que el monje accedió—. ¿Sabéis montar? —preguntó de nuevo.
Un sol brillante los despidió de Valencia y ambos cabalgaron sin más tregua que las obligadas hasta Francia. El camino fue agotador, pero el hermano Joan de Benet apenas si cruzó palabra con el soldado, más pendiente de cualquier movimiento extraño que de iniciar conversaciones con su forzado compañero de aventuras.
Tardaron poco más de dos semanas en llegar a los imponentes muros de la iglesia de Clairvaux. El hermano Joan llevaba una carta firmada por el rey y el abad de Poblet, en la que solicitaba que permitiesen el acceso al monasterio francés al hermano y a su acompañante. Decía la misiva que el monje andaba tras la recopilación de datos para la confección de un volumen dedicado a la vida del santo Bernardo de Claraval que se exhibiría en el aniversario de la muerte del rey Jaume I el Conqueridor, en el Monasterio de Poblet, junto a su tumba, para que todos los peregrinos que acudiesen a honrar al difunto rey supiesen de su devoción por la orden.
Llegaron de mañana acompañados por un sol brillante que se derramaba sobre las tierras francesas. Si no hubiese sentido el terror en su alma, habría gozado del extraordinario paisaje que se levantaba a su alrededor. Los monjes habían roturado el terreno próximo a la abadía y, desde lo alto de la loma en donde el capitán se había detenido, aparecían los campos como bordados en un tapiz, perfectos, de tantos marrones como colores tiene la tierra del Señor, y verdes y azules según los vistiese la arboleda o el río. Un paisaje imaginado solo por la magnificencia de un Dios al que estaba a punto de mancillar por sus debilidades de hombre. Recordó frente a las puertas de Clairvaux el día en que su padre, un campesino propiedad de su señor, lo entregó a aquellos hombres santos que vestían de blanco y trabajaban hasta agotar incluso a los animales de carga. Sufrió durante semanas la separación de su familia, de su madre, a la que adoraba, y de sus hermanas, tres hermosas niñas cuya risa con solo recordarla lo transportaba al Cielo. Lo haría por ellas.
El abad Gilles de Exupéry salió a recibirlos y mandó a uno de los hermanos a que los acompañara hasta sus dormitorios.
Joan de Benet compartiría los horarios y las labores con el resto de los hermanos, viviría en el dormitorio situado en el segundo piso de la sacristía, mientras que el capitán debería compartir su cama con el resto de los conversos que ayudaban en las labores de la abadía. Se le permitiría utilizar la iglesia, pero tenía vetada la entrada a todas las otras dependencias, a excepción del refectorio y en las horas convenidas. El hermano Joan se alegró de separarse por fin de aquel hombre fabricado en roca y que no le había dejado ni un segundo desde que partieron de Valencia. Desde el dormitorio se alcanzaba a oír el gorgoteo de la fuente del claustro, como en su amado Poblet, un lugar en el que los pájaros eran el único acompañamiento musical y en el que la paz de sus paredes pareció acallarle la angustia que le roía las entrañas. Incluso pareció recuperar algo de peso en apenas los tres o cuatro primeros días de estancia.
Cuando finalizaba su jornada, recababa reseñas sobre la vida del santo Bernardo, olvidado y aliviado de su verdadera misión, hasta que una de las noches, mientras subía por la escalera que comunicaba la iglesia con el dormitorio, lo agarraron unas manos duras, capaces de aplastarlo como una nuez con solo habérselo propuesto.
—Monje, ¿cómo van vuestras pesquisas? —el capitán Pere de Besalú lo miraba sin soltar sus hábitos blancos.
—¡Estáis loco! Si os descubren aquí, nos expulsarán a los dos de la abadía y nada podré averiguar —el hermano Joan de Benet temblaba en la oscuridad de la escalera.
—No os demoréis, monje, no soy un hombre de paciencia, recordadlo.
Y desapareció en las sombras de la noche con la misma premura con que había aparecido. Cuando el hermano Joan se acostó en su jergón, le temblaba todo el cuerpo, se tapó y no dejó de llorar hasta el amanecer.
Esa mañana dejó de escribir sobre la vida del santo y comenzó a anotar en sus hojas los avances de su investigación. Dejó de comer y no consiguió conciliar de nuevo el sueño. El resto de los hermanos lo ayudaban en las tareas más duras al ver que su salud le impedía apenas levantar la azada. Él mismo notaba cómo sus hábitos le caían encima y se los pisaba al caminar. Ninguno de ellos pareció extrañarse de las continuas preguntas del monje catalán, y creían ayudarlo explicándole las hazañas del santo Bernardo, y cómo, gracias a la fuerza divina que anidaba en su interior, había sido capaz de fundar casi un centenar de monasterios. Joan de Benet tomaba notas con extrema precaución y hacía ver que todo lo que le relataban lo transcribía a aquellos volúmenes ajados, pero ninguno de los hermanos tenía respuesta cuando indagaba sobre los escritos del santo. Pasaron varios días hasta que se atrevió a solicitar una entrevista con el abad Gilles de Exupéry.
—Abad, me gustaría examinar los documentos que guardáis del santo —pidió por fin el hermano Joan tras informar al religioso de sus avances. El rostro del abad se ensombreció de repente.
—Lo que me pedís es imposible, hermano. Nadie puede acceder a ellos sin un permiso expreso del Papa —contestó De Exupéry con un desagrado que no quiso ocultar.
—Lo comprendo, abad, pero si solo me permitieseis echar un vistazo a sus aposentos, quizá con eso podría acabar la obra que se me ha encomendado y estoy seguro de que el rey Pere os sabría compensar como bien merecéis. Imaginad la cantidad de peregrinos que acuden a Poblet ante la tumba del rey Jaume y que podrán consultar en la obra los milagros y la fuerza de nuestro santo.
—No es posible. Lo que me pedís está fuera de mis atribuciones. Debéis saber que aparte de la limpieza mensual de su celda, ninguno de nosotros accede jamás a ella. Forma parte de nuestra vida, del alma de la abadía y por ningún motivo, ni aun los loables que me exponéis, debe ser profanada.
—Estoy seguro de que el rey os sabrá recompensar —insistió de nuevo el monje, sabedor de que sin esa consulta a los documentos del santo jamás daría con los escritos.
—Lo siento, hermano, estoy convencido de la generosidad de vuestro rey, pero ya hemos hecho suficiente permitiéndoos la entrada en nuestra vida y alojando a ese soldado que os acompaña. Y ahora, con vuestro permiso, debo continuar con mis oraciones.
Y el abad lo despidió. Cuando el hermano Joan de Benet abandonó el auditorio, supo que ardería eternamente en el fuego del Infierno, pero ya no tenía más remedio. Al caer la noche, esperó a que todos sus hermanos estuviesen dormidos y salió del dormitorio por la escalera que daba a la iglesia. Como todas las iglesias de la orden, la de Clairvaux también estaba construida en la forma indicada por San Bernardo, una simple cruz latina con tres naves principales. Pero a pesar de su extremada sencillez, la iglesia era poseedora de una belleza que paralizaba el aliento. Pasó frente a los pilares que soportaban el núcleo cruciforme y se santiguó al atravesar el altar que quedaba en su centro. La nave que ejercía de travesaño estaba vestida por ocho altares, de los cuales los dos más orientales estaban dedicados al fundador Bernardo de Claraval.
Sentía las suelas de sus sandalias como golpes en un inmenso tambor, seguro de que lo delatarían en el silencio sepulcral de la iglesia. Faltaban poco menos de tres horas para que el resto de los hermanos bajaran a rezar y ese era todo el tiempo de que dispondría si no quería ser descubierto. Se acercó al altar de piedra blanca, sin ninguna figura o pintura que lo relacionara con San Bernardo. Movió su linterna y esparció un haz de luz amarillenta mancillando la sacralidad del lugar. Sintió un escalofrío que lo obligó a santiguarse varias veces seguidas hasta que consiguió controlar el terror y la culpa que le aflojaban el estómago y las rodillas. Allí no había nada. Ya había visitado ese mismo altar durante el día y tampoco le había parecido notar nada extraño en él, pero no sabía por dónde continuar la búsqueda. Ni siquiera había conseguido saber dónde se encontraba la celda que utilizaba el santo en sus recogimientos, «oraba con el resto de los hermanos» le habían dicho todos, pero estaba convencido de que debía disponer de un lugar seguro en el que resguardarse.
Continuó moviendo la linterna para llegar a todos los rincones del altar, pero su temblor la hacía bailar en un juego de sombras aterrorizante. Pensó en retroceder unos pasos para tomar algo de distancia cuando se enredó con los bajos de su hábito y cayó. El pánico se apoderó entonces de su corazón, seguro de que el estruendo lo delataría, y se acurrucó contra la base del altar a la espera de ver las linternas de sus hermanos entrar en la iglesia para echarlo a patadas de allí, pero pasaron minutos que se le hicieron eternos y nadie, aparte de él, profanó el silencio de la noche. Agarró entonces su linterna, a la que por suerte no se le había derramado el aceite, con el convencimiento de que todo aquello era inútil y con la cerviz doblegada al seguro castigo que recibiría del rey. No podía más, él solamente quería servir a Dios en el silencio y el trabajo, y su familia debería comprender que así debía ser. No habían nacido nobles y no morirían como tales. Ese era el destino y así había sido por cientos de años, ¡qué ingenuo creerse capaz de cambiarlo! ¡Qué cretino miserable desmerecedor del perdón divino! Correría al rey a decirle que abandonaba, que se buscase a otro traidor para esa misión. Pero mientras se apoyaba en la roca que ejercía de base del altar para recuperar el equilibrio, vio algo extraño, como un pequeño brillo a la luz de la linterna. Se enroscó y descubrió una especie de argolla escondida tras la pata interior del altar. Una argolla unida a la losa de piedra sobre la que estaba el altar, y que comprendió que jamás sería capaz de mover él solo. Se santiguó por centésima vez en la noche, se alisó el hábito y volvió al dormitorio. Debía explicarle al capitán su hallazgo y quizá, con su ayuda, serían capaces de mover aquella piedra que el instinto y el miedo le decían que ocultaba un gran secreto.
Pasaron algunos días antes de que el capitán lo encontrara en la viña. Estaba agachado, vencido por el sol y la extrema delgadez que lo había devastado desde que le encomendaron la misión. Incluso la tarea que le habían dejado sus hermanos, podar las vides con unas tijeras, se le dificultaba de gran manera. Lo agarró por el brazo y lo arrastró como a un guijarro hasta el borde del campo.
—No hacéis buena cara, monje.
—No os preocupéis por mí. Necesito de vuestra ayuda, hoy, a la medianoche frente al claustro. Permaneced oculto al abrigo de la arboleda hasta que os haga tres señales con mi linterna. Entonces entraréis conmigo en la iglesia, y que Dios nos perdone —se santiguó y un sudor frío le recorrió el espinazo, marcado en la piel como las punzadas de una tela.
Aguardó a que sus hermanos durmieran, y los envidió. Roncaban con las conciencias tranquilas y agotadas por el duro trabajo, mientras que él no era ni siquiera capaz de caminar erguido y su conciencia vagaba por los Infiernos descritos en el Apocalipsis de San Juan. Esperó a encender la mecha de la lámpara con la luz del sagrario y salió al atrio para avisar al capitán. Apenas hizo la señal convenida, un gigante vestido con una camisilla salió de entre los arbustos y lo siguió. El capitán había envuelto sus armas en tela para no romper el silencio, y el hermano se preguntó cuántas veces no habría asesinado a sus víctimas utilizando la misma técnica.
Entraron en la iglesia y los dos se santiguaron al pasar frente al altar central. Cuando el monje cisterciense llegó hasta la argolla que había descubierto noches atrás, el capitán lo miró.
—Movedla —le ordenó Joan de Benet en un susurro.
El
almogàver
se desprendió de su camisa, la ató a la argolla, aseguró sus pies contra la roca del altar y tensó toda su musculatura. El monje lo miraba en estado de semiinconsciencia. Ese hombre poseía más fuerza en cualquiera de sus músculos que él en todo su cuerpo. A pesar del esfuerzo del soldado, la roca ni siquiera se movió, y el capitán sudaba como un borrico arrastrando un arado.
—Dadme vuestra lámpara —le pidió el
almogàver
, y sin darle tiempo apenas al hermano Joan de Benet, se la arrancó de las manos.
Tiró un poco de aceite en las juntas de la losa y comenzó a tirar de nuevo. Esta vez, la piedra sí cedió, fruto de su poderoso esfuerzo, y consiguió abrir un hueco suficiente por el que colarse los dos.
El capitán fue el primero en bajar, desenvainó el
coltell
y se adentró por los escalones que partían del hueco. Parecía una especie de túnel cavado durante la construcción de la iglesia, y también parecía evidente que desde mucho tiempo atrás nadie pasaba por él. Sintió tras de sí los pasos temblorosos del monje blanco, pero siguió por el túnel sin mirar atrás. Debía caminar encorvado, aunque el lugar era lo bastante ancho para no toparse con las paredes. Caminaron unos cien pies, calculó que en dirección al sur, hacia donde estaba el pozo del claustro, pero, aunque le parecía escuchar el gorgoteo del agua de fondo, no tenía forma de estar seguro. Entonces encontraron un nuevo pasillo que cruzaba el túnel por el que ellos avanzaban, y que se perdía en la profundidad. El capitán se volvió al monje para preguntarle hacia dónde debían continuar.
—Devolvedme la lámpara —pidió Joan de Benet y se adentró con precaución varios pasos en cada pasadizo—. Por aquí, fijaos, el suelo de este pasillo está limpio.
Recordó las palabras del abad en las cuales le explicaba que una vez al mes se encargaban de limpiar la celda del santo, y si no estaban errados, aquel era el camino por el que los hermanos entraban a realizar su labor. Giraron cuarenta y cinco grados hacia el este, alejándose del claustro. El capitán intentaba visualizar en su memoria el mismo recorrido por la superficie, pero el negror del túnel y la excitación que le producía caminar por él nublaban un poco su capacidad de orientación. Al cabo de unos minutos, el pasillo finalizó contra una puerta. El capitán la abrió y Joan de Benet se adentró. Encendió dos linternas que reposaban en sendas argollas clavadas en la pared y la luz dejó al descubierto una habitación cuadrada, de paredes y techo revestidos en piedra, con un pequeño jergón en uno de los laterales y un escritorio en el otro. La pared que se abría justo frente a ellos estaba forrada por una estantería de madera en la que reposaban docenas de volúmenes y rollos atados por cintas de cuero. El monje se arrodilló y lloró, lloró hasta que una tos profunda, arrancada de su infierno particular, lo dobló por la mitad y lo hizo caer ante la habitación del santo al que había amado toda su vida.