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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (15 page)

—Dudo que eso pueda arreglarlo alguien —dijo Brunetti, consciente de la vaguedad de la respuesta y descontento con ella antes ya de acabar de darla.

—¿Me permite una pregunta, comisario? —El sargento se paró y enseguida echó a andar otra vez. Los dos sabían la dirección, por lo que tenían una idea bastante aproximada de la situación de la casa—. Es acerca de su esposa.

Por el tono, Brunetti adivinó la pregunta:

—¿Sí?

Mirando al frente, a pesar de que ya nadie venía en dirección contraria por la estrecha calle, Vianello dijo:

—¿Le dijo ella por qué lo hizo?

Brunetti llevaba el mismo paso que el sargento. Sin aminorar la marcha, le miró de soslayo y respondió:

—Está en el informe del arresto.

—Ah —dijo Vianello—. No lo sabía.

—¿No lo ha leído?

Vianello volvió a pararse para mirar a Brunetti.

—Tratándose de su esposa, comisario, no me pareció bien leerlo. —Todos conocían la lealtad de Vianello hacia Brunetti, por lo que Landi, hombre de Scarpa, no le habría hablado del caso, y él era el que había arrestado y tomado declaración a Paola.

Los dos hombres reanudaron la marcha antes de que Brunetti respondiera.

—Me dijo que eso de organizar
sex-tours
es una infamia y que alguien tenía que impedírselo. —Hizo una pausa, para ver si Vianello tenía algo que preguntar, y como el sargento callara, prosiguió—: Me dijo que, como la justicia no hacía nada al respecto, lo haría ella. —De nuevo esperó la reacción de Vianello.

—¿La primera vez también fue su esposa?

Brunetti contestó sin vacilar:

—Sí.

Andaban con paso regular y sincronizado. Finalmente, el sargento dijo:

—Bravo.

Brunetti miró a Vianello, pero no vio más que su recio perfil y su larga nariz. Y, antes de que pudiera preguntar algo a su sargento, éste se paró y dijo:

—Si es el seis cero siete, tiene que estar a la vuelta de esa esquina. —Al doblar la esquina, se encontraron delante de la casa.

El timbre de los Mitri era, de los tres, el de más arriba, y Brunetti lo pulsó, esperó y volvió a pulsarlo.

Del altavoz brotó una voz sepulcral, por efecto de la pena o de una acústica deficiente, que preguntó quién llamaba.

—El comisario Brunetti. Deseo hablar con la
signora
Mitri.

La voz tardó en contestar.

—Un momento —dijo y el altavoz enmudeció.

Transcurrió mucho más de un minuto antes de que sonara el chasquido de la cerradura. Brunetti empujó la puerta y entró en un espacioso atrio alumbrado por una claraboya, en el que había dos grandes palmeras, una a cada lado de una fuente redonda.

Los dos hombres entraron en el corredor que conducía a la parte posterior del edificio y la escalera. Al igual que en casa de Brunetti, la pintura de las paredes se desprendía por efecto de la sal que absorbían de las aguas que tenían debajo. A uno y otro lado de la escalera había costras del tamaño de monedas de cien liras, barridas por la escoba o por algún zapato, que habían dejado al descubierto el muro de ladrillo. En el primer descansillo, observaron la línea horizontal que marcaba el nivel que había alcanzado la humedad; a partir de allí, la escalera estaba limpia de copos de pintura y las paredes, lisas y blancas.

Brunetti pensó en el presupuesto que una empresa constructora había presentado a los siete propietarios de los apartamentos de su edificio para eliminar la humedad y, al recordar la exorbitante suma, ahuyentó inmediatamente el pensamiento, malhumorado.

La puerta del último piso estaba abierta y, escondiendo tras ella medio cuerpo, había una niña de la edad de Chiara.

Brunetti se detuvo y, sin extender la mano, dijo:

—Soy el comisario Brunetti y me acompaña el sargento Vianello. Deseamos hablar con la
signora
Mitri.

La niña no se movió.

—La abuela no se encuentra bien —dijo con una voz desigual y nerviosa.

—Lo siento —respondió Brunetti—. Y también siento mucho lo que le ha pasado a tu abuelo. Por eso he venido, porque queremos hacer algo al respecto.

—La abuela dice que nadie puede hacer nada.

—Quizá podamos encontrar al culpable.

La niña sopesó la respuesta. Era tan alta como Chiara y el pelo castaño, peinado con raya en medio, le llegaba por los hombros. Nunca sería una belleza, pensó Brunetti, a pesar de que tenía las facciones regulares y delicadas, los ojos separados y la boca bien dibujada, pero su inexpresividad, la total falta de animación al hablar y al escuchar le restaba atractivo. Su semblante, más que plácido, inerte, daba una impresión de indiferencia, como si lo que se decía no la afectara, más aún, como si en realidad ella no participara en la conversación.

—¿Podemos pasar? —preguntó él dando un paso adelante, tanto para facilitarle la decisión como para inducirla a tomarla.

Ella no contestó pero acabó de abrir la puerta. Los dos hombres pidieron permiso cortésmente y la siguieron al interior del apartamento.

Un largo corredor central conducía desde la puerta hasta una batería de cuatro ventanas góticas. El sentido de la orientación indicó a Brunetti que la luz venía de Rio di San Girolamo, suposición que confirmaba la distancia a la que se veían los edificios de enfrente: sólo el río podía tener aquella anchura.

La niña los llevó a la primera habitación de mano derecha, un salón con una chimenea entre dos ventanas de más de dos metros de alto, y les señaló el sofá situado frente al hogar, pero ellos no se sentaron.

—¿Harás el favor de avisar a tu abuela? —preguntó Brunetti.

Ella asintió, pero dijo:

—No creo que quiera hablar con nadie.

—Dile que es muy importante —insistió Brunetti. Pensando que sería conveniente demostrar que pensaba quedarse, se quitó el abrigo, lo dejó sobre el respaldo de una silla y se sentó en un extremo del sofá. Con una seña, invitó a Vianello a hacer otro tanto, y el sargento, a su vez, se quitó el abrigo, lo dejó encima del de Brunetti y se sentó al otro extremo del sofá. Luego sacó el bloc del bolsillo y prendió el bolígrafo en la tapa. Los dos hombres aguardaron en silencio.

Cuando la niña se fue, ellos miraron en derredor. Vieron un gran espejo con marco dorado, junto a una mesa en la que había un enorme ramo de gladiolos rojos que, al reflejarse en él, se multiplicaban y parecían llenar la habitación; delante de la chimenea, una alfombra de seda, una Nain, según le pareció a Brunetti, tan cerca del sofá que quien se sentara en él a la fuerza tenía que pisarla y, arrimada a la pared situada frente a las flores, una cómoda de roble con una gran fuente de latón que la edad había vuelto gris. La riqueza, aunque discreta, era evidente.

Antes de que pudieran hacer algún comentario, se abrió la puerta y entró una mujer de unos cincuenta y tantos años. Era gruesa y llevaba un vestido de lana gris hasta media pierna. Tenía los tobillos anchos y los pies pequeños, calzados en unos zapatos que parecían demasiado estrechos. El peinado y el maquillaje eran impecables y denotaban una considerable inversión de tiempo y esfuerzo. Los ojos eran más claros que los de la nieta y las facciones, más toscas; en realidad, el parecido era inexistente, salvo en aquella extraña impavidez.

Los policías se levantaron inmediatamente y Brunetti fue hacia ella.

—¿La
signora
Mitri? —preguntó.

Ella asintió sin decir nada.

—Soy el comisario Brunetti y éste es el sargento Vianello. Nos gustaría hablar unos momentos con usted acerca de su marido y de ese terrible suceso. —Al oír estas palabras, ella cerró los ojos pero siguió callada.

La cara de la mujer adolecía de la misma falta de animación que se advertía en la de la nieta, y Brunetti se preguntó si la hija, que vivía en Roma, tendría también un aspecto tan abúlico.

—¿Qué desean saber? —preguntó la
signora
Mitri, de pie delante de Brunetti. Su voz tenía ese tono agudo tan frecuente entre las menopáusicas. Aunque, como había averiguado Brunetti, la mujer era veneciana, hablaba en italiano, lo mismo que él.

Antes de contestar, Brunetti se apartó del sofá y agitó la mano hacia el lugar que había ocupado. Ella se sentó mecánicamente, y entonces ellos la imitaron, Vianello volviendo a su asiento anterior y Brunetti, instalándose en un sillón tapizado de terciopelo, de cara a la ventana.


Signora,
¿su marido nunca le habló de enemigos o de personas que pudieran desear perjudicarle?

Antes de que Brunetti terminara, ella ya movía la cabeza negativamente, pero no habló, dejando que el gesto sirviera de respuesta.

—¿No mencionó desavenencias con otras personas en el campo profesional? ¿Quizá algún convenio o contrato que no marchara según lo previsto?

—No; nada —dijo ella finalmente.

—Y, en el terreno personal, ¿algún problema con vecinos o algún amigo?

Ella movió la cabeza negativamente, sin pronunciar palabra.


Signora,
le ruego que disculpe mi ignorancia, pero no sabemos casi nada de su marido. —Ella no respondió a esto—. ¿Puede decirme dónde trabajaba? —Ella pareció sorprenderse, como si Brunetti hubiera sugerido que Mitri fichaba a las ocho en la puerta de una fábrica, por lo que explicó—: Quiero decir en cuál de sus empresas tenía el despacho o dónde pasaba más tiempo.

—En una empresa química en Marghera. Allí tiene un despacho.

Brunetti asintió, pero no pidió la dirección. Sabía que la encontrarían fácilmente.

—¿Tiene idea de en qué medida estaba implicado en las distintas fábricas y empresas que poseía?

—¿Implicado?

—Directamente. Quiero decir en la gestión diaria.

—Eso tendrá que preguntarlo a su secretaria.

—¿En Marghera?

La mujer asintió.

Mientras hablaban, pese a la brevedad de las respuestas que ella daba, Brunetti trataba de detectar alguna señal de dolor, de pena. Su impasividad hacía difícil adivinarlo, pero le parecía percibir un vestigio de tristeza, más en la manera en que continuamente bajaba la mirada hacia las manos entrelazadas que en lo que decía o en el tono de su voz.

—¿Cuánto hace que se casaron,
signora
?

—Treinta y cinco años —respondió ella sin vacilar.

—¿Y es su nieta la niña que nos ha abierto la puerta?

—Sí —respondió ella, y una tenue sonrisa rompió su inmutabilidad—. Giovanna. Mi hija vive en Roma, pero Giovanna ha dicho que quería estar conmigo. Ahora.

Brunetti asintió, comprensivo, aunque la preocupación de la niña por la abuela hacía parecer aún más extraña su apatía.

—Debe de ser un gran consuelo tenerla a su lado —dijo.

—Sí, lo es —convino la
signora
Mitri, y ahora su expresión se suavizó con una verdadera sonrisa—. Sería terrible estar sola.

Brunetti inclinó la cabeza y esperó unos segundos antes de mirar otra vez a la mujer.

—Sólo un par de preguntas más,
signora,
y podrá volver junto a su nieta. —No esperó respuesta sino que atacó sin más preámbulos—: ¿Es usted la heredera de su esposo?

La sorpresa de la mujer se evidenció en sus ojos: era la primera vez que algo parecía afectarla.

—Sí, supongo —dijo sin vacilar.

—¿Su esposo tenía más familia?

—Un hermano y una hermana, y un primo que emigró a la Argentina hace años.

—¿Nadie más?

—Familia directa, nadie más.

—¿El
signor
Zambino es amigo de su esposo?

—¿Quién?

—Giuliano Zambino, el abogado.

—Que yo sepa, no.

—Tengo entendido que era su abogado.

—Lo siento, pero es muy poco lo que sé de los negocios de mi marido —dijo ella, y Brunetti no pudo menos que preguntarse cuántas veces habría oído estas mismas palabras desde que era policía. Y muy pocas de las mujeres que las pronunciaban decían la verdad, por lo que él nunca creía la respuesta. A veces, él mismo se sentía intranquilo al pensar lo mucho que Paola sabía acerca de sus asuntos profesionales, tales como la identidad de sospechosos de violación, el resultado de truculentas autopsias y los apellidos de los sospechosos a los que la prensa aludía como «Giovanni S., 39, conductor de autobús, de Mestre» o «Federico G., 59, albañil, de San Dona di Piave». Eran pocos los secretos que resistían la prueba de la almohada conyugal, eso lo sabía Brunetti, por lo que oyó la declaración de ignorancia de la
signora
Mitri con escepticismo. No obstante, la dejó pasar.

Ya tenían los nombres de las personas con las que ella había cenado la noche del asesinato de su marido, por lo que no era necesario mencionarlas ahora, y pasó a otra cuestión:

—¿Había cambiado la conducta de su esposo durante las últimas semanas, o días?

Ella movió la cabeza con gesto de negación categórica.

—No; estaba como siempre.

A Brunetti le hubiera gustado preguntar cómo estaba siempre, pero se abstuvo, y se levantó.

—Muchas gracias,
signora
por su tiempo y su ayuda. Lo siento, pero tendré que volver a molestarla cuando dispongamos de más información. —Observó que no la complacía mucho la perspectiva, pero no pensó que fuera a negarse a facilitarle más datos. Las últimas palabras de Brunetti salieron espontáneamente—: Deseo que encuentre fuerzas para superar este trance tan doloroso.

Ella sonrió ante la audible sinceridad de estas palabras, y de nuevo él vio dulzura en la sonrisa.

Vianello se levantó, tomó su abrigo y dio a Brunetti el suyo. Los dos hombres se los pusieron y Brunetti abrió la marcha por el pasillo. La
signora
Mitri los siguió hasta la puerta del apartamento.

Allí, Brunetti y Vianello se despidieron y bajaron al atrio donde se erguían, ufanas, las palmeras.

Capítulo 15

En la calle, los dos hombres regresaron al embarcadero en silencio. Cuando llegaron, venía el número 82 procedente de la estación y lo tomaron sabiendo que, después de dar un amplio rodeo por el Gran Canal, los dejaría en San Zaccaría, a pocos pasos de la
questura.

Mediaba la tarde y hacía más frío, por lo que entraron en la vacía cabina y se acomodaron en la parte anterior. En los primeros asientos, dos ancianas, juntando las cabezas, hablaban en veneciano, a voces, del frío repentino.

—¿Zambino? —preguntó Vianello.

Brunetti asintió.

—Me gustaría saber por qué Mitri se hizo acompañar por un abogado cuando fue a ver a Patta.

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