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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (12 page)

—¿A quién han dado el caso?

—Creo que el teniente Scarpa fue a la casa cuando Corvi llamó.

Brunetti no dijo nada a esto, aunque se preguntó por qué habrían de asignar este caso al asistente personal de Patta.

—¿Ha llegado el
vicequestore?

—No había llegado cuando yo he salido, hace unos minutos. Pero Scarpa le llamó a su casa para informarle.

—Voy para allá —dijo Brunetti, tanteando el suelo con los pies en busca de los zapatos.

Vianello calló un rato y luego dijo:

—Sí, creo que será mejor.

—Veinte minutos. —Brunetti colgó.

Se ató los cordones de los zapatos y fue al fondo del apartamento. La puerta del estudio de Paola estaba abierta, en muda invitación a entrar y contarle qué ocurría.

—Era Vianello —dijo él entrando en el estudio.

Ella levantó la cabeza y, al verle la cara, apartó la hoja que estaba leyendo, tapó el bolígrafo y lo dejó en la mesa.

—¿Qué dice?

—Anoche asesinaron a Mitri.

Ella se echó hacia atrás, como si alguien la hubiera amenazado con la mano.

—No.

—Dice Pucetti que han encontrado una nota que hablaba de pedófilos y de justicia.

Ella tenía la cara rígida. Se tapó la boca con el dorso de la mano derecha y susurró:


Oh, Madonna Santa.
¿Cómo?

—Estrangulado.

Ella movió la cabeza a derecha e izquierda con los ojos cerrados.

—Ay Dios mío, Dios mío.

Ahora, comprendió Brunetti, era el momento de preguntar:

—Paola, ¿hablaste con alguien de lo que pensabas hacer? ¿Alguien te instó a hacerlo?

—¿Qué dices?

—¿Actuabas sola?

Él vio cómo cambiaban sus ojos, cómo el iris se contraía de horror.

—¿Me preguntas si algún conocido, algún fanático, sabía que yo iba a romper el vidrio del escaparate? ¿Y luego lo ha matado?

—Paola —dijo él procurando mantener la voz serena—. Trato de hacer una pregunta y excluir una posibilidad antes de que otra persona saque la misma deducción y te haga la misma pregunta.

—No hay nada que deducir —respondió ella inmediatamente, pronunciando la última palabra con cierto énfasis de sarcasmo.

—¿Así que no hay nadie?

—No. No hablé con nadie. Fue una decisión personal. Y no fue fácil.

Él asintió. Si ella había actuado por su cuenta, el asesino debía de ser alguien soliviantado por el tratamiento que la prensa había dado al caso. «Dios —pensó—, ya empezamos a estar como en América, donde los asesinos imitadores son el terror de la policía, y basta la simple descripción de un crimen para que aparezcan émulos.»

—Voy al despacho —dijo—. No sé cuándo volveré.

Ella asintió pero se quedó sentada, en silencio.

Brunetti cruzó el pasillo, se puso el abrigo y salió del apartamento. No había nadie esperándolo en la calle, pero sabía que pronto acabaría la tregua.

Capítulo 12

Acabó en la puerta de la
questura,
a la que había puesto sitio una triple fila de reporteros. En primera línea estaban los hombres y mujeres con blocs, después, los que llevaban micrófono y, detrás de ellos, cerca de la puerta, las videocámaras, dos de ellas, montadas en sendos trípodes, con sus correspondientes focos.

Uno de los hombres vio acercarse a Brunetti y volvió hacia él el ojo inerte del objetivo. Brunetti hizo como si no lo viera, ni a él ni a la multitud que lo rodeaba. Lo más curioso era que ninguno le hacía preguntas ni le hablaba; sólo le acercaban los micrófonos y lo miraban en silencio mientras él, al igual que Moisés, cruzaba indemne el mar de su curiosidad que se abría a su paso, y entraba en la
questura.

Dentro, Alvise y Riverre lo saludaron. El primero no supo disimular la sorpresa al verlo.


Buon dì, commissario
—dijo Riverre, y entonces su compañero lo imitó.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, pensando que hacer a Alvise alguna pregunta sería perder el tiempo y empezó a subir la escalera en dirección al despacho de Patta. La
signorina
Elettra estaba hablando por teléfono. Lo saludó con un movimiento de la cabeza, sin sorprenderse de verlo allí y levantó una mano indicándole que esperase.

—Lo necesito para esta tarde —decía, escuchó la respuesta, se despidió y colgó—. Bienvenido, comisario.

—¿Usted cree?

Ella lo miró interrogativamente.

—Que sea bienvenido.

—Lo es para mí, desde luego. Para el
vicequestore
no lo sé, pero ha preguntado por usted.

—¿Y qué le ha contestado?

—Que lo esperaba de un momento a otro.

—¿Y?

—Me ha parecido que se alegraba.

—Bien. —Brunetti también se alegraba—. ¿Y el teniente Scarpa?

—Está con el
vicequestore
desde que ha vuelto de la escena del crimen.

—¿A qué hora?

—La llamada de la
signora
Mitri se registró a las diez y veintisiete. Corvi llamó a las once y tres. —Miró un papel que tenía encima de la mesa—. El teniente Scarpa llamó a las once y cuarto y fue inmediatamente a casa de los Mitri. No volvió aquí hasta la una.

—¿Y lleva ahí dentro…? —preguntó Brunetti señalando el despacho de Patta con la barbilla.

—Desde las ocho y treinta de la mañana —respondió la
signorina
Elettra.

—Pues cuanto antes mejor —dijo Brunetti dirigiéndose a sí mismo tanto como a ella, y fue hacia la puerta. Llamó con los nudillos e inmediatamente sonó la voz de Patta.

Brunetti abrió la puerta y entró. Como de costumbre, Patta posaba detrás de su escritorio. La luz que entraba a raudales por la ventana situada a su espalda incidía en la pulimentada madera y el reflejo daba en los ojos de quien estuviera sentado enfrente.

Junto a su jefe estaba el teniente Scarpa, tan enhiesta la postura y bien planchado el uniforme que el parecido con Maximilian Schell en uno de sus papeles de nazi bueno era francamente inquietante.

Patta saludó a Brunetti con un movimiento de la cabeza y señaló la silla que tenía delante. Brunetti la retiró un poco hacia un lado, para protegerse del reflejo de la luz en la superficie de la mesa amparándose en la sombra que proyectaba Scarpa. El teniente hizo oscilar el cuerpo de un pie al otro dando un pequeño paso hacia la derecha. Brunetti se desplazó entonces hacia su izquierda al tiempo que giraba el cuerpo ligeramente hacia el mismo lado.

—Buenos días,
vicequestore
—dijo Brunetti y movió la cabeza de arriba abajo en dirección a Scarpa.

—¿Así que ya se ha enterado? —dijo Patta.

—Sólo sé que lo han matado, nada más.

Patta levantó la cara hacia Scarpa.

—Infórmele, teniente.

Antes de hablar, Scarpa miró a Brunetti y luego a su jefe. Cuando empezó, inclinó un poco la cabeza en dirección a Patta.

—Con el debido respeto,
vicequestore,
tenía entendido que el comisario estaba en situación de baja administrativa. —Patta no dijo nada, y el teniente prosiguió—: No pensé que se le readmitiera en el servicio para esta investigación. Y, si me lo permite, yo diría que a la prensa puede parecerle extraño que se le asigne a él.

A Brunetti le pareció interesante que, por lo menos en la mente de Scarpa, todo se englobara en una misma investigación. Se preguntó si este planteamiento era señal de que el teniente no descartaba que Paola pudiera estar involucrada en el asesinato.

—Yo decido qué se asigna y a quién se asigna, teniente —dijo Patta con voz llana—. Exponga al comisario lo ocurrido. Ahora es asunto suyo.

—Sí, señor —respondió Scarpa en tono neutro. Irguió el cuerpo un poco más todavía y empezó su exposición—: Corvi me llamó un poco después de las once de la noche e inmediatamente me dirigí a casa de los Mitri. El cadáver en el suelo de la cocina. Por el aspecto del cuello, parecía haber sido estrangulado, aunque no vi el arma. —El teniente hizo una pausa y miró a Brunetti, pero éste no dijo nada, por lo que prosiguió—: Examiné el cadáver y llamé al
dottor
Rizzardi, que llegó al cabo de una media hora y confirmó mi opinión de la causa de la muerte.

—¿Manifestó el doctor alguna idea o sugerencia acerca de lo que pudiera haber sido utilizado para el crimen? —interrumpió Brunetti.

—No. —Brunetti observó que Scarpa omitía el tratamiento al hablar con él, pero lo dejó pasar. Suponía cómo habría hablado el teniente al
dottor
Rizzardi, hombre que, era bien sabido, simpatizaba con el comisario. No era de extrañar que el médico se hubiera mostrado reacio a especular sobre lo que se había utilizado para estrangular a Mitri.

—¿Y la autopsia? —preguntó Brunetti.

—Hoy, si es posible.

Brunetti llamaría a Rizzardi al salir de esta reunión. Sería posible.

—¿Puedo continuar, señor? —preguntó Scarpa a Patta.

Patta miró a Brunetti abriendo mucho los ojos, como para indagar si tenía más preguntas obstructoras, pero, como Brunetti no acusara la mirada, se volvió hacia Scarpa diciendo:

—Por supuesto.

—La víctima estaba sola en el apartamento. Su esposa había ido a cenar con unos amigos.

—¿Por qué no fue Mitri? —preguntó Brunetti.

Scarpa miró a Patta, solicitando su beneplácito para contestar la pregunta del comisario y, cuando Patta movió la cabeza afirmativamente, explicó:

—La esposa dijo que eran unos antiguos amigos de ella, de cuando era soltera, y que Mitri rara vez la acompañaba cuando salía a cenar con ellos.

—¿Hijos? —preguntó Brunetti.

—Una hija, pero vive en Roma.

—¿Criados?

—Todo está en el informe —dijo Scarpa con petulancia, mirando a Patta y no a Brunetti.

—¿Criados? —repitió Brunetti.

Scarpa hizo una pausa y luego contestó:

—No. Por lo menos, fijos. Hay una mujer que va dos veces por semana a limpiar.

—¿Dónde está la esposa? —preguntó Brunetti a Scarpa poniéndose en pie.

—Estaba en la casa cuando yo me fui.

—Gracias, teniente —dijo Brunetti—. Me gustaría ver una copia de su informe.

Scarpa asintió en silencio.

—Tengo que hablar con la esposa —dijo Brunetti a Patta y, sin dar al
vicequestore
tiempo para hacer la recomendación, agregó—: Tendré cuidado.

—¿Y qué me dice de la suya? —preguntó Patta.

Esto podría significar muchas cosas, pero Brunetti optó por dar a la pregunta la interpretación más obvia.

—Estuvo toda la noche en casa conmigo y con nuestros hijos. Ninguno de nosotros salió después de las siete y media, la hora en que mi hijo llegó de casa de un amigo con el que había estado estudiando. —Brunetti miró a Patta, por si tenía más preguntas y, en vista de que no era así, salió del despacho sin decir ni preguntar más.

La
signorina
Elettra levantó la mirada de unos papeles que tenía encima de la mesa y, sin disimular la curiosidad, preguntó:

—¿Y bien?

—El caso es mío.

—Pero eso es tremendo —dijo ella sin poder contenerse, y agregó rápidamente—. Quiero decir que cómo va a gozar la prensa.

Brunetti se encogió de hombros. Poco podía hacer él para enfriar los entusiasmos de la prensa. Desentendiéndose del comentario, preguntó:

—¿Tiene esos datos que le ordené que no pidiera?

Él la observaba mientras ella examinaba las posibles consecuencias de responder a esta pregunta con una afirmación: insubordinación, desobediencia de una orden expresa de un superior, causa de despido, la destrucción de su carrera.

—Naturalmente, comisario.

—¿Puede darme copia?

—Tardaré unos minutos. Los tengo escondidos ahí dentro —explicó agitando la mano en dirección al monitor.

—¿Dónde?

—En un archivo que nadie encontraría.

—¿Nadie?

—Oh —dijo ella con altivez—, a no ser que fuera alguien tan bueno como yo.

—¿Puede existir esa persona?

—Aquí, no.

—Bien. Súbamelos cuando los tenga, por favor.

—Sí, señor.

Él agitó una mano en dirección a la joven y subió a su despacho.

Inmediatamente, llamó a Rizzardi al hospital.

—¿Ya ha tenido tiempo? —preguntó Brunetti, después de identificarse.

—Todavía no. Empezaré dentro de una hora. Antes tengo un suicidio. Una chica de dieciséis años. El novio la dejó y ella se tomó todas las tabletas de somnífero de su madre.

Brunetti recordó que Rizzardi se había casado ya mayor y tenía hijos adolescentes. Dos niñas, según creía.

—Pobre muchacha —dijo Brunetti.

—Sí. —Rizzardi hizo una pausa antes de decir—: Me parece que no hay duda: el asesino debió de utilizar un cable, probablemente, forrado de plástico.

—¿Cable eléctrico?

—Casi seguro. Lo sabré cuando pueda examinarlo mejor. Podría ser ese hilo doble que se utiliza para conectar altavoces estéreo. Hay una huella más débil paralela a la más profunda, aunque también podría ser que el asesino aflojara el cable un momento para agarrarlo mejor. El microscopio nos lo dirá.

—¿Hombre o mujer?

—Cualquiera, diría yo. Si atacas por la espalda con un alambre, la víctima no tiene escapatoria. La fuerza es lo de menos. Pero generalmente los que estrangulan son hombres. Las mujeres piensan que no tienen suficiente fuerza.

—Pues menos mal —dijo Brunetti.

—Y parece que debajo de las uñas de la mano izquierda tiene algo.

—¿Algo?

—Si hay suerte, piel. O fibras de la ropa del asesino. Luego lo sabremos.

—¿Bastaría eso para identificar a alguien?

—Si encuentra usted al alguien, sí.

Brunetti consideró un momento esta respuesta y preguntó:

—¿Hora?

—No lo sabré hasta que eche un vistazo al interior. Pero su esposa lo vio al marcharse, a las siete y media, y lo encontró al volver, poco después de las diez. Así que no cabe duda, y no creo que yo averigüe algo que nos permita afinar más. —Rizzardi se interrumpió, tapó el micro con la mano y habló con alguien que estaba con él—. Ahora tengo que dejarle. Ya la han puesto en la mesa. —Antes de que Brunetti pudiera darle las gracias, Rizzardi dijo—: Se lo enviaré mañana —y colgó.

Aunque estaba impaciente por hablar con la
signora
Mitri, Brunetti se obligó a permanecer sentado a su mesa hasta que la
signorina
Elettra le llevara la información que había recogido sobre Mitri y Zambino, que llegó al cabo de cinco minutos.

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