Read El peor remedio Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (8 page)

El
dottor
Mitri hizo una pausa, como si esperara que Brunetti dijera algo o hiciera alguna pregunta y, en vista de que no era así, prosiguió:

—Dado que la primera vez no se detuvo a nadie, supongo que el seguro pagará los daños y, quizá, una parte de las pérdidas por el cierre forzoso. Tardaremos mucho tiempo en conseguirlo, desde luego, pero estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo. Ya he hablado con mi agente y me lo ha confirmado.

Brunetti examinaba al hombre que hablaba y detectaba la nota de confianza de su voz. Estaba acostumbrado a recibir la total atención de sus interlocutores. Irradiaba una seguridad casi tangible. Confirmaba la impresión toda su persona: desde el pelo, esculpido con navaja más corto de lo que imponía la moda, hasta las uñas, cuidadas por manos profesionales, pasando por la tez ligeramente bronceada. Tenía los ojos castaño claro, casi ámbar y una voz muy agradable, casi seductora. Como estaba sentado, Brunetti no podía sino adivinar su estatura, pero debía de ser considerable, a juzgar por sus largas extremidades de corredor.

Mientras su cliente hablaba, el abogado escuchaba atentamente, sin manifestar el deseo de intervenir.

—¿Cuento con su atención, comisario? —preguntó Mitri, consciente del riguroso examen de Brunetti, y quizá molesto.

—Sí.

—El segundo caso es diferente, y será tratado de forma diferente. Dado que, por lo visto, su esposa reconoció haber roto el vidrio, parece lo más razonable que ella pague la reparación. Por eso he querido hablar con usted.

—¿Sí? —dijo Brunetti.

—Creo que usted y yo podremos llegar a un acuerdo.

—Lo siento, pero no comprendo —dijo Brunetti, preguntándose hasta dónde podría desafiar a este hombre y qué ocurriría si se excedía.

—¿Qué es lo que no comprende, comisario?

—La razón por la que me han hecho venir.

El tono de Mitri se hizo un poco más tenso, pero la voz se mantenía suave.

—Deseo resolver este asunto. Entre caballeros. —Inclinó la cabeza en dirección a Patta—. Tengo el honor de ser amigo del
vicequestore
y preferiría no poner a la policía en una situación embarazosa.

Brunetti se dijo que esto podía explicar el silencio de la prensa.

—De modo que he pensado que podríamos solventar el caso discretamente, sin complicaciones innecesarias.

Brunetti miró a Scarpa.

—Ayer por la noche, ¿dijo mi esposa a Landi algo acerca de por qué lo hizo?

Scarpa, desprevenido, miró rápidamente a Mitri, que se adelantó a contestar:

—Estoy seguro de que eso ahora no importa. Lo que importa es que ella reconoció haber cometido el acto. —Se volvió hacia Patta—. Creo que en interés de todos deberíamos tratar de resolver esto mientras podamos. Supongo que estarás de acuerdo, Pippo.

Patta se permitió un rotundo:

—Por supuesto.

Mitri miró entonces a Brunetti.

—Si accede usted, podemos seguir adelante. De lo contrario, temo estar perdiendo el tiempo.

—Sigo sin saber a ciencia cierta a qué tengo que acceder,
dottor
Mitri.

—A que su esposa me pague la reparación del escaparate y me indemnice por las pérdidas debidas al cierre de la agencia.

—No puedo hacer eso —dijo Brunetti.

—¿Y por qué no? —inquirió Mitri, agotando ya la paciencia.

—No es asunto mío. Si desea hablarlo con mi esposa, puede hacerlo con toda libertad. Pero yo no puedo decidir por ella, y mucho menos, en un asunto como éste. —Brunetti consideró que el sonido de su voz era tan razonable como lo que tenía que decir.

—¿Qué clase de hombre es usted? —preguntó Mitri agriamente.

Brunetti miró a Patta.

—¿Manda usted algo más,
vicequestore?
—Patta parecía muy sorprendido, o muy furioso, para contestar, por lo que Brunetti se levantó y salió del despacho rápidamente.

Capítulo 8

En respuesta a la mirada que le lanzó la
signorina
Elettra enarcando las cejas y frunciendo los labios, Brunetti se limitó a menear la cabeza con un gesto ambiguo y a indicar que luego le explicaría. Mientras subía a su despacho, iba pensando en el significado de lo que acababa de ocurrir.

Era indudable que Mitri, que blasonaba de su amistad con Patta, tenía influencia suficiente como para impedir que una historia tan explosiva como ésta llegara a la prensa. Era un clásico que reunía todo lo que pudiera desear un periodista: sexo, violencia e implicación de la policía. Y, si se descubría la forma en que se había tapado el primer ataque de Paola, habría que sumar a todo ello el escándalo de la corrupción policial y abuso de poder.

¿Qué director de periódico desdeñaría semejante posibilidad? ¿Qué periódico podría renunciar al placer de publicar una noticia como ésta? Por otra parte, Paola era la hija del conde Orazio Falier, uno de los hombres más conocidos y acaudalados de la ciudad. Era todo tan noticiable que el periódico capaz de renunciar a semejante primicia, sencillamente, no podía existir.

Por consiguiente, el director o directores de periódico que se abstuvieran de publicarla debían de recibir una buena compensación. O, si ellos no, agregó tras un momento de reflexión, las autoridades que impidieran que la noticia llegara a la prensa. También existía la posibilidad de que la publicación, se hubiera vetado por razones de Estado. No parecía que Mitri dispusiera de tanto poder, pero Brunetti tuvo que recordarse a sí mismo que, muchas veces, ese poder estaba donde menos lo imaginabas. No había más que pensar en el caso de un antiguo político, actualmente procesado por asociación con la Mafia, un hombre cuyo aspecto lo había hecho blanco de los caricaturistas durante décadas. Normalmente, no asocias el poder con un hombre de aspecto tan insignificante y sin embargo Brunetti no dudaba de que un simple guiño de aquellos ojos verde pálido podía provocar la eliminación de todo el que se opusiera a él, aunque fuera en una nimiedad.

Había en la inhibición de Brunetti de decidir por Paola un componente de desafío, sin duda, pero, al pensarlo fríamente, descubrió que, ni aun deseándolo, hubiera podido responder de otro modo.

Mitri se había presentado en el despacho de Patta acompañado de un abogado, al que Brunetti conocía vagamente de oídas. Le parecía recordar que Zambino se ocupaba generalmente de litigios corporativos, la mayoría, entre empresas importantes del continente. Quizá él aún residía en la ciudad, pero eran tan pocas las sociedades que quedaban en Venecia que, por lo menos profesionalmente, se había visto obligado a seguir el éxodo al continente.

—¿Por qué hacerse acompañar de un abogado de empresa a una reunión con la policía? ¿Por qué hacerle intervenir en un caso que era o podía ser un asunto criminal? Zambino —recordaba Brunetti— tenía fama de hombre duro, por lo que no debían de faltarle los enemigos. Pese a su fama, durante todo el tiempo en que Brunetti estuvo en el despacho de Patta, el abogado no había despegado los labios.

Brunetti llamó a la primera planta y pidió a Vianello que subiera. Al cabo de unos minutos, entró el sargento y el comisario le indicó que se sentara.

—¿Qué sabe de un tal
dottor
Paolo Mitri y del
avvocato
Giuliano Zambino?

Vianello ya debía de estar familiarizado con los nombres, porque su respuesta fue inmediata.

—Zambino vive en Dorsoduro, no muy lejos de la Salute. Un gran apartamento, unos trescientos metros. Está especializado en asesoría de empresas. La mayoría de sus clientes están en el continente: químicas, petroquímicas, farmacéuticas y una fábrica de maquinaria pesada para movimiento de tierras. A una de las químicas para las que trabaja la pillaron hace tres años vertiendo arsénico en la laguna y él consiguió que se librara con una multa de tres millones de liras y la promesa de no volver a hacerlo.

Brunetti esperó hasta que el sargento acabó de hablar, preguntándose si la fuente de datos sería la
signorina
Elettra.

—¿Y Mitri? —El comisario advirtió que el sargento trataba de disimular el orgullo por haber conseguido tan pronto toda esta información.

—Al salir de la universidad —prosiguió el sargento animadamente—, empezó a trabajar en un laboratorio de farmacia. Es químico, pero dejó de ejercer cuando adquirió la primera fábrica y luego otras dos. Durante los últimos años ha diversificado sus actividades y además de varias fábricas tiene esa agencia de viajes, dos agencias de la propiedad inmobiliaria y se dice que es el principal accionista de la cadena de restaurantes de comida rápida que abrió el año pasado.

—¿Algún problema con la policía?

—No, señor —dijo Vianello—. Ninguno de los dos.

—¿Podría deberse a negligencia?

—¿De parte de quién?

—Nuestra.

El sargento reflexionó.

—Podría ser. Hay mucho de eso.

—Podríamos echar un vistazo, ¿no?

—La
signorina
Elettra ya está hablando con sus bancos.

—¿Hablando?

Por toda respuesta, Vianello extendió las manos sobre la mesa e hizo como si tecleara.

—¿Cuánto hace que tiene la agencia de viajes? —preguntó Brunetti.

—Cinco o seis años, creo.

—Me gustaría saber desde cuándo organizan esos viajes —dijo Brunetti.

—Recuerdo haber visto carteles anunciándolos hace años en la agencia que utilizamos en Castello —dijo Vianello—. Me sorprendió que una semana en Tailandia costara tan poco. Pregunté a Nadia y ella me explicó lo que era. Por eso desde entonces observo los escaparates de las agencias de viajes. —Vianello no explicó la razón ni Brunetti la preguntó.

—¿Qué otros sitios se anuncian?

—¿Para los viajes?

—Sí.

—Generalmente, Tailandia, pero también van a Filipinas. Y a Cuba. Y, desde hace un par de años, a Birmania y a Cambodia.

—¿Qué dicen los anuncios? —preguntó Brunetti, que nunca les había prestado atención.

—Antes eran muy claros: «En pleno distrito de la luz roja, amable compañía, sueños hechos realidad…», cosas así. Pero ahora, con la nueva ley, todo está en clave: «Personal del hotel servicial, cerca de zona nocturna de diversión, camareras atentas.» Pero es lo mismo: montones de putas al servicio de clientes muy comodones para salir a la calle a buscarlas.

Brunetti no tenía ni idea de cómo Paola se había enterado de esto ni de lo que sabía acerca de la agencia de Mitri.

—¿Mitri también pone anuncios de ésos?

Vianello se encogió de hombros.

—Supongo. Todos los que andan metidos en el negocio utilizan el mismo lenguaje. Al cabo de un tiempo, aprendes a leer entre líneas. No obstante, también organizan viajes lícitos: las Maldivas, las Seychelles, dondequiera que haya diversiones baratas y mucho sol.

Durante un momento, Brunetti temió que Vianello, al que hacía años habían extirpado de la espalda un tumor maligno y desde entonces no perdía ocasión de predicar contra los peligros del sol, se enfrascara en su tópico favorito, pero el sargento dijo tan sólo:

—He preguntado por él. Abajo. Para ver si los chicos sabían algo.

—¿Y?

Vianello denegó con la cabeza.

—Nada. Como si no existiera.

—Bien, lo que hace no es ilegal —dijo Brunetti.

—Ya sé que no es ilegal —dijo Vianello—. Pero tendría que serlo. —Y, sin dar a Brunetti tiempo de replicar, agregó—: Ya sé que hacer las leyes no es tarea nuestra. Probablemente, ni siquiera, cuestionarlas. Pero no habría que permitir que esa gente enviara por ahí a hombres mayores a practicar el sexo con niños.

Vistas así las cosas, no había réplica posible. Pero, ante la ley, lo único que hacía la agencia de viajes era facilitar billetes de avión y reservas de hotel. Lo que el viajero hiciera una vez allí era asunto suyo. Brunetti recordó entonces el curso de Lógica que había seguido en la universidad y de cómo lo entusiasmaba su simplicidad prácticamente matemática. Todos los hombres son mortales. Giovanni es hombre. Por lo tanto, Giovanni es mortal. Recordaba que había reglas para comprobar la validez de un silogismo, algo sobre un término mayor y un término medio: tenían que encontrarse en un lugar determinado y no podía haber muchos que fueran negativos.

Los detalles se habían esfumado, se habían volatilizado junto con todos aquellos otros hechos, estadísticas y principios básicos que se habían fugado de su memoria durante las décadas transcurridas desde que terminó sus exámenes y fue admitido en las filas de los licenciados en derecho. Aun a esta distancia, recordaba la gran seguridad que le había infundido saber que había leyes incuestionables que podían utilizarse para determinar la validez de conclusiones, leyes cuya rectitud podía demostrarse, leyes que se basaban en la verdad.

Los años habían debilitado aquella seguridad. Ahora la verdad parecía ser patrimonio de los que podían gritar más o contratar a mejores abogados. Y no había silogismo que pudiera resistir la elocuencia de una pistola, de un puñal, o de cualquiera de las otras formas de argumentación que poblaban su vida profesional.

Ahuyentó estas reflexiones y volvió a concentrar la atención en Vianello, que en aquel momento terminaba una frase:

—¿… un abogado?

—Perdón, ¿decía? Estaba pensando en otra cosa.

—Preguntaba si había pensado en buscar a un abogado.

Desde el momento en que había salido del despacho de Patta, Brunetti había estado zafándose de esta idea. Del mismo modo en que no había querido responder por su esposa ante aquellos hombres, se había resistido a planear una estrategia para hacer frente a las consecuencias judiciales de la conducta de Paola. Aunque conocía a la mayoría de abogados penalistas de la ciudad y mantenía bastante buenas relaciones con muchos de ellos, su trato era meramente profesional. Sin darse cuenta, empezó a repasar la lista, tratando de recordar el nombre del que había ganado un caso de asesinato hacía dos años. Desechó la idea.

—De eso tendrá que encargarse mi esposa.

Vianello asintió, se puso en pie y, sin decir más, salió del despacho.

Cuando el sargento hubo salido, Brunetti se levantó y empezó a pasearse entre el armario y la ventana. La
signorina
Elettra estaba repasando las cuentas bancarias de dos hombres que no habían hecho nada más que denunciar un delito y sugerir la solución más favorable para la persona que prácticamente se jactaba de haberlo cometido. Se habían tomado la molestia de venir a la
questura
y habían ofrecido un compromiso que evitaría a la culpable las consecuencias judiciales de su acción. Y Brunetti se mantendría con los brazos cruzados mientras se investigaban sus finanzas por unos medios que probablemente eran tan ilegales como el delito del que uno de ellos había sido víctima.

Other books

The Ships of Merior by Janny Wurts
Femininity by Susan Brownmiller
The Spyglass Tree by Albert Murray
Reignite (Extinguish #2) by J. M. Darhower
Stolen Seduction by Elisabeth Naughton
Rising Tides by Nora Roberts
Foxglove Summer by Ben Aaronovitch
Secrets & Seductions by Pamela Toth
Always Watching by Brandilyn Collins
Anarchist Book 3 by Jordan Silver