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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (4 page)

Brunetti la abrazó y le dio un beso en el pelo.

—¿Así vestida piensas ir hoy a la escuela? —le preguntó en tono coloquial, contemplando la muestra del pijama—. Muy bonito, seguro que a tus compañeros les encanta el estilo. Globitos. Un gusto exquisito. Hasta diría que muy chic. Serás la envidia de la clase.

Paola bajó la mirada y volvió a concentrar la atención en su revista.

Chiara se revolvió y luego se incorporó ligeramente para mirarse el pijama. Antes de que pudiera decir algo, entró Raffi, que se inclinó para dar un beso a su madre y fue al fogón a servirse de la cafetera de seis tazas y del cacharro de la leche. Volvió a la mesa, se sentó y dijo:

—Espero que no te moleste que haya usado tu gilette, papá.

—¿Para qué? —preguntó Chiara—. ¿Para cortarte las uñas? Porque en la cara no te crece nada que necesite una gilette. —Dicho esto, la niña se alejó del alcance de Raffi arrimándose a Brunetti, que la reconvino con un apretón a través de la gruesa franela del pijama.

Raffi se inclinó hacia su hermana por encima de la mesa, pero no tenía muchas ganas de pelea y su mano no pasó de los brioches. Tomó uno, mojó la punta en el café con leche y le dio un enorme mordisco.

—¿Y eso? ¿Hoy tenemos brioches? —preguntó. En vista de que nadie contestaba, miró a Brunetti—: ¿Has salido?

Brunetti asintió, se desasió de Chiara, apartándola suavemente y se puso en pie.

—¿También has traído los periódicos? —preguntó Raffi por el lado de otro bocado de brioche.

—No —dijo Brunetti yendo hacia la puerta.

—¿Y eso?

—Se me olvidó —mintió Brunetti a su primogénito, salió al vestíbulo, se puso el abrigo y abandonó el apartamento.

En la calle, se dirigió hacia Rialto por el itinerario que seguía para ir a la
questura
desde hacía décadas. La mayoría de las mañanas, encontraba por el camino algún detalle divertido: un titular más absurdo de lo normal en uno de los diarios nacionales, otra falta de ortografía en las camisetas colgadas en los tenderetes del mercado o alguna esperada fruta o verdura de temporada que ya estaba a la venta. Pero esta mañana, mientras cruzaba el mercado, el puente y la primera de las estrechas calles que lo conducirían a su despacho, fue poco lo que vio y nada que le llamara la atención.

Durante casi todo el camino estuvo pensando en Ruberti y Bellini, preguntándose si su lealtad personal hacia un superior que los había tratado con cierta medida de humanidad sería motivo suficiente para que traicionaran su juramento de lealtad al Estado. Supuso que sí, pero al darse cuenta de lo cerca que estaba esta tesitura de la escala de valores que habían inspirado la conducta de Paola, ahuyentó el pensamiento y se puso a considerar la inminente prueba del día: la novena de las
«convocations du personnel»
que su superior inmediato, el
vicequestore
Giuseppe Patta, había instituido en la
questura
después del cursillo que había seguido en las oficinas centrales de la Interpol en Lyon.

Allí, en Lyon, Patta se había sometido a la influencia de los elementos característicos de las diversas naciones que constituían la Europa unida: champaña y trufas de Francia, jamón de Dinamarca, cerveza inglesa y viejo brandy español, al tiempo que probaba los distintos estilos de gestión que ofrecían los burócratas de las naciones allí representadas. Al término del cursillo, había regresado a Italia con las maletas llenas de salmón ahumado y mantequilla irlandesa y la cabeza repleta de ideas nuevas y progresistas sobre la manera de tratar a los que estaban a sus órdenes. La primera de tales ideas —y la única que hasta el momento había sido revelada a los miembros de la
questura
— fue la semanal
«convocation du personnel»,
una reunión interminable en la que se exponían a todo el personal cuestiones de una trivialidad apabullante, que eran debatidas, analizadas y, finalmente, descartadas por todos los presentes.

Cuando empezaron las reuniones, hacía ya dos meses, Brunetti se había sumado a la opinión general de que no durarían más de una o dos semanas; pero ya llevaban ocho, y nada permitía presagiar un pronto final de las convocatorias. Después de la segunda, Brunetti empezó a llevarse el diario, pero tuvo que dejar de hacerlo porque el teniente Scarpa, el ayudante personal de Patta, había preguntado repetidamente si tan poco interesaba a Brunetti lo que pasaba en la ciudad que se dedicaba a leer el periódico durante la reunión. Después probó de llevar un libro, pero no encontraba ninguno que fuera lo bastante pequeño como para poder esconderlo entre las manos.

La salvación, como en tantas otras ocasiones durante los últimos años, le llegó de la
signorina
Elettra. La mañana de la quinta reunión, se presentó en el despacho de Brunetti diez minutos antes de la hora fijada y le pidió diez mil liras, sin más explicaciones.

Él le dio las diez mil liras y ella, a cambio, le entregó veinte monedas de quinientas liras con el centro dorado. En respuesta a su mirada de interrogación, ella le dio una tarjeta, poco mayor que un estuche de CD.

Él miró la tarjeta y vio que estaba dividida en veinticinco cuadrados del mismo tamaño, cada uno de los cuales contenía una palabra o una frase impresa en letra muy pequeña. Tuvo que acercarse la tarjeta a los ojos para leer algunas de ellas: «maximizar», «priorizar», «fuente externa», «coordinación», «coyuntural», «temática», y toda la retahíla de palabras sonoras y huecas que infestaban el idioma desde hacía varios años.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Un bingo —fue la escueta respuesta de la
signorina
Elettra. Y a continuación explicó—: Mi madre jugaba. Lo único que hay que hacer es esperar a que alguien utilice una de las palabras de tu tarjeta, ya que todas son diferentes, y tapar la palabra con una moneda. El primero que consigue cubrir cinco palabras en línea gana.

—¿Qué gana?

—La puesta de los demás jugadores.

—¿Qué jugadores?

—Ya lo verá —fue todo lo que ella tuvo tiempo de decir antes de que los llamaran a la reunión.

Desde aquel día, las reuniones habían sido tolerables, por lo menos, para los que disponían de las tarjetas. Aquel primer día sólo eran Brunetti, la
signorina
Elettra y uno de los otros comisarios, una mujer que acababa de volver de un permiso de maternidad. Posteriormente, las tarjetas habían ido apareciendo en el regazo o dentro del bloc de un creciente número de personas, y cada semana Brunetti estaba más interesado en descubrir quién tenía la tarjeta que en ganar la partida. Y cada semana las palabras cambiaban, generalmente, siguiendo la tónica de las preferencias idiomáticas de Patta: unas veces reflejaban los coqueteos del
vicequestore
con lo políticamente correcto y el «multiculturalismo» —una nueva aparición— y otras, su reciente afición a utilizar expresiones en lenguas que desconocía, como
«voodoo economics», «pyramid scheme» y «wirts—chaftlicher Aufschwung».

Brunetti llegó a la
questura
treinta minutos antes de la hora fijada para la reunión. Ni Ruberti ni Bellini estaban ya de guardia, y fue otro agente quien le entregó el registro de las incidencias de la noche que él le pidió. Lo hojeó con aparente indiferencia: un robo en Dorsoduro, en el piso de una familia que estaba de vacaciones; una riña en un bar de Santa Marita entre marineros de un carguero ruso y dos tripulantes de un crucero griego. Tres de ellos habían sido llevados al
Pronto Soccorso
del hospital Giustinian, uno con fractura de brazo; no se habían formulado denuncias, ya que ambos barcos debían zarpar aquella tarde. La luna del escaparate de una agencia de viajes de
campo
Manin había sido rota de una pedrada; no había testigos ni se había detenido a nadie. Y la máquina expendedora de preservativos instalada delante de una farmacia de Cannaregio había sido forzada, probablemente, con un destornillador y, según cálculo del dueño de la farmacia, se habían llevado diecisiete mil liras. Y dieciséis paquetes de preservativos.

La reunión no deparó sorpresas. Al principio de la segunda hora, el
vicequestore
Patta anunció que, para asegurarse de que no eran utilizadas para blanquear dinero, habría que pedir a las distintas organizaciones sin ánimo de lucro de la ciudad que permitieran que sus archivos fueran
«accessed»
por los ordenadores de la policía, momento en el que la
signorina
Elettra hizo un pequeño movimiento con la mano derecha, miró a Vianello que estaba enfrente, sonrió y dijo, pero muy bajito:

—Bingo.

—¿Decía,
signorina?
—Hacía un rato que el
vicequestore
Patta había notado que allí ocurría algo que no acababa de captar.

Ella miró a su jefe, sonrió de nuevo y dijo:

—Dingo.

—¿Dingo? —preguntó él mirándola por encima de las gafitas de media luna que se ponía para las reuniones.

—La protectora de animales. Distribuye huchas por los comercios y destina la recaudación a cuidar a los animales abandonados. Es una organización sin ánimo de lucro. También habría que llamarlos.

—¿Seguro? —preguntó Patta, dudando de que esto fuera lo que él había oído, o lo que esperaba oír.

—No hay que olvidarlos —insistió ella.

Patta volvió a mirar los papeles que tenía delante y la reunión prosiguió. Brunetti, con la barbilla apoyada en la palma de la mano, observaba a seis personas que tenían delante pequeñas pilas de monedas. El teniente Scarpa las miraba también atentamente, pero las tarjetas, disimuladas por mangas, blocs y vasitos de café, no estaban a la vista. Sólo se veían las monedas, y la reunión prosiguió cansinamente durante otra media hora.

En el momento en que la insurrección parecía inminente —y la mayoría de los presentes en la sala portaban armas—, Patta se quitó las gafas y, con gesto de fatiga, las puso encima de sus papeles.

—¿Algo que añadir?

Si alguien deseaba añadir algo, calló, disuadido sin duda por la idea de todas aquellas armas, y se levantó la sesión. Patta se fue, seguido por Scarpa. Montoncitos de monedas viajaron entonces a lo largo de uno y otro lado de la mesa hasta quedar delante de la
signorina
Elettra. Ella, con airoso ademán de crupier, se las acercó, se las echó en la mano y se puso en pie, dando de este modo por realmente terminada la reunión.

Brunetti subió la escalera con ella, divertido al oír el tintineo de las monedas que sonaba en el bolsillo de la chaqueta de seda gris de la joven.


«Accessed»?
—repitió él, pero haciendo que esta palabra inglesa sonara a inglés.

—Jerga informática, comisario.

—¿Acceder? ¿Se puede usar como verbo transitivo?

—Creo que sí, señor.

—Pues antes no lo era.

—Tengo entendido que los americanos pueden permitirse hacer esas cosas con sus verbos.

—¿Convertirlos de intransitivos en transitivos? ¿O en sustantivos? ¿Si les apetece?

—Sí, señor.

—Ah —dijo Brunetti.

En el primer rellano, él movió la cabeza de arriba abajo y la joven se alejó hacia la parte delantera del edificio, donde tenía su escritorio, en el antedespacho de Patta.

Brunetti siguió subiendo, camino de su propio despacho, pensando en las libertades que la gente creía poder tomarse con el lenguaje. Como las que Paola pensaba que podía tomarse con la ley.

Brunetti entró en su despacho y cerró la puerta. Todo —descubrió cuando trataba de leer los papeles de encima de su mesa—, todo le traía a la mente a Paola y los sucesos de aquella madrugada. No conseguirían resolverlo y sentirse libres hasta que pudieran hablar de ello, pero el recuerdo de lo que su mujer se había atrevido a hacer aún le producía viva crispación y comprendía que ahora era incapaz de tratar con ella de aquel tema.

Miró por la ventana, sin ver, buscando la verdadera razón de su cólera. Aquel acto, si él no hubiera podido suprimir las pruebas, hubiera puesto en peligro su trabajo y su carrera. De no ser por la discreta complicidad de Ruberti y Bellini, todos los diarios hubieran pregonado el caso a bombo y platillo. Y había muchos periodistas —Brunetti dedicó varios minutos a hacer la lista— que se regodearían haciendo la crónica del vandalismo de la esposa del comisario. Brunetti se repitió mentalmente estas palabras, convertidas en un gran titular.

Pero la había frenado, momentáneamente por lo menos. Recordó haber sentido estremecerse durante el abrazo el cuerpo de ella, de puro miedo. Quizá este acto de violencia real, aunque no fuera más que violencia contra la propiedad, fuera un gesto que bastara para calmar su indignación ante la injusticia. Y quizá se diera cuenta de que su actitud hacía peligrar la carrera de Brunetti. Miró el reloj y vio que tenía el tiempo justo para tomar el tren para Treviso. Al pensar que iba a poder investigar un hecho tan concreto como un atraco a un banco, notó una grata sensación de alivio.

Capítulo 5

Por la tarde, durante el viaje de regreso de Treviso, Brunetti no estaba satisfecho, a pesar de que el testigo había identificado en una foto al hombre que la policía creía que era el que aparecía en el vídeo, y de que se había mostrado dispuesto a testificar contra él. Brunetti se sintió obligado a explicarle quién era el sospechoso y el peligro que podía entrañar tal decisión. Y descubrió, sorprendido, que al
signor
Iacovantuono, que trabajaba de cocinero en una pizzería, no parecía no ya preocuparle sino ni siquiera interesarle tal peligro. Él había visto cometer un delito, había reconocido en una foto al delincuente y, por lo tanto, tenía la obligación de atestiguarlo, pese al riesgo que ello pudiera suponer para él y su familia. Y hasta parecía desconcertado por la insistencia de Brunetti en asegurarle que se les procuraría protección policial.

Y, lo que era más sorprendente, el
signor
Iacovantuono era de Salerno, es decir, uno de aquellos sureños con predisposición al crimen cuya presencia en el Norte —se afirmaba— estaba destruyendo el tejido social de la nación. «Pero, comisario —había dicho—, si nosotros no hacemos algo respecto a toda esa gente, ¿qué vida espera a nuestros hijos?»

Brunetti no podía librarse del eco de estas palabras y empezaba a temer que de ahora en adelante fueran a acompañarle los aullidos de la jauría de la moral desatada en su conciencia por el acto de Paola de la noche antes. Aquel
pizzaiolo
de Salerno de cabello negro lo veía claro: se había cometido un delito y su deber era colaborar para que fuera castigado. Y, prevenido del peligro, había permanecido firme en su decisión de hacer lo que consideraba justo.

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