—Sí. —Nada más.
Colgó el teléfono y
dejó
una nota para los chicos y la luz encendida. Fue hacia la
questura
con más peso en el corazón que en las piernas.
Empezaba a lloviznar, en realidad, aquello más parecía licuación del aire que algo tan concreto como lluvia. Mecánicamente, se subió el cuello del abrigo mientras caminaba.
Al cabo de un cuarto de hora, Brunetti llegaba a la
questura.
Un agente de gesto preocupado aguardaba en la puerta, que abrió con un saludo muy formal, tal vez fuera de lugar a esta hora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo mirando al joven —no recordaba su apellido, pero estaba seguro de conocerlo— y subió al primer piso.
Pucetti se puso en pie y saludó cuando entró el comisario. Paola lo miró desde su asiento frente a Pucetti, pero no sonrió.
Brunetti se sentó al lado de Paola y atrajo hacia sí el formulario del arresto que tenía delante el agente. Lo leyó lentamente.
—¿La han encontrado en
campo
Manin? —preguntó Brunetti.
—Sí, señor —respondió Pucetti, todavía de pie.
Brunetti, con una seña, indicó al joven que se sentara, lo que éste hizo con evidente timidez.
—¿Había alguien más con usted?
—Sí, señor. Landi.
«Estamos copados», pensó Brunetti, empujando el formulario otra vez hacia el agente.
—¿Y qué han hecho entonces?
—Hemos vuelto aquí y hemos pedido a la señora, a su esposa, su
carta d'identitá.
Cuando nos la ha dado y hemos visto quién era, Landi ha llamado al teniente Scarpa.
Eso era típico en Landi, Brunetti lo sabía.
—¿Por qué no se ha quedado allí uno de ustedes?
—Un
guardia di San Marco
ha venido al oír la alarma, y lo hemos dejado allí esperando al dueño.
—Ya —dijo Brunetti—. ¿Ha venido el teniente Scarpa?
—No, señor. Él y Landi han hablado, pero no ha dado órdenes. Nos ha dejado que sigamos el procedimiento normal.
Brunetti estuvo a punto de decir que probablemente no había un procedimiento normal para el arresto de la esposa de un comisario de policía, pero se limitó a levantarse y decir, dirigiéndose a Paola por primera vez:
—Creo que podemos irnos, Paola.
Ella no contestó pero se puso en pie inmediatamente.
La llevo a casa, Pucetti. Vendremos por la mañana. Si el teniente Scarpa pregunta, ¿hará el favor de decírselo?
—Desde luego, comisario —respondió Pucetti. Fue a decir más, pero Brunetti lo atajó con un ademán.
—No hay más que decir, Pucetti. No tenía usted elección. —Lanzó una mirada a Paola—. Además, antes o después tenía que suceder. —Trató de sonreír al agente.
Cuando llegaron al pie de la escalera, encontraron al agente joven en el vestíbulo, ya con la mano en el tirador de la puerta. Brunetti hizo pasar primero a Paola, levantó una mano sin mirar al agente y salió a la noche. El aire saturado de humedad los envolvió, convirtiendo al momento su aliento en pequeñas nubes. Mientras caminaban, la desavenencia que había entre ellos era casi tan perceptible como el aliento que se condensaba en el aire.
Ninguno de los dos habló durante el trayecto a casa, ni durmió durante el resto de la noche más que en lapsos esporádicos, agitados por sueños turbulentos. A veces, gravitando entre la vigilia y los momentos de inconsciencia, sus cuerpos se encontraban, pero en el contacto fortuito no había la naturalidad que es fruto de una larga familiaridad. Por el contrario, era como el roce con un desconocido, y uno y otro se retraían. Tenían, eso sí, la delicadeza de no apartarse con brusquedad, de no sobresaltarse con horror por el contacto con aquel extraño que había invadido su cama. Quizá hubiera sido más noble dejar que la carne expresara claramente lo que había en la mente y el espíritu, pero ambos dominaban el impulso, ahogándolo por un sentido de lealtad para con el recuerdo de un amor que los dos temían que estuviera dañado o alterado.
Brunetti se obligó a esperar las campanadas de las siete de San Polo; antes no quería saltar de la cama, pero aún no habían acabado de sonar cuando ya estaba en el cuarto de baño. Se quedó mucho rato debajo de la ducha, lavando los recuerdos de la noche y de Landi y Scarpa y los pensamientos de lo que le aguardaba en el despacho aquella mañana.
Mientras dejaba correr el agua, comprendió que tendría que decir algo a Paola antes de salir de casa, pero no sabía qué. Decidió que eso dependería de la actitud de ella cuando volviera al dormitorio, pero ya no la encontró allí. Se la oía en la cocina, de donde llegaban los sonidos familiares del grifo, la cafetera, el roce de una silla en el suelo. Él entró en la cocina haciéndose el nudo de la corbata y vio que su mujer se había sentado en su sitio de siempre y que había dos tazas grandes en la mesa. Cuando acabó con la corbata, se inclinó y le dio un beso en el pelo.
—¿Y eso? —preguntó ella echando hacia atrás el brazo derecho para rodearle el muslo y atraerlo hacia sí.
Él se apoyó pero no la tocó con la mano.
—La costumbre, supongo.
—¿La costumbre? —preguntó ella, ya dispuesta a ofenderse.
—La costumbre de quererte.
—Ah —dijo ella, pero el siseo de la cafetera cortó su respuesta. Echó en las tazas el café, la leche caliente y el azúcar. Él tomó la taza pero no se sentó.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó ella después del primer sorbo.
—Como es tu primera falta, supongo que te multarán.
—¿Eso es todo?
—Es suficiente —dijo Brunetti.
—¿Y a ti?
—Depende de cómo lo presenten los periódicos. Hay unos cuantos periodistas que llevan años esperando algo así.
Antes de que él pudiera enunciar los titulares posibles, ella dijo:
—Ya sé, ya sé —ahorrándoles a ambos la retahíla.
—Pero también es posible que te conviertan en una heroína, la Rosa Luxemburg de la industria del sexo.
Los dos sonrieron, pero él no pretendía ser sarcástico.
—No es eso lo que yo busco, Guido, ya lo sabes. —Antes de que él pudiera preguntar qué era lo que buscaba, dijo—: Sólo quiero que paren. Quiero ponerlos en evidencia, avergonzarlos para que lo dejen.
—¿Quiénes, los de las agencias de viajes?
—Sí, esa gente —dijo ella, y durante unos momentos bebió en silencio. Cuando casi había terminado el café, dejó la taza en la mesa y dijo—: Pero lo que quiero es avergonzarlos a todos.
—¿A los hombres que practican el turismo sexual?
—Sí, a todos.
—No vas a conseguirlo, Paola. Hagas lo que hagas.
—Ya lo sé. —Apuró el café y se levantó para hacer más.
—Déjalo —dijo Brunetti—. Tomaré otra taza por el camino.
—Es temprano.
—Siempre hay algún bar.
—Sí.
Lo había, y él entró a tomar otro café, alargándolo para demorar su llegada a la
questura.
Compró
Il Gazzettino,
aun sabiendo que hasta el día siguiente no podría aparecer la noticia. De todos modos, miró la primera página de la primera sección, luego pasó a la segunda, la dedicada a las noticias locales, pero no encontró nada.
Ahora había otro agente en la puerta. Como aún no eran las ocho, la
questura
estaba cerrada, y el agente abrió a Brunetti y saludó.
—¿Ha llegado Vianello? —preguntó el comisario al pasar.
—No, señor. No lo he visto.
—Cuando llegue, dígale que lo espero en mi despacho, por favor.
—Sí, señor —dijo el hombre volviendo a saludar.
Brunetti subió por la escalera de atrás. Allí se encontró con Marinoni, la mujer que acababa de volver del permiso por maternidad, pero ella sólo dijo que se había enterado de lo del hombre de Treviso y que lo sentía.
En su despacho, Brunetti colgó el abrigo, se sentó a la mesa y abrió
II Gazzettino.
Los consabidos magistrados que investigaban a otros magistrados, ex ministros que hacían acusaciones contra otros ex ministros, disturbios en la capital de Albania, el ministro de Sanidad que pedía una investigación de la fabricación de fármacos adulterados para países del Tercer Mundo.
Pasó a la segunda sección y, en la tercera página, encontró la noticia de la muerte de la
signora
Iacovantuono.
«Casalinga muore cadendo per le scale
(Un ama de casa muere al caer por la escalera).» Seguro.
Él lo sabía desde el día antes: la mujer cayó, el vecino la encontró al pie de la escalera, los enfermeros la declararon muerta. El entierro, mañana.
Estaba acabando de leer la noticia cuando Vianello llamó a la puerta y entró. A Brunetti le bastó con verle la cara.
—¿Qué dicen?
—Landi se ha puesto a hablar de ello en cuanto ha empezado a llegar la gente, pero Ruberti y Bellini no han dicho ni palabra. Y los periódicos no han llamado.
—¿Y Scarpa?
—Aún no ha llegado.
—¿Qué dice Landi?
—Que anoche trajo a su esposa, después de que rompiera el escaparate de la agencia de viajes de
campo
Manin. Y que usted vino y se la llevó a casa sin cumplir con las formalidades. Se ha erigido en una especie de fiscal de pacotilla y dice que, técnicamente, la
signora
Brunetti es una fugitiva de la justicia.
Brunetti dobló el periódico por la mitad y luego volvió a doblarlo. Recordaba haber dicho a Pucetti que traería a su esposa por la mañana, pero no pensaba que su ausencia fuera suficiente para hacer de ella una fugitiva de la justicia.
—Ya veo —dijo. Hizo una pausa y preguntó—: ¿Cuánta gente está enterada de lo sucedido la vez anterior?
Vianello meditó la respuesta un momento:
—Oficialmente, nadie. Oficialmente, no sucedió nada.
—Eso no es lo que pregunto.
—No creo que lo sepa quien no deba saberlo —dijo Vianello, reacio a ser más explícito.
Brunetti no sabía si tenía que agradecer la discreción al sargento o a Ruberti y Bellini, y cambió de tema.
—¿Esta mañana ha llegado algo de la policía de Treviso?
—Iacovantuono se presentó en sus oficinas y dijo que no estaba seguro de la identificación que había hecho la semana pasada. Le parece que se equivocó. Porque estaba muy asustado. Ahora recuerda que el atracador tenía el pelo rojo. Parece ser que lo recordó hace un par de días, pero aún no lo había dicho a la policía…
—¿Hasta que su mujer murió?
Vianello tardó en contestar:
—¿Qué haría usted, comisario, si…?
—¿Si qué?
—Si estuviera en su lugar.
—Probablemente, también recordaría el pelo rojo.
Vianello hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta del uniforme y asintió.
—Supongo que es lo que haríamos todos, y más, teniendo hijos.
Sonó el intercomunicador.
—¿Sí? —dijo Brunetti, descolgando el aparato. Escuchó un momento, colgó y se levantó—. Era el
vicequestore.
Quiere verme.
Vianello se alzó la manga para mirar el reloj.
—Las nueve y cuarto. Seguramente, eso explica lo que ha estado haciendo el teniente Scarpa.
Brunetti centró cuidadosamente el periódico en la mesa antes de salir del despacho. En el antedespacho de Patta, encontró a la
signorina
Elettra sentada frente a su ordenador, pero la pantalla estaba en blanco. La joven miró a Brunetti mordiéndose el labio inferior y alzando las cejas. Podía ser un gesto tanto de sorpresa como de ánimo, como el que hace un colegial al compañero que ha sido llamado al despacho del director.
Brunetti cerró los ojos un momento y sintió que sus labios se comprimían. Sin decir nada a la secretaria, llamó a la puerta y la abrió al oír gritar
«Avanti».
Brunetti esperaba encontrar al
vicequestore
solo en su despacho, por lo que no pudo disimular la sorpresa al ver a cuatro personas: el
vicequestore
Patta, el teniente Scarpa, sentado a la izquierda de su superior, lugar que siempre se asigna a Judas en los cuadros de La Última Cena, y dos hombres, uno de cincuenta y tantos años y el otro unos diez años más joven. Brunetti no tuvo tiempo para observarlos detenidamente, pero sacó la impresión de que el mayor de los dos hombres llevaba el mando, aunque el otro parecía más atento a lo que se decía.
Patta empezó sin preámbulos.
—Comisario Brunetti, el
dottor
Paolo Mitri —indicando al más viejo con un elegante ademán— y el
avvocato
Giuliano Zambino. Lo hemos llamado para hablar de los sucesos de anoche.
Había una quinta silla, a la izquierda del abogado, un poco apartada, pero nadie invitó a Brunetti a ocuparla. Él saludó a los dos hombres con una inclinación de cabeza.
—¿Quizá el comisario podría unirse a nosotros? —sugirió el
dottor
Mitri señalando con la mano la silla vacía.
Patta asintió y Brunetti se sentó.
—Supongo que ya sabrá por qué está usted aquí —dijo Patta.
—Me gustaría oírlo expresado claramente —respondió Brunetti.
Patta hizo una seña a su lugarteniente, que empezó:
—Ayer noche, a eso de las doce, uno de mis hombres me llamó por teléfono para comunicarme que la luna del escaparate de la agencia de viajes sita en
campo
Manin, propiedad del
dottor
Mitri —especificó haciendo una pequeña inclinación con la cabeza en dirección al visitante—, había sido destruida nuevamente en un acto de vandalismo. Me dijo que se había traído a la
questura
a la persona sospechosa y que esa persona era la esposa del comisario Brunetti.
—¿Es verdad eso? —interrumpió Patta dirigiéndose a Brunetti.
—Ignoro lo que el agente Landi pudiera decir anoche al teniente —fue la serena respuesta de Brunetti.
—No he querido decir eso —replicó Patta, antes de que el teniente pudiera hablar—. ¿Fue su esposa?
—En el informe que leí anoche —empezó Brunetti, con voz aún sosegada—, el agente Landi indicaba el nombre y la dirección y manifestaba que ella admitía haber roto el vidrio.
—¿Y la otra vez?
Brunetti no se molestó en preguntar a qué se refería.
—¿La otra vez, qué?
—¿Fue su esposa?
—Eso tendrá que preguntárselo a ella, teniente.
—Puede estar seguro de que lo haré.
El
dottor
Mitri tosió una vez, disimulando la tos con la mano.
—Si me permites la interrupción, Pippo —dijo a Patta. El
vicequestore,
evidentemente halagado por la familiaridad del trato, asintió y Mitri se volvió hacia Brunetti—: Comisario, creo que sería beneficioso para todos llegar a un acuerdo sobre este asunto. —Brunetti lo miró pero no dijo nada—. Los daños sufridos por la agencia han sido considerables: cambiar la primera luna me costó casi cuatro millones de liras, y otro tanto me costará ésta. A lo que hay que sumar las pérdidas derivadas de la necesidad de mantener la agencia cerrada mientras esperábamos que se cambiara el vidrio.