El peor remedio (3 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Por fin, cuando salieron a Salizzada San Lio, Brunetti se decidió a hablar, pero no para decir algo importante:

—He dejado una nota a los niños, por si se despertaban.

Paola asintió, pero como él evitaba cuidadosamente mirarla, no lo advirtió.

—No quería que Chiara se preocupara —dijo y, al darse cuenta de que sonaba como un intento de hacer que ella se sintiera culpable, reconoció que no le importaba.

—Lo olvidé —dijo Paola.

Cruzaron por el paso inferior y enseguida salieron a
campo
San Bartolomeo, donde la alegre sonrisa de la estatua de Goldoni parecía fuera de lugar. Brunetti miró el reloj y, como buen veneciano, recordó sumar una hora: casi las cinco, no lo bastante temprano como para volver a meterse en la cama. No obstante, ¿cómo ocupar el tiempo hasta que fuera hora de ir a trabajar? Miró hacia la izquierda, pero ninguno de los bares estaba abierto. Necesitaba un café, pero más desesperadamente aún necesitaba la distracción que el café le procuraría.

Al otro lado de Rialto, torcieron hacia la izquierda, luego hacia la derecha y entraron en el paso inferior que discurría a lo largo de Ruga degli Orefici. Hacia la mitad del recorrido estaban abriendo un bar y, de tácito acuerdo, entraron. En el mostrador había un enorme montón de brioches recién hechos, envueltos todavía en el papel blanco de la
pasticceria.
Brunetti pidió dos
espressos
pero no miró las pastas. Paola ni las vio.

Cuando el camarero les puso delante los cafés, Brunetti echó el azúcar en las dos tazas y acercó una de ellas a Paola. El camarero se fue a un extremo del mostrador y empezó a colocar los brioches en una vitrina, uno a uno.

—¿Y bien? —preguntó Brunetti.

Paola tomó un sorbo de café, añadió media cucharadita de azúcar y dijo:

—Te previne de que lo haría.

—No me dio esa impresión.

—¿Qué impresión te dio?

—La de que estabas diciendo que todo el mundo debería hacerlo.

—Todo el mundo debería hacerlo —dijo Paola, pero en su voz no había ahora la rabia que la impregnaba la primera vez que había pronunciado estas palabras.

—No pensé que pudieras referirte a una cosa así. —Brunetti movió una mano como para abarcar, no el bar, sino todo lo que había ocurrido antes de que entraran en él.

Paola dejó la taza en el plato y lo miró fijamente por primera vez.

—Guido, ¿podemos hablar?

Su primer impulso fue el de decir que eso era precisamente lo que estaban haciendo, pero conocía a su mujer y sabía a qué se refería, por lo que se limitó a asentir.

—Hace tres noches, te dije lo que estaba haciendo esa gente. —Antes de que él pudiera interrumpir, ella prosiguió—: Y tú dijiste que no había nada ilegal en ello, y que, en su calidad de agentes de viajes, tenían perfecto derecho.

Brunetti asintió y, cuando el camarero se acercó, le pidió más café con una seña. Cuando el hombre se alejó hacia la cafetera, Paola prosiguió:

—Pero está mal. Tú lo sabes y yo lo sé. Es repugnante organizar
sex-tours
para que los ricos y los no tan ricos vayan a Tailandia y a las Filipinas a violar a niñas de diez años. —Levantó una mano para atajar su interrupción—. Sí, ya sé que ahora eso es ilegal. Pero, ¿se ha arrestado a alguien? ¿Se ha condenado a alguien? Tú sabes perfectamente que no tienen más que cambiar el vocabulario de los anuncios, pero el negocio continúa. «Recepción tolerante en hotel. Compañía local agradable.» No me digas que no sabes qué significa eso. Es más de lo mismo, Guido. Y me repugna.

Brunetti seguía sin decir nada. El camarero les llevó otras dos tazas de café y retiró las vacías. Se abrió la puerta y entró en el bar una ráfaga de aire húmedo seguida de dos hombres corpulentos. El camarero fue hacia ellos.

—Entonces te dije que eso estaba mal y que había que pararles los pies —prosiguió Paola.

—¿Y tú crees poder parárselos?

—Sí —respondió ella y, sin darle tiempo a discutir o contradecir su afirmación, prosiguió—: Yo sola no, ni aquí en Venecia, rompiendo, la luna del escaparate de una agencia de viajes de
campo
Manin. Pero si todas las mujeres de Italia salieran a la calle de noche y rompieran a pedradas los escaparates de todas las agencias de viajes que organizan
sex-tours,
al cabo de poco tiempo, dejarían de organizase
sex-tours
en Italia, ¿o no?

—¿Es una pregunta real o puramente retórica?

—Me parece que es una pregunta real —dijo ella. Esta vez fue Paola quien puso el azúcar en el café.

Brunetti se tomó el suyo antes de decir algo.

—No puedes hacer eso, Paola. No puedes ir por ahí rompiendo los cristales de las oficinas o de las tiendas que hacen cosas que tú no quieres que hagan o que venden cosas que no te parece bien que vendan. —Antes de que ella pudiera decir algo, preguntó—: ¿Te acuerdas de cuando la Iglesia quiso prohibir la venta de anticonceptivos? ¿Recuerdas tu reacción? Bien, si tú no la recuerdas, yo sí. Y era lo mismo: una cruzada contra algo que tú habías decidido que estaba mal. Pero aquella vez tú estabas en el otro lado, contra la gente que hacía lo que ahora tú dices que tienes derecho a hacer: impedir que alguien haga aquello que a ti te parece mal. No la obligación. —Sentía que estaba cediendo a la cólera que lo había invadido desde que se había levantado de la cama, que había caminado con él por las calles y que ahora estaba a su lado, en este tranquilo bar de madrugada—. Es lo mismo —insistió—. Tú sola decides que algo está mal y te sientes tan importante que te consideras la única que puede impedirlo, la única que conoce la verdad absoluta.

Esperaba que ella dijera algo a esto, pero, en vista de que callaba, continuó imparablemente:

—Es el ejemplo perfecto. ¿Qué buscas, ver tu foto en primera plana de
II Gazzettino,
la defensora de la infancia? —Tuvo que hacer un esfuerzo para no seguir. Metió la mano en el bolsillo, se acercó al camarero y pagó los cafés. Entonces abrió la puerta del bar y la sostuvo para que saliera ella.

En la calle, Paola torció hacia la izquierda, dio unos pasos y se paró a esperarlo.

—¿De verdad es así como tú lo ves? ¿Que sólo busco llamar la atención, que quiero que la gente me considere importante?

Él pasó por su lado desentendiéndose de la pregunta.

A su espalda, la oyó forzar el tono por primera vez.

—¿Es eso, Guido?

Él se paró y se volvió. Por detrás de ella vio venir a un hombre que empujaba una carretilla cargada de paquetes de diarios y revistas. Esperó a que el hombre hubiera pasado y contestó:

—Sí, en parte.

—¿En qué parte? —espetó ella.

—No sé. Estas cosas no pueden dividirse.

—¿Piensas que ésa es la razón por la que lo hago?

La exasperación le hizo preguntar a su vez:

—¿Por qué de todo tienes que hacer una
causa,
Paola? ¿Por qué todo lo que haces, o lees o dices… y hasta la ropa que te pones y la comida que comes, por qué ha de tener todo un
sentido?

Ella lo miró largamente sin decir nada, luego bajó la cabeza y se alejó camino de su casa.

Él la alcanzó.

—¿Qué has querido decir con eso?

—¿Qué he querido decir con qué?

—Esa mirada.

Ella volvió a pararse se encaró con él.

—A veces me pregunto qué se ha hecho del hombre con el que me casé.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que cuando me casé contigo, Guido, tú creías en todas esas cosas de las que ahora haces burla. —Sin darle tiempo a preguntar qué cosas eran, ella respondió—: Cosas tales como lo que es justo y lo que está bien y cómo decidir lo que está bien.

—Y sigo creyendo —protestó él.

—Ahora, Guido, crees en la ley —dijo ella, pero suavemente, como se habla a un niño.

—Eso es lo que te estoy diciendo —dijo él levantando la voz, sordo y ciego a la gente que pasaba por su lado, más numerosa ahora, que pronto abrirían los primeros puestos del mercado—. Oyéndote parece que lo que yo hago sea estúpido o sórdido. Soy policía, por Dios. ¿Qué quieres que haga más que obedecer la ley? ¿Y aplicarla? —Se sentía arder de indignación al ver, o creer ver, que durante todos aquellos años ella había menospreciado y desestimado lo que él hacía.

—Entonces, ¿por qué has mentido a Ruberti? —preguntó Paola.

El furor de Brunetti se evaporó.

—No le he mentido.

—Le has dicho que había habido una confusión, que no había comprendido lo que yo quería decir. Pero él sabe, lo mismo que tú, y que yo, y que el otro policía, qué es exactamente lo que he hecho. —Como él no respondía, ella se acercó—. He quebrantado la ley, Guido. He roto el escaparate y volvería a hacerlo. Y seguiré rompiendo sus escaparates hasta que tu ley, esa preciosa ley de la que tan orgulloso estás, hasta que tu ley haga algo, o a ellos o a mí. Porque no voy a dejar que sigan haciendo lo que están haciendo.

Él, sin poder contenerse, extendió las manos y la agarró por los codos. Pero no la atrajo hacia sí, sino que dio un paso hacia ella y luego la envolvió en un abrazo, oprimiéndole la cara contra su cuello. Le dio un beso en la coronilla y hundió los labios en su pelo. Bruscamente, se echó hacia atrás, con la mano en la boca.

—¿Qué te pasa? —preguntó ella, asustada por primera vez.

Brunetti se miró la mano y vio que tenía sangre. Se llevó un dedo a los labios y notó algo duro y afilado.

—No, déjame a mí —dijo Paola, poniendo la mano derecha en la mejilla de su marido para hacerle bajar la cara. Se quitó el guante y le rozó el labio con dos dedos.

—¿Qué es?

—Un trocito de vidrio.

Él sintió una punzada aguda, y luego un beso, muy suave, en el labio inferior.

Capítulo 4

Camino de casa, entraron en una
pasticceria
y compraron una gran fuente de brioches, dándose a entender mutuamente que era para los niños, pero sabiendo que era una especie de ofrenda para celebrar la paz, por precaria que fuera su restauración. Lo primero que hizo Brunetti al llegar a casa fue retirar la nota que había dejado en la mesa de la cocina y echarla a la bolsa de la basura que estaba debajo del fregadero. Luego cruzó el pasillo, procurando no hacer ruido para no despertar a los niños, y entró en el baño, donde se dio una larga ducha, como para tratar de eliminar las inquietudes que a tan temprana hora y de forma tan inesperada le habían asaltado.

Cuando se hubo afeitado y vestido, volvió a la cocina, donde encontró a Paola, que se había puesto el pijama y la bata, una prenda de franela a cuadros escoceses tan antigua que ninguno de los dos recordaba dónde la había adquirido. Estaba sentada a la mesa, leyendo una revista y mojando un brioche en un tazón de
caffe latte,
como si acabara de levantarse de la cama tras largas horas de sueño reparador.

—¿Tengo que darte un beso y decir:
Buon giorno, cara,
has dormido bien? —preguntó él al verla, pero no había sarcasmo ni en su voz ni en su intención. Su propósito, por el contrario, era el de distanciarlos a ambos de los sucesos de la noche, aunque bien sabía que tal cosa era imposible, y demorar las inevitables consecuencias de los actos de Paola, aunque éstas fueran a reducirse a un nuevo enfrentamiento verbal desde posiciones irreconciliables.

Ella levantó la cabeza, meditó estas palabras y sonrió, indicando que también ella optaba por esperar.

—¿Vendrás hoy a almorzar? —preguntó levantándose para ir al fogón, a echar café en un tazón. Agregó leche caliente y lo puso en la mesa en el sitio de él.

Al sentarse, Brunetti pensaba en lo extraño de la situación y en la circunstancia, más extraña todavía, de que ambos la aceptaran con tanta facilidad. Él había leído relatos de la tregua de Navidad que durante la Gran Guerra se había hecho espontáneamente en el Frente Occidental, en la que los soldados alemanes cruzaban las líneas para encender los cigarrillos que acababan de lanzar a los
tommies
y éstos saludaban sonrientes a los
huns.
Bombardeos masivos pusieron fin a aquella situación, y Brunetti no creía que tampoco la tregua con su mujer fuera a durar mucho, pero estaba decidido a aprovecharla mientras pudiera, de modo que se echó azúcar al café, tomó un brioche y contestó:

—No; he de ir a Treviso para hablar con uno de los testigos del atraco al banco de
campo
San Luca de la semana pasada.

Como en Venecia un atraco a un banco era un suceso insólito, éste les sirvió de distracción, y Brunetti explicó a Paola lo poco que se sabía de los hechos, a pesar de que en toda la ciudad no debía de quedar nadie que no lo hubiera leído en el diario. Tres días antes, un joven armado con una pistola había entrado en un banco, exigido dinero, se había marchado con el dinero en una mano y la pistola en la otra y había desaparecido tranquilamente en dirección a Rialto. La cámara disimulada en el techo del banco había proporcionado a la policía una imagen borrosa, pero le había permitido hacer una identificación provisional del hermano de un residente en la ciudad al que se relacionaba con la mafia. El atracador se había tapado la cara con un pañuelo al entrar en el banco, pero se lo había quitado al salir, por lo que un hombre que entraba en aquel momento había podido verle la cara claramente.

El testigo, un
pizzaiolo
de Treviso que iba al banco a pagar una hipoteca, había mirado atentamente al atracador, y Brunetti confiaba en que podría identificarlo por las fotos de sospechosos que había reunido la policía. Esto sería suficiente para hacer un arresto y, quizá, conseguir una condena. Y ésta era la tarea de Brunetti para aquella mañana.

Del fondo del apartamento llegó el sonido de una puerta que se abría y los pasos inconfundibles de Raffi, cargados de sueño, camino del baño y —era de esperar— del pleno conocimiento.

Brunetti tomó otro brioche, sorprendido de tener tanta hambre a esta hora: normalmente, el desayuno era una comida por la que sentía poca simpatía. Mientras esperaban nuevos sonidos del fondo del apartamento, marido y mujer se dedicaron al café y los brioches.

Brunetti ya terminaba cuando se abrió otra puerta. Instantes después, Chiara recorrió el pasillo tambaleándose y entró en la cocina, frotándose los ojos con una mano, como para ayudarles en la complicada tarea de abrirse. Sin decir nada, cruzó la cocina descalza y se sentó en las rodillas de Brunetti. Le pasó un brazo alrededor del cuello y le puso la cabeza en el hombro.

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