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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (5 page)

Mientras desfilaban ante la ventanilla los campos de los alrededores de Venecia, adormecidos por el otoño, Brunetti se preguntaba cómo podía parecer al
signor
Iacovantuono tan simple algo que a él le parecía tan complejo. Quizá lo simplificara la circunstancia de que la sociedad en general estaba de acuerdo en que atracar bancos era ilegal, mientras que ninguna ley decía que no se debían vender billetes de avión para Tailandia o las Filipinas ni que comprarlos fuera un crimen. Y las leyes tampoco determinaban lo que podían y lo que no podían hacer las personas cuando llegaban allí, por lo menos, leyes que se aplicaran en Italia, porque, si las había, debían de vegetar, junto con las leyes contra la blasfemia, por ejemplo, en una especie de limbo jurídico de cuya existencia no se tenían pruebas.

Durante los tres o cuatro meses últimos, quizá más, habían venido apareciendo en los diarios y revistas de ámbito nacional artículos en los que especialistas diversos analizaban el turismo del sexo en términos estadísticos, psicológicos, sociológicos y en cuantos aspectos gusta de explayarse la prensa cuando el tema tiene morbo. Brunetti recordaba algunos de aquellos artículos y, concretamente, la foto de unas preadolescentes, con la cara velada por un truco informático y unos pechitos incipientes que le dañaron la vista, en cuyo epígrafe se leía que las niñas trabajaban en un burdel de Cambodia.

Brunetti había leído los informes de la Interpol, había visto que los cálculos del número de personas implicadas, tanto clientes como —no encontraba otra palabra— víctimas, oscilaban nada menos que en medio millón. Al mirar las cifras, una parte de él siempre había querido quedarse con las más bajas: de haber aceptado las más altas, se hubiera sentido denigrado en su condición de ser humano.

El último de aquellos artículos —creía recordar que lo publicaba
Panorama
— encendió el furor de Paola. La primera andanada había sonado hacía dos semanas cuando, desde el fondo del apartamento, Paola gritó:
«Bastardi!»
rompiendo la placidez de una tarde de domingo y —temía ahora Brunetti— muchas cosas más.

No tuvo que levantarse para ir al estudio de su mujer, porque ella irrumpió en tromba en la sala, apretando con la mano derecha la revista enrollada.

No hubo preámbulo.

—Escucha esto, Guido. —Desenrolló la revista alisando las páginas contra sus rodillas y se irguió para leer—: «Un pedófilo, como la palabra indica, es alguien que ama a los niños.» —Aquí se paró y lo miró.

—Entonces, ¿un violador es alguien que ama a las mujeres? —preguntó Brunetti.

—¿Tú puedes concebir esta desfachatez? —preguntó ella, sin hacer caso de su observación—. ¿Una de las revistas más populares del país, y Dios sabrá por qué, se permite publicar esta mierda? —Miró la página y dijo—: Y este tipo enseña Sociología. Dios, ¿es que esa gente no tiene conciencia? ¿Cuándo saldrá en este asqueroso país alguien que diga que nosotros somos responsables de nuestros actos, en lugar de culpar a la sociedad o, ¡por el amor de Dios!, a la víctima?

Brunetti, que nunca había sabido qué responder a esta clase de preguntas, no intentó hacerlo con ésta sino que quiso saber qué más decía, el artículo.

Y ella se lo contó, si bien la necesidad de sosegar el ánimo para dar coherencia a sus palabras no hizo que disminuyera su cólera. El artículo seguía el gran itinerario, recorriendo los ya famosos centros de Phnom Penh, Bangkok y Manila para recalar finalmente cerca de casa, repasando los recientes casos de Bélgica e Italia. Pero era el tono lo que indignaba a Paola y, así lo reconocía él, repugnaba a Brunetti: partiendo de la asombrosa premisa de que los pedófilos aman a los niños, el sociólogo residente de la revista, pasaba a explicar cómo una sociedad permisiva inducía a los hombres a hacer estas cosas. En parte, opinaba el sabio, la razón era el gran poder de seducción de los niños. La rabia había impedido a Paola seguir leyendo.

—Turismo sexual —murmuró apretando los dientes con tal fuerza que Brunetti vio cómo se recortaban bajo la piel los tendones del cuello—. ¡Dios! Pensar que, comprando un viaje, inscribiéndose en un viaje, pueden ir a violar a criaturas de diez años. —Arrojó la revista contra el respaldo del sofá y volvió a su estudio. Y fue aquella misma noche, después de la cena, cuando propuso a Brunetti la idea de combatir esta industria.

Al principio, él creyó que bromeaba y ahora, al mirar atrás, temía que su negativa a tomarla en serio la hubiera reafirmado en su actitud y empujado a dar el paso fatídico para pasar de las palabras a la acción. Recordaba haberle preguntado —y ahora, en el recuerdo, su voz le sonaba sarcástica y condescendiente— si pensaba parar aquel tráfico ella sola.

—¿Y la circunstancia de que es ilegal?

—¿Qué es ilegal?

—Romper lunas de escaparates, Paola.

—¿Y no es ilegal violar a criaturas de diez años?

Aquí, Brunetti había cortado la conversación y ahora, al pensarlo, tenía que reconocer que era porque no tenía respuesta que darle. En efecto, al parecer, había sitios en los que no era ilegal violar a criaturas de diez años. Pero aquí, en Venecia, Italia, era ilegal arrojar piedras a los escaparates, y su trabajo consistía en encargarse de que nadie hiciera esas cosas y, si las hacía, de que fuera arrestado.

El tren entró en la estación y, poco a poco, se detuvo. Muchos de los pasajeros que se apeaban llevaban ramos de flores envueltos en cucuruchos de papel, lo que recordó a Brunetti que era primero de noviembre, día de Todos los Santos, en que la mayoría de los ciudadanos iban al cementerio a llevar flores a las tumbas de los difuntos. Señal de su decaimiento era que pensar en parientes muertos le resultara ahora una distracción grata. Él no iría al cementerio; casi nunca iba.

Brunetti decidió irse a casa directamente, sin pasar por la
questura.
Caminaba por la ciudad ciego y sordo a sus encantos, dando vueltas y más vueltas a las conversaciones y enfrentamientos resultantes de aquel primer estallido de Paola.

Una de sus muchas peculiaridades era la de ser una fanática de la higiene dental, y a menudo la veías andar por la casa o entrar en el dormitorio cepillándose los dientes. Por eso no le llamó la atención encontrarla de pie en la puerta del dormitorio, cepillo en mano, tres noches atrás, cuando le dijo sin preámbulos:

—Voy a hacerlo.

Brunetti supo enseguida a qué se refería, pero no la creyó, y se limitó a mirarla un momento moviendo la cabeza de arriba abajo. Y no hubo nada más, hasta que recibió la llamada de Ruberti que le había destrozado, primero, el sueño y, ahora, la paz de espíritu.

Entró en la
pasticceria
que había al lado de su casa y compró una bolsa de
fave,
unas pastitas redondas de almendra que sólo se hacían en esta época del año. A Chiara le encantaban. A continuación pensó que lo mismo podía decirse prácticamente de cualquier sustancia comestible, y con este pensamiento llegó la primera auténtica distensión que había experimentado Brunetti desde la noche antes.

Había silencio en el apartamento, aunque, en las circunstancias actuales, esto no significaba mucho. El abrigo de Paola estaba colgado del perchero, al lado del de Chiara, cuya bufanda de lana roja había caído al suelo. Él la recogió y la colgó encima del abrigo, antes de quitarse el suyo y colgarlo a la derecha del de Chiara. Como en el cuento de «Los tres osos», pensó: mamá, papá y la niña.

Abrió la bolsa y se echó unas cuantas
fave
en la palma de la mano. Se metió una en la boca, luego otra, y dos más. Entonces, de pronto, recordó que también compraba estas galletitas para Paola, hacía décadas, cuando aún iban a la universidad, en plena efervescencia amorosa.

—¿No estás harta de que la gente se te ponga a hablar de Proust cuando come una magdalena o una galleta? —le preguntó, como si tuviera el don de leerle el pensamiento.

Una voz que sonó a su espalda lo sobresaltó sacándolo de su evocación.

—¿Me das, papá?

—Para ti las he comprado, cielo —contestó él inclinándose para poner la bolsa en las manos de Chiara.

—¿Te molesta si sólo como las de chocolate?

Él movió negativamente la cabeza.

—¿Tu madre está en el estudio?

—¿Vais a discutir? —preguntó la niña con la mano sobre la abertura de la bolsa.

—¿Por qué lo dices?

—Porque cuando dices «tu madre» es señal de que vas a discutir con ella.

—Seguramente —admitió él—. ¿Está?

—Aja. ¿Será fuerte?

Él se encogió de hombros. No tenía ni idea.

—Entonces vale más que me las coma todas, por si acaso.

—¿Por qué?

—Porque la cena se retrasará. Siempre se retrasa.

Él metió la mano en la bolsa y tomó unas
fave,
evitando que fueran de chocolate.

—Entonces procuraré que no haya discusión.

—Bien. —Ella dio media vuelta y se fue pasillo adelante hacia su cuarto llevándose la bolsa. Brunetti la siguió momentos después y se paró en la puerta del estudio de Paola. Llamó con los nudillos.


Avanti
—gritó ella.

Al entrar, la encontró como tantas otras veces al volver del trabajo, sentada a su escritorio, con un montón de papeles delante y las gafas en la punta de la nariz. Ella levantó la cabeza, lo miró con una sonrisa auténtica, se quitó las gafas y preguntó:

—¿Cómo te han ido las cosas en Treviso?

—Como no creía que me fueran —dijo Brunetti, yendo hacia su sitio habitual, a un vetusto y macizo sofá, arrimado a la pared, a la derecha del escritorio.

—¿Va a declarar?—preguntó Paola.

—Lo está deseando. Ha identificado la foto al momento y mañana vendrá para ver al hombre, aunque me parece que no tiene dudas. —En respuesta a la sorpresa que manifestaba ella, Brunetti agregó—: Y es de Salerno.

—¿En serio va a declarar? —Ella no podía disimular el asombro. Cuando Brunetti asintió, dijo—: ¿Cómo es ese hombre?

—Bajito, unos cuarenta años, tiene mujer y dos hijos, trabaja en una pizzería de Treviso. Hace unos veinte años que vino al Norte, pero aún va a Salerno de vacaciones todos los años, si puede.

—¿Trabaja su mujer? —preguntó Paola.

—Es encargada de la limpieza en una escuela primaria.

—¿Y qué hacía él en un banco de Venecia?

—Pagar la hipoteca de su apartamento de Treviso. El banco que se la concedió fue absorbido por uno de aquí, y él viene una vez al año a pagar personalmente. Si lo hiciera por transferencia, el banco de Treviso le cargaría doscientas mil liras. Para eso había venido a Venecia en su día libre.

—Y se encontró en pleno atraco.

Brunetti asintió.

Paola meneó la cabeza.

—Es extraordinario que esté dispuesto a testificar. ¿No decías que el detenido tiene relaciones con la Mafia?

—Su hermano. —Brunetti se calló su convicción de que esto significaba que las tenían los dos.

—¿Y ese hombre de Treviso lo sabe?

—Se lo he dicho yo.

—¿Y aun así está dispuesto? —Cuando Brunetti asintió de nuevo, Paola dijo—: Entonces quizá aún quede esperanza para todos nosotros.

Brunetti se encogió de hombros, consciente de que era un poco inmoral —o quizá muy inmoral— no revelar a Paola lo que Iacovantuono había dicho sobre la necesidad de comportarnos con valentía por el bien de nuestros hijos. Se retrepó en el sofá, estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

—¿Vas a dejarlo ya? —preguntó, seguro de que ella lo entendería.

—Me parece que no, Guido —respondió Paola con vacilación y pesar en la voz.

—¿Por qué?

—Porque cuando los diarios den la noticia de lo ocurrido lo llamarán un acto de vandalismo gratuito, como volcar un contenedor de basura o desgarrar la tapicería de los asientos de un tren.

Brunetti optó por no decir nada, aunque no por falta de ganas, y la dejó continuar.

—Y no fue gratuito, Guido, ni fue vandalismo. —Apoyó la cara en las palmas de las manos y fue bajando la cabeza, hasta cubrirse con ellas el pelo. Su voz le llegó ahogada—: La opinión pública tiene que saber por qué se hizo aquello, saber que esa gente se dedica a un tráfico repugnante e inmoral y que hay que obligarla a abandonarlo.

—¿Has pensado en las consecuencias? —preguntó Brunetti con voz neutra.

Ella levantó la cabeza.

—¿Veinte años casada con un policía, y quieres que no haya pensado en las consecuencias?

—¿Para ti?

—Por supuesto.

—¿Y para mí?

—Sí.

—¿Y no te importa?

—Claro que me importa. No quiero perder mi empleo ni perjudicar tu carrera.

—Pero…

—Ya sé que piensas que me gusta hacer ruido para llamar la atención, Guido —empezó, y prosiguió antes de que él pudiera decir algo—: Y es verdad, pero sólo a veces. Ahora no, en absoluto. No hago esto para salir en los periódicos. Es más, francamente, me da miedo pensar en los disgustos que esto va a causarnos a todos. Pero tengo que hacerlo. —De nuevo, cuando vio que él iba a interrumpir, rectificó—: Quiero decir que alguien tiene que hacerlo o, usando la voz pasiva que tanto aborreces, tiene que hacerse. —Sonriendo todavía, agregó—: Escucharé todo lo que tengas que decir, pero no creo que pueda hacer nada más que lo que me he propuesto.

Brunetti cambió la posición de los pies, poniendo el izquierdo encima y se inclinó un poco hacia la derecha.

—Los alemanes han cambiado la ley. Ahora los ciudadanos alemanes pueden ser juzgados por lo que hagan en otros países.

—Ya lo sé. Leí el artículo —dijo ella ásperamente.

—¿Y?

—Y sentenciaron a un hombre a unos cuantos años de cárcel.
«Big fucking deal»,
que dirían los americanos. ¡Vaya una gran cosa! Son cientos de miles los hombres que viajan a esos países al cabo del año. Poner a uno en la cárcel, una cárcel alemana, bien iluminada, con televisión y visitas de la esposa una vez por semana, no disuadirá a nadie de ir a Tailandia en un
sex—tour.

—¿Y qué pretendes hacer tú para impedirlo?

—Si no hay aviones, si nadie está dispuesto a correr el riesgo de organizar los viajes, facilitando hotel, comidas y guías que los acompañen a los burdeles, quizá sean menos los que vayan. Ya sé que no es mucho, pero es algo.

—Irán por su cuenta.

—Menos.

—Pero irán. ¿Serán pocos? ¿Serán muchos?

—Probablemente.

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