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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

El peor remedio (19 page)

Ésta era la deducción que había hecho Brunetti, y se alegró de que se la confirmara alguien que había conocido a Mitri.

—¿Y no se preguntó usted cuál podía ser esa razón?

Ahora Zambino se rió francamente. Había entrado en el juego y estaba disfrutando con él.

—Si viviéramos en otro siglo, diría que Mitri temía por su buen nombre. Pero como ahora ésta es una mercancía que cualquiera puede comprar en el mercado libre, diría que era porque ese examen podía sacar a la luz algo que él no deseaba que saliera.

Una vez más, su pensamiento era reflejo del de Brunetti.

—¿Alguna idea?

Zambino titubeó largamente antes de contestar:

—Me temo que ésa sea una cuestión muy complicada para mí, comisario. Aunque él esté muerto, mi responsabilidad profesional subsiste, por lo que no debo alertar a la policía sobre lo que yo pueda saber o, simplemente, sospechar.

Brunetti inmediatamente sintió curiosidad por lo que Zambino pudiera saber o sospechar, y se preguntó cómo averiguarlo. Pero, antes de que pudiera empezar siquiera a formular una pregunta, el otro prosiguió:

—Para ahorrarle tiempo, le diré, extraoficialmente, que no tengo ni la más remota idea de lo que preocupara a Mitri. Él no me habló de sus otros asuntos, sólo de este caso. Así pues, no tengo información pero, aunque la tuviera, tampoco se la daría.

Brunetti dibujó su sonrisa más franca mientras se preguntaba cuánta verdad habría en lo que acababa de oír.

—Ha sido usted muy generoso con su tiempo,
avvocato,
pero no deseo abusar más de él —dijo poniéndose en pie y yendo hacia la puerta.

Zambino lo siguió.

—Espero que pueda resolver esto, comisario —dijo al salir del despacho. Extendió la mano y Brunetti se la estrechó cordialmente mientras pensaba si el abogado sería un hombre honrado o un hábil embustero.

—También yo lo espero,
avvocato
—dijo dando media vuelta y encaminándose hacia su casa y su mujer.

Capítulo 18

Durante todo el día había estado latente en la cabeza de Brunetti la idea de que aquella noche él y Paola cenaban fuera. Desde lo que él se resistía a llamar el arresto de Paola, evitaban hacer y aceptar invitaciones, pero este compromiso había sido contraído hacía meses, era la fiesta de las bodas de plata de Giovanni Morosini, el mejor amigo y más fiel aliado de Paola en la universidad, y no había posibilidad de zafarse con elegancia. En dos ocasiones Giovanni había salvado la carrera de Paola, la primera, destruyendo una carta que ella había escrito al Magnifico Rettore, en la que le llamaba incompetente y ansioso de poder, la segunda, convenciéndola para que no entregara una carta de dimisión al mismo rector.

Giovanni enseñaba Literatura Italiana en la universidad, y su esposa, Historia del Arte en la Accademia di Belle Arti, y con los años los cuatro se habían hecho muy buenos amigos. Como los otros tres pasaban la mayor parte de su vida profesional dentro de los libros, a veces, Brunetti encontraba su compañía un poco desconcertante, convencido como estaba de que para ellos era más real el arte que la vida cotidiana. Pero el afecto de los Morosini hacia Paola estaba fuera de toda duda, y Brunetti se avino a aceptar la invitación, especialmente, cuando Clara llamó para decir que no irían a un restaurante sino que cenarían en casa. Brunetti no deseaba frecuentar los lugares públicos, por lo menos, mientras no se resolviera la situación de Paola ante la ley.

Paola, que no veía razón para dejar de dar sus clases en la universidad, había llegado a casa a las cinco, con tiempo para empezar a preparar la cena para los chicos, tomar un baño y arreglarse antes de que llegara Brunetti.

—¿Ya estás vestida? —preguntó él al entrar en el apartamento y verla con un vestido corto que parecía confeccionado en etérea hoja de oro—. Eso es nuevo —agregó colgando el abrigo.

—¿Y…?

—Me gusta —concluyó él—. Sobre todo, el delantal.

Sorprendida, ella bajó la mirada, pero antes de que pudiera darse por ofendida por haber caído en el engaño, él ya se alejaba por el pasillo camino del dormitorio. Ella volvió a la cocina donde, ahora sí, se ató un delantal a la cintura mientras él se ponía el traje azul marino.

Brunetti entró en la cocina alisándose el cuello de la camisa bajo la americana.

—¿A qué hora tenemos que estar allí?

—A las ocho.

Él se subió el puño para mirar el reloj.

—¿Nos vamos dentro de diez minutos?

Paola contestó con un gruñido, mientras inspeccionaba el contenido de una cacerola. Brunetti lamentó que no quedara tiempo para tomar una copa de vino.

—¿Alguna idea de quién más estará allí?

—No.

—Hm —hizo él. Abrió el frigorífico y sacó una botella de Pinot Grigio, se sirvió media copa y tomó un sorbo.

Paola tapó la cacerola y apagó el gas.

—Ya está —dijo—. No se morirán de hambre. —Y a él—: Es preocupante, ¿verdad?

—¿Te refieres a no saber quiénes son los otros invitados?

En lugar de contestar a su pregunta, ella dijo:

—¿Te acuerdas de los americanos?

Brunetti suspiró y dejó la copa en el fregadero. Sus miradas se encontraron y los dos se echaron a reír. Los americanos eran una pareja de profesores de Harvard, asiriólogos, de visita en la Universidad de Venecia, a los que los Morosini habían invitado a cenar hacía dos años. Durante toda la cena, los americanos no habían hablado con nadie más que el uno con el otro mientras procedían a emborracharse a conciencia, por lo que hubo que enviarlos a casa en un taxi, cuya factura apareció a la mañana siguiente en el buzón de los Morosini.

—¿Has preguntado? —quiso saber Brunetti.

—¿Quién habría?

—Sí.

—No pude —respondió Paola y, al observar que él no estaba convencido, agregó—: Eso no se hace, Guido. O, por lo menos, yo no hago eso. ¿Y si me contestan que va a haber alguien perfectamente horrible? ¿Les digo que estaré enferma?

Él se encogió de hombros, pensando en las veladas que había pasado prisionero de las tendencias católicas y las pintorescas amistades de los Morosini.

Paola sacó el abrigo y se lo puso sin esperar a que él la ayudara. Salieron a la calle y bajaron hacia San Polo. Atravesaron el
campo,
cruzaron un puente, torcieron a la derecha por una calle estrecha, al otro extremo volvieron a torcer a la derecha y pulsaron el timbre de los Morosini. La puerta se abrió casi al instante y subieron al
piano nobile,
donde Giovanni Morosini esperaba en una puerta por la que salía a la escalera un rumor de voces.

Morosini era un hombre corpulento que aún llevaba la barba que se había dejado cuando participaba en las protestas estudiantiles del sesenta y ocho. Con los años, la barba había encanecido y él decía a veces, con humor, que lo mismo les había ocurrido a sus principios e ideales. Era un poco más alto y bastante más ancho que Brunetti y daba la impresión de que casi llenaba el vano de la puerta. Saludó a Paola con dos besos y a Brunetti con un cordial apretón de manos.

—Bienvenidos, bienvenidos. Pasad y bebed —dijo tomándoles los abrigos y colgándolos en un armario al lado de la puerta—. Clara está en la cocina, pero yo os presentaré a unos amigos.

Brunetti no se acostumbraba al contraste que había entre la corpulencia del hombre y la suavidad de su voz, que apenas pasaba de un susurro, como si estuviera siempre temiendo la proximidad de oídos indiscretos.

El hombre se apartó para dejarlos pasar y los precedió por un pasillo que desembocaba en el gran
salotto,
al que se abrían todas las demás habitaciones de la casa. En un ángulo había cuatro personas, y lo primero que notó Brunetti era que mientras dos de ellas evidenciaban su condición de pareja las otras dos no podían ser más dispares.

Al oírles entrar, todos se volvieron y Brunetti vio cómo los ojos de la mujer dispar se iluminaban al ver a Paola. No fue una visión agradable.

Rodeando un sofá bajo, Morosini los llevó hasta donde estaban los otros.

—Paola y Guido Brunetti —empezó—. Os presento al
dottor
Klaus Rotgeiger, un amigo que vive al otro lado del
campo
y Bettina, su esposa. —La pareja concordante dejó las copas en la mesa que tenía a la espalda y se volvió para darles la mano con apretones tan efusivos y prietos como había sido el de Morosini, mientras pronunciaban las fórmulas de cumplido con leve acento germánico. Brunetti observó dos complexiones huesudas similares y dos pares de ojos claros.

—Y —continuó Morosini— la
dottoressa
Filomena Santa Lucia y Luigi Bernardi, su esposo. —La pareja discordante puso las copas al lado de las otras y extendió las manos. Las mismas frases amables fueron de un lado al otro. Brunetti percibió en estas manos cierta resistencia a mantener contacto con desconocidos más tiempo del estrictamente necesario. También observó que, si bien tanto la
dottoressa
como su marido dirigían la palabra indistintamente a Paola o a él, la miraban a ella mucho más. La mujer tenía los ojos negros y un aire de creerse bastante más bonita de lo que era. El hombre hablaba con la R suave de Milán.

A su espalda sonó la voz de Clara:


A tavola, a tavola, ragazzi.
—Y Giovanni los llevó a la habitación contigua donde había una larga mesa ovalada paralela a una serie de altas ventanas por las que se veían las casas del otro lado del
campo.

Clara salió entonces de la cocina, con la cabeza envuelta en una nube de vapor que ascendía de la sopera que llevaba como una ofrenda votiva. Brunetti aspiró un olor a brécol y anchoa y sintió toda el hambre que tenía.

Durante el plato de pasta, la conversación fue general, esa especie de tanteo del terreno que se practica cuando ocho personas que no están seguras de las inclinaciones respectivas tratan de marcar los temas de interés. Brunetti, como tantas veces durante los últimos años, echó de menos la alusión a la política. Ya no sabía si este silencio se debía a falta de interés de la gente o a que el tema era muy volátil como para mencionarlo ante desconocidos. Cualquiera que fuese la razón, ahora la política había ido a hacer compañía a la religión en una especie de gulag discursivo al que nadie se atrevía ni molestaba en acercarse.

El
dottor
Rotgeiger explicaba, en un italiano francamente bueno, según observó Brunetti, las dificultades que tenía en el Ufficio Stranieri para prorrogar por un año más el permiso de permanencia en Venecia. Mientras aguardaba, lo abordaban unos individuos que se autodefinían como «agentes» que recorrían la cola ofreciéndose a agilizar el papeleo.

Brunetti aceptó repetir de pasta, y no hizo ningún comentario.

Cuando llegó el pescado —un
branzino
enorme que debía de haber medido medio metro— llevaba la voz cantante del diálogo la
dottoressa
Santa Lucia, antropóloga cultural, que acababa de regresar de un viaje por Indonesia, donde había pasado un año estudiando las estructuras de poder en la familia. Aunque dirigía sus observaciones a la mesa en general, Brunetti observaba que sus ojos buscaban con frecuencia a Paola.

—Tenemos que comprenderlo —decía sin sonreír del todo pero con la expresión de autocomplacencia del que se siente capaz de percibir las sutilezas de una cultura ajena—, la estructura familiar se orienta a la preservación de la familia. Es decir, hay que preservar intacta la familia a toda costa, aunque ello suponga sacrificar a sus miembros menos importantes.

—¿Y quién define cuáles son? —preguntó Paola sacándose una espinita de la boca y colocándola en el borde del plato con una precaución excesiva.

—Una pregunta muy interesante —dijo la
dottoressa
Santa Lucia en el tono que debía de haber utilizado para explicar esto mismo a sus alumnos cientos de veces—. Pero yo pienso que éste es uno de los pocos casos en los que los criterios de su compleja y sofisticada cultura coinciden con nuestros propios más simplistas conceptos. —Hizo una pausa, esperando que alguien pidiera una aclaración.

Bettina Rotgeiger la complació:

—¿En qué coinciden?

—En decidir cuáles son los miembros menos importantes de la sociedad. —Dicho esto, la
dottoressa
hizo una pausa y, al ver que contaba con la atención de toda la mesa, bebió un sorbito de vino mientras ellos esperaban la revelación de la incógnita.

—A ver si lo adivino —sonrió Paola apoyando la barbilla en la palma de la mano y olvidando el pescado que tenía en el plato—. ¿Las niñas?

Tras una breve pausa, la
dottoressa
Santa Lucia dijo:

—Exactamente —sin aparentar desconcierto porque le hubieran pisado el efecto sorpresa—. ¿Y esto la asombra?

—Ni lo más mínimo —respondió Paola, que volvió a sonreír y concentró la atención en el
branzino.

—Sí —prosiguió la antropóloga—, según sus normas sociales, las niñas son prescindibles, dado que nacen en mayor número del que las familias pueden alimentar y que los varones son preferibles. —Miró a los comensales para ver el efecto y agregó con una rapidez ostensiblemente debida al temor a haber ofendido su sensibilidad rígidamente occidental—: Esto, naturalmente, desde su punto de vista. Al fin y al cabo, ¿quién si no podrá ocuparse de los padres ancianos?

Brunetti tomó la botella de Chardonnay e, inclinándose sobre la mesa, llenó la copa de Paola y luego la propia. Se miraron y ella, con una leve sonrisa, asintió casi imperceptiblemente.

—Creo que es necesario que nosotros contemplemos el tema desde su punto de vista, que tratemos de plantearlo como lo plantean ellos, por lo menos, en la medida en que nuestros propios prejuicios culturales nos lo permitan —proclamó la
dottoressa
Santa Lucia embarcándose en una disertación sobre la necesidad de ampliar nuestras miras para abarcar otras culturas, concediéndoles el respeto al que se han hecho acreedoras por haber sido desarrolladas en el transcurso de los milenios a fin de responder a las necesidades específicas de sociedades diversas.

Al cabo de un rato, que Brunetti midió por lo que él había tardado en beber su copa de vino y comer la guarnición de patatas hervidas, la antropóloga dio por terminada su explicación, tomó la copa y sonrió, como esperando que la clase se acercara a la tarima para felicitarla por su clarificadora lección. Se hizo un largo silencio que Paola rompió para decir:

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