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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (10 page)

—¡Pues sí que nos vamos a divertir! —suspiró Anton.

Su padre se rió.

—Quizá no deberíamos ser tan severos con la comida, Helga —dijo—. Mañana en casa de los abuelos seguro que habrá también tarta de crema y helado y pasteles... ¡Y seguro que la abuela no cocina con miel!

—¡¿Qué?! —gritó Anton—. ¿Que vamos a casa de los abuelos? ¿No será hasta por la noche?

—¿Por qué no?

—Porque... —carraspeó Anton—, porque sí que tenemos que hacer un examen. —Y como las matemáticas se le daban bastante mal añadió—: Un examen de matemáticas.

Mala memoria

—¿Un examen de matemáticas? —preguntó su madre, que se había puesto pálida—. ¿Por qué no lo has dicho antes?

—¿Que por qué?

¡Anton mal podía admitir que lo del examen de matemáticas se le acababa de ocurrir en aquel momento!

—No había pensado en ello —dijo Anton.

—¿Que no habías pensado en ello? —repitió indignada su madre.

—Bueno, es que... Después de las dos semanas de vacaciones
tan
llenas de aventuras... —observó mordaz Anton.

Aquello surtió efecto: sus padres intercambiaron una mirada de culpabilidad y luego su padre le ofreció con extraordinaria amabilidad:

—A mamá y a mí nos gustaría ayudarte a preparar el examen.

—No, gracias, prefiero hacer los ejercicios yo solo —contestó él—. ¡Mañana después de comer, cuando estéis en casa de los abuelos!

—¿Precisamente cuando estamos invitados a tomar un café tan agradable? —preguntó descontenta la madre de Anton—. ¿No quieres hacer los ejercicios hoy?

—No. Primero: así la casa estará completamente en silencio. Y segundo: ¡tú siempre dices que yo tengo mala memoria! ¡Y si hago hoy los ejercicios, quizá para el lunes ya se me haya olvidado todo!... Y tercero: ya iremos más a menudo a tomar café a casa de los abuelos.

En contra de eso ni siquiera la madre de Anton podía argumentar nada.

—Está bien —dijo ella—. ¡Pero tienes que prometerme que estudiarás y no leerás tus libros de vampiros!

—Si te sirve de consuelo —contestó Anton—, por desgracia ya me los he leído todos.

—¿Y eso tiene que servirme de consuelo? —dijo ella riéndose... algo molesta—. ¡Por lo que yo te conozco, seguro que vuelves a empezar con uno de esos libros desde el principio!

—Tú sabrás —dijo Anton.

En secreto reconoció, sin embargo, que realmente sí que le conocía bien. Quizá demasiado bien...

—Te lo prometo —dijo él.

Y, así, llegó la tarde del domingo y a Anton le dejaron quedarse solo en casa..., sólo para estudiar, como había vuelto a recalcar su madre.

Y realmente estuvo un rato haciendo ejercicios de matemáticas, pues el señor Fliegenschneider, su profesor de matemáticas, tenía predilección por las sorpresas desagradables el primer día de clase.

Luego Anton se puso a leer y —para cumplir su promesa— no un libro de vampiros, sino... historias de fantasmas.

Sus padres regresaron a media tarde. Nada más entrar por la puerta se quejaron de que habían comido demasiado.

—Me encuentro realmente mal —suspiró la madre de Anton, que tenía la cara bastante pálida.

Anton reprimió una risa burlona.

—Yo también me encuentro mal —dijo él—. De tanto estudiar.

—Seguro que la tarta de cerezas que nos ha dado la abuela para ti te ayudará a ponerte bien —dijo su padre riéndose.

—¡Oh, tarta de cerezas! —se alegró Anton.

Sentía realmente mucha hambre. Y su abuela no sólo le había puesto un trozo, sino tres..., como si ella se hubiera figurado que Anton tenía aquella noche una cita.

¡Y como Anna tomaba leche y queso, quizá también le gustara la tarta de cerezas!

Con el hambre que tenía, Anton se comió rápidamente dos trozos, uno detrás de otro. Luego les dijo «buenas noches» a sus padres, cogió el plato con el tercer trozo de tarta y se fue a su habitación.

No ha dado resultado

Cerró la puerta con llave y abrió la ventana. Se asomó con el corazón palpitante. Ya casi era de noche y la oscuridad parecía hacer aún más fuerte el aroma a flores que llegaba hasta donde estaba Anton.

¿Serían los jazmines que crecían delante de las casa? Anton había leído en el periódico que un hombre se había quedado dormido entre jazmines y había estado a punto de asfixiarse...

Ya estaba pensando si sería mejor cerrar la ventana... cuando oyó una risita clara. Procedía del ángulo exterior más alejado de la ventana.

Y allí, muy apretada contra la pared, había una pequeña figura negra: ¡Anna!

De repente Anton comprendió por qué el aroma era tan inusitadamente fuerte: no procedía en absoluto de las plantas, sino de Anna. Ella debía llevar algún nuevo perfume. Anton la miró poniéndose colorado.

Estaba completamente envuelta en su capa negra, que se la había echado por encima de la cabeza, de forma que Anton sólo podía ver su nariz y sus grandes y brillantes ojos.

—¡Hola, Anna! —la saludó.

—Buenas noches, Anton —dijo ella con una sonrisa inusitadamente tímida, según le pareció a Anton.

—¿No quieres entrar? —preguntó él.

—Si me dejas... —contestó ella.

—¿Por qué no? —repuso Anton... perplejo por la extraordinaria cautela de ella—. Hasta tengo un trozo de tarta de cerezas para ti.

—¿Tarta de cerezas? —dijo ella saltando del alféizar de la ventana al interior de la habitación y retirándose la capa—. ¿Para mí?

—Sí.

Anton fue corriendo a su escritorio, encendió la lámpara y le llevó el plato a Anna.

Pero luego se rió apocado.

—Mi memoria realmente no es muy buena —dijo él—. ¡Se me ha olvidado el tenedor!

—Oh, no importa —contestó Anna sentándose en la cama de Anton y colocando el plato a su lado—. Yo..., de todas formas no puedo comerme la tarta.

—¿No? —preguntó sorprendido Anton.

—No.

Una triste sonrisa se asomó en la pequeña y redonda boca de ella.

—No ha dado resultado —dijo Anna.

—¿No ha dado resultado? —repitió Anton—. ¿El qué? —preguntó mirándola confuso.

—¿No lo sabes? —dijo Anna, y ahora se rió algo más fuerte, de tal forma que Anton le pudo ver los dientes... y entonces, de repente, entendió qué era lo que no había dado resultado:

Los colmillos de Anna... ¡habían crecido! Aún parecían pequeños comparados con los de los demás vampiros, pero eran claramente más largos que los restantes dientes...

Anton sintió un ligero estremecimiento.

Hacía un par de meses Anna había declarado que iba a poner todo su empeño en no convertirse en un auténtico vampiro.

Cuando él le preguntó preocupado si aquello era posible, ella respondió que sólo tenía que quererlo con la fuerza suficiente... y saber por quién lo hacía.

—De verdad que me gustaría comerme tu tarta de cerezas —dijo ella con gesto apesadumbrado—. Y también me gustaría beber leche —añadió mirando los batidos que Anton ya tenía preparados para ella encima del escritorio—, pero, sencillamente, ya no puede ser. Mi abuela, Sabine la Horrible, dice que no se puede cambiar el curso de las cosas.

Ella bajó la cabeza y sollozó suavemente, y a Anton también se le puso de repente un nudo en la garganta.

—La estúpida tarta de cerezas —observó él, simplemente por decir algo.

Anna levantó la vista. En sus ojos brillaban las lágrimas. Cogió el plato y se lo tendió a Anton.

—Toma —dijo—. Cómete tú la tarta... ¡por mí!

—¿Por ti?

Anton no tenía absolutamente ninguna gana de comerse otro trozo de tarta. Además, había perdido por completo el apetito. Sin embargo, no quiso decepcionar a Anna y se comió su tercer trozo de tarta... con los dedos.

Un elefante en una cacharrería

Mientras se lo comía, Anna le estuvo mirando... con una tierna sonrisa.


Algo
sí que podríamos cambiar —dijo ella en voz baja y de una forma muy delicada.

A Anton, que entendió enseguida qué era lo que ella estaba insinuando, le entró un ataque de tos.

—¡No! —exclamó él en mitad de las fuertes toses—. ¡No! Tú sabes perfectamente que yo no quiero.

—Pero si no hay ninguna otra forma... —repuso ella.

Anton de repente se sintió fatal.

—¡Yo no quiero convertirme en vampiro! —gritó.

Anna entonces se echó a llorar. Las lágrimas le corrían por sus mejillas blancas como la nieve mientras permanecía simplemente allí sentada mirando sus manos cruzadas sobre el regazo.

Anton se levantó avergonzado.

Se hubiera dado de bofetadas por haberse comportado de modo tan grosero y haber tenido tan poca sensibilidad. ¡A veces realmente se comportaba como un elefante en una cacharrería!

En lugar de consolar a Anna, que era evidentísimo que ya había llegado a su casa completamente desmoralizada, él lo único que había hecho era empeorar más las cosas con su inoportuno comentario (inoportuno en aquella situación) de que él no quería convertirse en vampiro.

—Yo..., quizá sí que haya otra forma —dijo él con la voz ronca.

—¿Sí? ¿Cuál? —sollozó Anna.

Anton se fue a su escritorio.

Sacó de uno de los cajones la octavilla del señor Schwartenfeger y se la tendió a Anna.

Mientras la leía, sus sollozos se fueron haciendo cada vez más débiles.

—Salvad el viejo cementerio —dijo ella mirando interrogante a Anton—. No comprendo... ¿A qué forma te refieres?

—Este Schwartenfeger cuyo nombre aparece en la octavilla —empezó a decir Anton... con acentuada cautela para no volver a herirla—, es el psicólogo al que yo voy y del que ya te he hablado. ¿Te acuerdas?

—¿Psicólogo?

—Sí, ayuda a las personas que... tienen problemas.

Ella volvió a sollozar.

—¡Pero yo no soy una
persona
!

—Bueno, él no sólo ayuda a las personas —repuso Anton, y susurrando sin darse cuenta, dijo—: sino también... ¡a los vampiros!

—¿A los vampiros? ¡No nos habrás delatado ante ese Warzenpleger! —exclamó indignada Anna.

—¡No, claro que no! —la tranquilizó Anton—. Pero he visto en casa del señor Schwartenfeger al paciente cuya imagen parece que no se refleja en el espejo. ¡Es un auténtico vampiro!

—¿Un auténtico vampiro de paciente de un psicólogo?

—¡Sí! El señor Schwartenfeger quiere enseñarle a no tener miedo a los rayos del sol.

Anna miró a Anton con incredulidad.

—¿Él cree que puede... enseñarle eso?

—Sí. Tiene un programa de des...; bueno, se me ha olvidado el nombre exacto. El caso es que con ese programa es posible superar miedos fuertes... Por lo menos eso es lo que él afirma.

—¿Miedos fuertes? —dijo Anna poniendo cara de duda—. Yo no llamaría miedo a lo que nos hace evitar los rayos del sol. Es nuestra ley de vida, nuestra... ¡ley de supervivencia!

—Él tampoco entiende demasiado de vampiros —la intentó tranquilizar rápidamente Anton—. ¡Lo principal es que su programa funciona! Y yo
he
visto al vampiro en su consulta, y
además
... —hizo una pausa e inspiró profundamente—. ...y además ¡antes de ponerse el sol!

Verdaderos milagros

—¿Antes de ponerse el sol? —repitió Anna—. ¿Y tú estás seguro de que era un vampiro?

—Sí —dijo Anton asintiendo con la cabeza—. Era de mediana estatura; estaba palidísimo pero iba maquillado; tenía el pelo negro azabache y los ojos sombríos. E iba vestido muy elegante, aunque con ropa bastante pasada de moda. Y no olía muy...

Anton se contuvo sobresaltado. ¡Ojalá Anna no se hubiera vuelto a sentir ofendida! Sin embargo, ella sonrió.

—Yo sí que huelo bien, ¿verdad? —dijo ella—. Este perfume es nuevo. Lo he hecho yo con las flores de los matorrales que crecen delante de nuestra casa.

—Hu..., huele realmente bien —aseguró con rapidez Anton.

—¿Y qué más sabes de ese vampiro? —siguió inquiriendo Anna.

—No mucho —contestó Anton—. Sólo que se llama Igno Rante.

—¿Igno Rante? —repitió Anna—. ¡Nunca he oído ese nombre! Rante..., no creo que haya ninguna estirpe de vampiros que se apellide así. ¡Qué raro! ¿Y tienes alguna idea de dónde vive?

—El señor Schwartenfeger supone que donde vosotros: en el viejo cementerio...

—¿En nuestro cementerio? No, seguro que no —repuso Anna.

Después de hacer una pausa, ella dijo:

—Pero extraño sí que es todo esto...

—¡Pues aún no sabes lo más extraño! —dijo Anton—. Ese Igno Rante afirma obstinadamente que él no es un vampiro. Pero yo estoy completamente seguro de que sí lo es.

—¿Él dice que no es un vampiro?

Una sonrisa se asomó a los labios de ella...: la misma sonrisa triste que antes.

—Eso no es nada extraño —dijo ella en voz baja—. Yo tampoco se lo digo a nadie... A nadie excepto a ti —añadió mirando con ternura a Anton.

Anton carraspeó avergonzado.

—Sí, y el señor Schwartenfeger —siguió diciendo él con la voz velada— me ha preguntado si mis... ejem... extraños amigos —o sea: Rüdiger y tú— conocíais a algún vampiro.

—¿Nosotros? ¿Y por qué precisamente nosotros? —preguntó con suspicacia Anna.

—Por mis padres. Ellos le han contado que vosotros siempre os disfrazáis de vampiros. Y por eso él piensa que a lo mejor alguna vez se ha dirigido a vosotros un auténtico vampiro que os... hubiera confundido.

—¿Que nos hubiera confundido? —dijo con una risita Anna—. Eso sí que tiene gracia. —Luego se volvió a poner seria y preguntó—: ¿Y qué es lo que quiere de nosotros?

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