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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (8 page)

De todas formas, si realmente era él, entonces no podía ser un auténtico vampiro, pues... ¡todavía no se había puesto del todo el sol!

Sorteando con la mirada la figura de la señora Schwartenfeger, buscó con la vista las perchas del guardarropa..., con la esperanza de descubrir allí un sombrero o un abrigo: cualquier cosa que pudiera proporcionarle alguna información sobre la persona que usaba aquel perfume.

Pero las perchas estaban vacías.

—¿Es que hay alguien delante de mí? —preguntó él.

—¡Efectivamente! —contestó la señora Schwartenfeger dirigiendo la mirada hacia el pasillo..., una mirada preocupada y temerosa, según le pareció a Anton.

—Un paciente algo especial. —dijo ella en voz baja, y añadió—: ¿Sabes?: un psicólogo tiene muchos —¿cómo lo diría yo?...— muchos pacientes fuera de lo normal. Y éste que acaba de llegar...

Ella se interrumpió y carraspeó.

—¿Qué pasa con él? —preguntó excitado Anton.

¡Los titubeos de la señora Schwartenfeger, su gesto preocupado y temeroso, el extraño olor y las enigmáticas insinuaciones de ella no habían hecho más que aumentar su curiosidad!

Sin embargo, la señora Schwartenfeger repuso evasiva:

—Sería mejor que esperaras fuera, a la puerta de la casa.

—¿A la puerta de la casa?

¡Anton de ninguna manera iba a dejar que le echaran ahora!

—Yo..., es que tengo ganas de hacer pis —afirmó él, dando saltitos sobre una y otra pierna como si no pudiera aguantarse más.

—¿Que tienes ganas de hacer pis? —repitió la señora Schwartenfeger.

Tras dudarlo un poco ella dijo:

—Está bien, anda, entra.

Anton entró al pasillo con una sonrisa de satisfacción.

—Es la penúltima puerta a la izquierda —le explicó la señora Schwartenfeger.

—Ya lo sé —dijo Anton.

Cara a cara

Conforme iba avanzando por el pasillo, el olor dulzón se iba haciendo más fuerte. ¡Brrrr! ¡Olía como si alguien hubiera echado un frasco entero de lirio de los valles, pero antiquísimo!

La sala de consulta del señor Schwartenfeger estaba al final del pasillo y tenía una gruesa puerta forrada de tela. Anton notó cómo se sentía fuertemente atraído a ir hacia la puerta de la sala de consulta, a abrirla y ver de una vez quién era aquel misteriosísimo paciente.

Pero no lo hizo; en lugar de ello, se quedó parado delante de la puerta del cuarto de baño.

Era extraño: con el dulzón y pesado olor se mezclaba otro a podredumbre y moho... Ese tufillo especial que sólo tenían... ¡los vampiros!

—No te quedes en el pasillo —le conminó la señora Schwartenfeger—. Entra en el cuarto de baño, ¿me oyes? El paciente puede salir en cualquier momento.

—¿Cómo dice? —preguntó Anton.

—¡Que no te quedes en el pasillo! —exclamó otra vez la señora Schwartenfeger; en esta ocasión su voz sonó tan apremiante que Anton temió que ella fuera a ir corriendo hacia él para empujarle con sus propias manos al baño.

—¡Ya voy, ya voy! —dijo él bajando a cámara lenta el picaporte de la puerta del cuarto de baño.

Mientras tanto no quitó la vista de la puerta de la sala de consulta... con la esperanza de que se abriera y saliera el paciente.

Sin embargo, no ocurrió nada parecido, y Anton, quisiera o no quisiera, tuvo que entrar en el pequeño cuarto de baño de azulejos verdes. De todas formas, dejó una rendija abierta.

Luego corrió al inodoro, tiró de la cadena y regresó a su puesto de acecho, junto al lavabo. Anton no tuvo que esperar demasiado.

Mientras aún seguía funcionando la cisterna, oyó la voz del señor Schwartenfeger, a la que contestaba otra voz profunda, peculiar y ronca.

Anton no pudo entender de qué estaban hablando, pero sabía que había llegado el momento que con tanta impaciencia había esperado desde que oyó hablar por primera vez del paciente cuya imagen no se reflejaba en el espejo.

Le vería enseguida... y no sólo a través de la rendija de la puerta del cuarto de baño, ¡no señor! Anton había decidido salir del baño en cuanto el paciente estuviera en el pasillo. Y a pesar de ello... ahora que tenía que ponerse inmediatamente en movimiento, le temblaron las rodillas...

Hizo acopio de todo su valor... y luego salió al pasillo palpitándole salvajemente el corazón.

—Bueno, entonces volveremos a vernos el... —oyó Anton que decía la voz del señor Schwartenfeger..., pero en medio de la frase el psicólogo se quedó callado.

—¡Anton! —dijo él, tan sorprendido como si Anton fuera un fantasma.

—Yo..., eh..., estaba en el baño —repuso Anton observando al paciente de mediana estatura, vestido con una elegancia pasada de moda, que permanecía al lado del señor Schwartenfeger.

Aquel hombre despedía un olor casi insoportable a perfume dulzón con el que se mezclaba el olor típico de los vampiros.

A Anton le latía el corazón tan fuerte que parecía que se le iba a salir: ¡Ya casi no podía quedar la menor duda de que tenía delante a un vampiro, a un auténtico vampiro!

Y el aspecto de aquel extraño también era un argumento a favor: bajo una capa rosada de polvos de tocador estaba pálido como un cadáver y tenía sus grises y algo enrojecidos ojos hundidos en profundas cavernas. Su cabello era espeso y negro, de un negro antinatural, como si estuviera teñido. No le pegaba en absoluto con su rostro, que a pesar de los polvos parecía viejo... ¡centenario!, pensó Anton, y de repente le entraron escalofríos.

Volvió apresuradamente la mirada.

—Me voy a la sala de espera —dijo, y sin mirar atrás ni una sola vez echó a correr por el pasillo hacia la sala de espera.

Hasta que no cerró la puerta tras él su corazón no se tranquilizó y no pudo pensar con más claridad.

Un vampiro, un auténtico vampiro en la consulta del señor Schwartenfeger...

Pero, ¿cómo era posible que aquel vampiro pudiera abandonar su ataúd antes de haberse puesto al sol?

Ir demasiado lejos

Mientras Anton estaba sumido en sus reflexiones se abrió de repente la puerta. Saltó sobresaltado del sillón; pero sólo era la señora Schwartenfeger.

—Ya puedes entrar en la consulta —dijo ella.

Anton la siguió lentamente... con la temerosa sospecha de que el vampiro pudiera estar todavía en la consulta.

¡Y como el breve encuentro había bastado para despertar en Anton un profundo rechazo, e incluso pánico, no tenía ningún deseo de volverle a ver!

Sin embargo, para alivio suyo, el pasillo estaba vacío.

Ya sólo quedaba en el aire aquel delator olor a moho, mezclado con el pesado y dulzón perfume.

En la sala de consulta, en la que el señor Schwartenfeger estaba sentado tras su grande y revuelto escritorio, aquel olor era tan fuerte que Anton no pudo evitar toser.

—¡Toma asiento! —dijo el señor Schwartenfeger guiñándole amistosamente un ojo a Anton.

Anton se sentó.

Palpitándole el corazón, Anton vio que ante el señor Schwartenfeger, encima del escritorio, estaba la gruesa cartera: el programa educativo contra los miedos fuertes.

—Bueno, Anton... —dijo el señor Schwartenfeger.

Era evidente que esperaba que Anton empezara a hablar. Anton titubeó. Por un lado estaba deseando hablar del extraño paciente. Por otro, el señor Schwartenfeger sólo le había dado hora porque él quería hablar de sus supuestos problemas con las vacaciones.

—Yo..., lo de las vacaciones...— empezó a decir.

—¿Sí?

—Bueno, pues que ya no lo veo tan grave.

—¿De veras?

—Sí. He estado pensando en las vacaciones y creo que a pesar de todo han estado bastante bien. Y mi padre realmente ya tampoco puede hacer nada con lo de su mano rota.

En su interior Anton soltó un fuerte suspiro. ¡Era muchísimo más difícil hablar de problemas que no se tienen que de los que realmente existen!

—Ya, ya —dijo el señor Schwartenfeger—. ¿Y lo de que no pudieras usar tu tienda de campaña? —preguntó después de hacer una pausa—. ¿No estás decepcionado por eso?

Anton tuvo dificultades para reprimir una risa irónica.

—Sí, naturalmente —dijo—. Pero no
demasiado
. Creo que mis padres tienen razón: también hay que aprender a habituarse a las decepciones.

«¡Espero no haber ido demasiado lejos!», pensó. Pero el señor Schwartenfeger estaba visiblemente atraído por las palabras de Anton.

—¡Lo has expresado muy bien, Anton! —le elogió—. Yo creo que podemos estar contentos con el efecto que han causado las vacaciones.

—Sí, sí —dijo Anton, esperando que ahora pasaran a hablar de aquel especial paciente, y lanzó una mirada hacia la gruesa cartera que tenía delante el señor Schwartenfeger.

—¿El programa educativo?... —preguntó cautelosamente—. ¿Puede probarlo también conmigo?

El señor Schwartenfeger sonrió satisfecho..., por primera vez aquella noche.

Anton dedujo de ello que para el señor Schwartenfeger ahora se había acabado ya la parte rutinaria de la entrevista y que por fin pasarían al programa educativo elaborado por él y a su experimentación... ¡con vampiros!

¿Ningún miedo a los vampiros?

—¿Que si lo puedo probar
contigo
? —dijo el señor Schwartenfeger acariciando lentamente y casi con devoción la cartera—. Sí, pero es que tú no tienes ninguna fobia; es decir, que no tienes miedos especialmente fuertes. Por lo menos tus padres no me han contado nada parecido. Al contrario: ¡Ellos creen que tú te asustas demasiado poco!

—¿Eso han dicho? —preguntó halagado Anton.

—Y sí que es verdad —dijo el señor Schwartenfeger—. Con lo que me han contado tus padres...

—¿Qué es lo que le han contado? —preguntó Anton volviéndose desconfiado.

—Que tú incluso andas por ahí cuando ya se ha hecho de noche; que no tienes miedo a los cementerios; que no tienes ningún miedo a los vampiros...

¿Ningún miedo a los vampiros? ¡Aquellas eran justo las palabras que Anton había estado esperando!

—Que va —le contradijo—. ¡Sí que tengo miedo a los vampiros! —Y astutamente añadió—: Por ejemplo al que estaba ahora con usted en la consulta.

—¿O sea que crees que es realmente un vampiro? —preguntó el señor Schwartenfeger observando fijamente a Anton.

Anton asintió.

—Sí.

—Pero, ¿por qué?

—¡Es el olor!

—¿El olor? —dijo el señor Schwartenfeger guiñando los ojos divertido—. ¡Admito que huele terriblemente a lirios del valle y a violetas! Pero el perfume puede comprárselo en cualquier droguería.

—No, no me refiero al perfume —repuso Anton—. ¡Es su propio olor, el que tiene que tapar con el aroma del perfume!

—¿Su propio olor?

—¡Sí, su olor de vampiro!

—Hummm... —hizo el señor Schwartenfeger, que ya no parecía tan divertido—. Tienes razón —dijo después de una pausa—. A mí también me ha llamado la atención lo raro que huele mi habitación cuando él ha estado aquí: no es sólo, ni mucho menos, a lirios del valle y violetas, sino que huele a algo así como a moho; casi como en el sótano...

—Ése es el olor de los vampiros —confirmó Anton—. Se produce porque los vampiros tienen que dormir siempre en sus antiquísimos ataúdes.

—¡Es realmente impresionante lo que sabes tú de vampiros! —dijo aprobatorio el señor Schwartenfeger.

—Sé mucho más aún —declaró Anton.

—Ah, ¿sí? ¿El qué? —preguntó el señor Schwartenfeger mirando a Anton lleno de esperanza.

Anton inspiró profundamente.

—Se les puede reconocer por su pálida piel..., por sus ojeras la mayoría de las veces... y porque nunca pueden exponerse al sol.

—¡Justo! —exclamó el señor Schwartenfeger.

Anton le miró perplejo.

—Justo ahí es donde radica el problema para mí —dijo el señor Schwartenfeger—. Con mi programa, con mi programa de desensibilización, deben aprender a exponerse a los rayos del sol.

—¿Y eso los vampiros pueden... aprenderlo?

Durante unos segundos Anton se quedó sin habla.

—No tengo la prueba definitiva de ello... Todavía no —contestó el señor Schwartenfeger—. ¡Pero la encontraré en cuanto pueda experimentar mi programa con un auténtico vampiro!

Igno Rante

—¿Y el que estaba aquí hace un rato? —preguntó Anton—. ¿Es que no es un auténtico vampiro?

—Ojalá lo supiera... —contestó el señor Schwartenfeger—. El dice que no es un vampiro, pero cuando empezamos con el programa sólo venía a verme de noche, cuando ya se había puesto el sol.

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