La puerta

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Authors: Magda Szabó

 

Una historia en homenaje a la amistad, de una calidad humana extraordinaria. Retrato de la extraña y larga relación entre una escritora, —la propia Magda Szabó— y su sirvienta —Emerenc Szeredas— durante veinte años. Magda, una intelectual que vive alejada de la realidad, pertenece a la burguesía húngara. Emerenc ha vivido en la miseria y conoce los quebrantos y las amarguras que ha sufrido el pueblo tanto en la época de los nazis como en la de los comunistas. Las dos mujeres viven y han vivido dos vidas que chocan y se atraen. Si bien la fuerte personalidad de Emerenc cohíbe en un primer momento a la escritora, poco a poco se irá desvelando como un ser extraordinario: bondadosa, ejemplar y a la vez severa, representa el esfuerzo del ser humano por vivir una existencia digna y que sirva de ayuda a otros. No obstante, nunca acepta nada a cambio y prohíbe terminantemente que nadie cruce la antecámara y penetre en su casa y su intimidad. Magda Szabó será la única invitada a atravesar el umbral y a descubrir su secreto.

Magda Szabó

La puerta

ePUB v1.0

Akakiy Akakiyevich
15.04.12

Título original:
Az ajtó

Traducción de Márta Komlósi

DEBOLSILLO

Primera edición con esta portada: julio, 2009

www.megustaleer.com

ISBN: 978-84-8346-652-0

MAGDA SZABÓ
(1917-2007) es una de las escritoras húngaras contemporáneas cuya obra es más conocida en el extranjero, con traducciones publicadas en más de cuarenta países.
La puerta
, aparecida en Hungría en 1987, la confirmó como una autora de renombre internacional.

Magda Szabó
nació en 1917 en Debrecen, Hungría, en el seno de una familia burguesa. Sus primeras obras se publicaron a finales de la Segunda Guerra Mundial, y poco después, cuando los comunistas alcanzaron el poder, desapareció de la escena literaria y se dedicó a la enseñanza y la traducción. En la década de los sesenta volvió a publicar novelas, poesía y ensayo, con los que obtuvo numerosos premios literarios de prestigio: el premio Attila József (1959), el premio Lajas Kossuth (1978), el premio Pro Urbe Budapest (1983), el premio Csokonai (1987), el premio Getz (1992), el premio Déry (1996) Y el premio Agnes Nemes Nagy (2000).
La puerta
se publicó en Hungría en 1987 y en 2003 ganó el premio Femina en Francia. Su última novela publicada en España es
La balada de Iza
(1963; Mondadori, 2008). Magda Szabó murió en Budapest en noviembre de 2007.

La puerta

Rara vez sueño. Pero cuando lo hago, me despierto sobresaltada y con el cuerpo bañado en sudor. Entonces vuelvo a acostarme y, mientras espero a que mi corazón se calme, me pongo a meditar sobre el irresistible poder mágico de la noche. De niña y de jovencita nunca soñaba, ni cosas buenas ni malas; es la edad madura la que arrastra y me trae en una masa compacta los horribles sedimentos del pasado, lo que resulta aún más atroz porque esos acontecimientos, sin haberlos vivido nunca en la realidad, en los ensueños se me presentan en una forma aún más concentrada y trágica. Entonces me despierto entre gritos de terror.

Mis sueños son siempre idénticos, las mismas visiones recurrentes de un modo invariable: estoy junto a la escalera de nuestra casa, delante de la puerta de cristal reforzado con alambres contra roturas y montado en marcos de metal. Afuera, en la calle, hay una ambulancia, las siluetas fluorescentes del personal de urgencias que vislumbro a través del vidrio cobran una dimensión sobrehumana, sus rostros hinchados parecen rodeados de un halo, como la luna. Intento hacer girar la llave en la cerradura para abrir la puerta y dejar pasar a los sanitarios: si no lo logro, llegarán tarde para atender a mi enfermo. Pero, por más que me esfuerzo, la cerradura no se mueve, la puerta sigue inmóvil como si la hubieran soldado a su marco metálico. Pido auxilio, pero nadie acude, ninguno de los vecinos de las tres plantas del edificio; no pueden hacerlo, claro —pronto me doy cuenta—, porque aunque esté moviendo los labios como un pez no emito sonido alguno. El espanto onírico llega a su apogeo cuando caigo en la cuenta de que no solo no puedo abrir la puerta, sino que además he enmudecido. En ese punto mi propio grito me despierta, enciendo la luz e intento combatir esa sensación de ahogo que me sobrecoge siempre después de las pesadillas. Me encuentro rodeada de los familiares muebles de nuestro dormitorio, veo el iconostasio familiar sobre la cama, con mis antepasados vestidos con casacas de oro y plata, ese traje regional de estilo barroco o Biedermeier; mis ancestros, que todo lo ven y todo lo entienden, eran los únicos testigos de cuántas noches —cuando los ruidos cotidianos se silenciaban y por la puerta abierta penetraba el sonido apenas perceptible del paso sigiloso de los gatos y de las ramas meciéndose— corría a abrir la puerta a los primeros auxilios y de cuántas veces me preguntaba qué pasaría si un día luchara en vano sin poder hacer girar la llave.

Las imágenes se quedan grabadas y la que más intento borrar de mi memoria es la que más persiste, una escena real y no la mera ensoñación del cerebro entumecido: la de abrirse por primera vez ante mis ojos una puerta determinada, la del cuarto de una persona que defendía celosamente su gran soledad y ocultaba su indignante miseria con pudor y que, por eso, nunca habría permitido entrar ahí a nadie, aunque el techo hubiera ardido sobre su cabeza. La única mortal que tenía la potestad para tocar aquella cerradura era yo, porque quien la había cerrado con llave me creía más a mí que al propio Creador, y yo misma me creía Dios en aquel instante fatal, un Dios prudente, bondadoso y justo. Nos hemos equivocado ambas; ella, que depositó toda su confianza en mí, y yo, que pequé de vanidad. De todas formas da igual, porque lo pasado, pasado está, y ya no tiene arreglo. Después de esto, qué importa que vengan de tanto en tanto esas Erinias, con sus calzados de sanitario convertidos en coturnos y con sus caretas trágicas bajo sus gorros de enfermero, rodeando mi cama y sacando esas espadas de doble filo que son mis sueños. Apago las luces cada noche a sabiendas de que pueden presentarse y que pronto un timbre zumbará en mis oídos, seguido por el espanto sin nombre que me arrebatará hacia esa puerta soñada y eternamente cerrada ante mí.

Mi religión no conoce la confesión individual, nosotros manifestamos tácitamente y mediante el mensaje de nuestro pastor que somos impenitentes, merecedores de la perdición, porque hemos pecado de mil maneras contra los mandamientos. Nuestro Dios nos absuelve sin pedir detalles ni explicaciones.

Estas explicaciones son las que quiero dar ahora.

La presente obra no se ha escrito para Dios, conocedor de mis entrañas, ni para las sombras, testigos de tantas horas de vigilia y de sueño; dedico este libro a los hombres. He vivido con valentía hasta ahora y espero morir así, con coraje, sin mentiras, y para ello es necesario que declare de una vez por todas que yo maté a Emerenc. Yo quería salvarla, no destruirla, pero eso no cambia nada.

El acuerdo

La primera vez que hablamos me hubiera gustado ver su cara, y me desconcertó el hecho de que me lo impidiera. Se erguía ante mí como una estatua, inmóvil, estirada, pero con el cuerpo ligeramente inclinado y sin rigidez. Apenas podía ver su frente, siempre llevaba pañuelo, como una ferviente católica o una judía durante el sabbat, cuya fe le impide aparecer ante Dios con la cabeza descubierta. Aún no sabía que solo la vería sin ese velo en su lecho de muerte. Bajo el cielo malva de un atardecer de verano, que no exigía ni justificaba taparse de esa forma, su figura desentonaba entre las rosas del jardín. A veces la intuición nos dice con qué flor identificar a una persona. A Emerenc nunca la hubiera asociado con la rosa, su carácter no correspondía al de esa flor carmesí que, carente de inocencia, se abre y se exhibe sin ningún pudor. Emerenc era distinta; eso lo vislumbré enseguida, sin saber todavía nada sobre ella, y mucho menos a qué flor compararla.

El pañuelo que le cubría la cabeza proyectaba una sombra sobre sus ojos, y solo más adelante pude descubrir el azul de su iris. Me hubiera gustado poder ver sus cabellos, pero entonces, cuando aún era ella, los llevaba siempre escondidos. Compartimos aquella tarde unos momentos decisivos. Había que dilucidar si podríamos aceptarnos la una a la otra y llegar a un acuerdo. Mi marido y yo solo llevábamos unas pocas semanas en la casa nueva, mucho más grande que el antiguo piso, que solo tenía una habitación y en el que no precisaba ayuda para la limpieza. Pero mi carrera literaria, interrumpida durante diez años debido a la censura, acababa de volver a empezar, y en esa nueva residencia me había convertido de repente en escritora profesional, con todo un abanico de nuevas posibilidades y obligaciones que me ataban a la mesa de trabajo o me obligaban a salir. Por ese motivo nos encontrábamos en el jardín esa anciana parca en palabras y yo, frente a frente. Era evidente que si no había alguien que se hiciera cargo de las labores de mi casa difícilmente podría publicar toda la producción literaria desarrollada durante los años del silencio impuesto, o iniciar las obras que deseaba escribir. Apenas acabamos la mudanza del desvencijado mobiliario, que requería un manejo muy delicado, y de los libros, tantos como para llenar una biblioteca, empecé a buscar una asistenta. Había preguntado a todos los que conocía en el vecindario, pero fue una antigua compañera de clase quien dio con la solución: me habló de una señora mayor que limpiaba en casa de su hermana desde hacía años y que trabajaba mejor que cualquier jovencita; me la recomendó con total garantía, aunque no sabía si tendría un hueco para nosotros. Me aseguró que esa señora no pegaría fuego a la casa por descuidar un cigarrillo encendido, ni tendría asuntos de corazón, y que, por supuesto, no robaría; al contrario, disfrutaba haciendo regalos a la gente cuando les tomaba cariño. Nunca se había casado y no tenía hijos. El único familiar que la visitaba con regularidad era un sobrino, así como un amigo, oficial de policía. En el barrio era querida por todos. Mi amiga hablaba de Emerenc con gran respeto y aprecio. Me contó también que era portera, o sea, una especie de autoridad, y que esperaba que a ella le gustara nuestro modo de vida, porque, si no, no habría forma ni dinero suficiente para convencerla de que trabajara para nosotros.

El principio no pareció muy prometedor, Emerenc no se mostró demasiado amable cuando le propuse que nos visitara, oportunamente, para charlar. La había encontrado en el patio de la casa donde trabajaba tic portera, tan cerca de nosotros que desde la terraza se veía su edificio. Estaba haciendo una gran colada de ropa de cama, siguiendo un método antiquísimo: ponía las sábanas en una caldera con agua hirviendo y las removía con una enorme cuchara de palo, los vapores en medio de una canícula insoportable. Los reflejos del fuego perfilaban una figura alta y huesuda, la de una anciana robusta y vigorosa aún pese a su edad; toda ella rebosaba la fuerza y la vitalidad de una valquiria, aspecto que, con su pañuelo atado a modo de casco de guerrero, se acentuaba aún más. Aceptó mi invitación, y así fue como aquel atardecer nos encontramos en el jardín. Me escuchaba atenta y silenciosamente mientras le explicaba en qué consistiría su trabajo. En su presencia recordaba mi incredulidad ante la observación de un escritor del siglo pasado que había comparado el semblante de un personaje con un lago. Sentía vergüenza, como cada vez que dudaba de la validez de los clásicos, porque el rostro inexpresivo de Emerenc no tenía otra asociación posible que la de una gran superficie de agua matinal, apacible e inmóvil. Resultaba imposible saber si le interesaba el trabajo que le estaba ofreciendo. Aunque su cara, ese remanso de quietud oculto tras la sombra del pañuelo que ostentaba cual objeto ritual, no reflejaba nada, su actitud sugería que, por su parte, no necesitaba trabajo ni dinero, y que era yo la que me empeñaba en ello con vehemencia. Me respondió sin levantar la cabeza que a lo mejor sí, que más adelante podríamos volver a hablar del asunto porque las cosas se le habían puesto difíciles en una de las casas donde trabajaba. La mujer y el marido bebían, el hijo mayor también llevaba una vida licenciosa, y había pensado en dejarlos. Si alguien le garantizaba que no éramos gente bulliciosa ni alcohólica, no descartaría la posibilidad. Me dejó estupefacta con todo eso: era la primera vez que alguien pedía nuestras referencias. «No lavo la ropa sucia de cualquiera», concluyó Emerenc.

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