La puerta (2 page)

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Authors: Magda Szabó

Hablaba con mesura, con un agradable timbre de soprano. Debía de llevar mucho tiempo viviendo en la capital, y solo gracias a mi formación de lingüista pude notar en su acento un origen de otra provincia: la misma de donde yo procedo. Quise confirmar si procedía de Hajdúság, y ella, en vez de mostrarse contenta con la pregunta como yo esperaba, se limitó a asentir con la cabeza, agregando que procedía de Nádori, o, mejor dicho, de una población colindante llamada Csabadul. Pero enseguida cambió de tema, en clara señal de que no tenía intención de seguir hablando de esos asuntos. Solo después de varios años comprendería, como tantas otras cosas sobre ella, que esa pregunta acerca de su pasado le había parecido demasiado indiscreta, incluso chismosa. Emerenc no había estudiado a Heráclito, pero era más sabia que yo; yo, que siempre que podía visitaba mi ciudad abandonada buscando las huellas de lo desaparecido, de lo irrecuperable, de las casas que proyectaron su sombra sobre mi rostro en la infancia, de mi hogar perdido para siempre, de todo lo que ya jamás encontraría, preguntándome por dónde correría ese río que arrastraba a la deriva los retazos rotos de mi vida. Emerenc era demasiado sabia para perder el tiempo con imposibles, empleaba toda su energía en encontrar algo en el futuro que le permitiera remediar el pasado. Sin embargo, aún habría de transcurrir mucho tiempo para que yo pudiera comprender todo eso.

Aquella primera vez que oí esos dos topónimos, Nádori y Csabadul, percibí solo que, por algún motivo que se me escapaba, esos nombres eran tabú para ella y que no debía volver a pronunciarlos jamás. Pues bien, hablemos entonces de cosas más prácticas. Me pareció lógico pagarle por horas, así le saldrían mejor las cuentas, pero ella me dijo que sin tener una idea previa de lo que le esperaba no podía decidirlo, que antes debía saber cuáles eran nuestras costumbres, si éramos ordenados o desordenados; solo así podría hacerse una idea del trabajo que debía realizar. Que intentaría obtenerlas referencias necesarias, porque con lo que le había dicho mi antigua compañera no le bastaba, necesitaba otra opinión más imparcial. Solo después nos daría la contestación, aunque fuese negativa. Mientras se alejaba con paso lento, la seguí con la mirada y se me ocurrió, por un momento, que quizá sería más prudente para ambas no contratar a una señora mayor tan extravagante, y me sentí tentada de gritarle, antes de que fuera tarde, un «Gracias, pero he cambiado de opinión». No lo hice. Al cabo de una semana escasa, Emerenc volvió a aparecer. Durante esos días, claro está, nos habíamos topado más de una vez en la calle, pero tras saludarnos, esquiva, se escurría como quien no quiere precipitarse en una decisión sin haberla sopesado bien, ni cometer el error de cerrar una puerta sin haberla abierto antes. Cuando por fin tocó el timbre de nuestra casa, venía elegantemente vestida para la ocasión y entendí, por ese detalle, las intenciones que traía. Lucía un vestido negro de delicada lana y manga larga, con unos zapatos de charol con lengüeta; ella con ese atuendo, y yo, torpe y avergonzada a su lado, con un bañador que apenas cubría mi cuerpo, no sabía qué decirle. Con naturalidad y como si fuera la continuación de nuestra última conversación, me comunicó que al día siguiente empezaría a trabajar en mi casa y que a finales de mes nos podría decir cuánto cobraría. Entretanto fijaba su mirada reprobadora en mis hombros desnudos, y yo me consolaba con la idea de que al menos no podría poner reparos al aspecto de mi marido, quien por su parte soportaba los treinta grados de calor en impecable chaqueta y corbata, hábito que había adquirido en Inglaterra antes de la guerra y al cual se aferraba incluso en el peor verano. Ataviados de ese modo frente a mí, los dos parecían dar ejemplo vivo de decencia ante una supuesta comunidad primitiva, perceptible solo por ellos, de la que yo formaba parte y a quien hacía falta inculcar el respeto a las apariencias inherente a la dignidad humana. En lo referente a ciertas normas, la única persona en este mundo que se asemejaba a Emerenc era mi marido, y probablemente por esa misma razón y durante mucho tiempo fueron incapaces de acercarse el lino al otro.

La anciana, solo esa vez y como gran excepción, nos tendió la mano a ambos. No era su costumbre; al contrario, si podía evitaba el contacto físico, y cuando yo hacía algún gesto para tocarla ahuyentaba mis dedos como si cazara moscas. Pero aquella noche no se trataba de «entrar a nuestro servicio», lo que ella consideraría insensato y poco decoroso, sino de encontrar colocación como «empleada doméstica». Al despedirse, le dijo a mi marido: «Buenas noches, amo». Este, consternado, se quedó mirándola: a pocas personas del planeta se podía atribuir esa soberbia palabra, y menos a él. Emerenc, pese a todo y durante el resto de su vida, lo llamó así. A mi marido le costó mucho tiempo acostumbrarse a su nuevo título, darse por aludido y contestar.

Respecto a qué hora entraría a trabajar y cuántas horas se quedaría, no habíamos acordado nada. Podía pasar que, tras ausentarse el día entero, apareciera de forma inesperada a las once de la noche; a esa hora y sin siquiera entrar a saludarnos, se ponía directamente a limpiar la cocina o la despensa, y así hasta la madrugada. O que, por poner en remojo las alfombras en la bañera, nos privara del uso del cuarto de baño durante día y medio. Aunque mantenía unos horarios totalmente sometidos a su capricho, cuando estaba era increíblemente eficiente; trabajaba con un vigor inusual en una anciana y sin escatimar esfuerzos, casi como un robot, y movía con facilidad muebles pesadísimos, imposibles para cualquiera. Su energía y su aguante para el trajín eran algo sobrehumano; impresionante, eso sí, pero también alarmante considerando que no necesitaba trabajar tanto ni tan duro. A Emerenc, a todas luces, le encantaba limpiar, se sentía realizada haciéndolo y se aburría en su tiempo libre sin ello. Hacendosa y perfeccionista al extremo, transitaba por la casa en silencio limitándose a hablar lo indispensable y revelando con ello un carácter no solo respetuoso y discreto, sino muy poco comunicativo. Había pedido un salario muy alto, más de lo que me había imaginado, pero, a cambio, aportaba también mucho más. Cuando venía una visita, anunciada o inesperada, se ofrecía para ayudarme, pero la mayoría de las veces optaba por rehusar sus servicios: no quería que mis amigos vieran que yo, en mi propia casa, no tenía nombre. Emerenc había encontrado un título para mi marido, pero no para mí. No me llamaba «señora escritora» ni «señora» a secas, ni de ningún modo hasta que no hubo determinado lo que representaba mi persona en su vida y qué palabra, conforme a nuestra relación, sería la más indicada para dirigirse a mí. Como en todo, tenía razón: cualquier definición, sin una carga emocional, resulta imprecisa.

Emerenc era aterradoramente perfecta en todos los aspectos, a veces hasta límites insoportables: no ocultaba que mis tímidas palabras de elogio le daban igual, que no tenía necesidad alguna de sentirse en todo momento reconocida, pues sabía de sobra que su rendimiento era excepcional. Vestía invariablemente de gris, solo se ponía su ajuar negro los días de fiesta o en alguna que otra ocasión especial; llevaba delantal, uno limpio cada día, para proteger su ropa; detestaba los pañuelos de papel y en su lugar utilizaba unos de lienzo almidonados de una intachable blancura. Cuando le descubrí por fin alguna debilidad, me puse contenta, casi feliz: por ejemplo, en ocasiones y sin motivo aparente, se sumía en un mutismo absoluto, capaz de dejarme sin respuesta durante varias horas. Pude notar asimismo que tenía pánico a las tormentas: en cuanto había indicios de un temporal, tronaba y relampagueaba, Emerenc soltaba todo lo que tuviera entre manos y, sin avisar ni dar explicaciones, corría a su casa para refugiarse allí.

—Las viejas solteronas son así: tienen todo tipo de manías —le comentaba a mi marido.

—Este pánico parece algo más y algo menos que una manía —afirmaba él ladeando la cabeza—. Debe de tener algún motivo concreto que oculta, ¿no ves que no le interesa en absoluto que sepamos nada de su vida? Piénsalo bien: ¿nos ha contado alguna vez un hecho realmente importante sobre ella misma?

—Que recuerde, no; nunca.

Emerenc, en efecto, era una mujer de pocas palabras.

Llevaba más de un año trabajando en nuestro hogar cuando, un día en que mi marido y yo teníamos que salir —él por unos exámenes y yo porque tenía cita con el dentista y no podía aplazarla—, quise pedirle a Emerenc que recogiera un paquete que nos traerían por la tarde. Colgué con chinchetas un aviso sobre la puerta indicándole al mensajero adonde tenía que acudir si no nos encontraba. Emerenc, tras terminar la limpieza de mi vivienda y sin que me hubiera acordado de decírselo, se había marchado. Fui hasta su casa, toqué la puerta, pero nada, no se movía. Ella debía de haber llegado hacía apenas unos minutos y, de hecho, los ruidos que se oían desde fuera delataban que estaba dentro; que su picaporte permaneciera inerte no era ninguna novedad: nadie había visto nunca a Emerenc abrir esa puerta porque, nada más llegar a casa tras su jornada de trabajo, se encerraba en su cuarto herméticamente y echaba el cerrojo. Después de eso ya podían suplicarle, por nada del mundo aceptaba volver a salir de su cueva; todos sus vecinos estaban acostumbrados a eso. Cuando levanté la voz para pedirle a través de la puerta que acudiese cuanto antes, ya que tenía cosas urgentes que hacer, la respuesta fue un largo silencio y, cuando por fin sacudí el picaporte, asomó con brusquedad y tan furiosa que creí que me iba a pegar. De un golpe tiró de la puerta tras de sí y se puso a chillar que la dejara en paz, que en su salario no entraba que la molestara fuera de su horario de trabajo. Humillada, ruborizada hasta la coronilla, me quedé de piedra ante esa explosión y ese vocejón para mí totalmente injustificados: si tal violación de su sagrada intimidad, por alguna razón misteriosa, le hubiese parecido tan sumamente indignante, podría habérmelo dicho en un tono más normal. Mascullé mi solicitud, pero ella, irguiéndose y con una mirada acusadora como si le acabase de asestar una herida mortal, ni me contestó. Bien. Con buenos modales me despedí, fui a casa, llamé por teléfono al dentista para anular la cita, y como mi marido ya había salido me quedé sola esperando el envío. Estaba ahí, desconcertada, sin ganas de leer y reflexionando sobre qué error había podido cometer para provocar ese rechazo tan violento y tanto ánimo manifiesto de ofenderme. Había sido, además, una reacción que no se correspondía en absoluto con el comportamiento estricto, correcto, incluso a veces demasiado formal que la caracterizaba.

La espera se me hizo larguísima y, para colmo, todo fue en vano, pues no trajeron el paquete y mi marido, que se había quedado a charlar con sus alumnos después del examen, no regresó tampoco a la hora habitual; dos pequeñas frustraciones que terminaron por amargarme el día. Me entretenía hojeando un álbum de reproducciones cuando oí que alguien giraba la cerradura, pero como a continuación no oí el saludo acostumbrado, supe que no era mi esposo. Era Emerenc, pero esa noche, tan penosa para mí, no tenía ningunas ganas de volver a verla. Después de serenarse habrá venido a pedirme disculpas, pensé. Pues no lo hizo; sin entrar a saludarme siquiera, se dirigió a la cocina y noté cómo trajinaba con algo durante un rato hasta que la cerradura sonó de nuevo en señal de que se marchaba. Cuando mi marido volvió y me apresuré a buscar el kéfir, nuestra cena habitual, en la mesa encontré un plato de carne fría: eran unas pechugas de pollo, bien doraditas y aparentemente enteras, cortadas en finas tiras y vueltas a unir con tanta precisión que parecían obra de un cirujano experto. Al día siguiente, cuando fui a agradecerle el generoso banquete ofrecido en son de reconciliación y a devolverle la bandeja ya limpia, ella, en vez de un «De nada» o un «A su salud», lo negó rotundamente diciendo que ni sabía del pollo ni quería ninguna bandeja de vuelta; así que me la quedé, y aún hoy la conservo. Mucho después, y mediante unas complicadísimas averiguaciones por teléfono, pude saber que ese paquete sí había llegado aquel día y que, mientras yo había estado esperando tonta e inútilmente, Emerenc a su vez había montado guardia delante de mi casa y, tras explicarle palabra por palabra al mensajero mi recado, recogió el envío y, sin avisarme, se había retirado a su vivienda. Al venir por la noche con el pollo, me había traído el paquete también, y lo había escondido luego debajo del armario de la cocina. Este episodio se convirtió en un hito importante de nuestra historia, porque a partir de entonces creí durante mucho tiempo que la vieja estaba medio chiflada, y que en el futuro tendríamos que tomar en consideración las singulares reacciones de su mente perturbada.

Muchas cosas avalaban esa creencia, en especial la información facilitada por un vecino suyo de la mansión antigua compartida por varios inquilinos, un cobrador de facturas al que se conocía como el manitas del barrio, porque en su tiempo libre se dedicaba al bricolaje y a mantenimientos de todo tipo. Él me contó que desde que vivía allí —hacía una eternidad—, nunca se había visto a nadie pisar la vivienda de Emerenc más allá de la antesala de entrada, y que asimismo ella se lo tomaba mal cuando, de un modo imprevisto, pretendían sacarla de ese espacio que tanto protegía de las miradas ajenas. ¿Lo haría para impedir que su gato, al que se oía maullar a veces desde fuera, se escapara? ¿O tendría otras cosas que ocultar aparte del bicho? Nadie podía adivinarlo, ya que sus ventanas estaban protegidas por unas tablas de madera que la vieja no abría nunca. Además, si tenía algo de valor, lo peor que podía hacer era encerrarse de ese modo; cualquiera podría creer que tenía riquezas y agredirla un día para robarle. Casi nunca salía del barrio, salvo para asistir a algún que otro entierro de conocidos suyos a quienes no quería dejar de acompañar en su último viaje; luego volvía a toda prisa como si temiese una desgracia. Me dijo también que no tenía que ofenderme porque ella no me permitiera pasar, y que su propio pariente, el hijo de su hermano Józsi, y también el teniente coronel eran recibidos, tanto en invierno como en verano, en la antesala. Les daba igual, solo les hacía gracia que incluso a ellos Emerene les prohibiera la entrada a su espacio privado.

El retrato bastante alarmante que ese hombre había pintado me inquietó aún más. ¿Cómo puede vivir una persona en semejante aislamiento? ¿Y por qué no deja salir al animal, si tiene una parcela vallada del jardín para su uso privado? En el fondo, me parecía una mujer chalada hasta que un día Adélka, la viuda de un asistente de farmacia y una de las incondicionales de Emerenc, me contó, con todo lujo de detalles y con la locuacidad digna de una narración épica, la siguiente historia: el primer gato negro que tuvo la vieja era un gran cazador y, de acuerdo con su condición, causó serios estragos en un palomar que había en el jardín, propiedad de un vecino que había ido a vivir a la finca durante la guerra. El colombófilo tomó una decisión radical: tras escuchar los argumentos de Emerenc sobre la naturaleza de un gato que no es profesor catedrático como para entender de razonamientos, sino una bestia que aun con la panza llena tiene el instinto de cazar, el hombre, sin pedirle que encerrara a su mascota asesina, simplemente lo ahorcó y lo dejó colgado del picaporte de la puerta de su dueña. Cuando la vieja llegó no solo encontró el cuerpo ya rígido de su gato, sino que tuvo que aguantar, encima, la charla edificante del verdugo, explicándole que había tenido que tomar medidas por su cuenta a fin de proteger el único bien que garantizaba sus ingresos y aseguraba el alimento de su familia.

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