Authors: Magda Szabó
«Tiene que tomarlo», repitió ella, como si estuviera hablando a una chiquilla desobediente e incapaz de razonar. Cuando vio que sin abrir siquiera la boca deposité la copita en la mesa, la agarró con tal brusquedad que parte del vino caliente se derramó dentro del escote de mi vestido. No pude evitar dar un grito, mientras ella, apresando mi mano, acercaba la copa a mis labios y la hacía chocar contra los dientes para obligarme a tragar; de lo contrario me habría mojado entera. Ese vino caliente resultó ser una pócima milagrosa que, aunque al primer impacto me quemó el paladar, a los cinco minutos ya hacía sentir su efecto y me quitó el temblor del cuerpo. Emerenc se dejó caer a mi lado en el sofá, retiró la copa vacía de mi mano y se quedó allí sentada, por primera vez juntas, como esperando a que me soltara, que empezara a contarle la historia que ella desconocía de las últimas seis horas, así como todo lo que había ocurrido después. No fui capaz de hablar, de articular en palabras lo que había pasado, ni mucho menos la horrible ansiedad de los meses precedentes; el vino que había bebido de un trago también debía de haber hecho su efecto, lo sé porque me quedé dormida en el sofá y porque cuando desperté la lámpara seguía encendida igual que al llegar a casa, solo que el reloj marcaba las dos de la madrugada. Estaba tapada con mi ligera manta de verano: fue una atención de Emerenc que, mientras dormía, había ido a buscarla a mi cama para abrigarme. En un tono normal, cotidiano y sin emociones me dijo que no merecía la pena atormentarse toda la noche con malos pensamientos, me aseguró que debía calmarme, que no era nada grave, que ella solía presentir la muerte, y que esta vez no, nada; que los perros del barrio no habían ladrado ni ningún vaso se había roto; que de todas formas estaba en mi derecho de no creer en esas cosas, que si prefería invocar al cielo me traería la Biblia, y que no estaba obligada a darle conversación.
Noté la ironía, las ganas de pincharme, haciéndome olvidar el grato recuerdo de sus atenciones, el vino caliente y la noche en vela que me había dedicado. ¿Le parecía poco acaso que los domingos eligiera, con el fin de no provocar sus desagradables comentarios, un camino más largo para ir a la iglesia? Cómo explicarle, ya que se cerraba en banda, lo que significaba para mí la misa, esa oportunidad durante la cual me rodeaba la presencia invisible de todos los que a lo largo de tantos siglos habían elevado la misma plegaria que yo, esos sesenta minutos, los únicos en los que podía encontrarme con mis difuntos padres. Emerenc no entendía ni aceptaba nada, se portaba como un cacique de una tribu primitiva izando su bandera pagana de guerra: un vestido de gala con lentejuelas, en su caso, contra el cordero bordado en el estandarte de la fe.
La vieja se enfrentaba a la institución eclesiástica con una pasión en cierto modo digna del siglo XVI, no solo a los sacerdotes sino al propio Dios y a todos los personajes bíblicos, con excepción de san José, al que tenía en consideración por su profesión, carpintero como su padre. Un día fui a ver su casa natal que, digna y deslumbrante, se elevaba tras el seto del jardín con sus toscas columnas del porche al estilo del barroco de provincia y su doble techo parecido a las pagodas de Extremo Oriente. Fue entonces cuando vislumbré algo del gusto y de la personalidad del padre de Emerenc, József Szeredás, que había diseñado y dado ese carácter a su propia residencia. En la época en que yo la conocí, alrededor del edificio crecían unos frondosos plátanos de gruesos troncos —ya muy crecidos, no como en la infancia de Emerenc, cuando ella los llamaba «árboles-vaca»—, y el jardín ofrecía un cuidado bancal de flores; con ese entorno, y aun acogiendo la cooperativa agrícola y convertida en su taller de carpintería, la casa seguía siendo la más hermosa del poblado de Nádori. La vieja mantenía unos ideales volterianos, sin mucha coherencia y para mí incomprensibles, incluso irritantes, hasta que un día, con ayuda de la verdulera, llamada Sutu, otra de las incondicionales de Emerenc, pude recomponer sus elementos y comprender los antecedentes de todo el entramado
Ese desencanto no tenía su origen en las vicisitudes del asedio de la capital, ni en una filosofía sólida que surgiera sobre las ruinas de un mundo destruido como consecuencia última de la guerra y primera de la subsiguiente paz, sino que, simplemente, era un sentimiento de venganza primaria a raíz de un envío benéfico por parte de unos feligreses suecos de la misma grey a la que ella pertenecía. La filiación religiosa de Emerenc no era pública en el barrio ni se la veía nunca en la iglesia, sobre todo en los primeros tiempos cuando, junto con otras tantas obligaciones, lavaba aún por encargo los domingos, de modo que mientras los otros iban a misa ella calentaba su pequeña caldera y enjabonaba las sábanas. La noticia de que aquellos lejanos correligionarios habían enviado regalos a su parroquia le llegó también a ella, por supuesto, a través de su amiga Polett, y así fue como Emerenc, a quien no se veía nunca en misa, cuando empezaron a distribuir los obsequios en la iglesia se presentó allí vestida elegantemente de negro y esperando su turno como cualquier otro. Todos los del barrio la conocían, pero a nadie se le había ocurrido incluirla en la lista. Las damas organizadoras, que servían también de intérpretes a los miembros de la misión sueca, miraron desconcertadas a Emerenc, con su figura enjuta y su rostro absolutamente inexpresivo aguardando su parte. Adivinaron enseguida que, a pesar de no asistir nunca a las ceremonias, ella pertenecía a su comunidad. Pero entonces surgió el problema: como ya habían repartido todas las prendas buenas de algodón y de lana, en el fondo de las cestas no quedaban más que unos elegantes vestidos de gala, de esos que las generosas pero insensibles señoras escandinavas, ignorantes de las necesidades del país y cuya única finalidad había sido deshacerse de sus trapos viejos, habían incluido en el envío benéfico. Las organizadoras no querían que Emerenc se fuera con las manos vacías y le regalaron uno de esos vestidos, pensando que quizá podía venderlo a un teatro o una casa de cultura o cambiarlo directamente por comida, pero en ningún momento estuvo en su ánimo burlarse de ella. Emerenc, sin embargo, no lo interpretó así, se ofendió y tiró el traje a los pies de la presidenta de la comitiva de damas de la caridad. A partir de entonces no fue a la iglesia, no por falta de tiempo, sino por convicción, aun cuando tuviera media hora libre para hacerlo. En su imaginación, la vieja llegó a identificar la benevolencia de esas damas con la Iglesia y con Dios, y en lo sucesivo no perdió ninguna ocasión para atacar a la casta de los creyentes, en la que me incluía. Así que, con socarronería, se dedicaba a provocarme siempre que me veía salir de casa con el misal en la mano media hora antes del comienzo de los oficios.
La primera vez que me la encontré camino de la iglesia aún no conocía la historia de los vestidos de gala, de modo que con toda la inocencia del mundo le pregunté si quería acompañarme. Me hizo saber que «No, su ilustrísima», que ella, en vez de ir corriendo a exhibirse pintarrajeada en la iglesia, prefería seguir barriendo la calle, que es lo que tenía que hacer y que, aunque no fuera así, tampoco iría a misa. La miré consternada, pues desde el primer momento se había hecho patente que la única alma gemela que Emerenc tenía en las Sagradas Escrituras era Marta, esa mujer completamente dedicada a las más duras faenas y al sacrificio; ¿cómo, entonces, había podido Emerenc renegar del Señor de los Cielos? Cuando supe el porqué, el episodio de los vestidos, y le recriminé indignada su actitud, soltó una risotada directamente a mi cara, lo que sonó extrañísimo en ella: ni las lágrimas ni la risa casaban para nada con su carácter.
Dijo que ella no necesitaba de los curas ni de la Iglesia, que tampoco pagaba el impuesto al culto y que le había bastado la guerra para comprobar la eficiencia de la acción divina; que al carpintero y a su hijo, que eran gente trabajadora y normal, no tenía nada que reprocharles, pero que estaba clarísimo que al muchacho ese lo habían fastidiado los políticos con sus mentiras, involucrándolo en algo que era mero pretexto para librarse de él cuando les resultara incómodo, y cuando llegó ese momento lo ejecutaron. Que por quien más lástima sentía era por su sufrida madre, que esa sí habría vivido angustiada todo el tiempo y que, por contradictorio que pareciese, podría por fin dormir relajada la pobre mujer después de aquella noche del Viernes Santo, cuando ya no tenía que temer más por la vida de su hijo. Yo, mientras la escuchaba, creí que algún rayo de Dios caería presto del cielo como castigo por esa fábula en la que Cristo era presentado como víctima de una maquiavélica conspiración política y de un juicio preconcebido en el que finalmente resultaba derribado y aniquilado, desapareciendo de la vida de la Santa Virgen y Madre, atormentada con tal desventura de su hijo. Emerenc se dio cuenta de que había herido mis sentimientos y, satisfecha, me siguió con la mirada mientras me alejaba con la cabeza alta en dirección a la iglesia. Pensé entonces que esa criatura tan excepcional que decía no meterse nunca en política de algún modo misterioso y a través de unos hilos invisibles había sido contaminada por los acontecimientos de nuestro entorno de los años de posguerra, y que sería preciso buscar a un sacerdote que pudiera volver a despertar en la vieja aquello que, sin duda, habría albergado su alma en otra época. Dando por sentado que su reacción sería la de siempre, con sus habituales insultos, decidí no hacerlo. Emerenc en el fondo era buena cristiana, mas no había pastor capaz de convencerla de ello. Ya no quedaba ni rastro del famoso vestido de noche, pero su conciencia había sido marcada a fuego por los resplandores de aquellas lentejuelas.
Esa noche después de la operación, su pretensión de contrariarme, curiosamente, me tranquilizó. Pensé que si presintiera algún peligro no me molestaría, pero como no fue así, gracias a Dios continuó mofándose y riéndose de mí. Quise levantarme, me lo impidió y me prometió que si me portaba bien me contaría algo, que me quedara quieta y cerrara los ojos. Yo me acomodé en la cama y ella permaneció de pie, apoyada contra la estufa. Sabía poco de ella, casi nada, solo algunos datos con los que durante esos años me había esforzado en componer una imagen, algo borrosa y fantasmal, de su persona. En aquella velada ilusoria, en el albor invernal en que vida y muerte se daban la mano y para ayudar a ahuyentar mis temores, Emerenc habló de sí misma:
—Mi madre solía repetir: «Sois hermanos de Cristo», refiriéndose a mi padre, que era carpintero y ebanista, y a su hermano pequeño, mi padrino, que era carpintero de obra, un hombre habilidoso como todos los Szeredás pero que murió joven, poco después de mi bautizo. Mi padre también era considerado un gran profesional, aparte de ser un hombre muy apuesto, y mi madre una bella joven, una auténtica hada. Tenía una cabellera de oro tan larga que llegaba hasta el suelo; la arrastraba tras de sí e incluso podía andar sobre su melena como si fuera una alfombra. Mi abuelo la adoraba, era la niña de sus ojos, e hizo lo posible para que no se tuviera que casar con un cualquiera, con un campesino: le dio estudios en un liceo para chicas pudientes. Le costó incluso aceptar que el pretendiente fuera un simple artesano como era mi padre, y solo lo aceptó tras hacerle jurar que, siendo su esposa, no la obligaría a trabajar. Y, en efecto, no la obligó. Mi madre, en vida de mi padre, nunca tuvo que trabajar, pasaba todo su tiempo leyendo, aunque eso duró poco, porque el pobre murió cuando yo tenía apenas tres años. Lo más extraño es que mi abuelo nunca le perdonó que hubiera osado morirse, lo odió por eso como si lo hubiera hecho para fastidiarlo a él y para hacerles los años de la guerra que sobrevenía aún más difíciles. No creo que mi madre estuviera enamorada del primer oficial del taller de carpintería, pero como necesitaba de su ayuda para llevar el negocio aceptó casarse con él. A mi padrastro no le gustaban demasiado los libros, pero lo peor era que vivía con el constante pánico de terminar siendo reclutado, como todos los hombres por aquel entonces, con lo bien que estaba al lado de mi madre. Puedo afirmar incluso que quería a sus hijos adoptivos, porque no era mala persona; pero, eso sí, no paró hasta lograr que yo dejara la escuela, algo que el maestro lamentó muchísimo. Así las cosas, tuve que ponerme a cocinar para nuestros peones durante la cosecha del trigo, pues mi madre no daba abasto. También me tocó a mí hacerme cargo de los gemelos y a esos, la verdad, mi padrastro nunca los maltrató, lo que no es de extrañar ya que eran dos niños encantadores, no se lo puede usted imaginar… Eran una maravilla los dos, igualitos a mi madre. El único que no se parecía a nadie era Józsi, mi hermano pequeño, este cuyo hijo usted conoce; aunque a Józsi casi nunca lo veía, porque después de la muerte de mi padre mi abuelo materno, de apellido Divék, se lo llevó, de modo que pasó más tiempo en Csabadul con ellos que con nosotros en Nádori; ese era el pueblo de mi madre, donde, por cierto, todavía hoy viven los que quedan de su familia. Cuando me sacaron de la escuela, el señor maestro protestó a viva voz diciendo que era una pena y un error irreparable, a lo que mi padrastro repuso que eso de meter la nariz en los asuntos familiares de los demás era una bajeza y que, por muy profesor que fuera, si continuaba hostigando a la niña le rompería la cara; que él, después de casarse con una viuda y encargarse de sus cuatro hijos, vivía con la amenaza de ser llamado a la guerra en cualquier momento, que su mujer sola no iba a poder sacar adelante a toda la familia y que, aunque le dolía muchísimo obligarme a trabajar, no le quedaba otro remedio: no se conseguían varones jornaleros ni para el taller ni para la labranza, mientras, eso sí, se le seguía exigiendo cumplir con la contribución obligatoria de parte de la cosecha, aun cuando las tierras apenas daban para abastecer de pasto a las bestias. Después de soltarle todo al maestro, se quedó tan ancho y tardó poco en ponerme a trabajar. Con todo y eso, no era mala persona, créamelo, pero es que vivía con el terror metido en el cuerpo, y usted debe de saber muy bien que el miedo es muy mal consejero y que eso te hace capaz de cualquier cosa. Yo no le guardo rencor, a pesar de que muchas veces me pegó por torpe, lo cual, claro, era normal y perdonable también, pues aunque nosotros tuviésemos tierras de toda la vida, yo antes iba allí a jugar y no a trabajar… Pero mi padrastro no paraba de reñirme, maldiciendo y temblando de miedo por si un día le llegase una de las citaciones que pululaban en el aire como aves de mal agüero. Una noche, ya en calma después de las labores del día, mi madre le advirtió que no debería mentar tanto lo que más temía, porque era como si lo estuviera invocando, pero él, que casi no podía articular palabra del miedo calado hasta el tuétano, farfulló como respuesta que presentía que algo malo iba a pasar y que había soñado que si se lo llevaban nunca más nos volvería a ver. En efecto, así pasó: fue el primero a quien llamaron a filas en Nádori, lo mandaron al frente y al poco tiempo cayó. Mi madre no sabía qué hacer con el taller. Había, además, restricciones en la venta de madera, la gente no construía casas y la mano de obra también escaseaba. Al principio creía que podríamos aguantar los malos tiempos sin un hombre en casa. Como hija de pequeños terratenientes, pensaba que con lo que sabía de la tierra se las podría arreglar sola. Ay, tendría que haber visto usted cómo luchaba la pobre; yo la veía sufrir, era una niña espabilada y la ayudé como pude; con mis nueve añitos me encargué de la cocina para todos y del cuidado de los gemelos, pero apenas sirvió de nada, era poca cosa para sacarnos de tanto apuro. Cuando llegó la noticia de la muerte de mi padrastro, me di cuenta de que mi madre lo había amado. La pérdida era doble: lloraba a sus dos maridos, tanto a uno como al otro, pero por este segundo sentía pena porque no tenía ni una tumba donde visitarlo. Mi madre empezó a hartarse de la vida, no crea que solo las personas finas como usted padecen de los nervios. Era demasiado joven y débil. Ella misma se sentía muy poquita cosa ante tantas dificultades, y un día, ¡escuche esto!, en que los pequeños estaban alborotados y yo, en vez de cumplir con mi deber, jugaba con ellos más tiempo del que ella me había autorizado, cosa normal, pienso, como cría que era aún, ella lo tomó a mal y me castigó dándome una buena tunda. Así sin más, decidí escaparme, ir a Csabadul, donde estaba mi hermano, a quien mi abuelo sí que trataba bien, porque aunque lo pusieran a trabajar como a mí, al menos le dejaban algún tiempo libre para jugar. Quería llevar conmigo a los gemelos, nos vamos los tres hijos, la dejamos bien sola, ¡qué me importaba!: que se arregle como pueda después de lo que ha hecho; pensaba que sabiendo yo el camino a Csabadul, que era el pueblo vecino y estaba muy cerca, prácticamente al lado, llegaríamos a pie sin problemas. Echamos a andar los tres niños con las primeras luces de la mañana, yo tenía a los dos rubiecitos agarrados de mi mano. No llegamos más allá de las tierras de rastrojo, porque allí los gemelos quisieron sentarse y comer, luego me pidieron de beber y tuve que correr hasta el abrevadero. Llevaba como siempre mi jarra de peltre colgada del cuello por una soga. La llevaba siempre conmigo, ya que sabía que los pequeños enseguida lloran pidiendo agua, y más cuando emprendes con ellos un camino tan largo. Si el bebedero estaba cerca o lejos, una niña como yo, imagínese, ¿cómo lo iba a saber? Cuando por fin llegué allí, empezó a levantarse una tremenda tormenta, poderosísima y con una rapidez que yo en mi vida había visto antes. Tronaba con tanta fuerza como nunca lo había hecho, creo, a lo largo y ancho de esta región; fue un huracán terrible y destructor. En un momento el cielo se transformó en un fuego vivo, como si hubiesen encendido una caldera entre las nubes haciendo que todo ardiera con una luz morada, no negra como suele ser en una ventisca normal. Su sonido estridente, ese bramido arrollador que recorría todo el firmamento, me desgarraba los oídos y me ensordecía. Tiré la vasija y salí corriendo de vuelta como una loca, porque cuando miré hacia atrás lo que vi en vez de las cabecitas rubias fue un relámpago que impactaba contra el árbol bajo el cual los niños se habían refugiado. Cuando llegué, desfallecida, todo estaba envuelto en humo, y ellos dos, muertos. En un principio no lo sospeché, porque yo buscaba las cabecitas rubias y lo que alcanzaba a ver no parecían restos humanos. El temporal ya había estallado con fuerza y batía contra mí empapándome de lluvia como si fuera sudor; yo estaba allí, petrificada, delante de mi hermana pequeña y mi hermano pequeño convertidos en dos troncos ennegrecidos que semejaban trozos chamuscados de carbón vegetal, salvo que eran aún más reducidos y de forma algo torcida. Estaba yo allí, pues, atontada y mirando de un lado a otro buscándolos, porque, lógicamente, aquellas cosas que había en su lugar no podían ser mis hermanitos. Después de eso no le sorprenderá, ¿verdad?, si le digo que mi madre se arrojó al pozo del abrevadero. Solo le había faltado eso, semejante espectáculo, y haberme oído a mí que, en un ataque de histeria, había estallado en unos chillidos que, tras cesar la tormenta, llegaron a oírse hasta en la carretera cercana a casa. Mi madre salió corriendo descalza y en camisón, se me echó encima para darme una paliza descomunal, aún sin sospechar que lo que había pretendido era escaparme, huir de la miseria y del ambiente que ella, en su desesperación, generaba constantemente a su alrededor con sus lloriqueos e interminables lamentos. Pero la pobre ese día del desastre estaba fuera de control, no sabía lo que hacía, necesitaba descargarse, romper algo, destruir, hacer daño, pegar, daba igual a quién, castigar, si ya no podía a la vida misma, al que más cerca tuviera a mano. Cuando al final cayó en la cuenta de por qué la había llamado y vio lo que había quedado de sus hijos, su rostro se encendió; se apartó de mi lado bajo la lluvia y, con la melena suelta y arrastrándola por el suelo, corrió y chirrió como lo hacen los pájaros. Vi cómo se tiró al pozo. Pero yo, incapaz de moverme, me quedé postrada junto al árbol y los cadáveres. Había dejado de tronar y relampaguear, y si hubiese tenido fuerzas para salir disparada hacia mi casa que estaba allí cerca, al lado de la carretera, justo donde empezaba el rastrojo, podría haber pedido auxilio a tiempo y la habrían salvado seguro, pero no fui capaz, me quedé clavada al suelo como hechizada, con la mente en blanco, con el cerebro dormido y con la frente chorreando agua. Yo, que quería a esas dos criaturas con locura, con tanta pasión como nadie, como ningún ser humano en este mundo puede querer, miré los dos troncos sin creer todavía que yo tuviera algo que ver con eso. No grité, no pedí auxilio; plantada y aguantando ahí con la vista perdida, casi inconsciente, por mi cabeza rondaba vagamente la pregunta de qué podía estar haciendo mi madre en el fondo del pozo durante tanto tiempo. ¿Que por qué lo habría hecho? ¿Por qué? Porque, aborrecida de todo, hastiada hasta el límite, ya no podía más. Lo hizo para huir, pues… de mí, del horrendo espectáculo y de su propio destino; sí, era uno de esos momentos en que lo único que se le pide a la vida es que termine cuanto antes. Seguí inmóvil y con la mirada perdida. Así tontamente pasó un rato hasta que eché a caminar con paso lento y vacilante. ¿Adónde ir? A mi casa no tenía sentido, estaría vacía. Me dispuse, pues, a esperar en la carretera. Al primero que pasó le pedí que hiciera el favor de hablar con mi madre, que se había metido dentro del pozo, y que mis hermanos, los rubiecitos, habían desaparecido, ya que debajo del árbol, en su lugar, solo había una cosa negra. Resulta que el paisano con quien me había topado era nuestro vecino; el hombre se hizo cargo de todo lo que fuera menester en una situación así: me dejó con el maestro mientras fueron a buscar a mi abuelo, que vino pronto y me llevó a su casa. No quiso que me quedara allí como lo había hecho mi hermano Józsi; a la primera que pudo, me entregó a unos señores que habían venido de Budapest en busca de criadas y se me llevaron justo después del entierro. Asistí al funeral sin entender nada, absolutamente nada, pese a que era la oportunidad de ver por última vez a mis seres queridos. Los dos féretros estaban abiertos, el de mi madre y el de los gemelos. Ver así a mi madre era algo incomprensible, lo mismo los rubiecitos, que no solo habían dejado de ser rubios sino que no les quedaba ni un pelo, como si sus cabellos se hubieran esfumado al igual que sus cabezas; eran cualquier cosa menos los restos de unos niños. No pude llorar, ¿por quién iba a llorar? Todo aquello me había desbordado, resultó demasiado, demasiado para mi pequeño ser. ¿Sabe para qué estoy ahorrando ahora? Para el mausoleo familiar. Será una cripta enorme, hermosa, de esas que ya no se hacen, con vitrales de colores, cada uno de un color distinto. En niveles diferentes estarán las tumbas de mi padre y de mi madre, cada una sobre vigas individuales, y otra tumba más con mis hermanitos. Y si el hijo de mi hermano Józsi no cambia, él y su padre también tendrán allí su lugar. Empecé a reunir dinero con este fin antes de la guerra, pero luego me pidieron esa suma para otra cosa y yo la di, porque era para una causa justa y mereció la pena. Ahorré otra vez y entonces me robaron. Pero eso no me preocupa, tengo una pequeña renta que me envía alguien desde el extranjero, aparte de que a mí nunca en la vida me ha faltado trabajo. Ya tengo otra vez dinerito suficiente para encargar la cripta; cada vez que voy a un entierro miro a ver si encuentro algún recinto adecuado y en consonancia con mi idea, pero aún no lo he encontrado, ya que mi tumba tendrá que ser diferente de todas las que se han hecho hasta ahora. Ya verá usted lo bien que brillarán esos féretros con todos los colores de las vidrieras cada día al amanecer y al atardecer… Bueno, ya se ocupará de ello mi heredero, y será una capilla tan hermosa que quien la vea se detendrá ante ella, sin falta, maravillado. ¿Me cree usted?