La puerta (3 page)

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Authors: Magda Szabó

Emerenc, sin decir nada, quitó el alambre del cuello del gato, que el ajusticiador había utilizado en lugar de una cuerda; los despojos del morrongo, con la garganta abierta, daban escalofríos. Lo enterró en la misma fosa donde habían sepultado durante la guerra al señor Szloka, cuyo cuerpo no había sido exhumado aún. Más adelante, y por si fuera poco, Emerene se vio involucrada, a raíz de la denuncia del verdugo, en una investigación policial totalmente injusta, la cual, por suerte, se resolvió en buenos términos.

La gestión sumaria del palomero, sin embargo, no le aportó ningún beneficio. Emerenc, en vez de entrar en más peleas, lo ignoraba, y cuando tenía que tratar con él por asuntos legales lo hacía por mediación de su agente, el señor del mantenimiento que se prestaba a traer y llevar los recados. No obstante, y como si una macabra solidaridad hubiese unido a los animales, las palomas, una tras otra, empezaron a palmarla. La policía, entonces, inició una nueva investigación en el lugar de los hechos, bajo el mando del subteniente, el mismo, por cierto, que más adelante ascendería al rango de teniente coronel y se convertiría también en amigo de Emerenc. El palomero había denunciado a la vieja por envenenar sus aves, pero, tras realizar la autopsia, en sus estómagos no se encontraron restos de veneno y el veterinario municipal sentenció que la causa había sido una epidemia avícola de origen desconocido que había diezmado también a otras poblaciones de palomas, y que eso no era suficiente motivo para molestar a su vecina ni a las autoridades.

Entonces, la comunidad de inquilinos hizo piña frente al asesino del gato y cada uno presentó una reclamación al consejo municipal: el matrimonio de más prestigio, los Brodarics, con la queja de que el zureo matutino de las palomas no les dejaba dormir; el manitas, porque ensuciaban con sus deposiciones su balcón; la ingeniera, argumentando que las aves le provocaban alergia. El consejo municipal, en vez de obligar al palomero a cerrar su criadero, solo lo amonestó, lo que decepcionó a la vecindad, que esperaba una verdadera represalia, un castigo por la muerte del gato.

Ese castigo no se hizo esperar, el verdugo pronto sufrió otra gran pérdida: su plantel de palomas recién adquirido volvió a extinguirse del mismo modo misterioso. Lo denunció de nuevo, pero esa vez el subteniente de la policía no ordenó ninguna investigación veterinaria, sino que reprendió al palomero con duras palabras por importunar a las autoridades, ya bastante saturadas, con sus constantes e infundadas denuncias. Eso le sirvió al criador de palomas para sacar las conclusiones oportunas y emprender su última actuación: se plantó en la entrada de la finca y desde allí maldijo a voz en grito a Emerenc y, más tarde, aunque sin dejar pruebas, mató al nuevo gato de la vieja y terminó por mudarse a otra casa en una zona ajardinada. Desde su nueva residencia siguió hostigando a la policía con inagotables denuncias contra su antigua portera. Soportando toda esa campaña de acoso con tan buen talante, serenidad y un excelente sentido del humor que solo da la sabiduría, Emerenc consiguió que los funcionarios de la policía y del consejo terminaran encariñándose con ella. En lo sucesivo, ya no dieron ningún crédito a las acusaciones y se acostumbraron simplemente a que, al igual que un pararrayos atrae los rayos, esa señora mayor era un auténtico imán para las calumnias anónimas. En la comisaría le abrieron una carpeta solo para sus denuncias, en la que hacían acopio de los más variados expedientes y cada nueva carta era recibida con un leve ademán de mano: hasta los detectives más novatos sabían identificar, por su estilo altisonante y barroco, los escritos del palomero. Los agentes pasaban regularmente a tomar café y a charlar un rato con la vieja en su casa, el subteniente —que mientras tanto escalaba en la jerarquía policial— lo hacía casi diariamente y los muchachos que recién se incorporaban al cuerpo también le eran presentados a Emerenc. Ella les preparaba chorizo, empanada o filloas dulces, a cada uno su capricho, y ellos, que en compañía de la abuela recordaban el terruño y sus familias lejanas, tenían la amable deferencia, a cambio, de no perturbar su tranquilidad con las nuevas calumnias, cada vez más disparatadas, que la acusaban de haber matado a judíos durante la guerra y robar sus bienes, de ser espía de los británicos y colaborar con ellos desde una emisora clandestina montada en su casa, o de dedicarse al contrabando y atesorar grandes riquezas que escondía ilícitamente. En honor a la verdad, fue el relato de Adélka lo que finalmente me tranquilizó; si bien contribuyó también una visita que tuve que hacer a la comisaría a causa de mi carnet de identidad extraviado. Un funcionario estaba tomando mis datos cuando el subteniente pasó por la sala y, al oír mi nombre, me hizo pasar a su oficina para charlar mientras esperaba la expedición de mi nuevo documento. Estaba convencida de que sus atenciones iban dirigidas a mí por mi condición de escritora, pero supe enseguida que me había equivocado. Emerenc le había contado que era mi asistenta y lo único que le interesaba al oficial eran las noticias sobre su amiga: si se encontraba bien y qué hacía, y si la hija de su sobrino había vuelto a casa después del hospital. Y yo, ni idea, no sabía siquiera de la existencia de esa niña. Creo que en un principio temía a Emerenc.

Nos atendió durante más de veinte años, pero en los cinco primeros se podía percibir, con la precisión de un instrumento de medición, la distancia que ella marcaba en la relación. Yo tengo un carácter abierto, me gusta hablar con la gente, incluso con desconocidos, pero Emerenc limitaba la comunicación a lo estrictamente necesario. Iba con prisa siempre, ya que después de cumplir de un modo intachable con su trabajo en mi casa la esperaban otros mil deberes y compromisos. Permanecía activa durante las veinticuatro horas del día, pues a pesar de que nadie podía pisar su vivienda, la antesala, una especie de portería, se había convertido en un centro de informaciones, como si fuera una oficina de telégrafos a la que acudía todo el mundo para dar parte a Emerenc de cuanto había sucedido en el barrio, ya fueran fallecimientos, escándalos, buenas noticias o catástrofes. Le encantaba atender a los enfermos, me la encontraba en la calle casi a diario portando ese cacharro, tapado con una servilleta, que reconocía de inmediato: eran los tradicionales «guisos de comadrona», alimentos de gran valor nutritivo que preparaba para cualquier necesitado del que hubiera tenido conocimiento gracias a los rumores de la calle. Siempre sabía quién la requería: Emerenc irradiaba algo especial, era de esas personas a quienes la gente hacía confidencias casi sin querer y sin expectativa alguna de ser correspondidos; estaban acostumbrados a que ella se limitara a los triviales comentarios de rigor, a unos lugares comunes o simples evidencias. La política no le interesaba, el arte tampoco, de deportes no sabía nada y acerca de los chismes sobre infidelidades, aunque los escuchaba, evitaba dar opiniones; lo que más le gustaba era hacer previsiones sobre el tiempo, pues, como ya he dicho, tenía pánico a las tormentas; incluso sus eventuales visitas al cementerio dependían de ello. Además, el tiempo no solo determinaba esas actividades que podríamos llamar sociales, sino también su horario de otoño y de invierno en que subordinaba toda su jornada laboral a las inclemencias del frío y a los caprichos despóticos de las precipitaciones. Cuando nevaba, se encargaba ella sola de limpiar las aceras de delante de casi todas las casas más grandes del barrio; en esos días no le quedaba tiempo ni siquiera para escuchar la radio, solo un rato de madrugada o después de medianoche. Cuando andaba por la calle, hacía sus pronósticos del tiempo dejándose guiar directamente por las estrellas. Las conocía por los mismos nombres que sus antepasados y, según fuera su intensidad, más brillante o más pálida, sabía si al día siguiente el tiempo cambiaría o no, aun antes de que los meteorólogos lo anunciaran. La contrataron para barrer la nieve de once fincas, y cuando llovía o nevaba torrencialmente parecía una enorme muñeca de trapo, irreconocible, disfrazada con gruesos abrigos en lugar de su ropa habitual en cuyo cuidado ponía siempre tanto esmero, y con botas de goma en vez de sus lustrosos zapatos. En los inviernos más duros se tenía la sensación de que Emerenc pasaba todo su tiempo en la calle y que nunca paraba en casa ni para dormir como cualquier mortal. Y era verdad: lo único que hacía era asearse diariamente y cambiarse de ropa, pero no se acostaba nunca ni tenía cama, pues no la necesitaba. Le bastaba con un pequeño sillón, un laversit o «asiento de los enamorados», para echar una cabezada sentada: la única postura que le permitía apoyar la columna cómodamente, porque en cuanto se tumbaba del todo sentía debilidad y vértigo, algo inaguantable, como ella explicaba.

Cabe decir que cuando nevaba intensamente ni siquiera podía tomar ese pequeño descanso en el laversit, ya que, apenas terminaba cuatro fincas, la calle estaba otra vez cubierta de nieve y debía empezar de nuevo, y así sucesivamente en un ir y venir interminable con sus grandes botas y una enorme escoba de ramas en sus manos. Nos habíamos acostumbrado a que en esos días blancos nos abandonara, pero no se me ocurría poner pega alguna, ¿para qué?, si los posibles argumentos, aunque implícitos, de Emerenc resultaban irrebatibles: que nosotros estamos bajo techo, que el piso está bastante arreglado gracias a ella, que aguantemos, ya habrá tiempo para recuperar todo, aparte de que a mí tampoco me viene mal un poco de ejercicio. Apenas la nieve daba algo de tregua, Emerenc volvía a aparecer por casa para hacer una limpieza general extraordinaria y para dejarnos, de paso y sin comentario alguno, un buen asado o unas pastas de miel caseras en la mesa de la cocina. Entendí que esas delicias, igual que el pollo tras sus incomprensibles insultos de aquella primera vez, eran un mensaje por su parte, como diciendo mediante una bandeja llena de manjares que está bien, muchachos, os habéis portado bien, os merecéis un premio, como si fuéramos unos críos en edad escolar que esperan ser recompensados y ninguno de nosotros estuviera a dieta.

Cómo una sola persona podía vivir tantas vidas a la vez, no lo sé, pero Emerenc no paraba nunca, cuando no barría corría con un guiso de comadrona, o andaba detrás del dueño de algún animal de compañía perdido y, si no lo encontraba, buscaba un nuevo hogar, casi siempre con éxito, para la mascota huérfana; en caso contrario, el perro o gato en cuestión desaparecía sin dejar rastro, como si nunca se le hubiera visto husmear en los contenedores de basura del barrio. Emerenc trabajaba una barbaridad y atendía muchas casas; también ganaba bastante, si bien nunca admitía propina; eso todavía podía entenderlo, pero no que se negara a aceptar regalos. A esa vieja le gustaba dar, pero que le ofrecieran algo a ella, en vez de alegrarle y hacerla sonreír, le indignaba. En vano intenté durante años, una y otra vez, darle algo extra. Su reacción invariablemente fue un rechazo rotundo con el argumento de que su trabajo ya estaba remunerado y punto; entonces yo, dolida hasta el alma, volvía a guardar el sobre mientras mi marido se mofaba de mí diciendo que dejara de hacerle la corte a Emerenc de una vez por todas, que las cosas estaban bien como estaban y que a él le convenía tener a una persona que nos atendiera como una sombra invisible y que, aun cumpliendo con su trabajo de forma irregular y en unos horarios imposibles, lo hacía a la perfección sin siquiera aceptar tomar un café a cambio. Que ella era la asistenta perfecta, y allá yo si no me bastaba con su rendimiento como tal, y que encima le exigía, como a todo el mundo, que intimara como una amiga. Me costó reconocer que Emerenc había decidido deliberadamente no confraternizar con nosotros, como con nadie de su entorno en aquellos tiempos.

Hermanos de Cristo

En realidad ella mantuvo esa distancia durante años, hasta que un día mi marido enfermó gravemente. A ojos vista, nada de lo que ocurría en mi casa interesaba a la vieja, y por eso estaba convencida de que aun contándole nuestra verdad oculta y callada, ella, como única muestra de sentimiento, nos traería uno de sus guisos de comadrona. No le comenté, en consecuencia, nada; acompañé a mi marido a operarse de un absceso pulmonar sin que nadie en la finca ni en el barrio, incluida Emerenc, se enterara de la razón de nuestra ausencia. Ella no tenía la menor idea de lo que pasaba ni estaba al tanto de las revisiones médicas preoperatorias. A la vuelta del hospital, me encontré a Emerenc en mi casa, sentada en el sillón ocupada en sacar brillo a unas cucharillas de plata amontonadas en su regazo. Se puede comprender mi estado de ánimo sin necesidad de muchas palabras, solo con imaginar que durante las casi seis horas que había durado la intervención de mi marido mi vista había permanecido fija en la luz de emergencia, de esas que hay encima de la puerta de una sala de operaciones, consciente, además, de que quien estaba siendo operado allí dentro podía no volver a levantarse jamás. Era la primera vez que se privaba a Emerenc de información sobre un acontecimiento de tanta trascendencia en nuestras vidas, y solo le fue comunicado a posteriori y como un hecho consumado. La vieja me lo reprochó con la mirada: ¿cómo era posible que antes de una operación con posible desenlace fatal no hubiese compartido mis temores con ella, como si se tratara de una extraña? Me lo echó en cara, no resentida sino indignada; yo repuse que hasta el momento no parecía que nuestra vida le interesara en absoluto y que, por eso, no se me había ocurrido sospechar que pudiera sentirse afectada por lo que nos estaba pasando. Le pedí, además, que, si no le importaba, prefería quedarme sola, acostarme temprano después del trajín de ese día maldito en el que cualquier cosa podía suceder aún. Se marchó de inmediato, creí que estaba ofendida y que no volvería jamás, pero no; al cabo de media hora un ruido me sacó de mi duermevela cargada de sueños confusos: era ella, que había vuelto y había aparecido en mi cuarto trayendo un líquido humeante.

El recipiente que lo contenía reposaba sobre una bandeja de estaño y era una verdadera pieza de arte: una copa de cristal azul en la que había dos manos finamente grabadas en una guirnalda ovalada; la muñeca de la dama llevaba una pulsera y la del caballero un puño de encaje, y entre ambas sostenían una plaquita de oro en la que se leía en francés TOUJOURS con unas brillantes letras en esmalte azul intenso. Cogí la copa por la base y acercándola a la luz pude apreciar lo que humeaba en su interior: era un vino oscuro, caliente y aromatizado con clavo de olor. «Tómelo», ordenó Emerenc. No me apetecía beber, lo único que deseaba era que me dejaran en paz.

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