Authors: Magda Szabó
El esperado día, Emerenc nos sorprendió con un comportamiento que recordaba, más que a sí misma, a una demente haciendo esfuerzos sobrehumanos por impedir que un ataque de locura se apodere de su ser. Viola, que sabía mimetizar perfectamente nuestros estados de ánimo, se mostraba igual. La cosa fue así: para empezar, Emerenc vino de su casa cargada de platos y fuentes protegidos con una servilleta. Ya de entrada, eso hizo que me enfadara mucho. Le pregunté que, si su banquete era tan confidencial como se suponía, por qué rayos se exhibía por la calle paseándose con todo su menaje de mesa, que yo sabía perfectamente que ni ella ni su visitante eran leprosos, con lo cual no me importaba que utilizara mis platos y mis cubiertos, así que, por favor, cogiera tranquilamente cualquier cosa de la alacena, incluida la cubertería de plata de mi madre, y que no pondría objeción, faltaba más, a nada que me pidiera. No me lo agradeció expresamente, pero sí me aseguró que se daba perfecta cuenta de cuáles eran las intenciones de la gente, no solía escapársele ningún detalle, ni bueno ni malo, y se lo guardaba para siempre. Me aclaró que no era cuestión de secretos, sino de evitar que esa persona se diera cuenta de que vivía sola y sin familia. Además, no le apetecía tener que dar explicaciones de cómo se las arreglaba ni de por qué no permitía a nadie entrar en su casa.
Mientras ponía la mesa en la habitación de mi madre, se me ocurrió que quizá ese era el momento propicio para comentarle algo que hacía mucho tiempo rondaba por mi mente. Estaba disponiendo la bandeja de fiambres y las ensaladas —con esa delicadeza artística que tenía para decorar la mesa— cuando me acerqué para plantearle el asunto: que no me parecía nada normal su obsesión por ocultar al mundo la intimidad de su hogar, y que si había consultado alguna vez a un médico para averiguar la razón de tal manía, que probablemente debía de ser una patología conocida y tener incluso nombre científico, o una especie de fobia, y que, por tanto, seguramente tendría tratamiento.
—Médicos —pronunció lanzándome una mirada, al tiempo que se afanaba en dar brillo con un paño limpio a sus copas altas de champán, las que guardaba para eventos especiales—; yo no estoy enferma; además, ¿no me estará insinuando que mi modo de vida pueda hacerle daño a alguien? Hace como que no sabe que detesto a los médicos. Déjeme en paz, por favor, no soporto que me dé lecciones. Si le pido algo, y usted accede a dármelo, por favor, guárdese sus comentarios; así de nada sirve dar.
Me retiré al dormitorio y la dejé sola; puse un disco para no tener que oírla. Me sentí algo contrariada a causa de la inminente visita: con lo loca que está, esta mujer un día nos mete en un buen lío. ¿A quién traerá ahora? Ni idea… Si no fuera por Viola, sinceramente, no me atrevería a dejarlo entrar en casa. ¡Pues vaya cita! ¿En secreto y con copas de champán? Yo no soportaba los misterios, ni siquiera los míos.
La música llenaba el ambiente y me aislaba de cuanto ocurría en el cuarto de mi madre, donde estaba Emerenc y del cual me separaban dos habitaciones. Intenté concentrarme en la lectura, pero después de repasar distraídamente unas cincuenta páginas, empecé a sospechar algo: ella me había dicho que quería presentarme a su invitado; pero, entonces, ¿por qué no me había avisado? Había un silencio total. Viola tampoco daba señales. ¿Era posible que ese alguien aún no hubiera venido? Pasaba ya casi una hora de la prevista para la visita, cuando oí un ladrido. Habrá llegado, pensé. ¡Qué suerte! Qué mujer tan previsora, con esa buena idea de las carnes frías: una cena caliente, con las exquisiteces que ella sabe hacer, no hubiera servido de nada porque con tanta espera se habría estropeado. Continué oyendo música cuando de pronto Viola, muy excitado, apareció en la puerta y, dando vueltas en zigzag alrededor de mi cama, parecía deshacerse en esfuerzos por comunicarme algo en su idioma. Era extrañísimo porque, aun suponiendo que el invitado tuviera miedo de los perros, ella no lo habría mandado que viniera conmigo sino que fuera al extremo más apartado del piso. ¿Qué se traerían entre manos esos dos que justificara que ella excluyera al chucho? Lo supe por ella misma, que no tardó en acercarse a mi dormitorio con el rostro completamente hermético, como la sordomuda que en ocasiones era capaz de parecer, y, sin siquiera dirigirle una mirada a Viola, que ya había saltado a mi lado en la cama de matrimonio, me contó que la persona en cuestión no había venido ni vendría. Del hotel donde su visitante iba a alojarse, habían telefoneado al manitas, cuyo número habían encontrado en la guía telefónica como único de su finca, informándole de que esa persona había pospuesto su viaje por cuestiones de negocios y que en cuanto pudiera venir avisaría.
A mí, que me había visto obligada a cancelar un montón de compromisos oficiales para ponerme a disposición de Emerenc esa tarde, no me pareció tan dramático. Lo que podía entender perfectamente era que lamentara el dispendio, pero nada más. Salió de mi cuarto corriendo; cerró violentamente la puerta tras de sí como un tifón y lanzó un grito que espantó a Viola, que la seguía a hurtadillas por el pasillo; sentí el impulso de ir a ver lo que pasaba, por si en su furor se estaba ensañando con el pobre perro, que no tenía ninguna culpa. En la habitación de mi madre se oía el entrechocar de la vajilla manejada con rudeza, acompañado de las más variadas injurias y blasfemias del peor estilo; en mi vida había oído a Emerenc proferir expresiones tan vulgares: me asustó. Al abrir y asomarme, lo que vi me empujó contra el marco de la puerta y me convenció de que el enfado no iba dirigido contra el perro, sino todo lo contrario: nuestro Viola estaba sentado con gran naturalidad en el sillón de mi madre, engullendo los fiambres que Emerenc acababa de poner delante de su hocico tal y como los había dispuesto en el plato para su invitado. Por si fuera poco, y para estar aún más cómodo, el perrito apoyaba una de sus patas delanteras sobre una majestuosa bandeja cuya superficie era de cristal de Murano. Se trataba de la pieza más apreciada de la herencia de mi madre, que yo jamás había sacado ni siquiera en las grandes ocasiones. En su centro había un precioso candelabro de plata de cinco brazos, que el animal hacía tambalear en su empeño por recoger los trozos de carne que caían de su boca sobre la bandeja, mientras sus pezuñas resbalaban por la superficie de cristal arañándola y llenándola de grasa.
—¡Fuera, Viola, perro guarro, fuera de la mesa! ¿Qué diablos haces encima de la vajilla de porcelana de mi madre? Y usted, Emerenc, ¿se ha vuelto loca? ¿Qué está pasando aquí?
En ese instante estalló en lágrimas. Nunca antes la había visto llorar, algo que solo volvería a repetirse mucho tiempo después, en el umbral de su muerte. Yo no sabía cómo actuar, porque Viola, como en cualquier momento de crisis en que Emerenc estuviera presente, no me obedecía hasta que ella no le confirmara la orden. Así las cosas, mi perrito seguía con su cena sin perturbarse, y aunque echara alguna que otra mirada de compasión a la que lloraba a lágrima viva al otro extremo de la mesa, no paraba de tragar: le resultaba imposible resistirse a la tentación del exquisito festín. Hay que reconocer que Emerenc había conseguido adiestrarlo a la perfección: había que ver al animal sentado en la silla como una persona, apoyándose con las patas delanteras sobre la mesa. Solo le faltaba utilizarlas para servirse. Bueno, aunque todavía no hubiese llegado a ese punto, sus modales a la mesa podían considerarse casi intachables: era un verdadero espectáculo circense. La escena, inconcebiblemente absurda, me impresionó y me hizo enfurecer tanto que era incapaz de expresarme con coherencia. ¡Nuestro perro en la habitación de mi madre, haciendo caso omiso de mis instrucciones, comiendo de mi mesa prolijamente guarnecida y escudriñando con frecuencia una gran fuente con una suculenta tarta de varios pisos y, eso sí, visiblemente ansioso por apoderarse de ella… toda esa escenificación con una anciana bañada en lágrimas como telón de fondo! La cena, pródiga y generosa aun en sus ruinas, debió de haber costado una fortuna y daba fe del aprecio profesado a ese visitante que, por su parte, ni siquiera se había molestado en venir a hacer los honores. Yo estaba a punto de estallar cuando por fin Emerenc reaccionó: con el dorso de la mano se secó los ojos y el rostro empapados y, acto seguido, como quien despierta bruscamente de una narcosis, se lanzó contra el perro y empezó a pegarle con una brutalidad insólita, valiéndose del mango del trinchante. Lo llamó de todo: ingrato, pérfido, tramposo, traidor abominable, además de capitalista desalmado. Viola, que nunca se resistía a los castigos de Emerenc, asumiendo que había llegado la hora del juicio final, aulló, saltó de la silla, se acurrucó en el suelo y, tras ensuciar la alfombra oriental de mi madre con el último bocado que no había tenido tiempo de tragar, siguió aguantando hecho un ovillo la terrible lluvia de golpes. Durante la infernal escena creí que esa mujer, capaz de perder los estribos de ese modo, con un gesto vehemente que se le escapara en cualquier momento terminaría trinchando al perro; entonces, aterrorizada, me puse a chillar. De pronto, y tan inesperadamente como había empezado, Emerenc dejó de asestar golpes, se agachó junto al perro y le dio un beso en la cabeza entre las orejas. Viola emitió un suspiro de alivio y empezó a lamer la mano que acababa de propinarle una paliza descomunal.
¡Esto ha sido demasiado! ¡No sirvo como espectadora de sus ataques de nervios! Le dije que, por favor, limpiase la habitación de mi madre de todos esos despojos y que, si no era exigir mucho, la próxima vez se buscara a otros actores secundarios y otro teatro para escenificar su vida privada. Para nosotros, ella y sus historias resultaban harto complicadas. No lo dije exactamente así, con palabras tan rimbombantes, pero en todo caso lo hice de forma que ella pudiera entenderlo perfectamente; y así fue. Le di la espalda sin más, me retiré a mi habitación y desde allí seguí oyendo sus pasos aún durante un rato. No sabía ni imaginaba en qué podía estar ocupada. Más tarde descubrí que había guardado en la nevera los restos de la cena para nosotros: los postres, el champán y una de las bandejas de fiambres que el perro no había llegado a tocar. La otra porción, desbaratada, se la echó al animal en su escudilla. Viola se había serenado, no se movía ni hacía ruidos, lo que me hizo pensar que la vieja se había marchado. ¡Por fin en paz!, pensé. Pero me equivoqué: Emerenc estaba allí todavía, poniéndole la correa al animal y disponiéndose a darle ese paseo de recompensa que solía ser más largo y que le concedía cada vez que Viola sufría cualquier alteración en su estado de ánimo. Era un compromiso al que ella daba preferencia por encima de cualquier otro menester, por urgente que fuera, aun cuando tuviera que interrumpir por ello el planchado o la preparación de alguno de sus pasteles. Cuando entró para decirme que iban a dar una vuelta por el bosque, volvía a ser la de siempre. Entonces, sin dar explicaciones y sin un asomo de remordimiento o aparente humildad, me pidió disculpas por lo sucedido con esa dignidad altanera tan suya que yo no había visto en nadie más que en ella.
Cuando le hablé a mi marido de los episodios de mi tarde con Emerenc, se limitó a comentarme con un leve gesto de la mano que merecía que me pasaran esas cosas porque no dejaba de entrometerme, con esa entrega incondicional que me caracterizaba, en la vida de los demás. Que la asistenta debía haber llevado a su misterioso visitante, a ese personaje tan distinguido y de mayor categoría que el teniente coronel, a su «club de la antesala» en vez de instalar un «restaurante provisorio» en la habitación de mi madre fallecida. Que, por lo visto, todo ese despliegue culinario había sido en vano: él no quería las sobras de la cena del comensal que no había venido, que no lo confundieran con Viola y que devolviera inmediatamente a esa mujer cuanto nos había dejado en la nevera.
¿Tenía razón? ¿No la tenía? A mí me parecía que el asunto era más complicado. De todas formas, y como me había pedido, empecé a preparar una bandeja con la comida para devolvérsela a Emerenc. Pasadas unas horas de los hechos y aún enfadada, aunque ya con el suficiente distanciamiento, recordé el llanto desgarrador de Emerenc, que salió de lo más recóndito de su alma con tanto dolor como si le hubiese caído el mundo encima, y pude entender que el incidente, fuera cual fuese su origen, revestía para ella una importancia crucial; comparadas con su tormento, las pequeñas molestias que nos había causado parecían carecer de importancia. Pensándolo bien, la imagen engañosamente idílica de Viola comiendo a la mesa no era la del buen perrito recompensado por su ama, sino evocaba más bien la idea de dos convidados a un siniestro banquete de la mitología griega en un acto de antropofagia. Vislumbré que esa persona que Emerenc había esperado con tanto fasto había sido alguien muy importante en su pasado, ese pasado que ella nos ocultaba bajo el velo del misterio, y que, al faltar a su cita aquella tarde, había traicionado a esa mujer hiriéndola en lo más profundo de su ser. Por todo ello, lo que después Emerenc echó al can y este devoró, ese conglomerado de fibras y grasas que en apariencia eran de un asado, en realidad no era más que la representación de la persona de la que deseaba vengarse en forma de sacrificio humano. En ese reparto de papeles, Viola interpretaba al inocente Jasón frente a Medea, encarnada en Emerenc, bajo cuyo velo escondía las ascuas del reino de los muertos. Me pesaba un poco tener que devolver la comida a Emerenc. No por mí —yo no necesitaba que me regalaran nada—, sino porque compartiendo ambas un origen provinciano y conociendo las costumbres que en ese mundo rigen sabía que despreciar una vianda se considera una ofensa. Aun sabiéndolo decidí que tenía que hacerlo; si no, ¿cómo comprendería Emerenc que, con esa última imprudencia, había sobrepasado todo límite razonable?
La bandeja pesaba mucho, me costó abrir la puerta y, al salir a la calle, la gente me seguía con la mirada. Al llegar no se veía a Emerenc por ninguna parte, pero esa vez, algo inhabitual, se la oía trajinar sin reservas, incluso hablar, probablemente con su gato, del mismo modo en que solía explicarle cosas a Viola. Le grité desde fuera que lo sentía, pero que me era imposible aceptar la cena; le traía la bandeja de vuelta y se la dejaba en la mesa; cuando quisiera, podía salir a buscarla. En ese momento abrió la puerta a medias y se asomó por una rendija, suficiente para poder pasar ella pero impidiendo escaparse al gato y ver nada de lo que había dentro. Iba vestida de andar por casa, ya se había quitado su elegante vestido negro. Sin decir nada, del cuarto que servía como trastero sacó una cazuela enorme y vertió en ella toda la comida sobrante, mezclando la tarta con la carne y las ensaladas. A continuación la llevó al baño y oí cómo lo echaba todo, cuchara a cuchara, en la taza del inodoro, para acabar finalmente tirando de la cadena. Viola estaba enloquecido, pero ella se negó a darle nada y, como si no lo conociera, cuando el perro se acercó lo apartó con una patada al aire. Entonces sentí miedo de Emerenc y agarré a Viola por la correa; sin embargo, sabía que si, en un súbito arranque, Emerenc me agredía, el perro no me defendería a mí sino a ella. Tocaba deshacerse de las bebidas: cogió las botellas por el cuello y las arrojó una a una contra el marco de la puerta. Rotas todas las botellas, tiró los restos a la basura y pasó la fregona para limpiar los charcos de champán y de vino del suelo del porche, que olía a taberna de barrio. Sutu, Adélka y Polett, que por una fatal casualidad pasaron por allí durante ese cuarto tic— hora, se dieron la vuelta nada más vernos. Ofrecíamos un espectáculo desconcertante para cualquiera, incluso aterrador: Emerenc, completamente callada, pasaba la fregona por el suelo y lo embadurnaba de alcohol; el perro aullaba, y yo, allí, como una estatua de piedra. Sin duda, lo mejor era apartarse.