La puerta (26 page)

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Authors: Magda Szabó

Sin embargo, lo único que sentí en ese momento fue un cansancio atroz. Llevaba demasiadas cosas sobre los hombros a la vez: por un lado, la agotadora tarea de cumplir el papel del personaje célebre, con una nueva vida que se desarrollaba prácticamente delante del público; por otro, mi existencia en una época en la que mi casa estaba patas arriba por culpa de la ausencia de Emerenc: atender a diario a Viola; controlar la calefacción, apagar, encender, regular; preparar la comida; hacer la compra; arreglar la casa; ir a la tintorería… Me resultaba imposible conciliar todo eso con la gran dosis de felicidad que la fama incipiente me estaba proporcionando; y yo, cegada por los focos y en plena marcha embriagadora del tiovivo de la celebridad, volaba eufórica. Adélka, recuperada por fin, salió del hospital; todo el mundo esperaba que ella y Sutu se encargaran de la cruzada contra la nieve, pero la primera reacción de Emerenc fue un violento rechazo, acompañado por un alarido de cólera que, en la medida que su garganta dolorida aún se lo permitía, retumbó hasta tres calles más arriba. Un día acabó por perder la voz y, sin previo aviso, desapareció de la calle. Entonces, Sutu colgó el cartel de: cerrado por enfermedad sobre las tablas del puesto donde en invierno vendería patatas y castañas asadas, para hacerse cargo, junto a Adélka, de la escoba de abedul de Emerenc. En una sola mañana se puso de manifiesto que, entre ambas, no hacían ni la mitad del trabajo que Emerenc realizaba antes de enfermar. Permanecía encerrada en su casa, y, cuando el señor Brodarics acudió para ofrecerle ayuda, ella le respondió a gritos a través de la puerta que la dejaran tranquila, que no quería visitas y que no permitiría jamás a nadie, por nada del mundo, traspasar su umbral; que no le llevara medicamentos porque no pensaba tomarlos y que no necesitaba ver a ningún médico, lo único que quería era descansar y recuperar lo que no había podido dormir durante tantas noches. En un par de días estaría perfectamente sana, e incluso mejor que antes. A mí me dijo que no quería ver ni a Viola: tal como se encontraba, no tenía ánimo para aguantar sus travesuras, brincos y correteos. En cuanto a mí, lo mismo: mi vida, por el momento, le traía sin cuidado. Me pidió, por favor y por una cuestión de reciprocidad, que yo también me olvidara de ella en esos días. Que entendiéramos todos bien que, en su estado, no deseaba verme ni a mí ni a nadie. Así fue como Emerenc se esfumó, dejando un gran vacío tras de sí: la calle sin ella se me antojaba desierta y triste. El hecho de que se hubiera escondido, no solo de los demás sino también de mí, me provocó una reacción de egoísmo injustificado: la típica, debo reconocer, en mí. En vez de compadecer su deplorable estado y preocuparme por las posibles consecuencias, me invadió una cólera estéril. ¿Que no quiere verme? ¡Vaya! ¡Qué poco considerada, justo ahora cuando más la necesito…! ¡Abandonarme a mi suerte en un momento tan delicado de mi vida…! Metida hasta la coronilla en los más variados compromisos y responsabilidades, la situación se me había hecho inaguantable: llevar todo el peso de las tareas de mi hogar, que había que mantener especialmente limpio en esos días a causa del aluvión de visitas, mientras mi marido, que tenía prohibido salir con ese frío, me requería permanentemente, y el pesado del perro aullaba y ladraba pidiéndome cosas. Y, por si fuera poco, el teléfono no me daba tregua, la prensa me tenía acorralada. Atender tantas solicitudes me resultaba físicamente imposible; estaba a punto de desfallecer en cualquier momento. También la calle mostraba un aspecto desastroso. Aunque Sutu y Adélka barrían, lo hacían sin mucho esmero y sin parar de darle al pico. Los demás vecinos, bien aleccionados por Emerenc respecto al comportamiento obligatorio hacia el prójimo en situaciones de desgracia o enfermedad, demostraron su solidaridad depositando platos y fuentes llenos de comida sobre el banco que había ante su entrada, obstruida por la nieve. Yo no le llevaba nada. En casa resolvía las comidas abriendo dos latas de conservas, y con eso nos bastaba para matar el hambre de los tres, nosotros dos y el perro. Lógicamente, aquello no podía considerarse una alimentación digna para Emerenc. Todos en el barrio se habían esmerado por atenderla, superando así aquel duro examen de humanidad. La única excepción fui yo. Aunque me acercaba varias veces al día a su puerta para preguntarle en voz muy alta en qué podía ayudarla, como ella nunca me pedía nada yo daba por terminada mi generosa participación en sus cuidados. Sinceramente, cada vez que iba a ofrecerme lo hacía con un miedo terrible de que me pidiera algo. Cualquier recado que me hubiera encomendado habría desbordado mis fuerzas, tan castigadas como estaban por todo lo que conllevaba el abastecimiento de mi hogar. En mi cocina se habían acabado las existencias, y había que contar con la dificultad añadida de que la distribución de víveres fallaba a causa de las nevadas. Bajar a la tienda arrastrando a Viola tras de mí cuatro o cinco veces al día para ver si ya había llegado tal o cual mercancía, patinando a duras penas por la resbaladiza acera y cargada con las pesadas bolsas de compra en las manos… Todo ese trajín me superaba, me desesperaba y parecía no tener visos de acabar nunca. Y, por si eso no fuera suficiente, debía soportar el bombardeo de visitas de periodistas y fotógrafos en casa; de hecho, los retratos que me tomaron en la etapa previa a la entrega del premio mostraban a una mujer visiblemente agobiada, extenuada, fea, desmejorada como nunca me había visto en toda mi vida.

Emerenc seguía encerrada a cal y canto, y sin dar señales de vida. Cuando llamaban a su puerta, chillaba indignada que no la molestáramos más. Su voz se había transformado por completo: sonaba extraña, pero no con un tono debilitado o amortiguado como cabría esperar, sino con un timbre reseco y áspero. Seguía negándose a ser vista por un médico. En su entrada se amontonaban las cazuelas llenas de comida; ya ni las recogía como al principio, cuando salía y volvía a depositarlas ya vacías y limpias en el mismo banco. Al ver los guisos de comadrona alinearse intactos frente a la entrada, empecé a alarmarme seriamente. Al preguntarle a través de la rendija de la puerta, ella respondía, lacónica, que no tenía apetito y que su nevera estaba a rebosar de viandas. Su voz quebrada, pastosa, me hacía sospechar que, en lugar de medicarse, estaba tomando alcohol en exceso. Estaba segura de que no me decía la verdad; el tipo de nevera que ella tenía no funcionaba con electricidad, y hacía mucho tiempo que no vendían hielo en la calle. Al igual que durante aquella conversación en Nochebuena, capté solo una parte del mensaje: era evidente que me mentía, mas eludí analizar a fondo con qué se estaban alimentando ella y los gatos. Pensé esperanzada que tal vez reservaba algunos restos de la comida que le habían llevado al principio, y que la conservaría en el vano de la ventana por donde penetraba el frío de la calle. Pero en esa fase de mi vida no estaba yo para más quebraderos de cabeza: mis alocadas carreras allá donde se me solicitara con urgencia no me dejaban tiempo para más. Pese a ello, ningún día falté a mi cita ante su puerta, aunque solo fuera un momento. En una de esas ocasiones le ofrecí llamar a mi vecino, el catedrático en medicina, para que la viera. Tenía la certeza de antemano de que ella rechazaría mi sugerencia, pero cuando lo hizo me sentí francamente aliviada: ya no podría haber asumido un nuevo compromiso. Al menos, afortunadamente, mi habitual sentido práctico no me falló: recordé que convendría poner al corriente de la enfermedad de Emerenc a su amigo, el teniente coronel. Con ese objetivo me acerqué hasta la comisaría. El hombre no estaba allí; me informaron de que se encontraba en un centro vacacional cuyas señas, por ser de carácter confidencial, no me podían dar. Bueno, solo me quedaba avisar al hijo de Józsi, que no tardó en acudir. Sin embargo, a nadie le sorprendió que su tía, como al resto, no le abriera la puerta; dejó la comida que le había traído, limones y naranjas, así como una cazuela con deliciosa col rellena, en el umbral de la entrada. Finalmente, una noche el señor Brodarics se presentó en mi casa para ver si había reparado en cuánto tiempo llevaba la señora sin asomarse a la entrada; estábamos a finales de marzo y, si no le fallaban las cuentas, Emerenc llevaba encerrada en su caverna desde hacía más de dos meses. Los vecinos del edificio estaban francamente preocupados y consideraban perentorio que la comunidad, por más que ella se opusiera, tomara alguna medida para socorrerla, traer un médico o lo que fuera; de lo contrario, con total seguridad, pronto tendríamos que enfrentarnos a la peor desgracia. El señor Brodarics me recordó también que, como yo bien sabía, el lavabo de Emerenc, que también tenía la manía de cerrar con candado, daba a la antesala, y era evidente que en los últimos días no lo había utilizado. Lo habían notado porque el viento, al soplar por el resquicio de debajo de la puerta, llenaba la antesala de nieve; pero, en el suelo, las únicas pisadas que se podían ver se dirigían hacia dentro, o sea, eran de la gente que traía comida; no había ninguna huella, ni siquiera una, hacia fuera, señal de que ya no salía de su habitación ni para hacer sus necesidades. Además, a través de la puerta de la cocina salía un hedor repugnante. Con todos esos indicios, el señor Brodarics pensaba que podría ocurrir lo peor y que aún estábamos a tiempo de atajar ese afán demente de la portera por recluirse, que deberíamos actuar con carácter urgente o, en caso contrario, el asunto acabaría muy mal. Si Emerenc seguía insistiendo en no dejar pasar a ningún vecino o al médico de cabecera, se verían obligados a forzar su puerta. Adélka había ido a buscar al doctor a primera hora de la mañana; habían intentado entrar, pero Emerenc los ahuyentó imprecando con la misma vehemencia; eso sí, según el testimonio de Adélka, ya estaba totalmente afónica y mascullaba con gran dificultad y casi sin aliento. Por último, el buen vecino me exhortó a que hiciera el favor de ayudarles en aquella maniobra de rescate; cuanto antes mejor —«Ayer era tarde ya»—, porque en el caso de no tomar rápidamente las medidas pertinentes, esa pobre mujer podría terminar sus días de una manera horrible; a fin de cuentas, nuestro barrio no era el África negra, donde la población cae como moscas en el más completo desamparo. Me embargó una demoledora sensación de impotencia. Sabía que Emerenc no permitiría a nadie poner un pie en sus dominios privados, y que la única persona a la que había invitado a entrar una vez había sido a mí, a mí y a nadie más que a mí. Si de repente notara cualquier intento de violación de su hogar, su reacción y sus consecuencias podrían ser nefastas hasta límites inimaginables. Tan alarmada me sentía que por fin se me iluminó la mente y empecé a vislumbrar una posible solución: intentaría hablar con Emerenc al día siguiente, a solas, y, según su reacción, determinaríamos entre todos los pasos que debíamos dar a continuación. Así lo hice. Cuando tuve un momento libre por la tarde, me acerqué hasta su casa y, forzando la voz para que me oyera a través de la ranura de la puerta, le propuse a Emerenc que, ya que se empeñaba en no ingresar en un hospital, aceptara al menos venir con nosotros; podría instalarse en la habitación de mi madre y compartirla con Viola. El médico ya la estaba esperando, y ya vería lo rápido que se recuperaría con los medicamentos. Le prometí que no dejaría desatendidos a «aquellos» que le impedían abrir la puerta y que los mantendría unidos, le aseguré que no dejaría entrar a ningún extraño en su casa, que vendría a buscarla yo sola y me encargaría personalmente de todo.

Tanto le indignó mi sugerencia, que hasta recobró su habla normal y, en vez de con su balbuceo ahogado, me respondió con fuertes berridos: que no éramos más que unos mirones repugnantes y perversos, y que, si no la dejábamos en paz, lo primero que haría cuando estuviera bien sería denunciar a toda la cuadrilla, sin excepción, por intromisión en su intimidad y acoso continuo en su propio domicilio. Además, ¿qué ley le prohibía pasar la baja laboral como a ella le apetecía, ya fuera tumbada, sentada o en pie, y donde le diera la realísima gana? Que ni soñara yo con pisar su casa, ni yo ni ninguno de esos fantoches, y que si, a pesar de todo, lo intentábamos, contáramos con que no dudaría en defenderse con su hacha, y entonces sí, aseguraba, habría un baño de sangre. Huí despavorida a mi casa. El señor Brodarics regresó por la noche con el manitas, también vino el sobrino, y entre todos elaboraron un plan consistente en abrir la puerta de Emerenc por la fuerza y sacarla fuera de casa, donde el médico estaría esperándola; a continuación el hijo de Józsi la cogería, la traería hasta mi edificio y la ayudaría a subir las escaleras hasta mi casa. Prefería no alojarla en la suya porque, como no sabíamos exactamente qué virus tenía Emerenc, temía exponer a su hijo al contagio. Mi misión era conseguir que ella entreabriera la puerta: eso les bastaría para sacarla.

A mi marido no le parecía mal nuestro plan de salvamento, a pesar de que lo hubiéramos urdido a sus espaldas. Lo único que no comprendía era por qué había que dramatizar tanto un hecho tan simple como abrir un momento y volver a cerrar la puerta de Emerenc, aunque fuera en contra de su voluntad. Que no era ninguna novedad que la mujer estaba medio chiflada y que era testaruda hasta límites insospechados. Entonces, ¿por qué me desesperaba tanto que una vez más le hubiera dado uno de sus ataques de locura y se hubiera obstinado en retirarse como Aquiles? ¡Allá ella…! Y como nuestro deber era salvarla, por más que la otra protestara, pues se hacía y punto… No estaba en contra de darle cobijo en casa, siempre, claro está, que ella misma aceptara quedarse con nosotros. Reconoció que a él, personalmente, no le agradaba el plan, no le gustaba compartir nuestro hogar con nadie, pero que en esa situación excepcional cedería. En cualquier caso, no se trataba de su comodidad; el criterio prioritario era que la vieja necesitaba estar en un lugar caliente y con cuidados médicos. Mi sobresalto no tenía fundamento alguno; si la quería tanto, ¿por qué me alarmaba y asustaba la idea de acogerla durante un tiempo? Para él, las lágrimas que no podía reprimir mientras discutíamos el tema no tenían explicación. No contesté, no sabía qué decir. Solo yo conocía la ciudad prohibida de Emerenc.

El arreglo con el doctor y con el señor Brodarics quedó finalmente del siguiente modo: dejaríamos que Emerenc pasara esa última noche en su casa; al día siguiente, cuando el médico terminara en su consulta, procederíamos entre todos a llevar a cabo el plan. Pasé la noche prácticamente en vela; las horas transcurrían con lentitud y yo no paraba de cavilar y dudar sobre si mi decisión era o no correcta. Por fin me convencí de que no había otra alternativa: si Emerenc seguía sin recibir ayuda médica, podría ocurrir una fatalidad; estaba obligada a salvarla aun traicionándola. Conociendo la salud de hierro que tenía esa mujer, tal vez estábamos a tiempo de hacer algo para remediar su estado; además, si actuaba con la debida precaución, incluso podría evitar que se descubriera su secreto, aunque fuera a costa de un esfuerzo extraordinario por mi parte y de la invención de las mentiras adecuadas para mantener su tapadera. Nuestro plan consistía en que, primero, yo debía convencerla de que abriera la puerta, solo lo justo para que esa rendija permitiese al médico introducir su mano, sujetarla del brazo y obligarla a salir. Entre el manitas, el señor Brodarics y el hijo de Józsi podrían llevarla sin gran des dificultades hasta mi puerta. Con todo aquello en la mente, a primera hora de la mañana me acerqué a casa de Emerenc. Le expliqué que no me parecía muy prudente en cerrarse de esa manera porque, al no aparecer nunc a, ya se sabe cómo son los rumores, la gente podía sospechar que la situación era peor que lo que en realidad era. Todos la querían mucho y sabían que le pasaba algo malo, y por esa razón se sentían responsables de ella. Tenían que verla con sus propios ojos para convencerse de que realmente no necesitaba ayuda médica; de lo contrario se sentirían fatal y no se perdonaría jamás no haberla atendido debidamente. Le rogué que a media tarde, aunque fuera por unos instantes, apareciese en su umbral para que viesen que seguía viva, y dejar así a la gente del barrio con la conciencia tranquila. Emerenc me respondió que, casualmente, estaba a punto de mandar a buscarme; ella no pensaba salir bajo ningún concepto, pero sí me pedía que le trajera una caja grande y alargada; la necesitaba para meter el cuerpo de uno de sus gatos, que acababa de morir, el más viejo, el que estaba capado, y que si le hacía el favor de enterrarlo. Por lo demás, me pidió que dejara de insistir: no necesitaba al médico ni a nadie, y si los vecinos no creían que aún estaba viva, pues era su problema, a ella le daba igual, como si querían colgarse de un árbol, ya eran mayorcitos y estaban en todo su derecho. Solo faltaba que, a esas alturas de su vida, le exigieran dar pruebas de su existencia a toda esa panda de inútiles con ganas de husmear donde no deben; si era eso lo que pretendían, que vinieran a espiarla cuando yo le pasara la caja. Que les dijera que lo que ella me entregaba era ropa sucia para lavar. Le costaba articular las palabras, y lo que entendí por su murmullo entrecortado, apenas audible, me hizo estremecer: esa mujer terminaría volviéndome loca. En mi vida había conservado yo una caja, y ahora, tan agobiada como estaba con mis otras obligaciones, ¿de dónde iba a sacar un ataúd para el cadáver de su gato y qué iba a hacer con él? Obviamente, pese a todo, se lo prometí. Más tarde bajé al sótano de mi edificio y en el trastero encontré un viejo maletín; el hallazgo me reconfortó, y pensé que la nueva circunstancia nos facilitaría incluso la ejecución del plan: con la entrega de los restos del animal, no tenía que inventar ningún pretexto para que me abriera la puerta. Solo cabía esperar que diera para todo… El médico acabaría en su consulta media hora escasa antes de las cuatro menos cuarto. A esa hora vendría a buscarme un coche para asistir a un compromiso profesional en televisión: me habían invitado para participar en un coloquio sobre mi obra literaria. Todo estaba coordinado al minuto: el doctor no podía venir antes, pero me aseguró que a las cuatro menos cuarto en punto estaría frente a la puerta de Emerenc. A los pocos minutos de llegar él, yo tendría que marcharme. Dispondría del tiempo justo para llamar a la puerta, que ella abriera, introducir la caja por la rendija y recoger el gato. En ese instante entrarían en escena los cuatro hombres, que la sacarían por la fuerza y la subirían hasta mi casa. Terminada mi misión, podría marcharme tranquilamente rumbo a los estudios de televisión. Al imaginarme ante semejante escena, mis nervios se habían alterado y puesto a flor de piel, por lo que tuve que tragarme, como si fueran caramelos, mis píldoras tranquilizantes. Sin embargo, con la nueva perspectiva todo parecía tan sencillo que me sentía avergonzada por no haber pensado antes en una solución parecida.

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