Authors: Magda Szabó
—¿Sabe que tiene usted un carácter espantoso? —me reprendió Emerenc—.Un verdadero sapo, que se hincha y acabará por reventar. Usted no entiende nada, lo único que sabe hacer es jugar con su amiguito a mover los árboles desde un helicóptero, mareando a la gente honrada. Usted es incapaz de ver las cosas como son, lo lía todo y va siempre para atrás aun cuando tenga la puerta enfrente de sus narices.
No sabía qué responder. Sospechaba que algo de razón tenía.
—He fastidiado su celebración, ¿no? Pero estos asuntos, la costumbre dice que deben arreglarse los días de fiesta. Es en estos días cuando conviene decidir qué se hará con nosotros después de la muerte. Yo sabía de sobra lo que contenía aquel papel.
—Debí llamar al amo también, pero como usted sabe a veces no nos entendemos muy bien. No porque no sea buena persona, que lo es, pero es tan testarudo como yo. Él y yo no hacemos buenas migas, y si no fuera por usted ya no tendríamos ningún contacto. ¡No me interrumpa! Ahora hablo yo.
Otra vez había cambiado su expresión; parecía haberse derretido bajo el sol en la cima de una montaña, mientras contemplaba el panorama del valle y recordaba, con el cansancio del camino aún en el cuerpo, los peligros de los ríos desbordados y los glaciares que acababa de franquear. En su rostro se reflejaba la compasión por todos nosotros, pobres seres desgraciados que, sin conocer aún ese sendero, aspiramos a vislumbrar algún día el violeta crepuscular de la cumbre.
—Le explico: no he podido llamarlos antes ni a usted ni a mi sobrino por ser partes interesadas. Hacía falta acordarlo primero todo con Sutu y Adélka, ellas ya han firmado el documento. Serví también en casa de un abogado, y sé perfectamente cómo se hace un testamento. No tiene ninguna complicación, ya verá como será válido, no le falta de nada.
Una nueva sorpresa: tampoco había hablado nunca de ese abogado.
—¿Ahora por qué me echa esa mirada? Ya le he contado que mi abuelo me mandó con trece años a trabajar como sirvienta a la casa del abogado. Y cuando este ya no pudo mantenerme porque éramos demasiado mayores los dos, su hijo y yo, entré a servir en casa de los Grossmann. No es que no los haya invitado a comer para ahorrar comida. Yo también sé que en un día como hoy la gente suele reunirse; lo aprendí en las clases de religión y sé que Cristo tomó su última comida con sus amigos. ¡No hace falta que me corrija! Ya sé que no fue comida sino cena, y tampoco el Domingo de Ramos sino el Jueves Santo, pero a Cristo, como tenía mucho tiempo libre, no como yo, le daba igual que fuera un día laborable o feriado. A lo que iba: no he podido invitarla a usted ni a mi sobrino porque ambos son mis herederos.
Cristo tomó su última cena en alguna parte de Betania que todavía pertenecía a Jerusalén, quizá en casa de Lázaro. Habría preferido no ver a Emerenc sujetando el testamento en su santa mano, con Sutu y Adélka sentadas a su derecha, el sobrino y el teniente coronel a su izquierda, y yo con Viola frente a todos ellos. No pude evitar imaginarme la escena.
—¡Escúcheme! He acordado con mi sobrino que le dejo a él la totalidad de mi dinero. No pienso dar nada al resto de la familia, ya que usted me dijo que no cuidan las tumbas de los míos y que, además, tienen de todo. El hijo de Józsi no me ha defraudado, al menos hasta ahora; él se encargará de reunir a mis difuntos cuando la cripta esté lista y me enterrará también allí. Para construir la cripta y para la exhumación tengo separada una suma en mi cuenta del banco de correos, el resto del dinero lo tengo en una cuenta ordinaria; las libretas de ahorro las tengo en casa. Todos los muebles y demás pertenencias que hay en mi vivienda serán para usted. Mi sobrino ha firmado delante del teniente coronel que acepta mi voluntad, y se conforma con su parte de la herencia. Ese chico no sabría qué hacer con lo que voy a dejarle a usted, tiene un gusto diferente, y aunque no fuera así ya le dejo bastante. Se llevará muchísimo dinero. Y usted no me dé las gracias si no quiere que me enfade.
Con la vista fija en el suelo, me esforzaba en calcular lo que podía costar construir una cripta y a cuánto ascenderían los gastos de la exhumación; solo conocía el precio de las lápidas, pues en mi familia todos habían sido enterrados en sepulturas normales. No intentaba adivinar cuál sería mi herencia. Era una escena tan irreal como un sueño. Emerenc se levantó y encendió la hornilla bajo la cafetera; sabía preparar un café mejor que el mío. ¿Dónde lo habría aprendido, en cuál de esas risas que aún me ocultaba?
—¿Cómo se le ha ocurrido pensar en la muerte justo ahora? —pregunté por fin—. Espero que no esté enferma…
—No, solo oí en la radio que había muerto el hijo del abogado, y ha sido eso lo que me ha hecho recordarlo todo.
Ya atendía expectante, prendida a cada una de sus palabras corno cuando en mi infancia hipnotizaba a las mariposas para obligarlas a posarse junto a mí. No para atraparlas, solo para verlas de cerca.
—Hace días que en la radio no hacen más que homenajearlo Puede seguir la retransmisión por televisión de su ceremonia fúnebre, yo no la quiero ver ni pienso ir al cementerio. Lástima que no me hubiesen pedido mi opinión: entre tantos entrevistados, yo también tengo muchas cosas que contar. Fue un gran personaje, y más de un organismo lo considera su propio difunto, pero no espere que yo también lo haga; en su momento no me quiso en su vida, como debía haber hecho. Visto así, yo también soy su «muerta»… una víctima. Tan muerta me dejó que apenas pude resucitar; pero hoy ya sé que no valió la pena. Por eso es por lo que he hecho el testamento, para que se cumpla mi última voluntad, que es dejarles a ustedes, a nadie más, todo lo que conseguí reunir en mi larga vida. Después de todo lo que he pasado… el que me desvalijó, y el otro que me mató los dos gatos… no consentiré que nadie más me haga lo mismo. Nunca más permitiré que nadie robe mi casa, ni mi cuenta bancaria ni la integridad de mi alma.
En ese momento sus ojos brillaban con destellos fríos de diamante. ¡Dios santo!, pensé, uno más en la lista de refugiados en casa de Emerenc; junto al señor Brodarics y al agente de seguridad, también este, el hijo del abogado. Pero ¿cuándo había sido aquello? Tendría que haber sido allá por los años treinta.
—Si quiere ver cómo era su mujer, vaya al cine. Cuando lo perseguían a muerte y llamó a mi puerta, todavía no tenía novia; a esa mujer la conocería, seguramente, una vez pasado el peligro. «Tú me esconderás, me darás refugio y me cuidarás, Emerenc, mi cielo, mujer de mi alma, no hay nadie como tú, eres una gota de agua pura y refrescante, el pilar de mi vida.» No vaya a creer que todo era teatro por su parte, supongo que ya me conoce un poco, porque él y yo éramos como uno, habíamos crecido juntos, y no le pregunté quiénes lo perseguían, me limité a esconderlo en mi cuarto de criada. En esa época, los viejos Grossmann ya habían cedido mis servicios a sus hijos, y mi joven ama, la que sería la madre de Eva, no tenía la más mínima curiosidad por saber qué se hacía o se dejaba de hacer en los aposentos de la criada. Eva todavía no había nacido, y ellos siempre estaban de viaje o, si no, de paseo; había una casita para el servicio separada del edificio principal, allí vivíamos los dos juntos. ¿Por qué no termina su café? No me mire así, estaba enamorada como le puede pasar a cualquiera. Cuando tuvo que huir al extranjero, creí que iba a enloquecer de pena. Pero tampoco fue para tanto, porque pronto le volví a ver: apareció en el momento más inoportuno. Llegó de noche, con la luna llena, y aunque llevaba una ropa extraña lo reconocí enseguida. Hay momentos en que una ve con el corazón. Pues, ¿sabe?, fue aquella noche en el jardín cuando, por detrás de su rostro iluminado por la luna, observé que los árboles empezaban a agitarse solos y el pino grande comenzaba a bailar. Tuve una corazonada: tal vez había vuelto porque durante todo ese tiempo en el extranjero se había dado cuenta de que no podía vivir sin mí, y venía a quedarse para siempre, o a llevarme con él. Si no, ¿por qué se habría molestado en averiguar mi nueva dirección tras dejar la casa de los Grossmann? Pero no. No era eso. Era verdad que tampoco me había prometido nunca nada, así que no tenía por qué sentirme engañada. No tardó en aclararme el motivo de su visita: de nuevo necesitaba refugio. Había conseguido papeles falsos, un carnet y cupones de racionamiento, pero no tenía dónde dormir y nadie mejor que yo para esconderlo. Cuando pasó la mala racha, en cuanto pudo, se marchó y me dejó sola. Ahora está muerto.
Sin poder tragar mi café, me quedé con la boca abierta.
—Entonces, por venganza, me junté con el barbero. ¿No se lo habían contado las malas lenguas del barrio? En el estado en que me encontraba, abandonada, herida en mi amor propio de mujer, no solo me hubiese liado con alguien como el barbero, sino con el propio diablo. No era un mozo mal parecido, pero, como sabe, resultó ser un ladrón. Bueno, a lo hecho, pecho; de todas formas, también a este lo sobreviví.
Guardó un breve silencio, estrujando entre sus dedos una hoja de menta y oliéndola.
—Debe aprender una cosa: morir del todo no es tan fácil, aun cuando una parte de ti se haya muerto; esto es algo que uno llega a aprender con el tiempo. Pero también en el camino se pierde la inocencia. Y no sé qué es mejor: sufrir o vivir resabiada y amargada. En fin… Lo que sí puedo decirle, cambiando de tercio, es que aprendí también mucho con el hijo del abogado: los dos años que pasó conmigo en la casita del servicio de los Grossmann, y luego el tiempo que vivimos en esta, fueron un auténtico curso avanzado de formación ideológica. No paraba de hablar, día y noche, y venga a explicar… Uff… Me hartó para el resto de mi vida. Así que ya puede entender por qué soy tan reticente a escuchar más discursos. Ya sabe a qué me refiero: a esos muchachitos activistas que adoctrinan al pueblo.
Así descubrí el verdadero origen de la implacable actitud antiintelectual de Emerenc y de su desprecio generalizado hacia la cultura.
—Al terminar la guerra, mi hombre volvió a aparecer; no para quedarse a vivir conmigo, sino para seguir dándome la tabarra ideológica. Lo que pasa es que yo esperaba otra cosa muy distinta, aún albergaba expectativas de futuro: en el mundo nuevo, nuestra unión parecía más viable. Le dije que ya estaba bien de clases para niños, y que me dejara en paz con aquello de una vez por todas. Pero no, él insistía, que me matriculara en una escuela. Yo, por supuesto, me negué. Al cabo de un tiempo, se le ocurrió proponerme para una condecoración, a lo que le respondí que, si me obligaba a ir al Parlamento, allí mismo armaría el escándalo del siglo. Que entendiese que yo a quien quería era a él y no a sus ideales, y poco me interesaba todo lo que hubiese podido conspirar con sus compinches mientras yo lo amaba en mi cuartucho de criada, sin ser por cierto correspondida. Estaba muy enamorada de ese hombre, ¿me oye?, mucho, muchísimo. No de su mente, no de su gran sabiduría, esa que precisamente lo alejaba de mí, sino de todo él, de su cuerpo y de su alma, de ese cuerpo ahora ya inerte que mañana será sepultado definitivamente bajo tierra. ¿Lo puede creer? Me dijo que le había hablado muchas veces de mí a su mujer, incluso quería presentármela. Pero yo me negué rotundamente: que fuera feliz con ella, y que mientras él y su partido reconstruían Budapest yo intentaría rehacer mi vida. Fue entonces cuando me junté con el barbero. Se enfadó mucho cuando se enteró, algo que, debo reconocer, me reconfortó bastante.
Pero la máscara de su rostro, con la boca desdibujada, no reflejaba satisfacción ni sentimiento alguno.
—Imagínese hasta dónde puede una llegar: cuando en el cincuenta lo arrestaron y le dieron unas palizas que por poco lo matan, acusándolo de ser espía de los ingleses, yo hasta me alegré. Era, por cierto, una acusación absurda, si ni siquiera sabía hablar inglés. Eso lo sabía yo de los años que había estado de sirvienta en su casa y había visto que en los escolapios donde estudió el muchacho solo enseñaban francés, alemán y latín. Pero no por eso no iba a alegrarme de su detención, pensando que ahora la vida, aunque por otra vía, le devolvía con creces lo que él me había hecho sufrir. Hoy, ya superado el rencor, me arrepiento de aquella joven estúpida y vengativa. Tendrá su funeral de Estado por todo lo alto, con todas las distinciones y condecoraciones posibles, tanto húngaras como extranjeras. Le harán un gran homenaje a su extensa biografía de activista combativo, en la que, supongo, yo no aparezco, aunque supiera muy bien que formé parte de su vida.
—Bueno —le dije—, yo creo que sí habló de usted, Emerenc, aunque sin mencionar su nombre. —Me sentía terriblemente fatigada por el impacto que me causó el relato de aquellos episodios de su vida, cada una de sus palabras había caído como un mazazo en mi conciencia. En ese instante comprendí, como nunca antes, el pasado reciente de mi país—. En las noticias de anoche explicaron que el fallecido había pasado la mayor parte de su larga clandestinidad en casa de una muy buena amiga suya. ¿Quién iba a ser sino usted?
—Muy bien. Eso sí, siempre fue un hombre muy correcto —respondió con sequedad—. Bueno, quizá me haya explayado más de la cuenta… Ha sido por lo del testamento y todo lo que me ha hecho recordar. Fue un hombre tan valiente, tan lleno de vitalidad y alegría que nadie pensaba que un día él también podría morir. ¡Y la cantidad de libros que tenía…! Debería haberlo visto. Pero no solo eso, sino la biblioteca que tenía metida en su cabeza… Yo eso sí me lo perdí: no estaba dispuesta a estudiar. Pero Ínsito: no fue un embustero, nunca me mintió. Me alegro de haberlo escondido en mi casa. Yo era muy bobalicona en esa época, lo habría echado si se hubiera atrevido a tocarme. Así fue… Bueno, retírese; ya hemos parloteado bastante.
Preparó un plato con los pasteles que habían quedado en la bandeja.
—Lléveselo al amo; sé que es muy goloso.
Abrió la puerta de su habitación para dejar salir el perro, dejando escapar otra vez ese extraño olor que impregnaba toda la casa. Fui a incorporarme, pero me lo impidió hasta que no volvió a cerrar la puerta. Permanecimos un momento mirándonos a los ojos.
—Tengo que decirle otra cosa —empezó de nuevo—. Le dejaré algo más en herencia, mejor que lo sepa desde ya. Mi cuarto está lleno de gatos. Los dejaré a su cargo. No podrá hacer nada con ellos, porque solo me conocen a mí, y a Viola. Si los soltara en la calle y se encontraran con algún perro, no se salvarían los pobres, no sabrían defenderse, creerían que todos los perros son amigos suyos, como Viola. Usted se lleva bien con el veterinario ese que suele vacunar a Viola; pídale, cuando me muera, que venga para dormir a los gatos con una inyección. Solo matándolos podrá evitar que sigan sufriendo. Tengo nueve en total. Por eso no abro nunca la puerta, para que la gente no vea que vivo con un montón de gatos. Pero no pienso regalar ni uno, tampoco no voy a consentir que me los ahorquen otra vez. Viven cautivos, pero están vivos. Ellos son mi familia, la única que me ha dado el destino. Y ahora, váyase. Aún tengo mucho que hacer. He tenido una tarde muy ajetreada.